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  Andrade
Alejandro García Schnetzer

76 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2012
ISBN: 978-987-1768-06-6
   
   
+ Alejandro García Schnetzer en Entropía
       
           
     
       
 

«El verdadero protagonista de Andrade no es Andrade, es el lenguaje. El autor le descubre una arquitectura propia de la que brota la ironía como agua de manantial, una ironía que es pariente íntima del humor, afilada y a la vez compasiva, y hermoseante porque logra que alguien pinte de verde las alas de un gorrión. Nadie se llame a engaño: bajo el relato explícito subyacen otros, tristezas conmovedoras de la pérdida, guiños literarios de gran comicidad, reflexiones y preguntas sobre el ser humano y el mundo, los tiempos del pasado que modifican el presente que lo modificó, presagios de un futuro que fue. Alejandro García Schnetzer logra que el dolor sonría, con una finura de estilo que alcanza lo que Juan María Gutiérrez persiguió toda su vida: la difícil sencillez.»

Juan Gelman

Contratapa
     
           
Fragmento

Lucio Andrade abrió los ojos, los cerró y se quedó quieto. ¿Qué le pudo haber durado?, tres segundos, la pausa que va del despertar a la consciencia, cuando es del paraíso la almita, tela toda sin pintar. Se dio la media vuelta y en la operación crujió el elástico. Trató de volver el recuerdo atrás. No sirvió de nada.
Acabó por sentarse en el borde de la cama, prendió un cigarrillo, prendió la radio, y siguió durante un rato la perorata cansina del locutor contando siempre lo mismo: epidemias, revoluciones, pogroms, crímenes escabrosos, retorcidos.
–No te aguanto más –dijo, y de un manotazo corrió el dial.
Así empezó el día.

***

Villegas, hombre de edad, flaco, algo torcido, enfermo de gota, propietario de la Librería del Sur, antes de Mayo, esquina Moreno y Defensa, entra al establecimiento, deja unos libros en el armario, descorre la ventana y saludando en polaco a la mujer que plumerea, va repasando in mente los compromisos del día. Luego se deja caer en su sillón, del cual, si le dieran a elegir, preferiría no levantarse.

***

A la ducha le llegaron de la radio los primeros acordes de Flor de fango, Lucio la entonó silbando. Rato después, mientras planchaba la camisa, fijó la mirada en la foto de Esther, retrato que conservaba por temor de olvidar su rostro un día.

***

Amplia librería de viejo, anticuario de los que no abundan, amenazado desde el vamos por la inutilidad. Villegas empleándose como un garimpeiro en distinguir lo útil de lo infame. En la vitrina que da a la calle Defensa nótase un féretro abierto, traído del cementerio, donde acaban arrojados ciertos libros engañosos, particularmente engañosos. El resto de la superficie lo ocupa más o menos lo de siempre: ejemplares que algo dicen al entendido, poco o nada al diletante.

         
               

Autor

 

 

 

 

 

   
       
                     
     

Alejandro García Schnetzer nació en 1974 en Buenos Aires.
Publicó Requena (Entropía, 2008). Andrade es su segunda novela.

   
                     

Reseñas

Juan Gelman

Radar Libros
(Carolina Kelly)

La Prensa
(Guillermo Belcore)

Perfil
(Damián Tabarovsky)

Mardulce Magazine
(Martín Kohan)

ADN Cultura
(Laura Cardona)

Bazar Americano
(Martín Pérez Calarco)

El popular
(Rodrigo Fernández)

Tiempo Argentino
(Mariano Pedrosa)

Esto no es una revista
(Javier Martínez)

La Voz del Interior
(Javier Mattio)

Leedor.com
(Adriana Santa Cruz)

Entrevistas

Página 12
(Silvina Friera)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 


 

A modo de arrimo

Por Juan Gelman

¿Y esto? ¿Es una novela corta, como las Ejemplares de Cervantes? ¿Es un cuento largo, como Bola de sebo de Maupassant? ¿Es una nouvelle, palabra que inventaron los franceses adictos a la medición de un escrito por número de páginas? Andrade  escapa a cualquier magnitud. Es Andrade nomás, una narración que excede su propia narrativa por todo lo que pone en juego a partir de un hombre que no consigue convencer a la mujer que amó de que está muerta.


Las aventuras del relato son insólitas: minihistorias dentro de la historia no subordinadas a la trama central, sino como sucesos que la callan y alimentan; citas filosóficas de autores del siglo XVI o XVIII, títulos inventados de libros que no se escribieron; versos de Le Pera y de Iriarte, del Martín Fierro y Juan Moreira en boca de los personajes, que entran sin comillas y como anillo al dedo de cada situación; mezcla de palabras que juntan “hundióse”, “no campeó la mishiadura”, el “canotier” que expiró con Maurice Chevalier, y un hablar porteño que dedica altisonancias a decires corrientes: “se me agarrotan las cervicales”, sí. ¿Qué muestra esta fábrica de hallazgos, sino los agujeros, los olvidos y los límites de la lengua?


Y no falta la referencia a la argentinidad, al llamado ser nacional, a “nuestra común condición rastacuera, mitad hija de Europa, mitad hija de la campaña”, dice un lector en procura de la obra que explique a fondo el tema. El librero le pregunta si está buscando El manuscrito Voynich, escrito por un autor anónimo en el año 1404 en un idioma incomprensible de alfabeto desconocido que viene rompiendo en vano la cabeza de sus descifradores. La mención nada tiene de casual.


Es que el verdadero protagonista de Andrade no es Andrade, es el lenguaje. El autor le descubre una arquitectura propia de la que brota la ironía como agua de manantial, una ironía que es pariente íntima del humor, afilada y a la vez compasiva, y hermoseante porque logra que alguien pinte de verde las alas de un gorrión. Nadie se llame a engaño: bajo el relato explícito subyacen otros, tristezas conmovedoras de la pérdida, guiños literarios de gran comicidad, reflexiones y preguntas sobre el ser humano y el mundo, los tiempos del pasado que modifican el presente que lo modificó, presagios de un futuro que fue. Alejandro García Schnetzer logra que el dolor sonría, con una finura de estilo que alcanza lo que Juan María Gutiérrez persiguió toda su vida: la difícil sencillez.

