Editorial
Autores
Blog!

Contacto
Librerías

  Hidrografía doméstica
Gonzalo Castro

192 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2004
ISBN: 987-21040-1-8
      + G. Castro en Entropía
   
     
 

Hidrografía doméstica es una novela climática, introspectiva, sutilmente impresionista, que toma como punto de partida un universo cotidiano y lo transforma en una serie de paisajes nuevos, de hermosos y desconcertantes micromundos.
Chloé, de once años, vive sola en el fondo de la casa de sus padres. Organizándose, entre animales, viajes, amistades, árboles y bañeras, la protagonista se mantiene independiente y permeable. Su atomizado monólogo interior, impregnado por percepciones de una rara inteligencia, se va definiendo a través de la tensión entre cualidades opuestas: la agudeza se funde con la ingenuidad, la ternura deviene en sarcasmo, y la inocencia, por momentos, puede revelarse inquietante.
Podríamos estar hablando, ciertamente, de una novela de iniciación; pero Hidrografía doméstica va más allá, y evade cada uno de los presupuestos de ese género: aquí no hay crecimiento, ni evolución, ni tampoco nostalgia. Apuntando hacia un futuro no enunciado, esta novela de Gonzalo Castro traza un mapa fragmentario de cursos de agua.

Contratapa
     
   

Uno


Me miro los pies. Otro día. Hace una semana que tengo miedo, y que busqué por todas partes. De todas maneras puede tratarse de un error, porque muchas veces me pasa de confundir los sentimientos. Sentir calor y era angustia. Sentir como una opresión en el pecho y era sueño. Por suerte puedo quedarme en la cama a analizar todo esto.

El vivir sola me ha dado madurez, en el medio del bosque, un auténtico vergel. A veces abro la puerta y es un desierto lunar, el frío entra por los poros de mi casa y yo estoy en la cama.

La cama más grande del mundo. Nadie tiene una cama así. Mis padres tienen una cama grande en la que supongo que malamente se aburren y así y todo es chica al lado de la mía. Mis amigos de mi edad tienen camas de juguete, camas para dormir. Unos amigos más grandes tienen camas en todo caso como la de mis padres, pero todos suponemos que se divierten un poco mejor, aunque algunos se la pasan llorando. Quizá es mi influencia. Yo nunca lloro, pero creo que a veces inspiro a llorar.

Mi cama ocupa los veintidós metros cuadrados de mi casa, en una de mis primeras coincidencias de predestinación generadora. Entonces mi casa está hecha para un colchón de dos plazas, tres colchones de una plaza, y un colchón de tamaño indefinido, sábanas, mantas parciales, retazos de acolchados, almohadas y almohadones, todo seguramente robado a mi familia.

En mi casa es ley estar descalza, y mala costumbre andar en piyama. Mi casa está en el fondo del gran jardín de la casa de mis padres, y además del gracioso espacio mullido tengo un baño de fantasía con dos viejas bañeras con patas, como dos Behemots obedientes, paralelos (una historia bastante larga y que favorece a mi padre, aunque después él se haya arrepentido), y vidrios, espejitos de colores, caracolas (maravillas por las cuales una entregaría todas esas inútiles piezas de oro y plata a las fuerzas realistas).

Afuera, mi patio pequeño; después empieza la frondosidad, la anchuria arbolada, la vegetación subtropical, supertropical, y más allá lo de ellos, la parquización, la piletización olímpica. Pero en mi patiecito tengo una parrilla, un anafe y un horno de barro auténtico (nuestro planeta consta de tierras y aguas, los dos elementos base para producir barro), pero clausurado.

Necesito dormir.

Fragmento
     
   

Autor

 

   
                     
Gonzalo Castro nació en Buenos Aires en 1972.
Hidrografía doméstica es su primera novela.

