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  Acá todavía
Romina Paula

227 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2016
ISBN: 978-987-1768-35-6

También disponible en ebook en Amazon, BajaLibros, Google Play, Apple Store y Kobo.

+Romina Paula en Entropía
     
   
     
 

Las coordenadas sobre las que esta novela se construye se enuncian desde el título. Acá: espacio que reconoce sólo quien lo habita, y todavía: ese no tiempo, el del aún, del ya casi o el hasta que... Andrea, protagonista y narradora, asiste a la agonía del padre y se interna en el espacio amurallado del presente, aunque atravesado por pasadizos secretos y no tan secretos: recuerdos hacia los que se desliza, también, el porvenir.

La escritura de Romina Paula atenta contra el dominio y la prepotencia ontológicos. En ésta, como en sus novelas anteriores, hace lengua de lo mutable, lo inapresable, lo indefinible. Sus personajes no son, sino que están siendo y adquieren espesor gracias a la singularidad de una voz en cuyas raíces se entrelazan dolor y oscuridad, ligereza y sentido del humor. Se mueven en zigzag, buscan, preguntan, están del lado de los que prefieren no saber.

Por eso los sonidos de sus narraciones contienen el volumen cromático del habla o el discurrir del pensamiento, modulaciones que su autora escucha con minuciosidad. En esa porosidad, esa entrega hacia lo no dado, hacia lo por hacer o descubrir, en esa libertad, reside la fuerza de su estilo.
 
Virginia Cosin

Contratapa

 

 

 

 

 

 

 

 

     
   

Entro, papá no se mueve y la luz azul de la televisión ilumina la habitación, a intermitencias. Me acerco, compruebo que duerme. El control remoto sube y baja poquito sobre su pecho y detrás de él y de la cama, la barra con las máquinas medidoras de suero y cosas. Las luces de las máquinas titilan también y me pregunto cómo hace para dormir con tanta información. En la tele dan una ópera; tomo el control del pecho de papá y aprovecho la luz que proyecta la pantalla sobre la habitación para mínimamente acomodar mi sillón cama camastro. Me saco los zapatos y me acuesto. Decido no apagar la televisión para no sobresaltar a papá que tal vez la esté escuchando a algún nivel y decido también que él, tanto como yo, preferirá esta ópera como información en los oídos al pip pip y el rumor constante de los microondas que le proveen suero.

No reconozco la ópera, estoy casi segura de que cantan en italiano, aunque no lucen demasiado italianos ellos mismos, tienen cara de cantar por fonética. Son dos hombres pero sólo uno canta, el otro escucha, no responde. Deben hacer de padre e hijo o algo así; entre un cantante y el otro no parece haber ni diez años de diferencia, sin embargo uno, el que sólo escucha, actúa de joven, echa melancolía y resignación a sus gestos y el otro, con talco en el pelo, anda y canta erguido y adusto, compone un hombre maduro. La escena está filmada de cerca y en ese sentido niega el principio mismo de la ópera, que es el de ver todo de lejos y entonces, entre otras cosas, no llegar a percibir que ni el hijo es tan joven ni el padre peina canas. Ellos adquirieron los roles por su registro vocal: en la ópera las heroínas pueden ser nada agraciadas o viejas incluso, una Isolda puede ser una señora de sesenta. Me gusta eso de la ópera: nada es lo que parece pero tampoco intenta serlo. Ahora con este relevo tan intrusivo del zoom, a la pobre Isolda se le cae la vida encima y ya es otra la historia que se cuenta. El que hace de adulto le reclama algo al otro en esta canción, eso está claro, y el falso joven, recostado entre unas hojas de otoño, padece; es hermosa la melodía. Con esta música sin idioma repaso ahora el minuto a minuto con Rosa; siempre es un buen inductor del sueño la reconstrucción minuciosa. Lo bueno de haber encontrado a papá dormido es que no tuve que contarle antes de haber podido procesar y organizar la información en mi cabeza. A ver, ¿qué indicios me dio Rosa? ¿Me dio indicios de algo? En principio, que me haya invitado a brindar con ella es una buena señal, demuestra interés. Ahora bien, que después me haya presentado como amiga, ¿borraba con el codo la mano de haberme invitado? No necesariamente. Después hablamos de pavadas y después yo la invité al cine y ella aceptó. ¿Aceptó porque le gustaba la idea de hacerse amiga de una porteña o, peor, para no quedar mal, y ahora me esquivaría y esa cita nunca se llevaría a cabo? Es, sin duda, otra opción. A esta altura todavía sería capaz de soportar ese rechazo porque vendría de una casi desconocida, eso no podría herirme, porque vuelve el rechazo impersonal. Y aparte, ¿me gusta Rosa? Todavía no puedo saberlo, el encuentro no fue lo suficientemente exhaustivo. Pero, a ver, reconstruyendo: ahora mismo podría definirme como con ganas de besar pero, ¿a Rosa o en general? Se podría decir que en general pero un poco a Rosa en particular también. ¿Y por qué? A ver, ¿porque es más grandota y yo chiquita y me gusta imaginarme, no me cuesta nada imaginarme apoyando la cabeza sobre su hombro, el hombro de Rosa, cobijándome ahí? ¿Porque me gusta ese pelo rubio oscuro pesado y el detalle de la vincha de la Navidad y el olorcito –tenue– a agua de colonia? ¿Porque el ambo le oculta el cuerpo al mismo tiempo que se lo presenta mucho y le marca la bombacha demasiado chica para su culo y unas tetas que dan ganas de ver? Puede ser. Y todo eso no es nada y sin embargo es suficiente para acostarse y cerrar los ojos y reposar en ópera y dirigir la cara de uno hacia el pecho de la otra, no necesariamente a las tetas, al pecho, pero con las tetas cerca, suficiente para querer ir al cine, que no compromete a nadie, y poder verla sin ambo y fuera de este lugar, suficiente para pensar.

Fragmento
     
   

Autor

 

Foto de solapa:
Sebastián Arpesella
 
                     

Romina Paula nació en Buenos Aires en 1979. Publicó las novelas ¿Vos me querés a mí? (2005) y Agosto (2009), ambas por Entropía. Como dramaturga y directora estrenó las obras Si te sigo, muero (basada en textos de Héctor Viel Temperley),Algo de ruido haceEl tiempo todo entero y Fauna (estas últimas reunidas en el volumen Tres obras).


   

Reseñas

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(Matías Capelli)

La Agenda BA
(Tamara Tenembaum)

Bazar americano
(Juan L. Delaygue)

Revista África
(Pablo Milani)

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Claroscuros
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[Ideas La Nación]

Una nueva intensidad

Por Matías Capelli

Un hombre de unos sesenta años es internado, sorpresivamente, en un hospital privado de Buenos Aires. De los tres hijos ya adultos que lo visitan y acompañan, la hija es la que más tiempo pasa con él: días, noches, incluso Nochebuena. Por momentos no queda claro si es que ella no tiene nada mejor que hacer o si en realidad no quiere hacer otra cosa, pero prácticamente vive ahí.

"Sigo viendo a mi padre grande, esbelto, fornido, en definitiva el mismo hombre de siempre. ¿Por qué dicen que está enfermo?," se pregunta. Con el correr de los días la incertidumbre de la convalecencia se vuelve agonía terminal. Mientras tanto, la narradora atraviesa jornadas calurosas de verano entre reuniones familiares en la habitación, horas muertas en la sala de espera, partes médicos cada vez más sombríos, recorridos interminables por los pasillos hospitalarios, coqueteos con una enfermera, primero, y con un camillero, después.

A partir de ese entramado de situaciones, en la primera parte de Acá todavía, de Romina Paula, queda plasmada la subjetividad de una joven treintañera porteña vinculada al mundo del cine; una mujer educada sentimentalmente en los años noventa, que va por la vida vagabundeando, con un temperamento exploratorio, aventurero, tan ambiguo e indeterminado como su propia sexualidad.
En la segunda parte, que ocupa el último tercio, el texto da un salto al vacío y despega hacia territorios inesperados tanto para lo que viene siendo el desarrollo del libro como para la obra literaria de la autora, compuesta por las novelas ¿Vos me querés a mí? y Agosto y por los textos de sus obras teatrales Algo de ruido hace, El tiempo todo entero y Fauna, conjunto de obras que le han permitido ganarse un lugar destacado en la escena local.

Una vez muerto el padre, una vez esparcidas las cenizas, las cosas empiezan a suceder a otra velocidad, con otra intensidad. Ya en Uruguay, la narradora se embarca en la búsqueda de un personaje que había conocido en la primera parte, y esa aventura le permite a la novela volver a nacer, cambiar de piel: los diálogos, por ejemplo, se salen del corsé generacional realista para irradiar un misterio inquietante, las frases se vuelven más largas y ensortijadas, cargadas de otra electricidad, la percepción de la narradora se expande, por momentos alucinada, y los personajes aparecen iluminados por otra luz.

Sin perder el pulso atrapante, de interpelación directa, la novela ingresa en una nueva dimensión. Una suerte de "devenir uruguayo" que no sólo abre una línea de fuga para que la protagonista pueda salir al mundo, abrirse a lo inesperado; señala, también, un nuevo horizonte literario en la propia obra de Romina Paula.

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[La Agenda BA]

Falta menos que antes

Por Tamara Tenembaum

“Todo el mundo tiene mi edad ahora”, me dijo hace poco una amiga escritora que tiene 37 y escribió, hace poco, sobre tener esa edad. Obviamente es un chiste, pero hay algo de verdad. Muchos de los autores que hace 10 años fascinaban a los que recién descubríamos la literatura argentina contemporánea, a los que empezábamos a pensar en un escritor como un ser de jean y zapatillas que te podés cruzar por la calle o en un bar de Almagro, dejaron de ser jóvenes angustiados de casi treinta para tener, bueno, 10 años más. Algunos de mis escritores favoritos están entre ellos. Pienso en Pedro Mairal y Fabián Casas, por ejemplo, cuyas novelas “adultas” leímos en el último tiempo, y también en Romina Paula (aunque sea más joven que los otros dos), que acaba de sacar novela nueva después de varios años de silencio. Silencio ante todo novelístico: su obra de teatro Fauna, aunque ya parezca un clásico absoluto, es de 2013 nomás. A mí, que los leía a todos ellos de adolescente y recién ahora reconozco los universos y las frustraciones de las que ellos se ocuparon siempre, me resulta muy emocionante leerlos a todos tan sabios, como una luz que espera al final del túnel de los veintilargos. Más allá de la edad que elijan para sus protagonistas, que es un detalle, es evidente (y Romina Paula no es la excepción) que de la literatura y de la vida han tomado lecciones. Lecciones ni lineales ni demasiado claras, pero aprendizajes al fin. Así me senté a leer Acá todavía, y no me decepcionó; ni cerca.

Son menos de 300 páginas (apenas más de 200), pero Acá todavía es para bien o para mal una novela larga; ante todo, porque el lapso de tiempo que cubren esas páginas es bastante breve. El presente de la novela se ubica en la internación por una enfermedad terminal del padre de Andrea, la protagonista y narradora. Digo que el presente se ubica ahí porque, especialmente en la primera parte de la novela, ese punto particular en el tiempo es una especie de banco de arena en el que hacer pie mientras Andrea revive recuerdos y escenas del pasado. Esas escenas ya nos dan a entender que la identidad sexual de Andrea es una parte clave de la novela, y en la segunda parte se revela no solamente como un rasgo de personaje sino como un elemento que mueve la trama (pero esta parte es una verdadera sorpresa así que mejor no arruinarla). Hay algo particularmente interesante que Romina Paula capta en estos flashbacks respecto de la identidad queer, y es esa mezcla entre la certeza absoluta y el estado permanente de pregunta. Es más común encontrarnos, en los personajes gay de la ficción literaria, televisiva o cinematográfica, con uno de estos polos: el gay que siempre se supo gay y el hetero que duda, o el nuevo gay que no está seguro. En la Andrea de Romina Paula aparecen las dos cosas y sin que medie una contradicción, o al menos sin que se acuse recibo de la contradicción: están las escenas de la infancia, el enamoramiento de una amiguita de veraneo (una de mis partes preferidas del libro) y esa seguridad que solo te puede dar el deseo inmediato, no filtrado por las palabras y las categorías del sexo conversado o siquiera concientizado, y están también las búsquedas de la adultez, el reconocimiento de que sí, más allá de las etiquetas, todo es más complejo. Es especialmente interesante también la constelación de relaciones que Andrea arma con los varones de la familia, con su papá y con sus hermanos; Romina Paula captura con mucha honestidad lo contaminado de los vínculos, el punto en que el erotismo y el afecto se confunden de modos que no son patológicos (o al menos no están patologizados).

La voz de Andrea también es uno de los grandes logros de la novela; habría que estudiar en la literatura, y particularmente en la literatura argentina (es un buen tema para una tesis de maestría, por ejemplo, por si algún futuro magíster nos está leyendo) las marcas lingüísticas y estilísticas con la que se producen las voces lesbianas en la literatura. Hay una especie de brusquedad, un desprecio por la suavidad y los voladitos a pesar de que se trate de una prosa con mucho vuelo y para nada “naturalista”: es una prosa literaria pero no afeminada. Esta personalidad se introduce ya al nivel de la sintaxis, del orden de las palabras, de las preposiciones y los conectores que se eligen omitir. Romina Paula trabaja mucho al nivel de la oración, al nivel más micro, pero también por efecto acumulativo: se pueden introducir ejemplos como “Entonces a Dolores prefiero no decirle lo de mis planes de confirmarme en el protestantismo sino que me finjo católica de cepa y digo catequesis y padrenuestro y comunión”, en donde ya se ve esa decisión de usar poca coma, poca pausa y poco adjetivo, pero la voz se construye justamente en la suma de estas pequeñas elecciones. No es un estilo extraño al de Romina Paula pero siento que está exacerbado en Acá todavía.

A medida que avanza la novela el presente va tomando más protagonismo y potencia y las reflexiones se vuelven más accesorias, quizás, salen del centro de la novela: nos la encontramos a Andrea en el medio de una especie de comedia de enredos (aunque sin demasiada comedia) que recuerda mucho, y no solo por los escenarios charrúas, a La uruguaya de Pedro Mairal, con su puesta en escena de las complejidades de la vida contemporánea pero mostrando sentimientos y preguntas antiquísimas detrás de los vínculos posmodernos. Pero a pesar de que los acontecimientos se pongan un poquito más vertiginosos, la novela sostiene hasta el final el ritmo que le da ese título maravilloso, “Acá todavía”. Un “todavía” que refiere un poco al ritmo hospitalario del padre de Andrea, a ese tiempo chicle de las enfermedades (gran decisión la de que la novela no tenga capítulos numerados ni titulados, solamente un par de enters cada grupito de páginas: da esa sensación de “en qué día estamos” que es tan característica de las internaciones largas) pero también a ese momento justo antes de la adultez en el que uno está esperando que pase algo que cambie todo, algo que nos convierta inequívocamente en “gente grande”. Me hizo acordar un poco a “Por ahora”, el título de la serie que protagonizaban los chicos de Cualca y que aludía también a esa sensación de lo transitorio, el trabajo que tengo ahora es transitorio, la pareja que tengo ahora es transitoria, la vida que tengo ahora es transitoria. La novela termina justo cuando está por llegar, quizás, ese evento transformador en la vida de Andrea. Pero el verdadero aprendizaje (y en esto creo que la obra se emparenta con muchas otras obras maduras y sabias) es que no pasa nada: nadie te toca con la varita mágica y te convierte en una persona de verdad, y la sensación esa de que vivís en la antesala de tu vida no es más que, bueno, una neurosis adolescente. Eso que pensabas que era la sala de espera era la vida, y lo que te queda no es muy distinto. Creo que de esa pregunta es que se trata la novela de Romina Paula; y me hace pensar también en esto que escribió Cercas hace poco en El punto ciego sobre las novelas modernas, que glosan y glosan una pregunta para descubrir, al final, que no había respuesta, o que la respuesta estaba en ese desarrollo, en ese persistir sin solucionar.

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[Bazar americano]

El juego de las apariencias

Por Juan L. Delaygue

La pérdida del padre y la aparición de lo inesperado como proyecto, con el amor como resultado posible del azar, son los dos polos entre los que se mueve –no sin incertidumbre– Andrea, Trapo, la protagonista de Acá todavía. Como en una mascarada, en esta novela nada es lo que parece, o al menos no es sólo eso. Entre la animalidad y la indagación sobre las formas y las inversiones de las relaciones –fundamentalmente las familiares–, los hijos de Mario juegan el juego de los apodos como una forma de transmutarse en la que la identidad no es una constante, porque “la perfección no es posible más que en el instante”, y así los hermanos serán amantes, Andrea padre y el padre un recién nacido al que hay que cuidar.


Todavía acá

La novela se divide en dos partes, “Todavía” y “Acá”: un adverbio temporal que da cuenta de la persistencia, y uno locativo que también sugiere un presente. Curiosamente, la primera parte comienza con un lugar y una imagen (“Acá, ahora que los pasillos están en penumbras, los adornos refulgen”), mientras que la segunda inicia con un recuerdo que abre una distancia –la irrupción de otro tiempo– (“Sobre la arena húmeda de la noche sigo pensando que el peor momento fue el de los sillones de cuero en el hospital”). Aquí hay dos partes porque hay una escisión: acá todavía no es una intersección en los dos ejes que pueda dar cuenta de unas coordenadas, sino un deslinde entre dos dimensiones que, sin embargo, se interrumpen mutuamente: el tiempo y el espacio. En la circunscripción de esas dos dimensiones se habla de lo que, respectivamente, las excede y llega incluso a ser su reverso exacto, inaugurando así el juego de las apariencias.