 

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[Radar Libros]

Después del robo a la biblioteca

Por Carolina Kelly

Como dice Juan Gelman: “El verdadero protagonista de Andrade no es Andrade, es el lenguaje”. Efectivamente, la segunda novela de Alejandro García Schnetzer ofrece al lector, a ese lector “ubicuo y amable” que desea, el goce del trabajo estético del escritor escultor que sabe que, por encima o por debajo de todo argumento, la lengua literaria no es solamente “el medio para” sino que es historia social. Andrade es una gran parodia que se sirve de la densidad histórica del lenguaje para erosionar cualquier sentido de trascendencia que esconda, en la “cultura”, el absurdo de la existencia humana. Se trata de un texto que, por su argumento y estructura, reflexiona sobre qué es “el margen” en la literatura y en la vida.

Lejos de todo miserabilismo, los personajes Andrade y Galíndez, compradores de libros para la librería de viejo en la que trabajan, son buscavidas que, conscientes de su alienación y como “reventados”, buscan sobrevivir por medio del bicicleteo y la avidez. Aleccionados por Villegas, el dueño y patrón, que, al mejor estilo de la estética feísta inaugurada por Nicolás Olivari, es “algo torcido, enfermo de gota” y que, como el andaluz de Arlt, es un viejo avaro, saben, desde una mirada pesimista desde luego, que la cultura libresca es “el templo de Adam Smith” y que los libros son mercancías que se compran muy barato y se venden muy caro. Si bien desean ese “libro que buscamos sin conocer”, la salvación no está en la posibilidad del batacazo, como si no hubiera lugar para esa esperanza, porque, en rigor, no hay en Andrade ningún espacio para la utopía, y sí, en cambio, como en la narrativa de Onetti y también de Arlt, para las ensoñaciones compensatorias con los lugares comunes del folletín.

Villegas escribe apuntes de los “errores y verdades” de los libros, documentos de nuestra barbarie, con “la esperanza vaga de alcanzar cierta clarividencia del mundo; en su opinión, éste reproducía cuatro malentendidos: la mentira como verdad, lo vago como cierto, lo viejo como nuevo y el estro poético”. En esos fragmentos de buscada deformación, la irreverencia es la actitud paródica dominante que se celebra como un vital esplín socarrón. Así, se desublima y se resignifica la “alta” cultura moderna, desmitificando, en ese mismo movimiento, la ideología del progreso: El espíritu de las leyes es confundido con Higiene del matrimonioLas bases es lo más parecido a una revista de la mutual Compañía de Socorros Mutuos, y, a partir de un procedimiento clásico que consiste en atribuir a un autor conocido una obra de otro o un título apócrifo y “bajo”, nos enteramos de que hay un Frankenstein escrito por Descartes. La simbología es obvia: la razón ilustrada que crea al buen salvaje que revela, paradójicamente y en su supuesto horror, la verdadera barbarie de la primera. Más acá, en esta orilla, se desautoriza cualquier declaración de un programa estético explícito sobre la novela porque, de todos modos, “te entrará por un oído y te saldrá por el otro”; se socava el nacionalismo apoyado en el heroísmo y coraje del gaucho y, sumum de la corrosión, ante la pregunta por la identidad nacional, la respuesta (que, a su vez, es una pregunta) es ¿El manuscrito Voynich?: un misterioso libro ilustrado de contenidos desconocidos, escrito hace unos 500 años, por un autor anónimo en un alfabeto no identificado y un idioma incomprensible. Un aleph, pero sin el aura trascendental. En suma, textos misceláneos que también desacralizan lo sublime religioso y que ponen en el centro el margen, rescatando autores clásicos no canónicos, pero sin la pretensión de hacer un nuevo sistema o, al menos y aparentemente, sin perseguir la revalorización.

Y, sin embargo, más allá de la parodia y del consejo que Smith & Wesson nos da como solución frente a la final conciencia del fracaso humano (“Hágalo usted mismo”), no todo es cinismo y desparpajo. Por detrás, más allá o en el fondo, el dolor frente a la muerte, la inevitable soledad, el desconcierto, la humillación, la miseria y la locura son también verdad y esos perdidos sobrevivientes, depositarios de los “los mil y un quebrantos que nuestra carne heredó”, se solidarizan, amorosamente, en su común condena y, como muertos, se alejan mar adentro.

 

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[La Prensa]

Andrade

Por Guillermo Belcore

Establece Juan Gelman en la contratapa que el verdadero protagonista de Andrade no es Lucio Andrade, el viudo de luto conchabado por el librero Villegas para el oficio trashumante de comprador de viejo, sino el lenguaje. Tiene razón el poeta. Este librito es una brillante exhibición de estilo. ¿Y qué es el estilo? Para Thomas De Quincey es la “encarnación del espíritu”. Más pedestre, Norman Mailer decía que es “el conjunto de decisiones sobre qué palabra es valiosa y cuál no en cada frase que escribes”. Y entonces las decisiones que ha tomado aquí Alejandro García Schnetzer (Buenos Aires, 1974) han sido siempre acertadas. Las virtudes de su prosa son clásicas: elegancia, humor, delicadeza, ingenio. El buen gusto campea a sus anchas.

La editorial nos asegura en la tapa que se trata de una novela, ¿pero qué novela es aquella que se puede leer en un santiamén? ¿Un cuento alargado, una nouvelle, el penúltimo producto de la holgazanería argentina, defecto injustificable en un escritor? El autor eligió narrar un día, con un final tremendo, en la vida de un hombre sumido en la desesperanza por la ausencia de una mujer. Seguimos su peregrinar bibliófilo por las barriadas; diálogos magníficos (por sustracción) nos salen al paso. Hay guiños literarios, relámpagos de comicidad genial y un manejo habilísimo del tiempo que hace convivir, el 29 de febrero de 1940, a un lechero que pasa con su vaca por la calle Defensa con una madre de pañuelo blanco en Plaza Mayo. 