   

Ediciones internacionales

Quetzal
(Portugal)

 

 

 

 

 


 

Reseñas

La lectora provisoria
(Quintín)


Revista Viva
(Beatriz Sarlo)


Revista Ñ
(Fermín Rodriguez)


Radar Libros
(Sergio Di Nucci)


RSVP
(Fabio Blanco)


Llegás
(Fernanda Nicolini)

     

 

 

 

 

 

 

 

 



[La lectora provisoria]

 

El mundo alucinante

por Quintín

 

El miércoles a la tarde viajé a Buenos Aires. Llegué a eso de las diez de la noche y había quedado en encontrarme con Gonzalo Castro, que quería conocer mi opinión sobre cierto producto audiovisual de unos amigos suyos. Nunca lo había visto y sabía poco de él, salvo que era uno de los directores de Entropía, editorial que hace más de un año me había enviado todo su catálogo por correo. La masividad de la entrega tuvo un efecto paralizante sobre la lectura. Sobre todo, la elegante colección de ficción: todos esos libros tan bien diseñados, apenas distinguibles por el color de la parte superior de la tapa, me impedían elegir alguno para comenzar. Me sentía como el burro frente a los dos fardos de pasto. Movido por la culpa, reseñé los dos tomos de las cartas de Puig, un autor que no me interesa y un cinéfilo lamentable según descubrí en la correspondencia. Las cartas tienen valor para historiadores y eruditos, pero estos deberían concluir que Puig era, ya de grande, un niño buchón y un personaje poco agradable. Es inútil, porque el culto a Puig aumenta con las horas y se multiplica el número de sus viudas.

Esos seis libros quedaron sin leer y, desde entonces, conviví con su mirada acusadora desde la biblioteca, donde parecen un escuadrón de desheredados. Unos meses más tarde, Entropía publicó Opendoor de Iosi Havilio, una gran novela que leí y reseñé para LLP. Pero esa la compré individualmente, no formaba parte del conjunto indiscriminado inicial. De todos modos, como tenía esa reunión con Castro, me pareció una descortesía presentarme sin haber leído su libro (del 2004, demasiado tiempo para excusas) que formaba parte del sexteto postergado. Así fue como descubrí Hidrografía doméstica, la mejor novela de la nueva generación y un libro formidable. Mientras leía (una parte a la mañana en San Clemente, el final en el ómnibus), me iba dando cuenta de que había dado con un objeto literario inusual, cuyo tono está bastante bien representado por esta frase que pronuncia un personaje con un leve matiz de ironía:

Si yo pudiera asomarme siquiera a lo que es el sufrimiento, pero no, siempre estoy con esa alegría inclasificable.

Una alegría inclasificable. Y un humor en sordina que se desliza entre las palabras, con las palabras. Eso es lo que recorre Hidrografía doméstica, una novela contada por una nínfula de once años que tiene algo de Lolita, pero es más bien una criatura de Lewis Carroll que ha cobrado vida. Alguien entre Alicia y las nenas que el reverendo Dodgson fotografiaba desnudas con un discreto erotismo. La protagonista se llama Chloé —nombre tomado por sus padres de Boris Vian—, vive en un anexo de la casa familiar, tiene una amiga del alma llamada Daphne, va a la escuela, sale de vacaciones. Y se baña, se baña mucho y mira cómo se baña Daphne. A veces llora, a veces se enferma y siempre es una nena pero no es nunca infantil. Hay dos cosas que Chloé no es. No es Mafalda, aunque a veces piense cosas de adulto: de ningún modo es un vehículo para que su autor comente el mundo desde el sentido común. Hidrografía es lo contrario de una historieta, es una obra que pertenece a la alta literatura, ese universo que se identifica inmediatamente en un párrafo de Nabokov, a partir de ese lenguaje burbujeante, de esa convicción de estar tocando con la punta de los dedos la secreta y delicada trama de la conciencia, la maravilla de la humanidad civilizada. Hidrografía doméstica es un antídoto contra la rusticidad literaria imperante, contra la sordidez obligatoria de la mayor parte de la narrativa contemporánea, en especial la argentina.

La otra cosa que no es Chloé es Holden Caulfield, el personaje de El cazador oculto (no logro acostumbrarme a eso de El guardián en el centeno). No tanto porque sea más chica que el héroe de Salinger sino porque, aunque vive en el propio, no tiene con el mundo de los adultos una relación de antagonismo que sirva para expresar la distancia del autor con la sociedad. Chloé no es una niña americana: no fue abusada ni recorre un camino de iniciación. Ya está iniciada en lo esencial: se para frente al mundo como una artista. No es un adulto en el cuerpo de una niña, sino una niña cuyo mundo es independiente del de los adultos. Después de leer Hidrografía doméstica uno debería repensar (negativamente) El cazador oculto y abolir la adolescencia como categoría intelectual.