Todavía –la remanencia, el aún, lo que perdura– es en realidad lo que ya no. De este modo, si el adverbio indica la persistencia de una situación, la narración se enfoca en la pérdida del padre y en la irrupción en medio del presente de recuerdos –aparentemente– clausurados, vinculados al tiempo de la infancia o al otro tiempo del amor, que, si aún operan sobre el ahora, es en sus restos o secuelas. Hay un corte que divide el presente del pasado: el pasado es la “otra vida”, y siempre se está en el “ahora, desde este ahora”. La dimensión temporal no es un continuo en el que la infancia se integra, hilvanada por el hilo de la memoria, sino que cada vivencia aparece como una esfera separada, cerrada sobre sí misma: “se me presentan como restos de una vida vivida hace mucho ya, o una no vivida casi, así de hiriente, con el contorno de la melancolía”; algo externo, “todo lo ex que se pueda pensar, en términos de afuera, en términos de pasado, de quedado en el tiempo también”. Y si afloran en la meseta del presente, es en la forma de una irrupción. Las líneas de fuga que se trazan desde la temporalidad de la agonía del padre no se remontan, entonces, en el tiempo, sino que más bien se embarcan en el rescate de una experiencia en otra dimensión ya clausurada, porque “acá se vive en el presente, y no en el presente del carpe diem o el de Ulises Butrón, no, sino en el presente, como los perros de César Millán, el encantador, que según él sólo pueden vivir en el presente”. Así, en Navidad, Andrea se ve asaltada por una imagen de lo que era: “Recuerdo entonces que en mi otra vida, en la primera quizás, esta hora, la víspera de la Nochebuena, era uno de los momentos más esperanzados del año”. La mirada del presente que escruta o, mejor, a la que se le presentan esos recuerdos-totalidades puede desarmarlos sin pasión hasta levantarles la delgada película de clase que recubre, en este caso, la Navidad o las vacaciones en Punta del Este en los ‘90.

La segunda parte, “acá”, es en realidad un allá que se refiere al otro lado: el viaje por Uruguay, como el opuesto complementario de Buenos Aires, la gran ciudad. Como una forma de respuesta a la impugnación de Coco, el hermano mayor, Andrea comienza una ida que siempre avanza un poco más allá: primero la playa donde arrojan al mar los restos del padre (depositándolo en un espacio que está ligado a la infancia), luego Montevideo, la casa de Amalia, la abuela de Iván, más tarde Los Reartes y al final Fortaleza Santa Teresa, lugar que encuentran cerrado, lo cual es exactamente lo opuesto a un cierre para el recorrido. En ese lugar otro, también hay otra Andrea: “No sé qué es lo que me hace comportarme con tanta impunidad ahora, ¿será la certeza, será esto de estar en otro país, la inmunidad, la invulnerabilidad que eso me otorga?”. Todo lo que en la cotidianeidad se le presenta como traba, y que Andrea parece querer borrar en la primera parte de la novela al refugiarse en el hospital para cuidar del padre y recibir, a su vez, su cuidado, parece ahora ceder ante la extrañeza del lugar y ante lo que se gesta: puntualmente, el embarazo.

Este lugar manifiesta su diferencia como otra temporalidad, un presente prolongado. Es el tiempo de Amalia, “una vieja que muy despacito y con muchísima parsimonia, la del tiempo detenido, se desliza por la pared del chalet, rozando el ladrillo con su mano izquierda, pega la vuelta a la derecha tomando el camino que –parecita mediante– la conduce hacia mí. Aunque decir ‘pega la vuelta’ es un poco desmedido dada la velocidad de la faena; más que pegar la vuelta habita esa vuelta como nadie”. Se habita un presente prolongado, como una meseta, y al contrario de la primera parte aquí la irrupción toma la forma de un lugar. Se trata del cilindro, ese espacio fantasmal en ruinas, cuyo carácter sobrenatural queda supeditado a saber si se trata de un malentendido entre Andrea y Amalia al referirse al encuentro. Es, como la escena de los gusanos que cierra la primera parte, un resto lleno de vida, o una sobrevida: así como los gusanos surgen de lo muerto, este lugar “derruido” está lleno de verde y entre relámpagos (lo intermitente, diría Barthes) devuelve a la vida (en su forma más potente) a Mario, el padre, y su madre, para establecer una forma de reconciliación con la que sigue de este lado: “Es un espacio cilíndrico gigante, un estadio habrá sido; queda un remanente de butacas, un remanente de techo, hundido, caído hacia adentro, hay rastros de incendio, de ceniza, hollín, de postvida de lumpenaje también, de asolación”.


Las apariencias, el cebú y el Caballo

Desde la primera escena, la del hospital en Navidad, todo se asemeja a su opuesto. Si por la fecha hay un pesebre en el corredor, esto proyecta “del otro lado del pasillo, en la habitación 203, el otro pesebre, uno viviente, velando por el gran Mario, el viejo Jesús, en su túnica impoluta, sobre la cama”. De este modo, el que agoniza es también un recién nacido, y esta imagen establece que la dirección en que se dan las relaciones paterno-filiales quedará invertida. Pero esto es algo móvil, que va y viene a lo largo de la novela (en las múltiples temporalidades que se despliegan) de acuerdo a si Andrea habla de papá o de Mario. Esta mutabilidad de las relaciones o de los roles también se ve con los hermanos: si Juan es el amante imposible (“A veces pienso que si Juan pudiera, se casaría conmigo. ¿Lo pienso o lo deseo? ¿Deseo que quiera casarse conmigo o desearía poder casarme yo? Casarnos como forma de decir, como si fuera de estar juntos para siempre”), Coco es el que tiene que –o imposta el deber de– aprender a ocupar el rol del padre, pero en la mirada cómplice de los hermanos menores, que lo desarman, parece corresponder más bien al linaje de Amanda, la madre, la que toma distancia: “Con toda malicia había un chiste interno entre los mellis: que Coco era un Delaney puro, ciento por ciento hijo de Amanda, mientras que nosotros éramos verdaderos Covarrubias”.

Si el padre aparece como un recién nacido y un hermano como amante, lo que parece ser es lo que direcciona los vínculos entre los roles a ocupar, como en la ópera: “Me gusta eso de la ópera: nada es lo que parece pero tampoco intenta serlo”. Mario es padre, por ejemplo, cuando aparece “radiante, muy sonriente, viril en tu rol de conductor”. El resto del tiempo variará entre ser quien dispensa atención (a la hija) y el objeto de los cuidados, como el recién nacido del pesebre. En esa misma inversión, Andrea será, más que padre, el cebú del pesebre: “se me ocurre que en este pesebre vengo a ser algo así como el cebú que aparece echado de lado, pachorro y reposando en la proximidad del camastro del niño dios. (…) El cebú, desde su ínfimo cerebro y su gran santidad, piensa: ‘Cuidaré de ti, niño gigante, de batita y cablerío, tú no caminas, yo no pasto, yo no tengo intención de moverme, llevo alimento en mi giba para semanas, te alimentaré de mi leche, porque soy un cebú hermafrodito, doy leche y procreo, soy también y al mismo tiempo tu María y José’”. A la par de no terminar de definirse como lesbiana, porque las etiquetas la estrangulan, Andrea (cuyo nombre, según reconoce Iván, también es de hombre) es un cebú hermafrodito, hombre y mujer. Con respecto, una vez más, al padre como niño, cuando sus hijos arrojan sus restos al mar, en un colmo de la escatología “lo que cae de la urna es una suerte de pañal que hace ruido seco contra el agua, para ser envuelto entero por una ola, y desaparecer”.

El cebú no es la única mutación de Andrea. En el juego de las apariencias, los hermanos se metamorfosean mediante apodos y Andrea es, de forma indiscutida, Trapo (otro sustantivo masculino). Apodar se parece a ejercer un poder sobre el otro, el poder adánico de nombrar. Así, Caballo, el apodo de Iván, habla de su animalidad: Iván es pura corporalidad, puro presente (otra vez los perros de César Millán), “es lo más alejado del sentido común que puedas imaginarte”. Como el caballo, Iván parece una fuerza que sólo avanza con el impulso del deseo. Si los recuerdos de Andrea irrumpían desde una temporalidad clausurada, Iván puede hilvanar una conexión con el pasado porque es puro presente. Por eso, la primera vez que están juntos, “como en una cita al revés”, Andrea recuerda, “pero no es un recordar mental, todo lo contrario, es mi cuerpo el que recuerda, es la boca (…), recuerdo de este modo físico que eso me gustaba”.

El caballo también irrumpe, como una presencia ominosa, en la escena de la playa, cuando los hermanos van a arrojar los restos del padre al mar, y rompe con la solemnidad de esa ceremonia. En general, los animales aparecen para hacer notar algo sobre las relaciones humanas, fundamentalmente las familiares. Así, el cebú hermafrodito cuida del padre agonizante y lo transmuta en un recién nacido (más bien en EL recién nacido, el del pesebre); en el parque de la clínica “el gato hijo (…) se encuentra con su madre o su padre (…) y entran a correr en circunferencias donde ya no queda claro quién caza, quién huye, quién corre a quién”. Iván, además de ser el Caballo, parece estar siempre rodeado de animales: Quicho, su perro en el monoambiente, y el otro perro con el que aparece en Los Reartes. Sobre el final de la primera parte, la presencia de los gusanos viene a decirle a Andrea, ni más ni menos, que algo se está pudriendo.

Así como la cercanía de Quicho mientras Andrea e Iván tienen sexo parece querer comunicar algo, los animales desde su corporalidad parecen saberle algo al presente que se le escapa al discurrir mental de Andrea, exhibido en una prosa que avanza como dudando, tanteando y reformulando, con la cadencia del pensamiento. En ese juego de apariencias donde ella es –nuevamente– cebú y Trapo, y un montón más de apodos que no prosperaron, se manifiesta algo de la virtualidad: lo que subyace a lo visible. Así, entre lo visible y lo invisible que este juego plantea, la virtualidad de la leucemia del padre (“Hago un seguimiento, un rastreo de mi papá, de la enfermedad en él y sigo sin entender. (…) Ahora mismo, mirándolo, ¿dónde está?”) y el embarazo de la hija (“¿Qué será que se me gesta acá? ¿Qué esta abstracción de adentro? En estos tiempos que corren en los que casi todo se puede ver, corroborar, ¿qué es este nivel de abstracción respecto de algo tan vital?) quedan agrupados en un mismo conjunto.

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[Revista África]

Aires de independencia y de dependencia

Por Pablo Milani

Acá todavía trata sobre una espera, lo ineludible que pasa mientras uno espera lo irremediable, la muerte, con cierta agonía e ironía a la vez. Romina Paula (Buenos Aires, 1979), registra aquí, en su tercera novela publicada por Entropía, un desenlace, un fin que no quiere llegar a ser pero también un comienzo, un desprendimiento. La novela está escrita en primera persona, ella es Andrea, una mujer ambigua hasta en su sexualidad. Recuerdos de su amor de mujer en la adolescencia y de su padre y su madre junto a sus hermanos hacen de Acá todavía un recorrido no lineal, con bordes apenas reconocidos, que tienen que ver con una retrospectiva, pero que siempre conllevan implícito, una pérdida. 

En la escritura de Romina Paula hay una clara intención de no dejar nada donde está, de una cierta violencia en ese irreparable hachazo del tiempo, de negación, de ir hacia atrás en un tiempo retenido con historias que quieren pertenecer a algo o a alguien. Describe a la familia como algo idílico pero a la vez como registro de un vacío, de un volver a empezar cuando todo se lo ha llevado el tiempo. Habla de vaciarse, de luchar contra el tiempo por más que sea una batalla perdida, de sacarse algunas máscaras y hacerse preguntas que no tendrán respuesta. Aquí la sexualidad de Andrea juega un papel de complicidad y confesión frente al padre, de poder comunicárselo con diálogos dentro de un mundo semántico que fluctúa entre dos fuerzas opuestas, pero que al mismo tiempo conviven. Por un lado esa reminiscencia de un pasado siempre mejor y por el otro su presente, ahora frágil y recortado contra su voluntad. Es en ese ahora donde cada pregunta cambia de respuesta, de forma. Sus planteos dejan de tener esa inocencia primaria, sin lastimaduras y pasan a ser pensamientos que ya no pueden sostenerse por sí solos, que necesitan de la ayuda paterna y que a la vez esa figura como presencia, se irá desintegrando. Buenos Aires convive con la protagonista como algo estático, un lugar donde se puede caminar sin ser reconocido, pero también trabaja como artificio. “Esta es una parte de la ciudad en la que la gente no pasa hambre y para las fiestas se comporta como si fuera Europa o Estados Unidos: compran comida y regalos, visten para la ocasión.” 

Pero no es todo nostalgia en Acá todavía, el encuentro casual con un hombre y el posterior desencuentro para luego reencontrase en la casa de la familia de él, habla de una casi desesperada búsqueda de la protagonista de la novela, Andrea, que no se resigna, escapándose del dolor hacia adelante. Se refiere a la década del 90 como “La década colorinche, mal cortada, cínica y bronceada. Porque una cosa es la tristeza, noble por donde se la mire, y otra muy distinta la angustia, vinculada en general a cosas que podrían ser de otro modo y no lo son, por falta de voluntad o algún tipo de tara. Aquello era la angustia, esto podría ser tristeza, pero con dignidad.”

En Acá todavía surge el traspaso de ser hija a no tener padre, de cierta tristeza, de no saber cómo se llama eso, a no tener esa voz al lado de uno, ese amor que se disipa y pasa a ser otra cosa. De recuerdos eludiendo sombras que no saben que lo son, de silencios sostenidos, de una mente que viaja sin destino y sin pausa. En las palabras de Romina Paula el verdadero sostén es siempre el amor, de no dejarlo, de atravesarlo por completo y arriesgarse en cada paso. Es una constante búsqueda de sentirse completo con el otro, de descubrirse en esa complicidad, ya sea entre hrmanos, con una pareja, ya sea hombre o mujer, mientras la imagen del padre se va diluyendo, se va desmenuzando como alguien que siempre estuvo y un día no lo está más. En las páginas de Acá todavía se respira cierto aire de independencia y dependencia, y ese puente se articula como un estado de mutación, se desliza por un camino del porvenir del que aún no tiene nombre pero que forma parte del inconsciente de la novela.

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[Artezeta]

A paso firme

Por Ayelén Cisneros

Romina Paula corta la maleza, corre las hojas y avanza sin hacer ruido. A paso firme nos adentra en la selva que son sus historias sobre mujeres y conflictos existenciales. Es dramaturga, eso se nota en los diálogos precisos y verosímiles. Acá todavía es una novela sobre el duelo que nos remite de manera constante a la infancia y a la adolescencia de la protagonista, entre los noventa y los dos mil. El padre tiene cáncer y ella lo acompaña en el tránsito por su internación y al mismo tiempo ambos participan de una especie de despedida adelantada. ¿Cómo se narra el dolor? Se lo construye con escenas cotidianas, con humor y con dignidad. La narración es en primera persona y pasa de momentos de monólogo interior, a escenas en el hospital y recuerdos varios. Mientras hay dolor también hay lugar para gustar de alguien y Paula da una esperanza entre tanta densidad. No es casual que el título de la novela sean dos deícticos: su enunciación y la relación con el tiempo es la clave para esta oda al recuerdo. 


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[Brando]

Vocación y ternura

Por Alejandro Caravario

Resulta disonante aplicar la jerga crítica o sus sinónimos para una obra como Acá todavía, tercera novela de Romina Paula luego de ¿Vos me querés a mí? y Agosto. Cabría, más que en otros casos, seguir el consejo de Susan Sontag y pensar en una erótica (así dice ella, podría ser otro dispositivo fundado en la sensibilidad), antes que en interpretaciones, asignación de linajes literarios y otros deberes de la lectura más o menos especializada.

Porque la historia que aquí se narra tiene el aire de un diario íntimo y está signada por los sentimientos. Libre de los pudores del estilo y sin siquiera -ahí está la magia del estilo de Romina- suponer un lector con quien establecer un acuerdo. Una responsabilidad. La voz de Andrea, la narradora, suena a soliloquio, las más de las veces a corazón abierto, sobre esas menudencias como la muerte, el amor, el sexo y la maternidad. Todo, sin salir de la interioridad de la familia, de los ritos silvestres, de la vida social ordinaria. Alquimia con herramientas sencillas. Sutil y bella urdimbre a la que el público se asoma casi en calidad de infiltrado. Es decir, con el estímulo extra del voyerismo.

La clave acaso es la vocación -y la ternura- de desagregar las escenas cotidianas sometidas a tensión por un hecho excepcional. Acá todavía comienza en un hospital donde agoniza Mario, el padre de Andrea. Es el motivo, doloroso, de la reunión de los tres hermanos (Andrea y los dos varones mayores), del estado de emergencia e introspección, del pasar revista a la biografía colectiva, con sus hitos, sus heridas y, sobre todo, su sedimento de amor. Se trata, como toda la novela, de una secuencia reflexiva hecha de asuntos privados y entrañables. Un álbum familiar subtitulado.