La inteligencia, ésta es la clave, rige el conjunto. Acaso todo ocurre en el Mas Allá: Andrade ha muerto de esplín. 

Sin embargo, el lector voraz se queda con hambre, el libro concluye demasiado pronto. Alguien que escribe tan pero tan bien como el señor García Schnetzer pudo haber forjado, en la línea de Andrade, una suerte de ambicioso Ulises aporteñado y aquí nos quedaríamos aplaudiendo hasta que nos despellejáramos las palmas. Otra vez será.

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[Perfil]

Cerca y lejos

Por Damian Tabarovsky

No se dónde la leí o la escuché, pero sé que la frase no es mía, que la dijo alguien hace poco, pero no recuerdo quién ni dónde: el exceso de información nos embrutece. La frase en cuestión era más o menos ésta: “Ahora que Entropía ya está publicando segundos libros…”. Es una frase que me sorprendió, no me había dado cuenta. Entropía ya no es más esa editorial que publica muchos primeros libros (definición bien injusta: siempre fue bastante más que eso) sino que ya, pasado el tiempo, vamos viendo el desplegar de la obra de varios de sus autores. La editorial avanza, publicando todavía buenos primeros libros –como Partida de nacimiento, de Virginia Cosin– pero también siguiendo los pasos de sus escritores. Gonzalo Castro, Sebastián Martínez Daniell e Ignacio Molina ya van por el segundo libro, siempre en Entropía (sin contar los casos de autores que publicaron su siguiente libro en otras editoriales, como Iosi Havilio o Mariana Dimópulos). Debemos detenernos, entonces, en Alejandro García Schnetzer, quien después de Requena publica Andrade, su segunda novela, nuevamente en Entropía. Y si hay que detenerse es porque la prosa de García Schnetzer aparece, a primera vista, como detenida; detenida en el tiempo, como restos de un pasado que flota como un fantasma. Pero en una segunda lectura (Requena o Andrade, textos breves, son de esos libros que exigen una segunda lectura) el lenguaje reaparece de otro modo, no como detención, sino como estrictamente contemporáneo, entendiendo lo contemporáneo en una de sus dimensiones clave: el anacronismo. No hay en Andrade una lengua preservada de contaminación –la lengua de las primeras décadas del siglo XX– sino un trabajo crítico que apunta directamente a sustraerle al presente su dimensión contemporánea. La contemporaneidad implica, para García Schnetzer, una relación con el tiempo presente, al que adhiere a través de un desfase anacrónico. Recuerdo ahora una frase de Marina Tsvietáieva, que bien vale para Andrade: “A propósito de los que supuestamente llevan un retraso de uno o tres siglos, citaré un solo ejemplo: el del poeta Hölderlin, que por los temas que trata, por sus fuentes e incluso su vocabulario, es un poeta de la antigüedad, es decir, llegó a su siglo XVIII con un retraso no de un siglo, sino de dieciocho. Hölderlin, que solamente ahora comienza a ser leído en Alemania, es decir después de que han transcurrido más de cien años, ha sido adoptado por nuestro siglo, y ciertamente no es antiguo. Tras haber llegado a su siglo con un retraso de dieciocho, se ha revelado contemporáneo de nuestro siglo XX. ¿Qué significa este milagro? Significa que en el arte es imposible llegar tarde; que no importa de qué se nutra ni qué busque resucitar, el arte es por sí mismo avance. Que en el arte no hay retorno, que es movimiento continuo, es decir, irreversible”.

Andrade narra, ambientado en 1940, un día en la vida de Villegas, pianista y librero, viudo de una esposa a la que no puede dejar de recordar. Pero el dato central se encuentra en el día en que transcurre la acción: un 29 de febrero. ¿Qué es un 29 de febrero? Un hecho que sólo ocurre cada cuatro años, un día fuera del tiempo, o mejor dicho, instalado en una temporalidad otra. ¿Qué día festeja años quien nació un 29 de febrero? No hay respuesta precisa, sólo aproximativa (el 28 de febrero, o el 1º de marzo). El 29 de febrero es el día de una temporalidad anómala, desplazada; el día de un presente irremediablemente fuera del presente, o tal vez fuera del presente pero por exceso, por exceso de presente, por volver evanescente el presente. Imbricado de manera perfecta, ese desplazamiento anacrónico de la temporalidad no es más que el propio desplazamiento de la lengua de Andrade, lejana y cercana a la vez.

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[Mardulce Magazine]

Cómo suscitar el pasado

Por Martín Kohan

Del legado de Borges se ha dicho mucho, y acaso todo; inclusive, llegado el caso, cuál era la mejor manera de sacárselo un poquito de encima. Hubo quienes, además, se declararon herederos de un legado de Bioy Casares: de su veta de narrador cordial, de su condición de contador de aventuras. Menos invocado y menos rastreado, según creo, es otro legado, que no es de Borges o de Bioy pero sí de Borges y de Bioy: el legado de Bustos Domecq. Una veta decisiva, en su irrisión, para contrarrestar la espesa solemnidad de honduras y trascendencias que se les asestó a sus autores, en especial cuando llegaron a viejos (pero Borges fue viejo muy pronto y Bioy no lo fue hasta muy tarde).