Así escribe Castro, mucho menos interesado en que la literatura atrape el mundo que en que el mundo quede atrapado en la literatura:

Se ve el cielo, supuestamente, pero no hay luna, hay nubes, los vidrios están un poco sucios. Algo de luz entró, y la forma de Daph en la cama parece mineral, con esta luz gris. Hasta que ella se mueve, me mira y me pide agua. Voy hasta la heladerita que tenemos, agarro una Villa del Sur chiquita, la abro con el abridor que hay arriba del artefacto. Me siento en su cama, la despierto, ella se sienta contra el respaldo, toma de la botella. Me acerco a mirar desde el fondo de la botella que está muy horizontal respecto de la boca de Daph. La luz a través de la etiqueta y el vidrio hace que el agua en ebullición parezca de otra escala. La botella baja y queda la boca de Daph, ahora mojada y feliz, mostrando dientes un momento. Se acuesta arrojando su cabeza sobre la almohada, con el cuerpo haciéndose un ovillo para seguirla. Tengo la botella en la mano, un poco de agua para mí. Abro un poco una ventana para ventilación, y entra frío. El olor de la sal me despierta.

Con la ayuda de la pizza, la cerveza y la tequila ingeridas, el encuentro con Castro fue muy cordial y se desarrolló en su extraño domicilio que es también depósito de la editorial. Descubrí que su formación es la de diseñador gráfico y es el responsable de la sobria elegancia de los libros de Entropía. Además es músico, pero no puedo dar fe de sus habilidades en ese terreno. Entre las manías de Castro figura la de odiar los cuentos como género y supongo que la publicación de Buenos Aires / Escala 1:1 tuvo más que ver con los otros socios de la editorial, su hermana Valeria, Sebastián Martínez Daniell (cuya novela Semana lleva el número uno en el catálogo de Entropía) y Juan Nadalini.

Castro es un ovni en el mundo literario, con el que casi no tiene contactos y no es extraño que haya publicado su propia obra, además de haberla escrito y diseñado. El emprendimiento editorial es parte de su autonomía como escritor, de su independencia frente a los peligros del mundo editorial. Gran fanático de Federer y de Riquelme (un gran motivo de coincidencia), está escribiendo al mismo tiempo su segunda y su tercera novelas. La primera es un logro mayúsculo, uno de los puntos singulares de la literatura argentina reciente.

 

     
     

-----------------------------------------------------------------------

 

[Revista VIVA, 5 de Diciembre de 2004]

 

Dos amigas en un jardín

Por Beatriz Sarlo

 