En la segunda parte, la fábula deriva en un viaje, como decía el poeta, cargado de futuro. Andrea, de sexualidad anfibia, sigue los pasos de un hombre al que ha conocido a través de la mujer a la que pensaba seducir. Como si su elección en materia amorosa dependiera del azar. Este viaje implica una nueva familia y también la construcción de una nueva identidad. La ruptura con el personaje de hija. La aventura de la madurez, que está contada, como lo demás, a modo de acopio de experiencias que el relato permite examinar más detenidamente

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[Claroscuros]

Más preguntas que certidumbres

Por Josefina Sartora

El título de esta novela, aparentemente críptico, es significativo. Dos adverbios, el de lugar y el de tiempo, podrían aquí ser intercambiables. Todavía es el subtítulo de la primera parte, que se desarrolla durante la enfermedad del padre, y remarca el estado de stasis de Andrea, la protagonista, mientras espera en el hospital alguna evolución dentro del cuadro de gravedad. Conocemos bien esos tiempos muertos, este estado fuera de la realidad que se vive en los hospitales, esos momentos en los cuales parece que le tiempo no transcurre, que la vida cotidiana exterior se ha detenido, o ha quedado entre paréntesis, tan bien transmitidos aquí. Así navega la muchacha en esos días de la agonía paterna. La segunda parte, subtitulada Acá, transcurre en Uruguay, donde acude Andrea a arrojar las cenizas paternas al mar, y en busca del padre de su posible hijo. Nuevamente, son los tiempos estancados, las decisiones que tardan en llegar, el estado de indefinición y duda.

La última novela de Romina Paula –a quien le debemos Agosto, Fauna y otras obras teatrales, y actuaciones actorales tan talentosas como su literatura- está fuertemente arraigada en una identidad generacional, y hace pensar en lo autobiográfico. Lo mismo ocurría en Agosto. Todos sus personajes son los jóvenes porteños de treintaylargos, con sus modos, su jerga, sus principios y prejuicios. Con madre ausente, las únicas mujeres mayores que encuentra Andrea –protagonista y narradora en primera persona, a través de cuyo exclusivo punto de vista accedemos a la historia- son personas sabias, distantes, algo incomprensibles para un personaje que parece no haber salido nunca de su micromundo juvenil.

Con una prosa fluida y fresca, con giros expresivos espontáneos y a veces muy divertidos, con gran manejo del habla joven, Paula desarrolla el tema de casi toda su obra, que es el de las relaciones personales y sobre todo, de pareja. Con nombre andrógino, Andrea se siente libre para entregarse tanto a hombres como a mujeres sin problema de género ni contradicciones, porque lo suyo siempre es eso: una entrega. Entrega al otro/otra y a lo establecido, aunque no lo comprenda. Y no es sólo su identidad sexual la que está en juego. El tono de la narración jamás es taxativo, por el contrario: son más las preguntas que se formula Andrea sobre los vínculos, que las certidumbres. “¿Hay una estación más adecuada para morir?” “¿Cómo se hace, por ejemplo, para soportar eso que llaman amor, el de la pareja?” “Que nada de vos me dé asco, ¿será suficiente? Y en todo caso, ¿suficiente para qué?” “Un novio/a ¿no es lo más parecido a un interlocutor constante de la propia vida, otro que acredita que uno, en efecto, está vivo, y que, por ende, tiene continuidad?” Tales los cuestionamientos de la protagonista, quien parece navegar en un entre, que no es sólo temporal. Vuelta hacia el pasado de su adolescencia, proyectada hacia un futuro (im)probable, Andrea parece no querer ocupar ese umbral, o acceder al pasaje, paralizada en un momento de inflexión ante un cambio de vida.

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[Otra parte]

La bella tragicomedia de los que eligen titubear

Por Ariel Pavón


Acá todavía, la última novela de Romina Paula, es el contundente manifiesto de una generación que hace de la vacilación su bandera y su coraza. Está dividida en dos partes, dos trances que Andrea, la narradora, debe atravesar; dos caras de una búsqueda personal cuyo corolario es la incertidumbre. La enfermedad del padre (“Todavía”), internado en una clínica que se vuelve el centro del mundo, y un inesperado embarazo (“Acá”), contracara luminosa de la agonía, son los disparadores de dos instancias complementarias, que se despliegan, a la vez, en geografías precisas: la Recoleta, donde la narradora vive y circula como una extraña; y los suburbios de Montevideo, convertidos en un regreso “a las simples cosas”. Mientras asiste a la agonía del padre, Andrea se entrega vacilantemente al deseo de Rosa e Iván, dos empleados de la clínica. Más tarde, tras la noticia del embarazo, inicia un viaje que es duelo y a la vez rescate indeciso del padre.

En virtud de esos desplazamientos, el título no funciona como un indicador espacial, sino como coordenada interior, familiar, ideológica. En la novela abundan las preguntas propias de una subjetividad inquieta, incluso obsesiva; pero las respuestas no asoman, porque en Andrea hay inquietud, pero no movimiento. A su alrededor todo cambia, pero Andrea, enrolada en la duda, apenas puede abandonar la inmovilidad. Hasta la decisión de seguir adelante con el embarazo aparece como una aceptación aquiescente, un “acá” tan vacilante como el “todavía” inicial. El idioma de la novela, que acepta formas del español neutro, coloquialismos y entonaciones costumbristas, rechaza obstinadamente lo asertivo, lo cuestiona y lo diluye en preguntas. Porque no responder es conservar, como tesoro personal, un lugar al que Andrea apuesta: el lugar de quien está sólo levemente contrariado, que convierte la incomodidad en zona de confort, un ámbito libre del peso de las decisiones. Acá todavía es la bella tragicomedia de los que eligen titubear.

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[Revista Chocha]

Lo nuevo de la escritora que nunca nos desilusiona

Por Tamara Talesnik

El enero pasado Romina Paula dio una nota en la que dijo que su última novela, publicada a mediados del año pasado, es como un diario de ficción. Al igual que ¿Vos me querés a mí? (2009, Entropía) y Agosto (2012, Entropía) leerla se siente como formar parte del universo privado y cotidiano de otra persona. Las frases largas y “desprolijas” y los paréntesis con aclaraciones neuróticas se sienten como escuchar a una amiga contar algo que le pasó. En Acá todavía este algo está dividido en dos etapas: en “Todavía”, Andrea cuida a su padre internado, mientras coquetea con una enfermera y vuelve constantemente a anécdotas que la configuraron emocionalmente; en “Acá”, Andrea vive lo que pasa después de acompañar a su padre en el hospital.

A diferencia de las dos publicaciones anteriores, no hay diálogos constantes ni la narradora le habla a un muerto, pero persiste la sensación de familiaridad que aliviana y a la vez da peso al relato y a su temporalidad: lo que está pasando acá es la vida de Andrea, ni más ni menos.

Las cosas que sabemos con seguridad de Andrea son las que ella también sabe con seguridad: que tiene un padre enfermo, dos hermanos, una mamá a la que no ve mucho, una mejor amiga, una ex novia. Las cosas que no sabemos muy bien de Andrea son las que ella tampoco sabe muy bien: de qué trabaja, si quiere ser directora de fotografía o qué, si va a estudiarlo, si le gusta la enfermera, si le gusta el ex novio de la enfermera.

“Todavía” está compuesto por todas esas cosas que la protagonista ve claramente, sus afectos y su pasado; mientras que “Acá” es lo que está pasando ahora y el brillo de las posibilidades y cosas que están por suceder. Acá todavía tiene mucho de novela de aprendizaje. Hay una protagonista joven que vive un hecho que claramente modifica la vida como la conoce y que luego se dirige a vivir el resto de su vida marcada por eso. Pero, en realidad, Andrea no aprende nada, sino que se entrega a que las cosas están fuera de sus manos y a que sus decisiones no son tan importantes.

Esta no es una historia de finales cerrados, menos aún de moralejas ni descubrimientos definitorios. Lo que más ilustra el espíritu general de Acá todavía, y tal vez de casi todo lo que escribió Romina Paula hasta ahora, es la reflexión de la narradora sobre su orientación sexual: “yo no puedo evitar identificarme con los que no pueden saber. La perfección no es posible más que en el instante”.

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[El Día]

La acumulación silenciosa

Por Maximiliano Costagliola

Acá todavía convulsiona ya desde la primera página, donde Andrea es anoticiada de que su padre ha sido ingresado en el hospital Alemán en un estado delicado. La gravedad de la situación se confirma cuando los sucesivos partes médicos determinan que se trata de un cáncer terminal. Los tres hijos ya adultos de Mario asisten a su agonía. Aunque la que lo acompaña full time es Andrea, narradora y protagonista de la novela. Estacada en la entumecedora rutina hospitalaria, Andrea se inventa auténticos pasadizos que le permiten des-habitar de a momentos ese presente estallado de dolor. Algunas de esas coartadas son físicas (salir a caminar, ver televisión en la sala de espera, intentar un affaire con una enfermera y concretar otro con su ex novio) y otras, las más frecuentes, psíquicas (evocaciones, digresiones y fugas). Así, pivoteando sobre la muerte, transcurre y se va la primera parte, titulada “Todavía”, en el sentido no ya celebratorio de un arco de posibilidades que se dilucida sino en aquel más desalentador de una situación de estancamiento que persiste. En la segunda parte, “Acá”, la novela se despeja y se expande hacia una aventura doble: la de la maternidad, Andrea ha quedado embarazada, y la de la búsqueda del padre de su hijo en un pueblito mítico de Uruguay.

La trama induce engañosamente a pensar que se trata de la típica novela de pasaje, aquellas que versan sobre el abandono del paraíso perdido de la juventud para ingresar al sobrio terreno de la madurez. Engañosamente porque Romina Paula se sirve de esa trama y de una estructura que combina el diario íntimo con la crónica sentimental, a fin de alumbrar una novela que va mudando de piel para interpelar, sin concesiones, la sexualidad normada, la maternidad, la institución familiar, el sentido común, la construcción de la identidad y un largo etcétera. Y no lo hace desde el gesto punk o antisistema que impugna de antemano amparándose en la impunidad de la utopía, más bien inquiere como quien busca re-inventarse dentro del corsé con que el imaginario social unge cada una de esas instituciones.

Frente a tanta taxonomía performativa y a contracorriente de la mala prensa que tiene la generación que ha sido adolescente en la década de los ´90, como aquella de la eterna vacilación, Romina Paula se afirma y contraataca: ¿la indeterminación no es acaso una elección posible e incluso más acorde con la disociación característica del sujeto posmoderno?; ¿la inclinación por una identidad flotante, no ya como mero estado transitorio sino como una constante, es necesariamente una postura inmadura que elude la responsabilidad o, por el contrario, se trata de una decisión que acrecienta el compromiso moral al otorgar más libertad de acción? En la respuesta –fragmentaria por definición– a estas preguntas Andrea encuentra un modo de vida y Romina Paula la materia prima literaria de una narración que se desdobla incesantemente, como si siempre existiera un pliegue más.

Porque esta escritora de largo aliento glosa por acumulación, tanteando y encimando adjetivos, comparaciones y metáforas para aproximarse a los objetos e impresiones que quiere definir. “Yo no puedo evitar identificarme con los que no pueden saber. La perfección nos es posible más que en el instante”, confiesa la narradora renunciando al pedestal de la lucidez y a la ventaja informativa que le otorga su condición para avanzar prácticamente a ciegas, espalda con espalda junto al lector, descubriendo y construyendo sentido a la par. Asistimos así al despliegue de una suerte de mayéutica sin jerarquías donde interlocutor e interpelado parten del mismo grado cero para arribar a dúo a la enunciación de las precarias certezas con las que van tropezando. De ahí que, como en sus obras anteriores, el alto voltaje de la novela radique mucho más en el relieve de la prosa y la cadencia lisérgica que le imprime su autora antes que en el desarrollo de la acción.

“Como siempre, la gente confiando más en lo verosímil que en lo real”, dispara en un momento dado Andrea, y más allá de lo elusivo y difuminado que es «lo real», lo cierto es que es precisamente en esa grieta entre ambas categorías donde se filtra la posibilidad misma de la ficción artística en general y de la literaria en particular; de la cual Acá todavía es un extraordinario exponente.

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[Bazar americano]

El juego de las apariencias

Por Juan L. Delaygue

La pérdida del padre y la aparición de lo inesperado como proyecto, con el amor como resultado posible del azar, son los dos polos entre los que se mueve –no sin incertidumbre– Andrea, Trapo, la protagonista de Acá todavía. Como en una mascarada, en esta novela nada es lo que parece, o al menos no es sólo eso. Entre la animalidad y la indagación sobre las formas y las inversiones de las relaciones –fundamentalmente las familiares–, los hijos de Mario juegan el juego de los apodos como una forma de transmutarse en la que la identidad no es una constante, porque “la perfección no es posible más que en el instante”, y así los hermanos serán amantes, Andrea padre y el padre un recién nacido al que hay que cuidar.

Todavía acá

La novela se divide en dos partes, “Todavía” y “Acá”: un adverbio temporal que da cuenta de la persistencia, y uno locativo que también sugiere un presente. Curiosamente, la primera parte comienza con un lugar y una imagen (“Acá, ahora que los pasillos están en penumbras, los adornos refulgen”), mientras que la segunda inicia con un recuerdo que abre una distancia –la irrupción de otro tiempo– (“Sobre la arena húmeda de la noche sigo pensando que el peor momento fue el de los sillones de cuero en el hospital”). Aquí hay dos partes porque hay una escisión: acá todavía no es una intersección en los dos ejes que pueda dar cuenta de unas coordenadas, sino un deslinde entre dos dimensiones que, sin embargo, se interrumpen mutuamente: el tiempo y el espacio. En la circunscripción de esas dos dimensiones se habla de lo que, respectivamente, las excede y llega incluso a ser su reverso exacto, inaugurando así el juego de las apariencias.

Todavía la remanencia, el aún, lo que perdura– es en realidad lo que ya no. De este modo, si el adverbio indica la persistencia de una situación, la narración se enfoca en la pérdida del padre y en la irrupción en medio del presente de recuerdos –aparentemente– clausurados, vinculados al tiempo de la infancia o al otro tiempo del amor, que, si aún operan sobre el ahora, es en sus restos o secuelas. Hay un corte que divide el presente del pasado: el pasado es la “otra vida”, y siempre se está en el “ahora, desde este ahora”. La dimensión temporal no es un continuo en el que la infancia se integra, hilvanada por el hilo de la memoria, sino que cada vivencia aparece como una esfera separada, cerrada sobre sí misma: “se me presentan como restos de una vida vivida hace mucho ya, o una no vivida casi, así de hiriente, con el contorno de la melancolía”; algo externo, “todo lo ex que se pueda pensar, en términos de afuera, en términos de pasado, de quedado en el tiempo también”. Y si afloran en la meseta del presente, es en la forma de una irrupción. Las líneas de fuga que se trazan desde la temporalidad de la agonía del padre no se remontan, entonces, en el tiempo, sino que más bien se embarcan en el rescate de una experiencia en otra dimensión ya clausurada, porque “acá se vive en el presente, y no en el presente del carpe diem o el de Ulises Butrón, no, sino en el presente, como los perros de César Millán, el encantador, que según él sólo pueden vivir en el presente”. Así, en Navidad, Andrea se ve asaltada por una imagen de lo que era: “Recuerdo entonces que en mi otra vida, en la primera quizás, esta hora, la víspera de la Nochebuena, era uno de los momentos más esperanzados del año”. La mirada del presente que escruta o, mejor, a la que se le presentan esos recuerdos-totalidades puede desarmarlos sin pasión hasta levantarles la delgada película de clase que recubre, en este caso, la Navidad o las vacaciones en Punta del Este en los ‘90.

La segunda parte, “acá”, es en realidad un allá que se refiere al otro lado: el viaje por Uruguay, como el opuesto complementario de Buenos Aires, la gran ciudad. Como una forma de respuesta a la impugnación de Coco, el hermano mayor, Andrea comienza una ida que siempre avanza un poco más allá: primero la playa donde arrojan al mar los restos del padre (depositándolo en un espacio que está ligado a la infancia), luego Montevideo, la casa de Amalia, la abuela de Iván, más tarde Los Reartes y al final Fortaleza Santa Teresa, lugar que encuentran cerrado, lo cual es exactamente lo opuesto a un cierre para el recorrido. En ese lugar otro, también hay otra Andrea: “No sé qué es lo que me hace comportarme con tanta impunidad ahora, ¿será la certeza, será esto de estar en otro país, la inmunidad, la invulnerabilidad que eso me otorga?”. Todo lo que en la cotidianeidad se le presenta como traba, y que Andrea parece querer borrar en la primera parte de la novela al refugiarse en el hospital para cuidar del padre y recibir, a su vez, su cuidado, parece ahora ceder ante la extrañeza del lugar y ante lo que se gesta: puntualmente, el embarazo.