El lenguaje de Bustos Domecq, y el propio Bustos Domecq por lo tanto, se forman en una articulación singular de ambición y de afectividad, de proximidad y a la vez de demasía. Tanto Borges como Bioy delimitaron, por medio de la parodia, los registros de un lenguaje en exceso (Borges con la figura de Carlos Argentino Daneri en “El Aleph”, Bioy con su Diccionario del argentino exquisito). También en un borde, pero esta vez de este lado del borde, situaron a Bustos Domecq. No hay menos potencia ahí que en los héroes barriales de Bioy Casares o en las atribuciones erróneas y los traspasamientos cronológicos de Borges. Alejandro García Schnetzer, acaso mejor que nadie, parece haberlo detectado.

¿Qué podría querer decir que los textos de Bustos Domecq son menores? Si se lo dice en términos de postergación, nada; si se lo dice para reivindicar lo menor, mucho. Porque el legado que García Schnetzer retoma (y que transforma en legado posible precisamente al retomarlo) es el de las notables posibilidades de los géneros menores, de los tonos menores, de la notación de lo menor. Su primer libro, Requena, fue editado en 2008 por Entropía en la colección “Apostillas”; el segundo, Andrade, Entropía lo publica en su colección “Novela”. Lo preciso en todo caso es el deslizamiento que se produce entre una cosa y la otra, es decir una novela que conserva lo que fue previamente apostilla, o en todo caso lo que una novela puede deberles a las apostillas o tener de apostilla ella misma.

Más de una vez Ricardo Piglia se valió de Macedonio Fernández para tratar de contrarrestar el efecto Borges. García Schnetzer, es evidente, los ha leído muy bien a los tres; pero Borges no tiene por qué suponer para él una presencia opresiva ni intimidatoria. De manera que Requena parecía resolverse ya en una suerte de combinatoria de elementos borgeanos y macedonianos: por una parte, el paseante de Palermo que atesora una gran biblioteca y practica una caligrafía “enjuta, como de insecto”; por la otra, el maestro en la oralidad que prefiere no publicar lo que escribe. La figura de Requena se nutre de esas dos mitologías de escritor, proclive a los trastrocamientos culturales más heterodoxos (el Martín Fierro leído en sánscrito, Macbeth transpuesto al habla local, Ascasubi pensado como letrista de Wagner, los cantos del truco compuestos en verso libre) no menos que a las especulaciones más o menos filosóficas sobre inexistencias (“Puede haber días que no existimos y otros que sí, ¿se acuerdan?”) o sobre mismidades a lo largo del tiempo (“Haga memoria. Acuérdese de los tiempos de Vespasiano. Todo igual (…). Acuérdese ahora de los tiempos de Trajano. De nuevo, todo lo mismo”).La figura de Requena, retratado desde la perspectiva discipular de sus seguidores en las tertulias de café, señala desde la literatura un tipo especial de lealtad al pasado. Su menosprecio por Marinetti y la vanguardia futurista parece deberse menos a su condición vanguardista que a su disposición al futuro; Requena, por su parte, sarcástico pero melancólico, conserva una gran colección de diarios viejos, que lee como si fueran actuales. “Cualquiera diría que jugaba con el tiempo –dice García Schnetzer–. Y acaso eso hacía, pero no de un modo artificial, ¿cómo explicarlo?”.

Este juego con el tiempo, con un tipo de pasión por lo ya sido, queda acaso sin explicación, pero permite en cualquier caso definir al Requena de Requena no menos que al Andrade de Andrade. Porque también Andrade transcurre como quien dice en otro tiempo, pero no en un tiempo real y verificable que pueda fijarse en la historia empírica, sino un tiempo de la evocación al que la propia evocación otorga existencia. Es decir, un ejercicio de nostalgia pura y neta; la que crea su propio objeto, y lo crea ya perdido. En Andrade aparece un anticuario, una librería de viejo, una ida a una botica a comprar un reconstituyente. El temor al olvido acecha a Andrade (“fijó la mirada en la foto de Esther, retrato que conservaba por temor de olvidar su rostro un día”) y lo vuelve particularmente sensible al presente y a sus cambios (“Café Central. El Gaulois no existe más, actualice”, le recomienda a Galíndez; y más adelante de nuevo: “El Gaulois cerró, insisto, ahora se llama Central. Usted es un reaccionario”).
La fórmula de Andrade no es la de lo reaccionario, es la de lo reconstituyente. Y lo reconstituyente (que no es vuelta ni rescate, sino un volver a hacer lo que fue) opera en el lenguaje como dispositivo privilegiado. El lenguaje es su reconstituyente, porque es más que evocador o retrospectivo. No interesa a la escritura de García Schnetzer si alguna vez se habló o no se habló así, porque lo que buscan sus personajes y sus textos no es restablecer un pasado, sino suscitarlo. Su verdad no está en lo añorado, sino en el tono añorante; lo que sus palabras añoran no importa, importa la verdad de su añoranza. Por eso es definitivamente cierto lo que firma Juan Gelman en la contratapa del libro, que “el verdadero protagonista de Andrade no es Andrade, es el lenguaje”; y no porque García Schnetzer cultive hermetismos de la pura forma, sino porque el lenguaje de la evocación se impone sobre los objetos que pudiesen ser evocados. De hecho Andrade dice en un determinado momento: “Nadie es lo que era… además, qué éramos”. Y así revela su comprensión del mundo que habita: de lo que fue y ya no es más, no se sabe lo que fue; se sabe que ya no es más. 

Andrade revela su faceta de comicidad apenas se la piensa como una novela triste, pero en cuanto se la quiere pensar apenas como una novela de risa, desprende una tristeza tremenda. Su personaje, en el comienzo del relato, aparece silbando un tango. Y lo último que habrá de escuchar, en el final, mientras el barquero lo cruza en un bote sin regreso, es a alguien que silba un tango: empieza con “Flor de fango” y termina en “Soledad”.