Chloé tiene once años, casi doce, y vive en el quincho de la casa de sus padres. Ha cubierto con colchones y almohadas los veinte metros cuadrados del piso y para entrar hay que sacarse los zapatos. Chloé cocina a la parrilla o, cuando sus padres insisten en invitarla, pasa por el comedor de la casa principal para divertirlos durante dos horas. Va a la escuela, habla por teléfono, lee el Corán, una obra de Ionesco o algún poema de Miguel Hernández, recibe a su amiga Daphnis.
Comparada con Chloé, Daphnis es una chica más del montón, más empeñada en reproducir algo del mundo de los adultos, que Chloé trata con amistad y una ironía tolerante. Pero las dos chicas hablan como si se pudiera discurrir a los costados de las frases hechas.
Los padres de Chloé desearían que ella volviera a dormir en casa, pero tampoco pueden convencerla. En todo, Chloé es maravillosamente extraña, pero también normal, si es que normal quiere decir algo. La televisión no forma parte de su vida (lo cual casi parece una anormalidad), y eso la vuelve interesante e inesperada. A los once años Chloé no está histéricamente sexualizada, como si se tratara de una especie de mujer en miniatura. Más bien parece una chica de hace varias décadas, preocupada por algún compañero de escuela, sin apuro para enamorarse, independiente de las ropas de marca, las modas y las ondas. Es original precisamente porque no está anudada por las convenciones que los niños y los padres importan de los medios y los shoppings. Pasa por ser una alumna excelente, pero se las arregla para copiarse en las pruebas aprovechando la batería de machetes plastificados (sí, plastificados para que no se manchen con la merienda) que preparó uno de sus compañeros. Chloé parece una chica de los años cincuenta con la libertad de una del 2000. Esta mezcla curiosa la convierte en alguien casi irreal y, sin embargo, nada inverosímil. Una tarde, Chloé descubre que puede llegar a desplegar fuerzas excepcionales, sin saber de donde las ha sacado: sorprende a cuatro chicos atacando a un amigo suyo y se transfigura. Minutos después, ante la directora del colegio, despierta de una especie de trance hipnótico para enterarse de que les ha quebrado un hueso y roto algunos dientes.
Esto es misterioso, pero esas cosas pasan con el cuerpo de las chicas de once años, cosas imprevisibles y desconocidas. Quizá por eso, Chloé ha decidido no tener espejos en su casa de almohadones y, cuando necesitaba ver todo su cuerpo, recurre a una polaroid, que le devuelve una imagen borrosa, tranquilizadora en su falta de detalles.
Con su papá y su amiga Daphnis, Chloé va a una playa. En realidad, no se trata de verdaderas vacaciones, sino de una especie de viaje de negocios al que las chicas han llevado sus bikinis deportivas y sus mocasines destrozados. Tiradas en la arena o en las gigantescas camas del hotel, se divierten sin exageración, pelean amistosamente, van al cine o se emborrachan con clericó. En la arena, la conversación de Chloé con su padre tiene la soltura displicente que se sostiene en la inteligencia: "Papá, tenemos que ir a salvar a Daphnis, que se está ahogando en el océano", dice Chloe. "Andá vos primero y fijáte qué podés hacer. Cualquier cosa, si es imprescindible, vos me avisás oportunamente", contesta el padre. Daphnis y Chloé también salen de paseo solas, pequeñas exploraciones. Una vez van a la costanera en colectivo.
Daphnis quiere volver a ver un gato que su familia abandonó allí. Entre los matorrales y las piedras, cree reconocerlo, pero, claro, después de tanto tiempo, no puede estar segura. De pronto, Daphnis sospecha de unos tipos que las están mirando. Las chicas corren hasta encontrar las puertas de un museo. No ha pasado nada, pero Daphnis sintió una amenaza. Hay una grieta en el futuro, así como hay un mundo más allá del jardín de Chloé.
La historia de Daphnis y Chloé la leí en un libro que se llama Hidrografía doméstica y que escribió Gonzalo Castro. Es una novela, claro, y hace pensar que la literatura, a veces, puede golpear la superficie lisa de la repetición.

 

-----------------------------------------------------------------------

       
             
             

[Revista Ñ, 24 de Diciembre de 2005]

 

Flotando a los once años

Por Fermín Rodríguez


¿Qué habrá en las niñas, más que los niños, para que la literatura no deje de volver a ellas? De Alicia a Lolita, la literatura ha encontrado en las niñas superficies de inscripción dúctiles y maleables por las que deslizar con facilidad el sentido. De esa misma materia, indecisa e indiferenciada, donde la inocencia y la precocidad, la ingenuidad y la ironía, mezclan sus aguas, Gonzalo Castro extrajo a Chloé, una singular niña-adolescente que fluye a lo largo de Hidrografía doméstica. Con casi doce años, Chloé habita una franja de tiempo inestable, que se expande y se contrae de un capítulo a otro. Chloé crece y decrece, se agranda y se empequeñece a los saltos, como si el tiempo que corre del pasado hacia el futuro pasara a su lado sin rozarla. En ese pliegue de tiempo que son los once-doce años, Chloé vive sola, al fondo de la casa de los padres, entre colchones que recubren el piso por entero –“la cama más grande del mundo”. Desde esa tierra de ensueños, que la pone a distancia tanto del orden familiar como del resto de los chicos de su edad, Chloé nombra el mundo en un lenguaje fluido, no coagulado por el sentido común. Fragmentos de percepción que apenas se mantienen unidos flotan a la deriva por una novela que no avanza narrativamente ni desemboca en ninguno de los géneros que canaliza el paso de la infancia a la madurez –el bildungroman, la novela de iniciación. Es que en el país de Chloé, todo es acuático, como si el agua fuera el elemento que impregna toda percepción y ralenta todo lenguaje. Pero las aguas de Hidrografía doméstica no son aguas profundas que esconden tesoros de sentido sumergidos, sino aguas superficiales, películas líquidas que elaboran lo que se refleja en ellas –como los pensamientos de Chloé. Porosa al mundo que la atraviesa, Chloé vive empapada en bloques palpitantes de percepción donde los sentidos no están todavía domesticados por el sentido común o por la generalidad del lenguaje. Faltan allí las líneas rígidas de formación –la escuela, la televisión o la familia– que van modelando la materia blanda de la infancia. Volverse adulto significa darle dirección al pensamiento, pasar de una cosa a la otra según un orden rígido, imponerle una forma a la experiencia. Corresponde a los niños y a los artistas –al devenir niño de tantos artistas– liberar las imágenes de los conceptos que las dominan, hacer fluir el mundo y fluir junto a él, interrumpir las asociaciones más comunes para percibir el mundo desde un punto más allá de sí. “Tengo miedo al encadenamiento de cosas” –confiesa Chloé, mientras deriva por ese monólogo que sería erróneo llamar interior, porque un niño es una vida abierta hacia fuera flotando antes o fuera del sentido, una potencia de transformación que la madurez agota. Pura posibilidad abierta al futuro, Chloé es como un animalito agazapado en la inestabilidad de la edad, dispuesta a algo que no se sabe bien qué es. Porque un joven se define menos por lo que es que por lo que puede ser, y lo que puede ser Chloé es una incógnita incalculable que Gonzalo Castro se cuida de no resolver. Como una primera novela.