Este lugar manifiesta su diferencia como otra temporalidad, un presente prolongado. Es el tiempo de Amalia, “una vieja que muy despacito y con muchísima parsimonia, la del tiempo detenido, se desliza por la pared del chalet, rozando el ladrillo con su mano izquierda, pega la vuelta a la derecha tomando el camino que –parecita mediante– la conduce hacia mí. Aunque decir ‘pega la vuelta’ es un poco desmedido dada la velocidad de la faena; más que pegar la vuelta habita esa vuelta como nadie”. Se habita un presente prolongado, como una meseta, y al contrario de la primera parte aquí la irrupción toma la forma de un lugar. Se trata del cilindro, ese espacio fantasmal en ruinas, cuyo carácter sobrenatural queda supeditado a saber si se trata de un malentendido entre Andrea y Amalia al referirse al encuentro. Es, como la escena de los gusanos que cierra la primera parte, un resto lleno de vida, o una sobrevida: así como los gusanos surgen de lo muerto, este lugar “derruido” está lleno de verde y entre relámpagos (lo intermitente, diría Barthes) devuelve a la vida (en su forma más potente) a Mario, el padre, y su madre, para establecer una forma de reconciliación con la que sigue de este lado: “Es un espacio cilíndrico gigante, un estadio habrá sido; queda un remanente de butacas, un remanente de techo, hundido, caído hacia adentro, hay rastros de incendio, de ceniza, hollín, de postvida de lumpenaje también, de asolación”.

Las apariencias, el cebú y el Caballo

Desde la primera escena, la del hospital en Navidad, todo se asemeja a su opuesto. Si por la fecha hay un pesebre en el corredor, esto proyecta “del otro lado del pasillo, en la habitación 203, el otro pesebre, uno viviente, velando por el gran Mario, el viejo Jesús, en su túnica impoluta, sobre la cama”. De este modo, el que agoniza es también un recién nacido, y esta imagen establece que la dirección en que se dan las relaciones paterno-filiales quedará invertida. Pero esto es algo móvil, que va y viene a lo largo de la novela (en las múltiples temporalidades que se despliegan) de acuerdo a si Andrea habla de papá o de Mario. Esta mutabilidad de las relaciones o de los roles también se ve con los hermanos: si Juan es el amante imposible (“A veces pienso que si Juan pudiera, se casaría conmigo. ¿Lo pienso o lo deseo? ¿Deseo que quiera casarse conmigo o desearía poder casarme yo? Casarnos como forma de decir, como si fuera de estar juntos para siempre”), Coco es el que tiene que –o imposta el deber de– aprender a ocupar el rol del padre, pero en la mirada cómplice de los hermanos menores, que lo desarman, parece corresponder más bien al linaje de Amanda, la madre, la que toma distancia: “Con toda malicia había un chiste interno entre los mellis: que Coco era un Delaney puro, ciento por ciento hijo de Amanda, mientras que nosotros éramos verdaderos Covarrubias”.

Si el padre aparece como un recién nacido y un hermano como amante, lo que parece ser es lo que direcciona los vínculos entre los roles a ocupar, como en la ópera: “Me gusta eso de la ópera: nada es lo que parece pero tampoco intenta serlo”. Mario es padre, por ejemplo, cuando aparece “radiante, muy sonriente, viril en tu rol de conductor”. El resto del tiempo variará entre ser quien dispensa atención (a la hija) y el objeto de los cuidados, como el recién nacido del pesebre. En esa misma inversión, Andrea será, más que padre, el cebú del pesebre: “se me ocurre que en este pesebre vengo a ser algo así como el cebú que aparece echado de lado, pachorro y reposando en la proximidad del camastro del niño dios. (…) El cebú, desde su ínfimo cerebro y su gran santidad, piensa: ‘Cuidaré de ti, niño gigante, de batita y cablerío, tú no caminas, yo no pasto, yo no tengo intención de moverme, llevo alimento en mi giba para semanas, te alimentaré de mi leche, porque soy un cebú hermafrodito, doy leche y procreo, soy también y al mismo tiempo tu María y José’”. A la par de no terminar de definirse como lesbiana, porque las etiquetas la estrangulan, Andrea (cuyo nombre, según reconoce Iván, también es de hombre) es un cebú hermafrodito, hombre y mujer. Con respecto, una vez más, al padre como niño, cuando sus hijos arrojan sus restos al mar, en un colmo de la escatología “lo que cae de la urna es una suerte de pañal que hace ruido seco contra el agua, para ser envuelto entero por una ola, y desaparecer”.

El cebú no es la única mutación de Andrea. En el juego de las apariencias, los hermanos se metamorfosean mediante apodos y Andrea es, de forma indiscutida, Trapo (otro sustantivo masculino). Apodar se parece a ejercer un poder sobre el otro, el poder adánico de nombrar. Así, Caballo, el apodo de Iván, habla de su animalidad: Iván es pura corporalidad, puro presente (otra vez los perros de César Millán), “es lo más alejado del sentido común que puedas imaginarte”. Como el caballo, Iván parece una fuerza que sólo avanza con el impulso del deseo. Si los recuerdos de Andrea irrumpían desde una temporalidad clausurada, Iván puede hilvanar una conexión con el pasado porque es puro presente. Por eso, la primera vez que están juntos, “como en una cita al revés”, Andrea recuerda, “pero no es un recordar mental, todo lo contrario, es mi cuerpo el que recuerda, es la boca (…), recuerdo de este modo físico que eso me gustaba”.

El caballo también irrumpe, como una presencia ominosa, en la escena de la playa, cuando los hermanos van a arrojar los restos del padre al mar, y rompe con la solemnidad de esa ceremonia. En general, los animales aparecen para hacer notar algo sobre las relaciones humanas, fundamentalmente las familiares. Así, el cebú hermafrodito cuida del padre agonizante y lo transmuta en un recién nacido (más bien en EL recién nacido, el del pesebre); en el parque de la clínica “el gato hijo (…) se encuentra con su madre o su padre (…) y entran a correr en circunferencias donde ya no queda claro quién caza, quién huye, quién corre a quién”. Iván, además de ser el Caballo, parece estar siempre rodeado de animales: Quicho, su perro en el monoambiente, y el otro perro con el que aparece en Los Reartes. Sobre el final de la primera parte, la presencia de los gusanos viene a decirle a Andrea, ni más ni menos, que algo se está pudriendo.

Así como la cercanía de Quicho mientras Andrea e Iván tienen sexo parece querer comunicar algo, los animales desde su corporalidad parecen saberle algo al presente que se le escapa al discurrir mental de Andrea, exhibido en una prosa que avanza como dudando, tanteando y reformulando, con la cadencia del pensamiento. En ese juego de apariencias donde ella es –nuevamente– cebú y Trapo, y un montón más de apodos que no prosperaron, se manifiesta algo de la virtualidad: lo que subyace a lo visible. Así, entre lo visible y lo invisible que este juego plantea, la virtualidad de la leucemia del padre (“Hago un seguimiento, un rastreo de mi papá, de la enfermedad en él y sigo sin entender. (…) Ahora mismo, mirándolo, ¿dónde está?”) y el embarazo de la hija (“¿Qué será que se me gesta acá? ¿Qué esta abstracción de adentro? En estos tiempos que corren en los que casi todo se puede ver, corroborar, ¿qué es este nivel de abstracción respecto de algo tan vital?) quedan agrupados en un mismo conjunto.

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[Los inrockuptibles]

"Intento encontrar un modo de decir"

Por Martín Caamaño

“Romina Paula confiesa no haber leído El desierto y su semilla. “Debería hacerlo”, dice. Sin embargo, Acá todavía, su última novela, podría relacionarse en más de un sentido con la de Jorge Barón Biza. Así como en aquel libro Mario acompañaba la internación de su madre en una clínica italiana, en la cual van a reconstruirle la cara corroída por el ácido, en la primera parte de Acá todavía se repite algo de esa atmósfera hospitalaria pero los vínculos se invierten: es Andrea, la hija, la que vela por la salud de su padre –llamado casualmente Mario– que está internado en el Hospital Alemán por una enfermedad que nunca se nombra pero que bien puede intuirse. En este caso, el deterioro es invisible, interno, casi no deja rastros en la superficie: “Hago un seguimiento, un rastreo de mi papá, de la enfermedad en él y sigo sin entender. Cómo se origina, de dónde surge, cuándo, por qué. Ahora mismo, mirándolo, ¿dónde está? Sigo viendo a mi padre grande, esbelto, fornido en definitiva el mismo hombre de siempre”, reflexiona Andrea. Mientras en la novela de Barón Biza la internación de la madre propulsaba el retorcido bildungsroman del hijo, en la de Romina Paula ese tiempo de detención y de espera que propone la cotidianeidad seriada del hospital sirve para activar el recuerdo de Andrea, que rememora su pasado y se replantea diferentes aspectos de su vida.

Al igual que en El desierto y su semilla, el argumento de Acá todavía parte de un hecho real. Hace algunos años el padre de Romina Paula murió de leucemia en el Hospital Alemán después de pasar varias semanas internado. La segunda parte del libro entonces se centra en el derrotero de Andrea luego de la muerte de Mario, lo que también hace que Acá todavía se inscriba en la extensa serie de novelas sobre la muerte del padre. A través de un monólogo interior con una fuerte impronta coloquial, no exenta de grandes destellos de lirismo, y diálogos memorables, que tal vez provengan del costado de Romina Paula como dramaturga, Acá todavía consigue singularizar y volver tan intenso como especial un tema ya tratado muchas veces. Luego de cuatro obras de teatro –Si te sigo, muero; Algo de ruido hace; El tiempo todo entero y Fauna– y de dos novelas publicadas –¿Vos qué querés de mí? y Agosto–, con Acá todavía Romina Paula sigue echando luz sobre cuestiones universales como la familia, la maternidad, la sexualidad, la enfermedad, la muerte o la condición de la mujer con una sensibilidad fuera de serie. “No sé si puedo aportarle algo más que mi mirada y la honestidad al intentar comunicar esa mirada”, dice. “Supongo que a esta altura del partido ya se trata más de cómos que de qués: intento encontrar una cadencia, un cierto uso de las palabras, un modo de decir”.

¿Tuviste en cuenta algún libro sobre la muerte del padre a la hora de escribir Acá todavía?


No tuve en cuenta ningún libro en particular. Había escuchado acerca del de Mauro Libertella pero lo leí recién cuando terminé de escribir el mío. De hecho, hay un capítulo de su novela en el que habla acerca de las novelas que trabajan sobre este tópico. Sí me daban vueltas como padres fallecidos Fogwill y Viel Temperley. Fogwill murió el mismo año que mi papá, algunos meses después, y reactivó el duelo y me hizo pensar en cómo debe ser tener un padre escritor. O artista. Pero escritor. Vera, la hija, escribió un texto hermoso para la muerte de su padre, que publicó Página/12, y yo estaba con la novela ya y ese duelo me hizo eco. Mi padre no fue escritor ni nada parecido, mi padre no hablaba sobre las cosas; me da mucha curiosidad imaginar cómo es tener un padre que sí. Cuando escribía Si te sigo, muero, mi primera obra, nos juntamos con una de las hijas de Viel Temperley para que nos hablara de su padre, que también había sido publicista, como Fogwill. Y ella nos contó algunas historias de su extravagante padre. Creo que un poco hacia esos dos padres escritores acerqué a Mario a la hora de escribir: en la novela podía tener el padre que quisiera. 


¿Y cuándo supiste qué ibas a escribir sobre la muerte de tu papá?


Una vez que pasaron unos meses del desenlace, o incluso durante la internación, pensaba que iba a necesitar escribir acerca de eso para hacerlo soportable. Además, es una situación transitada por mucha gente y me daban ganas de ponerle palabras, de compartirlo. También quise en algún momento escribir algo así como una novela familiar, al estilo Thomas Mann, con muchos personajes con desarrollo. Esa primera versión se llamaba Los integrados. Otra novela que quise escribir era la del romance de la protagonista con una enfermera no gay. Y otra, la de la reconstrucción de la sexualidad. Resultó ser un poco de cada una de esas novelas posibles, pero ninguna por completo.


Más allá del disparador, ¿cuánto de vos hay en Acá todavía? Además de la muerte de tu papá, fuiste madre hace poco, y en la segunda parte Andrea reflexiona mucho sobre la maternidad: ella dice “nada de bebés, ni cerca”, y al final está decidida a ser madre, a pesar de las circunstancias…

Mi papá murió de leucemia en el Hospital Alemán. Pero nuestra cuarentena no se pareció mucho a la de la novela y mi familia no es como la de Andrea. Empecé a escribir la segunda parte antes de quedar embarazada y seguí estándolo ya; conviven ambos estados en esa escritura. Para mí algo de lo por momentos lisérgico y lírico que puede tener la segunda parte puede estar vinculado a mi estado o percepción o exageración de ese estado. Y la sensación del presente puro también es algo que asocio a la maternidad y a los primeros años de un niño: cuando aún no hay lenguaje, no hay especulación, y entonces no hay más que presente. Eso lo vivo con mi hijo y me parece fascinante.


Tanto en Fauna como en esta novela, es central la cuestión de la familia. ¿Qué es lo que te interpela del tema?

Todos salimos de algún vientre así que la familia, por presente o ausente, siempre está, no puede no ser un tema. Por lo menos en el paradigma psicoanalítico en el que me crié.


En “Todavía”, la primera parte del libro, construís un mundo muy cerrado y preciso, con una lógica propia, en torno al hospital. ¿Qué te atrajo de narrar ese ámbito?
Los hospitales son no lugares, son muy alienantes. En los últimos años, por distintas razones, pasé varias jornadas en hospitales, y su sistema, su organicidad, no podría ser más alienante. Entonces me gustaba la idea de una protagonista que aprovecha esa situación fuera del tiempo y se pliega a la cuarentena de su padre para no tener que tomar decisiones acerca de su vida. También me divirtió fantasear con el intercambio con los que trabajan ahí, el otro lado, digamos, que es algo que no suele suceder tanto, aun cuando uno pase largas temporadas internado. Sobre la base de lo biográfico me divirtió inventar esta otra historia y sus personajes. Dentro de esa alienación, Andrea fuga hacia el pasado y hacia un futuro posible, entregándose a conocer gente nueva en ese contexto atípico.


Si bien toda esa primera parte parece estar sumida en el presente estático de la espera en el hospital, la narración tiende a la evocación, al recuerdo. Algo que después, en la segunda parte, cambia: Andrea se activa, actúa, y no recuerda tanto…

La primera parte quizá tiene aún esa carga de esa novela familiar que quería contar, y de la reconstrucción de su devenir sexual o amoroso. Y con una protagonista estática, como vos decís, que recuerda y reconstruye. Y en la segunda se echa a rodar esta cosa de puro presente donde los acontecimientos parecen ir sucediéndose y ella avanza sin reflexionar demasiado. Creo que es un estado de escritura al que me entregué, este segundo, quizá menos transitado por mí hasta ahora.


¿Y cómo ubicás esté libro con tus otras novelas? ¿Le encontrás alguna continuidad?

Ahora que salió esta novela me preguntan si las pensé como trilogía y lo que respondo es que podré saberlo cuando haya escrito la próxima. Si sigo con la narradora en primera persona será que es el modo que tengo de escribir. No las pensé como trilogía. La continuidad sin duda la da esa voz y algo de los distintos momentos de la vida; son sucesivas también en el sentido de que parecen ir cubriendo distintos momentos de la vida de una mujer.


El relato de Andrea es una suerte de deriva de la conciencia, y si bien el lenguaje tiene una marca muy coloquial también aparecen salidas e inflexiones más poéticas. ¿Cómo fuiste armando ese tono?

Tiene esa combinación. El tono coloquial aparece en todo lo que escribí; el otro, un poco menos. Como te decía, acaso la segunda parte de la novela tenga un tono un poco distinto de lo que escribí hasta ahora. Diría más que es algo que se me impuso o que fue apareciendo y tras lo cual me fui.


Dentro del teatro siempre se destaca tu rol como dramaturga. Por otro lado, Acá todavía ya es tu tercera novela. ¿Qué hace que una idea o una historia desemboque en una obra o en un libro?

Lo de adónde van a parar las ideas no lo tengo tan en claro. Me siento a escribir algo con ciertas ideas, y otras aparecen en el durante. Es raro que si estoy escribiendo una obra de teatro me surja algo que prefiera trasladar a otro lenguaje. Tengo ambos lenguajes escindidos en mi cabeza. Y sin embargo, en el teatro, por ejemplo, no escatimo nada en traer a la literatura en su estado más puro, como cita; pero ese texto literario apareció como necesario para ese contexto, y no quisiera hacerlo funcionar en la narrativa, por ejemplo. Tanto el teatro como la narrativa están hechos de palabras y de cadencias, y en ese punto son una y la misma cosa pero cada material tiene su propia entidad, y ahí quizá haya ideas recurrentes, pero cada obra pide y propone su propio universo de ideas.


Por último, acabás de estrenar Cimarrón en el Teatro Argentino de La Plata. ¿Qué nos podés contar de la obra? ¿Se va a poder ver en algún teatro de Capital?