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[ADN Cultura]

Una lengua a la distancia

Por Laura Cardona

Una de las tareas más importantes y difíciles del escritor es definir el lenguaje y la voz del narrador así como las voces de los personajes. A menudo, a la hora de buscar esas voces se recurre al modo en que se habla cotidianamente, y para el escritor que vive fuera de la Argentina es una elección fundamental, entre otras cosas porque evidencia la relación que desea mantener respecto de su país de origen. Julio Cortázar, por ejemplo, escribía en París remedando el castellano coloquial rioplatense de los años cincuenta con notable fidelidad. Juan José Saer necesitaba regresar una vez al año a la Argentina (sobre todo a Santa Fe) para impregnarse del habla que perdía al vivir en Francia.

Con otras preocupaciones, a pesar de que el autor está radicado en Barcelona desde 2001, Alejandro García Schnetzer pone toda su atención en la lengua materna para recrear lo mejor posible el decir porteño de los años treinta. Por pura nostalgia de un pasado que no vivió, aunque leyó. Y su segunda novela, Andrade, resulta un texto precioso, hecho de entonaciones y términos que ya casi no se escuchan. Algo semejante a lo que había hecho en Requena (2008), su primera novela.

En sólo 76 páginas, Andrade narra un día de 25 horas -el 29 de febrero de 1940, cuando Uriburu adelantó una hora- en la vida de su protagonista, Lucio Andrade. Ex pianista y letrista de tango, tras la muerte de Esther, su esposa y gran amor, vendió el piano y se mudó a una pensión donde vive sin superar su pena. Empleado en una librería de viejo ubicada en San Telmo, la Librería del Sur, propiedad de Villegas, "hombre de edad, flaco, algo torcido, enfermo de gota", comparte su "peregrinar bibliófilo" con Galíndez, su aparcero, un joven padre de tres hijos. Ambos se encargan de ir a la casa de quienes se desprenden de bibliotecas, para seleccionar los libros y comprarlos. El texto está formado por pequeñas escenas y fragmentos que establecen correspondencias (evidentes o no) o se potencian por asociaciones que amplían el sentido y le agregan un excedente que enriquece la historia. Villegas lleva una libreta de anotaciones en la que se leen citas apócrifas, tomadas de libros a veces asignados erróneamente a autores, como elFrankenstein de René Descartes. También hay versiones personales de clásicos españoles, apreciaciones de actitudes de los clientes agrupadas bajo la divisa "oteando desde mi caverna". La escritura incorpora letras de tangos, títulos borgeanos, poemas, frases de otros textos, ocasionalmente con ligeras modificaciones.

Más que un argumento, son las circunstancias las que guían el relato, de estructura abierta, y esta suerte de deriva tiene mucho humor, nostalgia y cierta ironía. García Schnetzer construye un lugar a partir de la lengua -una lengua que conserva el recuerdo de otra época- y logra en Andradeuna atmósfera de tenue sensibilidad, tan linda que dan ganas de habitarla o, al menos, de recrearla en sucesivas relecturas.

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[Bazar Americano]

Una escritura a destiempo

Por Martín Pérez Calarco

Hacia 1949, Adolfo Bioy Casares emprendió la escritura de una novela que acabaría por publicarse cinco años después con el título El sueño de los héroes. La historia que Bioy nos cuenta ocurre en el Buenos Aires de 1930, en carnaval, y trata de un muchacho que se debate entre una vida sin sobresaltos, junto a una mujer que lo quiere, y probarse a sí mismo su propia valentía. Tentado por la segunda opción, encuentra una muerte con forma de epifanía y de cuchillo. En Andrade, la historia que nos viene a contar Alejandro García Schnetzer podría ser la otra, la del que troca su cobardía en experiencia y elige disolverse en lo común. Estamos otra vez en carnaval pero diez años después, la banda sonora sigue siendo el tango, también son las calles de Buenos Aires la entraña de esta “nouvelle”.

El 29 de febrero de 1940 fue uno de esos días en los que la política decide corregir la naturaleza o, por lo menos, esas formas humanas de medir la naturaleza que son la física y la astronomía; el inconcebible 29 de febrero de 1940 tuvo, en Argentina, veinticinco horas. Ese, y no otro, es el día que eligió Alejandro García Schnetzer para situar Andrade. Cómodo en un universo cultural previo al peronismo, aquel en el que Roberto Arlt disparaba sus “Aguafuertes porteñas”, el autor de Requena nos propone una atmósfera urbana en la que el tango y la literatura tienen una función performativa en el carácter de los personajes.Andrade es un compendio de la cultura nacional signado por un tema mayor, la muerte, que se infiltra en la vida corriente como motor de la acción. Ahí está Lucio Andrade, viudo, buscando empleo en la librería de un viejo cuyo lema es “compramos barato y vendemos a mano armada”; ahí están Andrade y Galíndez lanzados a la módica aventura de conseguir libros en las bibliotecas privadas de algún difunto reciente. Con este breve elenco de personajes, García Schnetzer logra una serie de escenas antológicas en las que condensa su comicidad corrosiva.

En un cruce de sofisticación y debilidad por los temperamentos canallas, García Schnetzer traza en diez líneas situaciones como ésta en la que el librero Villegas vomita su misantropía ganada a golpes de experiencia:
“Librería del Sur, lector ubicuo.
–Sabrá usted excusarme si interrumpo su meditar, señor librero, gustaba saber si entre los gloriosos anaqueles atesora usted algún ejemplar que interrogue al hombre argentino en su sentir de hombre pampa.
–Explíquese, no lo entiendo.
–Lo enriquezco; procuro algún trabajo académico que reflexiones sobre nuestra común condición rastacuera, mitad hija de Europa, mitad hija de la campaña.
–¿El manuscrito Voynich, dice?”

O esta otra en la que, tras ser asaltado, Andrade elabora una estrategia de supervivencia: “Después de la sustracción, apremiado como estaba por conseguir unos pesos para el tranvía y los vicios, Andrade había resuelto salvarse a costa de los gastronómicos. Parábase en la vereda de los cafés y fingiéndose un oficinista vacilante, escrutaba el cartapacio y manoteaba las propinas por lo bajo; tarea comprometedora que exigía gran destreza, debiendo eludir a un tiempo la atención del mozo y los parroquianos. (“Intercepto la generosidad, me apropio de la ajena recompensa”). Al quinto bar fue delatado y los excesos tocaron a su fin: se lo comunicó un mozo que amenazó con destriparlo”.