-----------------------------------------------------------------------

           
             

[Radar Libros, 12 de Septiembre de 2004]

Sutilmente impresionista

Por Sergio Di Nucci

 

Una palabra griega y otra latina forman el título de la primera novela de Gonzalo Castro. Al sustantivo lo restringe un adjetivo esdrújulo, como en “anatomía patológica”. No menos griego es el precedente tenaz al que alude el libro, la pastoral Dafnis y Chloé, una de las postreras novelas de la Antigüedad clásica. En Hidrografía doméstica, la protagonista y narradora se llama Chloé y su amiga, Daphnis, para quien reserva el vocativo Daph. Jorge Luis Borges escribió que el homo domesticus es el antihéroe obligado de los relatos de Kafka, ese hombre cotidiano que se ve interrumpido en sus labores y sus ciclos por una catástrofe de la que no se repondrá jamás y lo hará entrar en la pesadilla de la historia. De otra domesticidad trata la novela de Castro: una cuya sola existencia es su propia teoría de las catástrofes.
Chloé tiene once años, vive al fondo de la casa de sus padres progres en una especie de casita de muñecas de tamaño natural que administra a su despótico gusto. En este lugar ameno de la pastoral, en este prado civil y deleitoso, no podían faltar las aguas, las de un juego de bañeras que Chloé regula y las menos regulables del mar vecino. Es en la playa que Chloé nos hace ver a Daph en bikini, y después, impúdica y desnuda; sobre la cama, presenciará sus besos y abrazos. No mucho más: el corrupto lector ha de representarse todos los restos, ha de preguntarse si existen.
La vida de Chloé queda puntuada por las partes del día, por los avatares del sueño y de la vigilia, por la sola progresión de la aritmética. Algún capítulo lleva por título un verbo conjugado, como “Despierta”; otros dividen el día en “Mañana” y “Tarde”; los restantes son bautizados por un número cardinal, “Uno”, “Dos”, “Veintitrés”. La cotidianidad que vive Chloé es divertida. Encontramos las burlas a la familia tipo y a las neofamilias, a la escuela argentina con sus casitas de Tucumán y sus abrazos de Guayaquil, a los pueblos chicos e infiernos grandes, al mundo del trabajo y del business. Hidrografía doméstica es una novela de la precocidad respondona, como fue la Violeta de la colección Robin Hood, pero si Chloé es precoz lo es por gusto del espectáculo gratuito, de escenificación de la histeria. No parece difícil prolongar las líneas e imaginar para Chloé un futuro como el del protagonista de El tambor de hojalata. Pero esta operación sería ilegítima: Hidrografía doméstica es una novela sin intriga.
Al autor le gustan los adverbios de modo. En la primera página de la novela, la protagonista proclama: “Mis padres tienen una cama grande en la que supongo que malamente se aburren”; en la última señala “Vimos televisión fuertemente”. Fuerza de la televisión, debilidad del sexo definen a su modo esta obra de Castro. En los noventa se hizo conocida una serie de cuentos que la novelista de doméstico apellido A. M. Homes, publicó bajo el título La seguridad de los objetos. Como en Hidrografía doméstica, estaban cruzados el sexo de la autora y el de los protagonistas infantes. Acaso porque el sexo de éstos es el fuerte, en el libro de la norteamericana era explícito, visible como sólo puede serlo, por anatomía general, el de dos varones. Hidrografía doméstica es, en cambio, como define con su adverbio la contratapa, una novela “sutilmente impresionista”.