Justamente Cimarrón es algo así como una obra sobre ciertas lecturas. Un día tuvimos un ensayo bueno y les dije a los actores que sentía que había funcionado porque me había devuelto la sensación de la primera lectura de esos textos en mi adolescencia. Es una obra muy de ideas también. Los personajes no son personajes del todo; son entidades, caracteres, que van encarnando discursos. Es fragmentada, no cuenta una historia sino muchas. La estrené en La Plata en la sala TACEC, que es el centro de experimentación del Teatro Argentino de la Plata. Este año lo curó Cynthia Edul y nos invitó a estrenar ahí con producción de ellos. Es un espacio en el que he visto cosas muy interesantes, y para mí era un lujo estrenar ahí. La sala misma es muy especial, es el bajo escenario de la sala principal, con mucha presencia de hormigón y hierro. Pensé el montaje para ese espacio. Ahora estamos buscando otro no convencional para hacerla en Buenos Aires el año que viene y es probable que también hagamos una temporada en una sala del Cervantes, que no es caja negra sino que tiene una arquitectura rococó. Que vendría a ser justo lo opuesto al TACEC pero me parece interesante por eso: haremos una versión de la puesta íntima y rococó.

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[La Nación]

"Mis novelas son una especie de falso diario con cosas mías"

Por Alejandro Lingenti

La muerte es uno de los grandes temas de Acá todavía, la tercera novela de Romina Paula, luego de ¿Vos me querés a mí? (2005) y Agosto (2009), sólidas predecesoras donde también ese asunto que nos importa a todos sobrevolaba el espeso ambiente familiar, uno de los epicentros de su narrativa. La muerte. La angustia que provoca su condición de ineludible, la inquietud que produce su inminencia y, en los mejores casos, la liberación que desata su llegada.

En Acá todavía, ese desarrollo temporal es manifiesto: en la primera parte de la novela, Andrea, la protagonista, atraviesa, no sin sobresaltos, la acuciante despedida de su padre. Una vez cerrado ese capítulo, la escritura dispara raudamente hacia otro lugar, cargado de enigmas y ensoñación, una deriva anárquica por espacios que la autora no había explorado en la literatura pero sí en el teatro, sobre todo en Fauna (2013) y Cimarrón (2016), dos saltos al vacío que consolidaron su perfil de artista decidida a ponerse a prueba, resistente a la oportunidad de acomodarse en los espacios donde ya había demostrado destreza y eficacia.


-¿Notás los cruces entre tu trabajo en la literatura y el teatro? ¿Cómo decidís a qué lugar irá a parar cada idea?

-Creo que la primera parte de esta última novela se parece más a Agosto, pero con más crudeza, y la segunda, a Fauna y a Cimarrón, mis dos últimas obras teatrales. Al mismo tiempo, Cimarrón tiene algo bastante parecido a Si te sigo muero, la obra que hice basada en textos de Héctor Viel Temperley. Veremos si mi próxima novela arranca en el final de Acá todavía o retomo lo anterior. Respecto al tema de las ideas, claramente sí sé para qué es cada cosa que escribo. Hay una disposición previa. Con el teatro es muy concreto: sé que tengo que hacer una obra, que la voy a hacer, y entonces la escribo. Lo hago con algunas ideas que puedo tener y después, en el proceso, aparecen otras que va pidiendo la propia escritura. Me fascina la diferencia entre lo que uno cree que va a escribir y lo que acaba escribiendo, tanto en literatura como en teatro.


-¿Te animarás en el futuro con la poesía?

-¡No! Para mí la poesía es como la matemática: no la siento nada cerca, me parece inaccesible. No me pasa eso como lectora, pero yo no podría escribir poesía.


-Aún resonando como lugar común, ¿te sirve la escritura como catarsis?

-No sabría decirlo. El padre de la novela no es para nada mi papá, es un hombre que me inventé, más compinche que mi viejo real. Sin embargo, hay partes del libro que me duelen si las leo ahora. Si se elaboró algo del duelo, no lo percibí conscientemente. Sí pensaba que tanto dolor tenía que servir para algo. Poder contarlo creo que puede servir para elaborarlo. Nunca había estado en contacto con el proceso de una enfermedad, con la vida en un hospital. Me pareció muy doloroso la decadencia, la esperanza, la incertidumbre... Mi papá no hablaba mucho de lo que estaba pasando mientras estuvo internado. Y la novela es un Frankenstein de sucesos reales y ficticios. Obvio que la experiencia está detrás de todo.


-Siempre trabajás desde la experiencia.

-Por ahora, es lo que pude hacer. Esta novela la empecé a escribir en tercera persona y se me escapaba todo el tiempo la primera. En mis novelas siempre hay una primera persona femenina contando sus cosas, una especie de falso diario con cosas mías e inventadas.


-Estas constantes permiten pensarlas como una trilogía.

-Eso lo sabré cuando escriba la próxima. Si la nueva es muy distinta, efectivamente estas tres que escribí podrían pensarse como una trilogía.


-¿Solés corregir mucho?

-Sí, corrijo mucho. Como estuve mucho tiempo con esta novela, eso se dio más que nunca. El proceso de edición con la gente de Entropía fue muy minucioso. Las de ellos no son bajadas de línea, sino sugerencias. Pero suelo tomar casi todas porque coincido con sus gustos. Cumplen la función de un amigo sincero.


-¿Leés a otros autores mientras escribís?

-No leo cosas que puedan tener similitudes. Por ejemplo, literatura contemporánea argentina producida por mi generación. Pero sí sigo leyendo clásicos. Durante el embarazo estaba leyendo Guerra y paz en alemán, una empresa realmente titánica (risas).


-¿Cuáles son los objetivos de tus talleres?

-Trato de que el que escribe se haga consciente de lo que está escribiendo. Suele haber un desfase entre lo que creen que escriben y lo que el otro lee. Se aprende a saber qué tenés en mano y a hacer un trabajo de edición. La idea es trabajar para que el material progrese, encuentre su voz, su equilibrio.

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[Eterna Cadencia blog]

Contar la vida

Por Valeria Tentoni

Una década (y 60 libros en el catálogo de Entropía) después de su primera novela, ¿Vos me querés a mí?, Romina Paula publica Acá todavía. El deseo, el amor, la vida y todas las escenas explícitas –sexuales, mortales– que reflejan ese triángulo.

"Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada": las líneas magistrales con las que Tólstoi abre su Anna Karenina. "Todo lo que se pudre forma una familia", escribió Fabián Casas, más acá en el tiempo y en el espacio. 
"Se parecen mucho lo bueno y lo malo a veces”, aparece en uno de los diálogo de Acá todavía, el último libro de Romina Paula (Buenos Aires, 1979). Igual que sus novelas anteriores –Agosto y ¿Vos me querés a mí?– salió por Entropía, ese sello que la editó por primera vez en 2005. Unos 10 años y 60 libros después, el tomo fucsia es el resultado de un proceso de lucha entre la tercera y la primera persona. Ganó la primera, aunque Paula lo explique por la contraria: “Fracasé con la tercera”, dirá en esta entrevista. “Quizás alguna vez tenga una historia que necesite ser contada en tercera, pero acá me imponía la tercera, escribía y se me aparecía la primera”.

Podría pensarse que las preguntas que se aceleran en los tres libros se continúan, aun cuando la disposición no sea lineal; como si las cosas pudieran continuarse superponiéndose. “La perfección no es posible más que en el instante”, sabe –porque lo escribe– Paula, y la espiral que recorre la altura sobre un mismo punto se eleva. Para un lector que las atraviese de corrido, las novelas podrían conformar un tríptico. Uno que se ocupa del deseo, de la sexualidad, de la atracción, de las relaciones de pareja, del amor propio, de la familia y de la soledad. La muerte y la enfermedad, que son también manifestaciones de la vida, funcionan como escenografías, terreno propiciatorio. 
También actriz y dramaturga, Paula en estos días se encuentra preparando las funciones de Cimarrón, obra que viene después de Fauna, El tiempo todo entero y Algo de ruido hace. Ahí trabajó con textos de Luciano Lamberti y de Rilke, entre otros.

–Acá todavía se puede leer en juego con tu primera novela, no solo porque comparte escenarios como el Hospital Alemán sino también por las preguntas que se hacen las protagonistas de cada una. ¿La pensaste así?
–No, no la armé así, en función de la primera. Para nada. En todo caso son mis temas recurrentes. Pero probablemente sí vuelven cosas, espero que no de la misma manera. Sí pienso, en ese sentido, que comparten el mismo mundo de preguntas. Que ¿Vos me querés a mí? trabaja mucho sobre la sexualidad y ésta también, bastante. En toda la primera parte de Acá todavía hay una especie de voluntad de reconstrucción del devenir sexual. Anécdotas que son de distintos estadios de la sexualización. En ese sentido quizás sí, es como si ampliara ciertas preguntas de la primera, pero desde la evidencia. 

–Esa primera novela había sido apenas la tercera del catálogo de Entropía, sello en el que seguís saliendo. ¿Cómo fue el proceso de producción ahora?
–La última novela, Agosto, la había publicado en 2009. Esta fue mutando. Lo primero que tengo escrito es de fines de 2010, a mano, en un cuaderno. Ahora me doy cuenta de que es un poco de las dos cosas, pero en realidad tenía ganas de escribir la historia de la protagonista, de Rosa y del padre, la historia con la enfermera, tenían un lugar más central en esa versión. De hecho, mi primera idea era: la misma situación, pero invertida. Y, al mismo tiempo, tenía la fantasía de escribir una novela familiar. No sé ni qué significa, pero quería escribir sobre una familia. Y al final, es un poco de las dos cosas, pero ninguna de esas dos a fondo. Por otra parte también vuelvo muy a lo mío con la primera persona, que no le puedo escapar. Creo que la fantasía de esa novela familiar era en tercera, también; una cosa más decimonónica de mirar desde afuera y no, no... Fracasé en eso. Volví a la primera. Me daba cuenta de que arrancaba en tercera y me encontraba escribiendo al rato en primera; mi cabeza me dictaba en primera. Entonces era un poco forzado ir hacia otro lado. Quizás alguna vez tenga una historia que necesite ser contada en tercera, pero acá me imponía la tercera, escribía y me aparecía la primera. 

–Se marca, de tu escritura, el paso de lo íntimo a lo universal. ¿Cómo lo ves?
–Es como si no pudiera zafar de ahí. Creo que son cosas que, al ponerlas en palabras, me las termino de figurar; me las pregunto, y es como si al ponerlas en palabras tratara de entenderlas. Ni siquiera puedo decir que escribo lo que me gusta que sea escrito, sino que es lo que puedo escribir. Lo que me dicto. La cadencia, sumado a los temas y a esa primera persona, pero por supuesto que hay partes de acá que se pueden sacar de un diario íntimo y a mí se me borroneó ya también la medida de “esto es lo que escribo en mi diario / esto es lo que escribo en ficción”. Es una especie de malla, entonces lo consciente aparece en la mentira y en la ficción, entrelazado con lo confesional. Eso está creo que en todas, quizás un poco menos en Agosto. Pero tampoco, porque hay algo de esa primera que está tan pegado a mí... Me pasa mucho que me dicen: “Voy por la parte esa que estás en el bar”, como si se tratase de mí y no de la narradora. Pero lo cierto es que, por lo general, las cosas anecdóticas son inventadas. 

–Hay otra cosa que vuelve y es el tema de la muerte, que está en las anteriores. La enfermedad, el deterioro. Y el deseo que se activa en esos contextos.
–La muerte siempre está, no sé cómo eludirla, no se puede. Es cierto que hay algo morboso, de alguna manera. Ahora que lo pienso, tal vez está vinculado; sin embargo creo que cualquiera que haya vivido una situación hospitalaria sabe que es un poco así. 

–La pregunta por el deseo reaparece, por cómo se configura.
–Creo que con esta novela ya terminé de preguntarme eso. No solo por la novela sino también por mi edad, por mi momento en la vida; supongo que evolucionaré hacia otras preguntas.

–En el epígrafe, Mekas dice: “La realidad mensurable termina en la punta de nuestros dedos: más allá está el abismo”, ¿cómo juega eso con la estructura del libro en dos partes?
–Las partes se llaman “Todavía” y “Acá”, y lo pensé por algo tan básico como que el “todavía” es alguien que está a punto de morir, que todavía está vivo, y el “acá” es como el presente puro de la segunda parte. La primera parte está escrita como si fuera hacia atrás, retrospectivamente, y la otra es como si fuera: hay algo que empieza, y no tengo idea de qué es esto que empieza. Va en el presente, presente, presente. La primera parte se encarga de cómo es la concepción de la sexualidad con momentos, hitos en la vida de alguien. Con recortes súper arbitrarios de las anécdotas, donde ahí sí hay mucho real, pero en la segunda parte es todo inventado, cosas que no sucedieron. Mientras la iba escribiendo no sabía hasta dónde iba a llegar. Por eso, para mí también la segunda parte tiene algo medio new age.

–Hay una atmósfera lisérgica, pero quizás sea porque está embarazada. Hay una novela, también por Entropía, en la que se puede pensar; El animal sobre la piedra, de Daniela Tarazona. 
–Está buenísima esa novela. Es que sí, es lisérgico tener algo creciendo adentro tuyo. Y los primeros meses no lo percibís; o sea, sí lo percibís por sus síntomas, pero después está toda la construcción de voy-a-tener-un-hijo. Pero, en realidad, lo que está sucediendo son unas células ahí alterando todo. Puede ser parecido al cáncer, de hecho, solo que generando otra cosa. Son también células fuera de control. Y la segunda parte de la novela es un poco ese estado para mí, el de embarazo y a la vez cuando todavía no es nada que puedas observar, cuando es del orden de la fantasía. Cuando empecé a escribir esa segunda parte no estaba embarazada, pero quedé embarazada poco después. Terminé de escribirlo en ese estado. Pero esta novela, a diferencia de Agosto, que sí escribí en orden cronológico, fue escrita en partes que fueron cambiando de lugar. 

–¿Cómo fue el proceso de edición?
–Gonzalo [Castro], uno de los editores de Entropía, también es mi amigo y leyó esta novela hace bastante y sobre eso trabajé. Y después, cuando tuve lo que yo pensé era la última versión se las pasé y ahí la leyeron todos; Gonzalo otra vez, Valeria [Castro], Sebastián [Martínez Daniell] y Juan Manuel [Nadalini]. La leen todos. Y ahí cada uno hace sus marcas. Son muy minuciosos y trabajamos mucho, tenemos discusiones alrededor de una frase, atención en todos los niveles de escritura, cambiamos cosas de lugar... Me encanta, me parece fundamental trabajar así.

–Cuando escribís narrativa, ¿en qué se distingue tu manera de trabajar guiones?
–Lo que pasa es que las obras nunca las escribo si no las voy a hacer, no tengo ahí guardadas obras que nunca hice. Al teatro lo escribo para hacerlo. Las últimas tres obras que escribí las hice para los mismos actores, entonces ya tenía esa restricción, la de escribir para ellos, más o menos con los mismos niveles de producción, más o menos con las mismas limitaciones. En el teatro la restricción me ayuda a organizarme. Y ahora la última, la que estoy ensayando, Cimarrón, esa es con otros actores, aunque uno se repite, y esa tiene muchas citas literarias. Ya venía con la familia de las citas, en Fauna sobre todo, pero esta arranca desde la primera escena con un monólogo que es de un cuento de Luciano Lamberti, de El loro que podía adivinar el futuro. También tomé cosas de Carta a un joven poeta de Rilke, o sea que hay mucha intertextualidad. Y es más de ideas esta ultima, pero lo que me preguntabas era narrativa versus teatro: en realidad es un tiempo más acotado el de la escritura de teatro, y es para la escena. Es raro, pero como que la literatura me viene más para el teatro, va a parar más al teatro, y en la narrativa me aparece más algo así como la vida, la necesidad de contar la vida. Lo literario siempre va a parar más al teatro.

–¿Te acordas de la primera vez que fuiste al teatro?
–Seguramente no sea la primera, pero es la primera que recuerdo; me llevaron los papás de unos amiguitos al Colón, era un espectáculo de Pro Música de Rosario. Un grupo de música para niños con instrumentos medievales. Se ve que me impresionó, el lugar también. De chica no iba mucho al teatro, mis papás no eran de llevarme. Lo más vinculado a lo escénico era la comedia musical, en la secundaria, que me encantaba hacerla y me gustaba verla también, me lo tomaba muy en serio. En esa época fui a ver las de Pepe Cibrián, El Jorobado de Notre Dame y Drácula. Salí fascinada.

–¿Tus papás a qué se dedicaban?
–Mi mamá es ama de casa. Estudió educación física primero y cuando nos tuvo, desde ahí, es felizmente ama de casa, muy productiva, ama de casa como las de antes. Y mi viejo era ingeniero. Trabajaba en una empresa, primero, y después solo, vendiendo maquinaria para cementeras, representando a empresas alemanas. De chica me costaba muchísimo entender qué hacia. Si me preguntaban decía: “Vende máquinas”.