Al mismo tiempo que ese lenguaje del pasado habla del hombre argentino, del pícaro, de la pampa, los vicios, los tranvías, los cafés, el rastacuerismo, circula por Andrade una literatura olvidada: Gálvez, Gutiérrez y Payró pero también Lynch, Leguizamón, Prado, Ugarte, Sicardi. Con la coartada de su enciclopedia personal, García Schnetzer se detiene con singular pasión en un momento cultural de Buenos Aires que pareciera haber quedado en un archivo al que pocos vuelven y construye la biblioteca de viejo de Villegas para hablar de cosas que no están de moda.

Como contrapartida, el recurso a Borges: un repertorio de artificios de distorsión. Así, por ejemplo, el hábito borgeano del anacronismo deliberado se filtra en una mujer de pañuelo blanco en la cabeza que pregunta incesantemente por su hijo en una Plaza de Mayo de 1940; así, también, a la sombra de aquellas escenas se entreteje un complejo sistema de remisiones literarias con el que García Schnetzer ejecuta una trama invisible. Intercalados en la narración, fragmentos del libro de apuntes y transcripciones del librero Villegas van trazando un itinerario fraudulento de lecturas que nos remite sin rodeos a otra de las trampas dilectas del autor de Ficciones, las atribuciones erróneas. Con estas manipulaciones a cargo del librero, García Schnetzer modifica las citas para inscribirse en una poética del desvío a la manera irónica de Borges, de quien también toma el juego de las simetrías históricas. Alcanza un breve pasaje para percibir la densidad de estas operaciones veladas: “Del cuaderno de Villegas: No hay libro argentino tan malo que no depare algo bueno. Eduardo Wilde, el Joven, Cartas de tío Antonio”.

La frase, sin la carga nacional, aparece en el Quijote en la voz del bachiller Carrasco y es recogida en sucesivas ocasiones por Borges, quien la remonta al libro tercero de las Epístolas de Plinio, el joven. García Schnetzer le da un giro hacia la historia nacional, sugiere tácitamente una serie de correspondencias entre Plinio, el joven, y Eduardo Wilde. Plinio, el joven, es sobrino de Plinio, el viejo; el primero nos legó una serie de cartas cuya singularidad es el haber sido creadas para su publicación, el otro se abocó al estudio de la naturaleza y a las primitivas formas de la medicina y dejó su Naturalis Historia. García Schnetzer cifra en esta cita su delectación borgeana de código cifrado. Eduardo Wilde, cuyo legado incluye no sólo la famosa “Carta de recomendación” sino también la compilación póstuma de sus Cartas de presidentes, es, cual el joven Plinio, sobrino de un ilustre científico, Antonio Wilde, quien, además, fue el primer director de la Biblioteca Nacional. Pero el juego de azarosas simetrías tiene un grado más de recursividad, si el “tío Antonio” es el primero en desempeñar el cargo que hacia 1955 ocuparía Borges, el joven Plinio consigna la muerte de su propio tío como ocurrida un 24 de agosto.

Así se va construyendo Andrade, con una escritura breve y concentrada que pivotea en lo cómico para poner en jaque los sentidos cristalizados. Océano de por medio, instalado en Barcelona desde 2001, García Schnetzer parece mantenerse a salvo de mandatos de actualidad. Fragmentarias y multifacéticas, las setenta y seis páginas en las que se despliegaAndrade van plasmando, a medida que se suceden, los matices de excentricidad que un hombre cualquiera puede ofrecer cuando se lo mira de cerca.

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[El popular]

Y tu nombre flotando en el adiós

Por Rodrigo Fernández

"Nostalgia de las cosas que han pasado, arena que la vida se llevó, pesadumbre de barrios que han cambiado y amargura del sueño que murió" escribió Homero Manzi en "Sur", en 1948. Mientras se lee Andrade no se puede dejar de pensar en las palabras de Manzi; quizás porque ambas, la nouvelle y la canción, hablan de la nostalgia. De lo perdido como un lugar al que no se puede volver y sin embargo sólo nos queda recordar. 

Así son los días de Lucio Andrade, músico y compositor, aunque desde hace un tiempo se dedica a la compra de libros usados. De la pensión donde vive a la Librería del Sur, donde deberá escuchar las reflexiones sobre el mundo de Villegas, el dueño del lugar.

"Lo nuestro es un servicio público. Todos somos empleados. Trabajamos para una legión de ancianos que dispendia su capital en la ilusión del tiempo, en la admiración del arte libresco, una costumbre degenerada; quién lo niega", dice Villegas mientras fuma.

Andrade y Galíndez lo miran y luego parten a comprar libros usados. El trabajo no le resulta demasiado atractivo a Lucio, pero mientras se ocupe de algo puede dejar de pensar en un poco en Esther. Tiene "cara de quien vio pasar la alegría" le dice una mujer en una fiesta. Lucio no contesta; para él los días no tienen sentido. Solamente es un hombre que espera poder partir de una ciudad extraña en la que el recuerdo de Esther aún flota.

"Nadie es lo que era... además, qué éramos", dice Andrade, atrapado en un mundo que ya no conoce. Un mundo que le quitó el amor de Esther. Un mundo que desprecia. Ahora sólo tiene lo que quedó de ella. El recuerdo de su voz, la primera vez que la vio o el sombrero del que no puede despegarse porque ella se lo regaló. Atrás quedó una casa que tenía su perfume y una vida juntos que quedó trunca.

Si no fuese por Beatriz, que le consiguió ese trabajo en la librería, estaría todo el día tirado en la pensión. Y aunque ya nada importe, ahí están las máximas de Villegas, especie de filósofo de la bibliofilia, y las citas de Galíndez, que si bien no pueden rescatarlo de su dolor le acercan una mirada distinta del mundo que lo rodea. Una mirada en la que puede reconocer la ironía del destino, las trampas de la memoria y la finitud de todos los días.