-----------------------------------------------------------------------

 

[Revista RSVP, Noviembre de 2004]

¿Encontraría a Chloé?

Por Fabio Blanco

 

De Hidrografía Doméstica no deja de asombrarme y fascinarme la personalidad de Chloé, su protagonista. Quizás porque es una nena de 12 años que vive en su propia casa al fondo de la de sus padres, a los que algunas veces visia a la hora de la cena. Tal vez porque a diferencia de los otros niños que la rodean, incluyendo a Daphnis (asi es, Daphnis y Chloé), su amiga íntima, fanática de The Police y seguidora de las novelas de Grecia Colmenares, Chloé vive un riquísimo mundo intelectual, que no solo la aleja de placeres básicos como los dibujos animados (“un animal que se llama Correcaminos (...) come unas montañitas de algún tipo de maíz que le suministra el Coyote; éste por lo general trabaja con dinamita”) sino que también la acerca, literalmente, a los adultos. Pero es claro que ella no pertenece a uno ni a otro mundo. Entre los chicos de su escuela es un personaje misterioso, capaz de asombrar con su serenidad o con su habilidad para defenderse a patadas de varios pibes. Lo que no impide que entre gente grande que la trata como a una igual, se sienta como una nena... Amén de la paradoja de adultos atrapados en cuerpos de niños y viceversa y la búsqueda del propio lugar, vuelvo a destacar el estilo de Castro a la hora de pintar paisajes, situaciones e incluso sueños. Me hace desear que Hidrografía... caiga ya en manos de jóvenes lectores, que se convierta en objeto de culto y que Chloé sea ”la Maga” del siglo 21. Va siendo hora de renovarse.

 


-----------------------------------------------------------------------

 

[Revista Llegás a Buenos Aires, Marzo de 2005]

Extraña voz de niña

Por Fernanda Nicolini

 

En “Hidrografía doméstica” es Chloé la que habla, la que observa, la que interpreta el mundo a través de su voz, que no es cualquier voz: Chloé tiene 11 años pero puede razonar con una extraña lucidez y usar un vocabulario complejo, para luego sumergirse en un cándido diálogo infantil con una amiga. Y este es uno de los puntos interesantes de la novela de Gonzalo Castro: el autor propone, aunque no haya sido una operación consciente, un pacto con el lector. Aquel que acepte que Chloé tiene la libertad de pensar como un adulto (sus monólogos internos se deslizan entre la ironía y el sarcasmo, con destellos poéticos, pero siempre matizados por cierta ingenuidad que evita la parodia), y que a su vez es una preadolescente que va al colegio, habla con su mejor amiga de cosas de nenas, se asoma con curiosidad al mundo amoroso y sufre porque se copió en una prueba, sin dudas va a disfrutar mucho de su lectura. "Voy caminando, corriendo, cayéndome, y justo me encuentro con el que podría ser el amor de mi vida si yo fuera como cualquiera de mis amigas tontas (Vero, Lara, Romi, tontas, bobas, buenas)”. Así habla Chloé; y también así: "Mis sentimientos son una soga atada a una cadena atada a una cuerda de acero atada a una sábana y no quiero saber qué más hay detrás, prefiero quedarme con lo de ahora, que es esta tristeza. Una tristeza sólida, muscular”. De este modo se combinan las palabras en el mundo de esta nena que vive sola en una casita en el fondo de la casa de sus padres, tiene como mejor amiga a la hermosa Daphne (sí, como Daphne y Chloé, del romance pastoral), a quien adora como se adora a una amiga a esa edad, lee “Rinocerontes” de Ionesco y reemplaza los espejos por autorretratos en una polaroid. Mientras tanto, la novela avanza a través de fragmentos de esta cotidianidad algo alucinada: Chloé se pelea a las piñas con unos compañeros de colegio, viaja con su padre y Daphne a la costa, se aburre con los dibujos animados... Si bien los pasajes descriptivos son extensos y constantes, el relato nunca se estanca: las descripciones resultan dinámicas y la escritura, precisa y rica, con el ritmo con el que una adolescente mira, piensa, deduce, cuestiona.
La habilidad de Gonzalo Castro, entonces, no sólo está en convencer con ese pacto inicial, sino en construir una voz extraña que fluye, que no suena forzada en ningún momento. Por eso el relato funciona, porque la novela es la propia Chloé. La encantadora Chloé.