–¿Y en tu casa había biblioteca?
–Había una biblioteca pero muy rándom. Pero mi mamá sí nos fomentó la lectura. Todas las noches leíamos, mi mamá nos hablaba, de chicos, en alemán. Nació acá pero su familia es de allá. Todas las noches leíamos libritos, después cuando ya sabíamos cómo leíamos solos. La noche era leer. La televisión no estaba tan bien vista en mi casa, igual se miraba mucha menos televisión por entonces. Ahora que lo pienso, mi mamá probablemente lo haría más por el alemán que por la literatura. Siempre me gustó mucho leer, en la primera adolescencia leía muy desprejuiciadamente, no tenía una bajada de línea de lo que estaba bien y lo que no, así que leía cualquier cosa, lo que llegaba a mis manos. Después empecé a estudiar Letras y me puse careta de lo que está bueno y lo que no. Y ahora, recordándolo, pienso que estaba buena esa cosa de “se puede leer todo”. Mi mamá me compraba libros en el supermercado, por ejemplo, no estaba el prejuicio de “eso no está bueno”.

–¿Y a escribir te acordás cuándo empezaste?
–Escribía de chica, pero casi todas las nenas tienen, creo, ¿no? un diario. Era inconstante.

–¿Ahora mantenés un diario?
–Sí, tengo diario pero no es diario, es más bien que cuando quiero, escribo. Un diario donde van a parar cosas que no tienen voluntad de ficción. Siempre tengo uno de esos cuadernos conmigo, ya son muchos. Hace veinte años que tengo esos cuadernos. Antes usaba los Rivadavia tapa dura, primero con rayas, después blancos, y después me fueron regalando otros. Pero siempre de hoja blanca, porque soy medio obsesiva y ocupo toda la hoja. 

–Decías que Acá todavía lo escribiste a mano, ¿no?
–Empezó a mano, sí, a lápiz en un cuaderno. Después lo pasé, que también es un momento de primera corrección. En esa instancia fue cuando se me iban muchas cosas de la tercera a la primera persona.

–Además de escribir, actuás, ¿qué disfrutás más?
–La pregunta por el disfrute es más delicada. No sé si diría que disfruto ninguna de las cosas. Actúo tan poquito que, cuando lo hago, lo disfruto mucho, pero sobre todo que la responsabilidad total sea de otro. Cuando actúo con palabras de otra persona, dirigida por otra persona, es como un alivio. Pero actuar no es algo que podría hacer todo el tiempo.

–¿Disfrutás escribir?
–Por momentos sí, por momentos no. Creo que escribir en sí mismo sí, siempre se disfruta, pero está toda esa cosa alrededor de cuando no podés escribir que te llena de angustia. Está casi equilibrado el no poder con el poder, así que no sé cuál gana. 

–¿Te imaginás sin hacerlo?
–No tanto, y creo que casi no estuve sin escribir. También ahora, a esta altura de mi vida, puedo mirar hacia atrás y decir: parece que escribo siempre. No todos los días, por supuesto, pero es algo que a través de los años seguí necesitando hacer.

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[Infobae]

"Escribo para descubrir cosas que no sabía que sabía"

Por Matías Méndez

"Colecciono palabras", dice Romina Paula, con una sonrisa tímida. Está sentada en el estudio de Infobae y revolea los ojos de un lado al otro, se ríe cuando se le hace una referencia a su trabajo con el lenguaje y con la oralidad de sus personajes. Cuenta que 'bicoca' es una de esas palabras hermosas que encontró y puso en boca de la protagonista de su última novela, Acá todavía, que Editorial Entropía distribuye este mes. Se trata de su tercera novela, después de unos años sin publicar narrativa.

Antes publicó ¿Vos me querés a mí? (2005) y Agosto (2009), por el mismo sello. Como dramaturga, sus obras están reunidas en el volumen Tres obras.

El libro está estructurado en dos partes. La primera, "Todavía", narra la agonía de Mario, el padre de Andrea, la narradora protagonista, en un hospital; con él conversa mientras conviven en la rutina hospitalaria de donde ella no quiere apartarse. "Acá" es la parte final y también la consolidación de un personaje en primera persona que lleva al lector al desenlace de una historia cruzada por una reflexión sobre el significado del amor, el deseo y la identidad.

"Recuerdo haber leído en alguna parte que la medicina creaba enfermos. O no, más bien decía algo así como que el lenguaje, el lenguaje en torno a la enfermedad, el que se habla en los hospitales, crea enfermos", dice Andrea, mientras revisa su pasado con sus padres y su divorcio, su infancia y la etapa presexual, la relación con sus hermanos y sus amores. Se hace preguntas porque no tiene certezas, ella se construye mientras se interroga.

—¿En qué anduvo en estos casi diez años desde su última novela?

—En el medio salió un libro con las tres obras de teatro. Podría decir que en esta década estuve dedicada al teatro. Escribía pero con unos tiempos muy dilatados.


—¿Dejó la narrativa a un costado para dedicarse al teatro?

—Viéndolo ahora, retrospectivamente, parece que sí, pero siempre estuve acompañada por esta novela. Tuve distintos momentos con ella, porque la estaba escribiendo, pero efectivamente estaba más abocada al teatro: estrené, en estos diez años, tres obras con la misma compañía, que son las que están publicadas. Se me hizo largo esta vez el tiempo.


—Repasé sus primeras dos novelas e intenté pensarlas junto a esta. Creo que lo que une a las tres es el trabajo para construir la primera persona y la elaboración precisa con respecto al lenguaje y, en particular, con la elección de las palabras. ¿Está de acuerdo?

—Lo de la primera persona me acosa. Tenía la intención de que esta fuera en tercera y, de hecho, la empecé a escribir así en un cuaderno y me viraba naturalmente a la primera. El pensamiento me llevaba a la primera y me forzaba a la tercera. Cuando la empecé a pasar a la computadora, en ese proceso de copiar, me encontraba escribiendo en primera siempre y dije: "¿Cuánto me voy a resistir a esto?". Así fue que volví a la primera, con un poco de sensación de derrota. Estoy profundizando en eso, no sé si será lo único que pueda escribir en toda mi vida, la primera persona. Hay algo del punto de vista o del modo de contar las cosas, porque no son relatos muy épicos, lo que puedo contar o lo que me sale: la primera es lo que me representa. Sí hay mucho trabajo de edición. Cuando tengo el grueso terminado, hay un refinamiento de eso, de escucharla, elegir las cadencias, la puntuación. De mucho trabajo también con los editores, hay algunas frases o palabras a las que sometemos realmente a juicio.


—Creo que esa cadencia se percibe en su literatura y, muchas veces, está dada por el trabajo con los signos de puntuación.

—Para mí también. No lo manejo tan conscientemente desde la gramática, de saber exactamente qué es lo correcto en los signos de puntuación, pero sí tengo la sensación de cadencia, como el ritmo y el sonido de lo que voy escribiendo. Es muy importante para mí que después lo pueda leer en voz alta como ese ritmo del pensamiento.


—Dijo algo al pasar que me llamó la atención, ¿escribe a mano?

—Sí, hice toda la primaria y la secundaria escribiendo a mano; la computadora me llegó recién en la tardía adolescencia. Soy de la generación de escribir a mano, claramente. Ahora alterno, teatro casi que lo escribo en computadora, pero la narrativa, quizás por alguna cosa fetichista, la sigo escribiendo primero en papel, después, en algún momento, ya cuando hay un volumen más grande, voy a la computadora. El papel y el lápiz siempre te permiten esa independencia, no así la computadora. Se arma el grueso en la computadora, pero de esta novela la primera parte está escrita a mano y, además, en lápiz.


—¿En lápiz?

—(Se ríe) Soy como un personaje antiguo. Hay algo como de la materialidad de escribir así que me gusta, la velocidad de la mano como algo en sí mismo.


—¿Y a medida que escribe, tacha?

—No, como es en lápiz, voy borrando con goma de borrar. Hay algo de toda esa materialidad que me relaja.


—Hablo del sonido y la cadencia, pero creo que le falta un aspecto más y es el trabajo que hace con la oralidad y cierta elección de palabras. ¿Ahí hay una presencia de su trabajo como dramaturga?

—No sé bien, si sé que, al revés de lo que uno creería, en teatro los diálogos no son tan coloquiales, incluso así fue la tendencia: al principio eran más coloquiales, ahora son más literarios y aparatosos. Está como cruzado. Siempre cuento esa anécdota: cuando hacía la escuela de dramaturgia, Mauricio Kartun me había observado que escribía literatura como si fuera teatro y teatro como si fuera narrativa. Quizás algo de eso haya.


—Pero hay una cosa que quiero señalar: los diálogos son coloquiales, pero también son muy literarios en su narrativa, por ejemplo, la incorporación de ciertas frases o palabras, como cuando la protagonista habla y en medio dice: "La trucha contra vidrio".

—Esas frases hechas del habla cotidiana me encantan, las uso muchísimo y me gusta mecharlas en un contexto solemne, porque dan como una sensación de despertar, de cambio de código.


—A ese contraste me refería.

—Me gusta mucho ese contraste, lo uso mucho en la vida y no sé si siempre es bienvenido, porque es un poco disruptivo, pero me divierte. La narradora lo dice con la palabra 'bicoca'; una palabra en un lugar extraño te puede salvar el día, la situación o algo del sentido del humor. Colecciono esas palabras. Me pasa que estoy escribiendo y la cabeza me dispara una palabra. Podría ser 'bicoca', y digo: "La voy a buscar en el diccionario", y muchas veces me doy cuenta de que no significan lo que yo pensaba que significaban. No sólo es una palabra extraña, coleccionada, sino que la usé muchos años, no en literatura, pero sí hablando, en un contexto equivocado. A veces, significan lo contrario de lo que yo creía. Descubro palabras escribiendo y me di cuenta de que uno se aferra al significado de ciertas palabras y significan otra cosa. Me encantan esos descubrimientos.


—¿De dónde llegan esas palabras?

—No sé, están ahí. Cuando hay una palabra que me llama la atención, la retengo, pero me aparecen mucho al escribir. Es raro lo que sucede cuando uno escribe; uno va a escribir algo que cree que va escribir y luego aparece eso otro que está ahí. El otro día escuché que uno escribe para descubrir cosas que no sabía que sabía. Algo de eso pasa.


—¿De esas palabras le atrae la sonoridad?

—No sé, por ejemplo, 'bicoca' es una palabra hermosa y su sentido es hermoso. Colecciono palabras.


—¿Siente que su escritura evolucionó en estas tres novelas?

—No lo sé, claramente siento que estoy escribiendo en el mismo sentido. No es que produce un cambio radical respecto de las anteriores, acumula y establece un vínculo con la primera en cuanto a temas, y un vínculo con la segunda, por la primera persona que va narrando. Esta tiene una estructura un poquito más compleja que las dos anteriores y, de hecho, no la escribí cronológicamente, que es lo que hice con Agosto. Acá hay saltos en el tiempo en la narración y también los hubo en la escritura. Tuve que tomar más decisiones de edición, cosa que no había hecho tanto hasta ahora. No sé si eso es evolución, pero es algo que no había hecho antes.


—¿Esta es mucho más ambiciosa? A lo que usted dice, le agregaría la elaboración de los planos temporales.

—También, hay dos tiempos, el de "Todavía" y el de "Acá", y en el primero hay bastante salto hacia el pasado.


—A la novela la cruza una reflexión sobre el amor y sobre los diversos tipos de amor. ¿Es un planteo que se hace en su escritura?

—No me lo planteo así, pero irremediablemente termino preguntándome acerca de eso. Sí, es verdad que está ampliado, está el tema del amor de pareja y la sexualidad, pero también está el vínculo familiar hacia arriba y hacia abajo, y de la amistad; las distintas formas del amor, sin duda. Es amor y es deseo también, no sólo vinculado a lo sexual afectivo, sino a lo que uno quiere hacer, quién quiere ser. Aquí también hay mucho del tema de la identidad, en el sentido de qué hace que uno sea uno, si es algo que deja de ser o es algo en lo que uno se convierte y en relación con qué, con los padres, los mandatos. Ese recorrido de intentar encontrar qué es lo adecuado para uno y el no adecuarse. En donde uno se siente sí mismo. Para mí, la vida es un recorrido de eso y hay mucha gente que nunca encuentra ese para sí y otros que sí. Creo que eso late fuerte en esta novela.


—También está presente la muerte y, en particular, la agonía, que la narradora parece vivirla más con resignación que con dolor.

—O con negación. Hay algo de la muerte real o de la decadencia de la enfermedad que queda como fuera de cuadro. Ella se hace preguntas o comenta cosas del estar enfermo, pero no en su vínculo con el padre, que es el paciente. No está explícito el tema del deterioro, salvo en un capítulo que sí aparece un poco, pero es como si no pudiera nombrarse eso, que es algo que sucede en esas situaciones. Por un lado, la esperanza de que todo salga bien y se cure; pero hay algo del día a día del hospital que es tan alienante y está cargado y por eso el todavía: "Todavía estás acá, todavía estás vivo y todo puede seguir siendo así". Uno pone una especie de piloto automático de que te vas a tomar el cafecito y hacés cosas de tu vida, y el otro está en esa especie de limbo, en donde funciona mucho la negación. Quería contar esa normalidad en ese estado de excepción. Es una rutina la del hospital, y la gente que trabaja ahí tiene esa continuidad donde la muerte es parte de esa rutina laboral, es muy alienante y a la vez te da tranquilidad. Son las dos cosas al mismo tiempo.


—¿En la narración de ese ámbito tiene un papel importante lo sensorial?

—Trato de sentir, a veces recuerdo y a veces invento, pero en ambos casos intento sentir eso que estoy contando y me zambullo en lo que estoy contando, y esa situación está plagada de sensaciones. Para mí, estar en el mundo es percibir con todos los sentidos y hay bastante de referencias a olores, que es algo que me interesa particularmente, porque el sentido del olfato me acompaña mucho, para bien y para mal. La vista está por encima de todo en nuestra sociedad y eso está claro, porque todo siempre se ve, pero el olor es algo fundante para mí y trato de escribir sobre eso, porque me importa mucho el olor de las cosas.

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[Agencia de Noticias Ciencias de la Comunicación]

“Escribís cuando necesitás sacártelo del cuerpo”

Por Camila Selva Cabral

Romina Paula es autora, directora y actriz. Así, en ese orden. Un ranking de su práctica artística que arma “sin dudar”. Acaba de publicar su tercera novela, Acá todavía (Editorial Entropía) en la que Andrea, la protagonista, narra un presente dividido en dos partes. La primera, “Todavía”, transcurre en el Hospital Alemán durante la internación de su padre, un paréntesis de tiempo y lugar que arrastra algo del pasado para reflexionar sobre la familia y sobre la configuración de su sexualidad, de sus relaciones, de su propio recorrido vital. En la segunda parte, “Acá”, Andrea viaja a Uruguay y todo avanza en un presente sin red.

Antes de cada respuesta, Romina Paula mira unos segundos a través del vidrio del bar antes de volver al café con leche, a la mesa. Trae palabras que se van hilando, como en sus textos. En sus novelas intenta escribir el pensamiento, explica, y durante la entrevista dirá que está pensando en voz alta. Le gusta hablar sobre su propia obra porque, dice, así empieza a entenderla. Romina Paula piensa su propia obra, su propia práctica. Piensa y escribe. O escribe y piensa. Y se ríe.

¿Reconocés el momento en el que dijiste “voy a ser autora”?

Hace relativamente poco que encontré esta palabra. Me formé como dramaturga pero esa palabra no la conoce nadie fuera del ámbito teatral, es una palabra rara y difícil. Y aparte también escribo narrativa, entonces no era absolutamente cierto.

¿Y por qué no “escritora”?

Escritora me parece como medio de Isabel Allende, como “la señora escritora”. Lo de autoría me gusta, porque me parece que tiene algo muy del oficio. Y siento que también puede haber autoría en la dirección y en la actuación. Siento que es algo más amplio.

¿Tiene que ver con poner tu firma?

Sí, claro. Las veces que actúo siento que puedo decir que actúo porque le doy algo de mí. No siento que sea una actriz que pueda hacer una paleta enorme. Es mi autoría de lo que puedo dar en ese ámbito. O mismo la dirección, no siento que pueda agarrar cualquier obra de teatro, cualquier texto y ponerlo en escena, montarlo. Lo de la autoría me parece bien.

¿Pero siempre escribiste o hubo un momento fundacional?

Siempre escribí. Suena pretencioso, parece “la niña escritora”, como cuando los actores cuentan que bailaban frente al espejo, ¿qué niño no bailó frente al espejo? ¡Por Dios! Pero la verdad es que siempre escribí. No tiene nada ni de mágico ni de particularmente pretencioso, sólo fue así, algo que me gustaba. Y siempre leí, aunque ahora leo bastante menos que cuando era más chica.

En la conferencia Direccionario, en Fundación PROA, repasaste la evolución de tu obra teatral. ¿Cómo ves ese recorrido en tu narrativa? ¿Reconocés una evolución, un vínculo entre ¿Vos me querés a mí? (2005),Agosto (2009) y Acá todavía (2016)?

Para mí están muy vinculadas las tres. Con la primera novela, por los temas: el Hospital Alemán, la muerte, el deseo. Y con la segunda, a través de la primera persona femenina. Es una voz similar, como si fuera que Agosto es de los veintipocos y Acá todavía, de los veintimuchos o los treinta.

¿Pensás que, de alguna manera, podría ser la misma narradora?

No lo es. Me la imagino distinta. Pero sí hay un registro de un cierto momento de la vida y un registro de otro cierto momento de la vida, con lo cual podría ser como una serie. Eso es todo lo que podría decir en cuanto a verlo en perspectiva.