Con su segunda novela, Alejandro García Schnetzer consigue una trama que, aun siendo corta, tiene mucho para decir. Reflexiva y melancólica, "Andrade" posee una mirada nostálgica y de tristeza por lo que no está, una nouvelle que bebe de las corrientes del tango y navega por las aguas del viejo Caronte.

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[Tiempo Argentino]

Trabajar las palabras como un orfebre

Por Mariano Pedrosa

La segunda novela de Alejandro García Schnetzer, Andrade, cultiva no sólo un mismo estilo que la primera, Requena (ambas de editorial Entropía), sino también una misma gentileza con el lector. La escritura invita a internarse en las páginas del libro con una sonrisa que se mantiene hasta el punto final. El tono se adentra en una atmósfera poética y un poco tristona, pero logra conservar una veta humorística fresca, lo mismo que algunos buenos tangos, de esos que se escuchan sonriendo.

La prosa, trabajada hasta el más pequeño detalle, en el ritmo y la sonoridad, llevó a Juan Gelman a decir que el verdadero personaje del libro es el lenguaje: “El autor le descubre una arquitectura propia de la que brota la ironía que es pariente íntima del humor, afilada y a la vez compasiva, y hermoseante porque logra que alguien pinte de verde las alas de un gorrión.” 

Villegas, enclavado en su librería de usados, y sus dos satélites (Andrade y Galíndez), peregrinando en busca de tesoros librescos, son los protagonistas centrales. El primero los instruye: “Hagan por caso que éste es el templo de Adam Smith: compramos barato y vendemos a mano armada; usted no se aparta de esta doctrina y nuestra fortuna será ilimitada.” En el medio, mientras rebuscan en bibliotecas huérfanas, filosofan con humor inteligente sobre la vida y la muerte. 

El texto construye su identidad dentro de una tradición difícil, en la que resuenan Borges y Macedonio, y así como se ve la familiaridad con estos autores también se escucha la voz que construye la narración. Las palabras, que a veces parecen rescatadas del arcón de un anticuario, son exhibidas con pasión de coleccionista, como si de una miniatura barroca se tratara, mientras más de cerca se mire más sutiles arabescos se observan. La pequeña novela, escrita en breves fragmentos, pertenece al género de esas que se leen de un tirón. 

El final, sorprendente, no se deja adivinar desde este comienzo: “Lucio Andrade abrió los ojos, los cerró y se quedó quieto. ¿Qué le pudo haber durado?, ¿tres segundos?, la pausa que va del despertar a la conciencia, cuando es el paraíso la almita, tela toda sin pintar. Se dio media vuelta y en la operación crujió el elástico. Trató de volver el recuerdo atrás. No sirvió de nada. Acabó por sentarse en el borde de la cama, prendió un cigarrillo, prendió la radio, y siguió durante un rato la perorata cansina del locutor contando siempre lo mismo: epidemias, revoluciones, pogroms, crímenes escabrosos, retorcidos. –No te aguanto más –dijo, y de un manotazo corrió el dial. Así empezó el día.”

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[Esto no es una revista]

Prismas literarios

Por Javier Martínez

Las contratapas de los libros, a modo de un adelanto del texto, muchas veces funcionan como señuelo, otras como una precisa información que luego es difícil eludir al momento de la lectura. Las palabras que Juan Gelman escribió sobre Andrade funcionan en ese último sentido: con su habitual precisión poética, pone de manifiesto, en un puñado de palabras, lo que la muy buena novela de Alejandro García Schnetzer no oculta pero tampoco exhibe; con el nada desdeñable agregado de que tuerce la estructura narrativa sin desarticular la sorpresa que el texto puede producir en el lector. Gelman destaca el protagonismo del lenguaje –y no la lengua–, de aquello que comparte con García Schnetzer como materia para construir su obra. Y no yerra en su lectura, aunque los ribetes y particularidades de la lengua con la que el autor forja su texto tienen una vital relevancia para lo que es narrado. El uso de términos que hoy han caído en desuso supone una yuxtaposición entre el presente recreado (un día del año 1940 en la ciudad de Buenos Aires) y lo que se ha extinguido, lo que se pierde en la mutación de la palabra, aquello que el paso del tiempo le adhiere simbólicamente a una generación en particular, un sello distintivo. Si el juego de la lengua actual pasa por la mixtura con otros idiomas, por el uso de significantes que se desmembran, la lectura de Andrade nos devuelve, a los que estamos más cerca de los 50 que de los 40, un léxico que usaban nuestros mayores, en algunos casos como resabios de la lengua de los suyos propios.

García Schnetzer nos presenta a Andrade en uno de sus días. Y aunque es un día cualquiera, en cierto sentido no lo es: que haya elegido un 29 de febrero, es otra capa para pensar la novela. El bisiesto es el año del ajuste del tiempo, aquel en el que, un día cada cuatro años, se concentran las 6 horas que le sobran a la Tierra para completar su trayecto del sol; es el fruto de la imperfección, del desbarajuste, para usar un término más adecuado a la esencia de la novela; es un día que no existe per se, un patchwork de tiempo; lo que retorna sistemáticamente para disimular la falla. Todo eso es, también, lo que Andrade propone como novela, tanto en sus idas y vueltas por el tiempo diacrónico, como por sus múltiples presencias, ausencias y abandonos de los que habla.