Las relaciones, el amor, la muerte, el duelo son temas que se repiten en toda tu obra. ¿Por qué volvés sobre estas cuestiones?

Son temas bastante universales. Y creo que es difícil eludirlos cuando se escribe porque son la vida. Quizás lo que lo hace distinto es ese tono más íntimo, que genera la sensación de que estoy hablando de esos temas. Se hacen esas preguntas en primera persona y se las responde, como algo del orden del pensamiento. Eso quizás está un poco en los tres libros. Intentar escribir el pensamiento. No sé si el pensamiento en la cabeza se da de modo lineal. Pero algo de ese vínculo con los temas, de intentar poner en palabras dudas, pensamientos, a modo de monólogo interno.

¿La primera persona y el monólogo interior son decisiones conscientes? ¿O empezás a escribir y los recursos aparecen?

En realidad, esta novela yo quería inicialmente que fuera una tercera persona. Toda la primera parte la escribí a mano en cuaderno, y al pasarla a computadora me encontraba pasándola a primera. Era rarísimo. Y me preguntaba: “Bueno, ¿cuánto fuerzo esto?” Lo sentí como una pequeña derrota pero quizás otra novela la escriba en tercera persona.

Dijiste que el principio de Acá todavía lo escribiste en un cuaderno, ¿siempre empezás escribiendo a mano?

En narrativa, sí. Teatro no necesariamente. La última obra de teatro, Cimarrón (2016), la escribí toda en computadora. La anterior, Fauna (2013), también. Para mí, la computadora es más el teatro. Después, la novela termina en la computadora, la termino de editar ahí y la sigo escribiendo ahí también. Pero todas tuvieron su momento de papel, claramente. Es todavía más solitario, porque con la computadora tenés abiertas otras ventanas, está Internet. Siento que, de por sí, la computadora es una zona social. En papel, podés estar en cualquier lado, concentrado. Y después hay algo que me da placer de la acción de escribir a mano, los vínculos con la hoja. Ya igual, con los años, como escribo cada vez más rápido, me reconcilié también con esa velocidad y con ese sonido, “chuc-chuc-chuc”, esa velocidad es linda también. Ahora me gustan las dos cosas.

¿Tenés registrado el momento en que nacen tus historias, el germen?

Es tanto tiempo que creo que sobre la marcha me voy engañando respecto de cuál fue el primer impulso. En este caso, empecé a escribir a fines del 2010. Pero sí tengo un primer diálogo escrito entre Andrea y Rosa, la enfermera. Rosa quedaba embarazada y Andrea se ofrecía a ser el padre de ese hijo, de una persona que no conocía. Me divertía eso. Y, en paralelo, hacer como una especie de reconstrucción de su recorrido emocional, amoroso-sexual, algo así. Y también quería que fuera una novela familiar. De un poco de cada una de esas cosas quedó esto. Me acuerdo que en un momento lo vi a Pablo Ramos, el escritor, le conté de qué se trataba y me dijo: “¿Por qué la que está embarazada no es la protagonista? ¿Por qué está desplazado al personaje secundario?”. Y fue como: “¡Oh! Buena pregunta”. Fue revelador. Y además, entre medio, yo tuve un hijo. Embaracé a la protagonista y más tarde tuve un hijo. Se parecen la realidad y la ficción. Hay que tener cuidado con lo que se escribe.

En la segunda parte, aparece un ingrediente fantástico, ya desde la llegada a Uruguay y los personajes que va conociendo.

Sí, se arma una zona medio misteriosa que creo que tenía un poco de la lisergia del embarazo. También digo que es medio New age la segunda parte, conecta con los árboles, con la naturaleza. Me gustaba que “Acá” fuera presente puro, de entregarse a lo que le va pasando. La primera parte, en cambio, es bastante hacia atrás, medio retrospectiva, el final de una vida que no es la de ella.

¿Cómo trabajás con los símbolos, con la interpretación de distintos elementos como, por ejemplo, los árboles, los gusanos, los viajes? ¿Es un trabajo consciente?

Si consciente fuera que lo decido por adelantado, no. Es raro. Es como si me apareciera la idea de escribirlo y después digo: “Ah, obvio, gusanos, el padre está muerto, no se habla de la muerte del padre, aparecen los gusanos”. No es que no me doy cuenta pero no es que digo: “A ver, ¿cómo podría simbolizar…?” Y el viaje es esa idea de una pausa en tu propia vida, quizás tiene bastante que ver con ese no saber o no tomar decisiones. En Agosto está todo el tiempo así y acá en las dos partes también está en un afuera de sí misma. Tanto en el hospital, que es como un aeropuerto, un no-lugar, y después en Uruguay.

¿Entonces el proceso es más intuitivo?

Sí, diría que sí. Cada uno tiene sus modos de escribir pero lo que fui reconociendo en el tiempo es que ese estar abierto, atento, intuitivo es mi modo de agarrar las cosas. Después hay gente que arma escaletas y le sirve. Por ejemplo, cuando le puse Ramón a mi hijo no me acordé que había escrito que se llamaba Ramón el marido de Fauna. Cuando me pasan estas cosas me doy cuenta de que son cabos que están ahí circulando.

¿Con el nombre Andrea también te pasa algo similar?

Andrea es la muerta de Agosto y en ésta es la narradora. Es un nombre que ni siquiera me gusta para la vida. Pero lo necesito, no sé, siempre me vuelve. Me gusta eso de que sea nombre de mujer y de hombre, aunque acá en Argentina es más de mujer. Me abre cosas. Igual que el nombre Mario, que es el padre en Acá todavía. En realidad me parece feo pero me decís “Mario” y se me abre un portal. Me pasa eso con los nombres. No dudo mucho. Pero con el de Rosa tuve bastantes problemas, lo cambié muchas veces, no la terminaba de ver. Y es algo que no suelo hacer; se llaman de una manera y ni lo dudo. También cambió el lugar que ocupaba ese personaje en la novela, quizás eso también me hizo dudar.

Decías que no tenés una escaleta, un plan. ¿Esto significa que cuando empezás a escribir algo no sabés cómo va a terminar?

Agosto la escribí cronológicamente, en el orden en el que está. En Acá todavía, la escena que están en el invernáculo en Uruguay la escribí hace muchísimo y pensé que tenía que terminar ahí. Casi todo Uruguay lo escribí hacia esa escena, como que sabía que terminaba ahí. La acción termina ahí. El último capítulo, que es más de su cabeza, lo escribí bastante después. Eso no lo había hecho nunca, de hacer como un Frankenstein de momentos de escritura.

¿Por qué elegiste el Hospital Alemán y Uruguay como los lugares-eje de los dos momentos de la novela?

Mi viejo se murió en el Hospital Alemán, de leucemia. Eso es verdad. Pero ese hombre, Mario, no es mi papá, mi papá era muy distinto. Esa cuarentena de la familia en esa situación, que mucha gente lamentablemente vive. Es rarísimo. Es cotidiano y tremendo al mismo tiempo. Cuando estaba ahí era terrible, terrible, terrible. Y me consolaba saber que después iba a poder escribir algo. Sentía que la única manera de poder soportar eso era atravesar ese dolor y que después se convierta en otra cosa, en otra cosa vital.

¿Y Uruguay por qué?

Íbamos con mi familia de vacaciones, cuando era chica. Iba a decir podría ser otro lugar pero no podría ser otro lugar, es Uruguay con esa sensación que a mí me produce. Los lugares también tienen climas, como los nombres. Y Uruguay tiene esa cosa hermosa y melancólica al mismo tiempo, me parece un lugar que permite proyectar la fantasía literaria. Ese país pequeño. Tiene como algo mítico en sí mismo, medio detenido en el tiempo. Y hermoso, no sé. Me evoca muchas cosas. Me da sensaciones como Andrea y Mario.

¿Cómo analizás la relación entre tu experiencia y el contar una historia?

En situaciones límite de la vida, o incluso las menos trascendentes como cualquier tipo de angustia diaria, lo único que me da tranquilidad es poder escribirlo. Pero ni siquiera para publicarlo, sino bajarlo, literalmente escribirlo. Siempre tuve cuadernos. Me río porque pienso que si alguien alguna vez leyera esos cuadernos pensaría que soy una depresiva porque casi sólo escribo cuando está todo mal. No te sentás a escribir “un día de sol hermoso”. Escribís cuando necesitás sacártelo del cuerpo. Ese alivio. A mí por lo general me funcionó de verdad. Pero después -y es algo que planteaba en Fauna– la otra pregunta es si uno puede contar algo que no conoce. Quizás también tiene que ver con esto de la primera persona y la tercera. La respuesta que digo es “sí” porque he leído novelas espectaculares de gente que no hizo eso que describía. Pero, en algún lugar, esas historias épicas le pasaron por el cuerpo. No es que todo lo que escribo lo tengo que haber vivido pero la sensación, la vivencia de eso, sí. Y por supuesto en la ficción se producen los desplazamientos.

En toda tu obra también hay un recorrido que tiene que ver con lo femenino y lo masculino, pero vinculado al no saber, a lo indefinido, a la pregunta de por qué algo tiene que ser de una manera u otra.

A lo largo de mi vida me ha interesado de distintas maneras eso, pensando en mi sexualidad y en la sexualidad en general. Pero cuanto más tiempo estoy en el mundo, me doy cuenta de lo complejo que es y me parece hermoso que sea complejo. Y, por suerte, entiendo que las convenciones sociales están ahí pero también subyace todo lo otro, quiero decir todo lo que cada uno elige para sí mismo. Y ahora que estoy criando un hijo ni te digo todas las preguntas que me hago de dónde se me escapa la tortuga de lo social, qué es mío, qué no. Supongo que le voy a cortar el pelo, no le voy a dejar el pelo largo. Uno ya está tomando decisiones. Hasta ahora podía preguntarme todo lo que quisiera pero ahora que le voy a bajar línea a alguien, ¿cuál va a ser esa línea? Pienso siempre que la ideología no es lo que uno dice tener o a lo que uno dice adscribir sino lo que se te escapa. Para mí la ideología verdadera de uno es el punto ciego que no te ves.

¿Lo inconsciente?

Sí. Hay gente que dice: “Yo soy un buen ciudadano, soy de izquierda, bla bla”, y después es alguien que, no sé, se cuela en una fila. Pero entonces sos una mierda. Su ideología en realidad es esa. Se le está escapando. Es un miserable, por más que sea políticamente correcto y por más que diga lo que tiene que decir en un momento indicado. Hoy en día observo mucho eso, el progresismo como la corrección política. Es lo más obvio decir lo que está bien decir.

¿Cómo fue la etapa de edición de la novela?

Estuve mucho tiempo editándola. Con Gonzalo Castro, de Entropía, somos amigos y él fue el primero que la leyó. Después la leyó Cynthia Edul, ella es egresada de Letras y sabe mucho. Trabajé sobre esos comentarios, devoluciones de todo tipo. Cuando tenía lo que era mi última versión, la leyeron todos los editores de Entropía que son muy minuciosos y casi siempre acepto todo lo que me dicen. Y ahí me junté con ellos y fuimos página por página decidiendo. Ese me parece un momento espectacular también. Es una última opción que me dicen: “¿Estás segura de esto?” Tratás de buscarle la vuelta y negociás con vos mismo también. Fueron muchas etapas de edición y me parecen tan importantes como la escritura.

Y cuando llegaste a esa primera versión tuya, ¿qué es lo que te hizo decir: “Bueno, hasta acá”? ¿Cuándo lo ves como algo cerrado/terminado?

En un momento ya sabés cuál es la novela que estás escribiendo. Ya estaba en la segunda parte, ya sabía el final. Y ahí en el medio sentís lo que falta todavía. Pero es rarísimo porque terminar algo es todo lo que no fue ese algo. Todo lo que quedó en el camino. Pienso: “Ay, de los hermanos quedó tan poquito, de Rosa quedó tan poquito, de Iván hay tan poquito”. Y eso que la novela tiene más de doscientas páginas. Sé todas las novelas que no escribí en esta. Las que podrían haber sido y no fueron. Pero un poco de todo eso está ahí.

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[Télam]

“Cuando murió mi padre sabía que la única manera de soportarlo iba a ser escribir sobre eso”

Por Emilia Racciatti

"Acá todavía", la tercera novela de la narradora (Buenos Aires, 1979), está compuesta por dos capítulos: el primero llamado "Todavía", en el que acompaña el proceso de enfermedad y muerte de su padre y "Acá", en el que se traslada a Uruguay para llevar las cenizas de ese padre e intentar pensar en su porvenir ya no como hija sino como futura madre.

Paula prefiere definirse como "autora" porque dice que es un título que incluye su práctica como dramaturga, escritora y actriz. El próximo fin de semana se presentará su obra "Cimarrón" en el teatro Argentino de La Plata, que llegó después de "Fauna", "El tiempo todo entero" y "Algo de ruido hace", en las que también se encargó de la puesta en escena.

Su primera novela "¿Vos me querés a mí?" (2005) fue el tercer título que publicó la Editorial Entropía, que también fue la responsable de editar "Agosto" (2009) y ahora "Acá todavía". En esta oportunidad, Paula construye la voz de una narradora que asiste a la agonía de su padre en un hospital en el que a partir del vínculo con sus hermanos rememora su pasado, su rol como hija y encuentra puentes para pensarse en el más allá de esa instancia de duelo en la que está inserta.

-Télam: ¿Estas novelas componen una trilogía?
-Romina Paula: Claramente no hay un salto radical, y la voz es bastante parecida. Incluso creo que esta es un poquito más literaria en el sentido de ciertas decisiones estructurales, pero sin duda tienen una marca las tres. La anterior es sobre la adultez y esta es sobre la adultez más entradita.

-T: Sobre el título: también le da nombre a las dos partes de la novela pero de manera invertida: la primera parte es Todavía y la segunda Acá.
-RP: Cuando decidí que ese fuera el título pensé en una frase que dice Rosa, la enfermera, a la protagonista: "¿Vos acá todavía?", y me di cuenta que también podía usarlo para la estructura. Pensaba en la versión aristotélica del teatro que sucedía en la unidad de espacio, tiempo y lugar. Me gustó que sean adverbios de lugar y de tiempo. Además el "Todavía", que es el nombre de la primera parte, sería "el todavía estoy vivo" en referencia a la salud del padre. Hay algo diferente en cada una de las partes: en la primera algo de retrospectiva, los hitos de la adolescencia y la infancia, lo que pasa con la agonía del padre, su devenir sexual. Y el "Acá" es puro presente, donde la narradora avanza sin juzgar las decisiones que va tomando y que tienen que ver los efectos que te dejan los traumas de una muerte. Es un duelo que te deja también en un lugar de mucha vitalidad en el que decís "Bueno, todavía estoy acá".

-T: En la segunda parte hay una pregunta que queda sin respuesta que es la pregunta por el encuentro con el otro al que fue a buscar la protagonista.
-RP: Sí, cuando debería empezar, termina.

-T: Vuelve a aparecer el Hospital Alemán en la ficción.
-RP: Eso no tiene nada de poético ni literario: tuve un vínculo con ese hospital porque hay dos cosas biográficas que sucedieron allí. Mi abuela estuvo internada en ese hospital y la abuela de la protagonista estaba internada en ese hospital. Y mi viejo estuvo internado y se murió allí. Igual el hospital está ficcionado. También aparece Uruguay y un pueblo al que le puse Reartes porque hay un montón de nombres increíbles para el partido de la costa en Uruguay, pero no quería que fuera uno real porque cualquiera que conoce ya tiene un vínculo más real con ese lugar. Reartes es un lugar en Córdoba.

-T: En el libro se habla de "la década colorinche, mal cortada, cínica y bronceada".
-RP: Sí, es la década del 90. De hecho cuando lo escribí dije que era una década a la que no se iba a poder volver y después ganó Macri, y no sé si es tan difícil que eso suceda. Yo fui adolescente en los 90 y creo que eso influye, pero no sé cuánto porque no sé si hay un cambio tan grande, ya que creo que podemos hablar de una generación si hablamos de 30 años juntos, no de 10 años juntos.

-T: ¿Qué leés de literatura argentina?
-RP: Tengo un hijo de un año y medio y entre todas las cosas que hago, leer es la que menos hago. Tenía pendiente hace mucho "El libro enterrado", de Mauro Libertella, que me encantó. Leo a Iosi Havilio que me gusta mucho. Leí "Los residentes" de Camila Fabri. Me gusta Clara Muschietti que escribe poesía. Leí a Selva Almada.

-T: ¿Cuando empezaste a escribir la novela?
-RP: La empecé a escribir después de "Agosto", en 2010. Mi papá se murió en 2010 y yo sabía cuando estaba atravesando ese proceso que el único modo de soportarlo era saber que iba a escribir algo sobre eso y a fin de año empecé a escribirla. También quería escribir una novela familiar. Había lugares en los que quería entrar. Empecé a escribir sobre el embarazo y después quedé embarazada.

-T: ¿Por qué te definís como autora?
-RP: En las tres cosas que hago, la literatura, la dramaturgia y la actuación, siento que puedo dar algo que tiene que ver conmigo y que lo que puedo ofrecer soy yo. Por ejemplo como actriz no soy súper maleable sino que lo que puedo dar es algo que tiene que ver conmigo, entonces siento que lo que puedo ofrecer es lo que soy yo. Por otro lado, ser escritor sacaría lo de ser actor y la posibilidad de dirigir teatro. En cambio como autora soy todas esas cosas. Como directora puedo ser autora, como actriz puedo ser autora y es una mirada más amplia que la de escritora.

-T: ¿Cómo es la relación con la literatura o la escritura para el teatro?
-RP: Para el teatro no me pasa que tengo una idea y escribo. Trabajo casi por encargo para mí misma. Escribo y sé que voy a empezar a ensayar. Después viene el proceso de la puesta en escena donde seguís trabajando. Pero sé que el texto se va a encontrar con actores, con ese ser dicho, entonces son más acotados los procesos.

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[Clarín]

Los polos vitales

Por Ivanna Soto

Dice Romina Paula que cuando alguien importante muere, algo de uno muere pero también algo nace. Y le consta porque no hay nada más fuerte que la experiencia para decantar certezas. O, al menos, preguntas. Fue cuando murió su padre, en 2010, que empezó a escribir Acá todavía (Entropía), su tercera novela, que trascurre en sentido inverso, partida en dos: de la agonía –“todavía”, estar todavía–, mezclada con el devenir del deseo sexual, al puro presente: ese “acá”, escrito antes y después de quedar embarazada de su hijo Ramón.

Los polos vitales, el amor y la muerte: esos son los temas que rigen su novela, teñida por el color de una época que nos marcó a todos los que crecimos en ella: los 90, “la década colorinche, mal cortada, cínica y bronceada”, escribirá. Su estilo es ya una marca que arrastra desde la primera novela, ¿Vos me querés a mí?: es fácil entrar al juego de un relato que fluye con transparencia, entre diálogos y observaciones del mundo.

Paula es también dramaturga y directora (entre ellas, la memorable El tiempo todo entero, versión muy libre de El zoo de cristal, de Tennessee Williams) y actriz (en cine estuvo en El estudiante, de Santiago Mitre). Y en el salto de la narrativa a la dramaturgia, lo que transmuta en palabras no son las cosas de la vida sino la propia literatura. De una manera radicalmente distinta y atravesada por un mundo de citas y referencias a Rainer Maria Rilke y Sarah Ruhl, con los mismos temas da lugar a la más abstracta de todas sus obras teatrales, Cimarrón.

–Los dos hechos que marcan Acá todavía: la muerte y la nueva vida a través del embarazo, te pasaron a vos. ¿Qué tanto se diferencia el personaje que narra en primera persona de la vida misma?
–Lo que escribo en narrativa es una suerte de criatura que se nutre de cosas que viví y cosas que no. La primera parte, la del hospital, la escribí mucho después de haberla vivido, y obviamente no fue de ese modo. Y la segunda la había empezado a escribir antes de estar embarazada pero el deseo funciona de modos misteriosos.

–¿Empezó como una catarsis?
–Sin dudas fue catártica. Pero mi intención no fue documentar pensamientos o sentimientos. Sí son cosas que yo pienso, pero cuando voy a escribir no es que yo quiero contar eso que pensé sino que me pongo a escribir y se me va mezclando. Y cuando va pasando el tiempo, se me empiezan a confundir un poco la realidad y la ficción. Creo que cuando sea vieja voy a pensar que cosas que no sucedieron, sucedieron. Y al revés (risas).

–Hay en general una asociación fuerte entre el sexo y la muerte. De hecho, en la novela el deseo nace en un contexto de hospital y ahí se narra la primera escena sexual.
–Es muy frecuente que cuando mueren tus padres, o uno de ellos, tengas un hijo. Hay algo de la subsistencia supongo. Quise hacer una especie de reconstrucción del devenir sexual de una mujer e ir hacia atrás, partir desde la infancia.

–En tu obra, Cimarrón, aparece fuerte Rilke. Vamos con otra cita del escritor pero esta vez aplicada a la novela: “La verdadera patria es la infancia”. ¿Hay algo de eso?
–Nunca me gustó la sobrevaloración de la infancia como un lugar perdido y al que uno anhela volver. Nunca sentí eso.

–Pero no como un lugar al que uno quiere volver sino como el lugar del que uno nunca puede irse, por cierta cosmovisión del mundo a la que se queda un poco pegado.
–Me convoca especialmente algo de esos primeros vínculos en la constitución de uno: quién es uno respecto de esos otros que durante muchos años de tu vida eligieron por vos. Entender la construcción de la identidad a favor de, en contra de, o a pesar de. No es que yo haya pasado una mala infancia, pero recuerdo con bastante angustia esa cosa de que otras personas tomen las decisiones por mí. Y ahora estoy del otro lado. En ese sentido, yo lo que quería era escribir una suerte de novela familiar de estilo siglo XIX, que entrara en todos los personajes, pero no lo fue. Finalmente están ahí ocupando mucho lugar el deseo y la muerte.

–De una forma mucho más explícita que en tus novelas anteriores.
–Siento que esas situaciones requieren ese nivel de descarnamiento, de crudeza. Me parece bastante cruda esta novela. Pero lo del sexo me da mucho pudor también. Son cosas que en general escribo y después olvido. En ese sentido un libro es raro, porque es algo muy íntimo que uno escribe en soledad y luego, de repente, se hace público.

–Pasó un lapso de tiempo importante entre tu última novela, Agosto (2009) y ésta. Pero mientras no publicabas novelas, en el medio hiciste (y publicaste) teatro...
–Desde que la empecé a escribir, tenía períodos en los que la dejaba. En cambio, cuando escribo una obra ya sé que la voy a hacer, me la imagino para ciertos actores, para el espacio, tengo algunas limitaciones que agilizan su escritura. La narrativa para mí no tiene esa urgencia, me acompaña durante el tiempo que sea necesario, no tiene una finalidad tan práctica. Escribir es algo en sí mismo y por momentos me genera placer pero publicar es ya otra cosa. Me llevó un tiempo hasta que finalmente me decidí a eso. Y acá estamos.-

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[La Gaceta de Tucumán]

"Lo apropiado y lo propio podrían llegar a ser un oxímoron"

Por Verónica Boix

Acá todavía no es sólo el título de la tercera novela de Romina Paula, publicada por Entropía: es una declaración de principios. En un presente puro, Andrea, la narradora, acompaña a su papá en el Hospital Alemán. Va reconstruyendo su devenir amoroso sexual y al mismo tiempo intenta entender quién es y qué quiere para su vida. La historia avanza en un espacio de incertidumbre, siempre entre el deseo y la muerte.

Con Acá todavía, Romina Paula vuelve sobre los temas de sus novelas ¿Vos me querés a mi? y Agosto, solo que lo hace desde la madurez de una voz capaz de nombrar las cosas a medida que transcurren, sin categorías preestablecidas. Su serenidad para contestar no delata su inquietud como artista multifacética; en los siete años que le llevó escribir la novela, actuó en cine, publicó y dirigió en teatro Algo de ruido hace, El tiempo todo entero y Fauna reunidas en Tres obras (Entropía) y, además tuvo un hijo.

Sentada frente a un café con leche, igual que Andrea, habla en una aparente simplicidad que va a ir revelando el ritmo del pensamiento. Y la naturalidad del lenguaje encuentra eco en la trama: el cuerpo es el centro de las decisiones, entre lo accidental y lo voluntario, lo adecuado y lo propio, lo pornográfico y lo sentimental.

- La historia hace de la incertidumbre un espacio: la agonía entre la vida y la muerte, la indefinición entre la homosexualidad y la heterosexualidad.
- Me gusta lo que decís, la muerte y el deseo están muy presentes. Creo que están así incluso cuando no hay una situación de duelo concreto. Muerte y deseo son parte de la vida minuto a minuto todo el tiempo. Esa pulsión vital del deseo tiene adentro en sí misma la muerte, el final de las cosas. Están vinculadas necesariamente. Me crié en un mundo de dicotomías donde las cosas son “bueno o malo”, “blanco o negro”. Yo misma tengo la cabeza muy formateada así pero trato de hacer el ejercicio de no juzgar. En ese intermedio me siento mucho más inestable. Pero abrazar esa incertidumbre es beneficioso.

- De alguna manera Andrea lo va haciendo a lo largo de la historia...
- Ella intenta -yo intento- hacer ese recorrido de preguntarse cada cosa. En la primera parte aparece el peso de su infancia y toda esa maleza que forma lo que se pensó para ella, en la que trata de ver quién es. En la segunda parte ella está en ese presente que elige. El “acá” con ese no peso de la tradición. La novela termina con estas palabras “Adecuarse sin poseer apropiado propio fin”. Lo apropiado y lo propio podrían llegar a ser un oxímoron, una contradicción. En el capítulo de la infancia hablo de la idea de la formación, la idea de otros decidiendo por uno. Eso pasa durante un lapso de la vida, si tenés suerte, si alguien cuida de vos y decide por vos. Creo que lleva toda la vida ese proceso de poder discernir qué de eso adquirido te gusta, qué elegís después de que lo hayan elegido por vos y qué descartas, dónde te configurás. Andrea está haciendo ese recorrido, tratando de ver cuál es su lugar.

- ¿Cómo encontraste la voz de la narradora?
- Es una voz que va recorriendo preguntas más que respuestas. Ella está en ese lugar del presente puro. Trabajé mucho con el lenguaje. Obvio que soy Andrea y obvio que no. Lo que me sale y me divierte en el plano de la anécdota es esto que sucede al mismo tiempo: alguien se está muriendo y yo voy a tomar un café con leche. Del mismo modo, me gusta combinar palabras o construcciones poéticas elevadas, con frases hechas o guarradas que terminan de dar algo de la risa patética. Quitarle solemnidad. Lo solemne tiene mala prensa y en realidad es bello pero aparece alguna cosa desprolija o disruptiva, como puede ser una palabra de la calle, y te despierta. Me conmueven esas cositas. Me gusta escribir en esa mezcla de niveles.

- ¿Ese juego con el estilo influye en la trama?
- Sí, vienen juntos. La primera persona me permite ir derivando. Tengo esas fugas. En realidad quería escribir una novela familiar, tenía la fantasía de la novela rusa, el primer título era “Los integrados” porque quería que fuera irónicamente la adecuación. Es loco, viendo las novelas que hubiese querido escribir siento que todas están un poquito acá, pero que no es ninguna de esas. Me imagino al padre de una manera y al no nombrar muchas de esas cosas se vuelve muchos padres posibles. Si vos das más, le quitás al lector en términos de imaginación. Todas esas novelas que hubiese querido escribir están en esta como las puntitas del iceberg.

- “Nada es lo que parece pero tampoco intenta serlo”, piensa Andrea.
- Como los recuerdos de niños, hay un montón de palabras que entendés y adoptás mal y te vas decepcionando cuando son otra cosa. Como pasa en la novela con la frase “la vida perra” que el padre dice irónicamente y Andrea piensa que es verdad, lo entiende como algo bueno. Está bueno pensar que el lenguaje es social, que nos comunicamos, pero a veces, en tu misma lengua y con tus mismas palabras no hay acuerdo. No es unívoco el significado de una palabra. El acuerdo es mucho más azaroso de lo que uno quiere creer.

- ¿En la novela, de algún modo, buscás dejar ese equívoco en evidencia?
- No es que me lo proponga. En la vida oral no me tomo el tiempo de reparar en el equívoco pero cuando estoy escribiendo, me enfrento al papel y aparece el juego con las palabras y el significado. Es algo de lo que me gusta hablar; abrir la discusión. Siento que pongo las cosas ahí para compartirlas, para compartir mi cabeza con mucha gente. Eso vuelve y se parece a un diálogo.

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[La Voz del Interior]

"La muerte de uno siempre es la vida de los demás"

Por Javier Mattio

Romina Paula publicó su tercera novela, Acá todavía, donde recrea acontecimientos personales en un diario de ficción. La protagonista asiste en simultáneo a la muerte del padre y la maternidad.

Un antes y un después, y entre medio una conciencia suspendida que se asoma a lo que fue, es y será. Romina Paula (Buenos Aires, 1979) entrega en Acá todavía una tercera novela que bien podría formar una trilogía íntimo-generacional con Agosto (2009) y ¿Vos me querés a mí? (2005), aunque aquí tiene lugar un escarbar más denso y definitivo, una incipiente madurez surgida del duelo, la incertidumbre y la regeneración. Andrea, alias Trapo, pasa la primera mitad de la narración en los abúlicos pasillos del Hospital Alemán porteño, donde en vísperas de Navidad asiste junto a su familia a la convalecencia terminal de su padre. La vulnerabilidad de la situación la hará volver al pasado, a vacaciones familiares en Punta del Este y primeras salidas a boliches, a novios y novias de diversas épocas, a problematizar cualquier certeza sexual, existencial y afectiva.

Será en esa institución sanitaria que, vía una enfermera correntina con la que intenta un affaire, Andrea conoce a Iván, un interno de ambulancias del que queda embarazada. El viaje a Uruguay en busca del padre de la criatura por nacer signa la segunda parte de Acá todavía, en la que la protagonista agudizará aún más su introspección al preguntarse por el sentido de la maternidad en tiempos actuales, sobre la necesidad de un padre, de una pareja, a la vez que asiste a una instancia sobrenatural en las ruinas de un estadio en la que ve aparecer a los (a sus) muertos.

El conflicto subterráneo de Acá todavía es cómo afrontar la muerte y la vida –dos máximas biológicas- en un contexto de crisis total. “Quizás esté vencido un orden de cosas y haya llegado la hora de reestructurar. O de des: desestructurar. Lo viejo, lo rancio”, dice Andrea, reflejo subjetivo de ese tránsito histórico vertiginoso en el que así y todo hay que tomar grandes y urgentes decisiones. Romina Paula, que en un lapso de cinco años perdió a su padre y fue madre, imprime en Acá todavía cierto pulso autobiográfico mediado por el diario ficcional, con el fin de año como frágil punto de partida: “Empecé a escribir la novela en Navidad y también la enfermedad de mi padre atravesó una Navidad –dice-. Supongo que algo de lo climático de esos momentos, de las fiestas, atravesado por algo tan poco festivo como una internación, hace el contraste más doloroso. No es que las fiestas me interesen, pero sí es cierto que en ellas se abisma algo de lo familiar. Ahora que lo pienso, ambos eventos llevan en sí algo de la solemnidad de la ceremonia”.

Y continúa: “Es una novela que registra ciertos momentos de la vida, con sus respectivas ceremonias. Creo que la muerte de uno siempre es la vida de los demás también, porque confirma que los demás siguen vivos, que pueden asistir a esa muerte y contarla y eso no puede no ser vital. Pensé la escritura en términos de recambio generacional, si se quiere. Este impulso de tener hijos cuando los padres mueren, como si fuera algo atávico de preservación de la especie o, menos científico, algo del vértigo de que la vida continúa o con la voluntad de que continúe. Lo pensé más así: cuando la generación que nos precedía desaparece y queda uno ocupando ese lugar”.

El centro de la novela es la putrefacción, simbolizada por una invasión de gusanos que toma el departamento de Andrea por asalto mientras ella está en el hospital. Lejos de implicar un designio oscuro, esa instancia revulsiva abre un porvenir. Romina Paula: “Si algo se propone la protagonista es reconciliarse con la incertidumbre, el entre de las cosas. La incertidumbre siempre tuvo mala prensa y el paradigma determinista eclipsa el poder del azar: cada vez estoy más convencida de que lo inverosímil, lo improbable, es la regla. El otro día hablaba con la periodista Silvina Friera, porque en la novela escribí ‘Como siempre, la gente confiando más en lo verosímil que en lo real’, y llegamos a la conclusión de que acaso el problema sea eso que llamamos real o cómo se lee eso que llamamos real, que para mí lleva el peso de la verdad cuando en realidad está lleno de caos”.

-La mirada atrás pone en retrospectiva al país. De la década de 1990 la protagonista dice: “La década colorinche, mal cortada, cínica y bronceada”. Y agrega: “Aquello era la angustia, esto podría ser tristeza, pero con dignidad”. ¿Es el “Acá todavía” un lema aplicable a la Argentina?

-Es probable que el “Acá todavía” sea muy argentino. Escribí esa descripción de los ‘90 cuando el panorama político no era el actual. Más allá de entrar en una discusión partidista, se podría decir que se puede pensar en el “Acá todavía” como algo negativo, una definición de no progreso. Por mi parte lo pensé como todo lo contrario, un sinónimo de estar vivo, “Acá todavía” en el mundo.


-Te dedicás también a la actuación y la dramaturgia, estás por debutar como guionista en televisión (en el unitario "El maestro" de Pol-ka, con Julio Chávez). ¿Qué lugar ocupan tus novelas? 

-Si bien es cierto que siempre digo que lo que menos soy es actriz, últimamente ya no pienso tanto en esos términos e intento concentrarme y entregarme cuando estoy haciendo cada cosa y, entonces, ya más a salvo de las definiciones, hago lo que hago en cada momento sin pensar tanto qué soy. En los últimos años pasé más tiempo en teatros que otra cosa, montando mis obras. Pero al mismo tiempo siempre estuve con alguna novela en proceso. Y cada tanto actúo en alguna cosa. Podría decir que lo pienso más de adentro para afuera que al revés: doy algo mío en cada una de esas cosas y con mejores o peores resultados, aunque eso ya sería pensar de afuera para adentro.