Pianista de una orquesta típica de tango devenido comprador de libros para una librería de viejo, Andrade es el hilo central que el autor usa para tejer una obra que narra pequeñas historias, el nexo que no coordina sino que, por acto y efecto, atrae a otros personajes hacia el ojo del lector: Villegas, el dueño de la librería; Galíndez, su ladero; su mujer muerta a la que no puede dejar ir. Con una cadencia en la que se entrecruzan el tango, la ciudad y sus límites, el azar, la distancia y las ausencias (las que marcan con su vacío el espacio del que las padece) danzan las palabras de García Schnetzer. Y en ese baile dibujan, con una precisión y un tempo ajustadísimo, una historia que va más allá de sí misma, de su extensión, de sus juegos literarios y de cualquier comparación posible. Quizá sea este, uno de los puntos más altos deAndrade: el de constituirse como una obra que no necesita de otras referencias aunque esté plagada de ellas y coquetee con la posibilidad de que el lector recurra a otros prismas literarios para abordarla.

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[La Voz del Interior]

Melodías sin nombre

Por Javier Mattio

En un procedimiento diametralmente contrapuesto al de la “novela histórica”, Alejandro García Schnetzer (Buenos Aires, 1974) recurre enAndrade, su segunda novela, más a una impostura histórica que a una mera reconstrucción temporal. Interponiendo pasajes realistas subvertidos por un porteñismo “de época” junto a citas apócrifas y de una erudición hilarante que van puntuando la narración de manera transversal, la nouvelle narra las divertidas andanzas de Andrade y Galíndez, dos buscadores de libros usados en la década de 1940 en Buenos Aires.

El protagonista es un ex pianista y viudo de 40 años, Lucio Andrade, que obtiene trabajo en Librería del Sur, una librería de viejo situado en “Moreno y Defensa” atendida por el anciano Villegas, quien pronto le saca a Andrade todo entusiasmo económico respecto al oficio. Así y todo, nada impedirá que Andrade se embarque junto a su colega Galíndez en una serie de descabelladas búsqueda bibliófilas encargadas por su patrón, que incluyen fallidas e inútiles excursiones a bibliotecas que no valen nada.

“El hombre. He aquí, amable lector, todo el tema de estas páginas”, dice una de las tantas citas que pueblan Andrade, adjudicada a un tal Padre Jesús Simón S. J. En esa breve admonición con tono de prólogo universal está resumido el amplísimo y a la vez escueto y deliciosamente tratado “tema” del libro, una miniatura híper-artificiosa de un tiempo histórico que es más verbal que temporal y que retrata a un hombre solitario, picaresco y un tanto melancólico que se debate entre su pasado idealizado compartido con la fallecida Esther y un presente turbio, difícil, desmoralizante, en el que intentará hacer pie y encontrar su destino.

“Raleaban”, “intimaban”, “se tomó el espiante”, “el transido”, son algunos de los términos con que Schnetzer invierte la típica sumisión del lenguaje a la época que despliega todo bestseller histórico para construir en cambio un tiempo y un mundo únicos a través de una poética autoconsciente, pensada específicamente para el libro. Así, la historia de Andrade funciona como una proyección oblicua nacida del artificio, a través del cual su autor consigue así y todo narrar una serie de anécdotas convencionales, lineales, que pueden leerse como peripecias novelísticas.

Son las citas, intercaladas en Andrade con las derivas de su protagonista, que Schnetzer pone en juego su gesto más arriesgado: por ejemplo, en una negociación libresca en la que Andrade regatea con una señora que le ofrece sus volúmenes añejos, el diálogo entre ambos está mechado por una supuesta cita del Talmud que reza “Hasta los pájaros del aire detestan al avaro”. Esas menciones, extemporales en una novela tan temporal en apariencia, termina por configurar un artefacto extraño, asumidamente híbrido, que tiene su mayor valor en la moderación de toda agresividad o pedantería: Andrade empieza y termina como una sutil melodía de piano, una pieza sin tiempo que amerita más escuchar el sonido que liberan las teclas que ponerse a pensar en su autor, su tema, su nombre.

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[Leedor.com]

Círculos concéntricos

Por Adriana Santa Cruz

Una historia simple, pero que se despliega en múltiples círculos concéntricos, es la que presenta  Andrade, la nouvelle de Alejandro García Schnetzer. A partir de la intertextualidad y del manejo del tiempo, el autor consigue que bajo el relato explícito surjan otros que subyacen, tal como nos adelanta Juan Gelman en la contratapa del libro.

Desde los epígrafes con los que abre la obra, ya se presentan dos ejes que recorren Andrade: el lenguaje y el humor –aunque las referencias no estén tan claramente expresadas, no es casual que las citas sean de Juan Gelman, artesano de la palabra, y de Alberto Szpunberg, poeta en el que lo humorístico no es un dato menor–. Sin embargo, hay más: el libro de Gelman al que pertenece el epígrafe es Mundar, y el de Szpunberg, La Academia de Piatock, quizás para ponerlo al lector sobre aviso de que habrá que prestar atención a los sobrentendidos, a los juegos con la palabra, a la intertextualidad.

Desde el vamos hay que entrar en el libro pensando que no todo es tan sencillo como parece y que las citas adquieren una importancia significativa: “Sucede que muchas frases, con el tiempo, ya no nos dicen nada. Entiendo que el problema no es la cita, desde luego; sino la emoción perdida de la vez que se leyó. Villegas encuentra un modo de salvarlas todavía, de provocarles un último estertor: corrige la procedencia; y es entonces cuando el ave embalsamada cabecea”, afirma García Schnetzer. En este sentido, todas las citas que exhibe el libro están falsamente atribuidas, y entonces el lector duda, permanece atento, participa del humor y de la emoción que genera este recurso. Basten algunos ejemplos de estas falsas atribuciones como fuente de las reiteradas intertextualidades: “René Descartes, Frankenstein”; “Plutarco, Mancarrones eran los de antes”; “Epícteto, Epícteto va a la morgue”.

Retomando el concepto de Juan Gelman de relatos subyacentes, la nouvelle nos presenta un tiempo base que es cronológico –todo transcurre el 29 de febrero de 1940–, junto con otro –el de los anacronismos, en terminología de Gérard Genette–, producto de las analepsis (los flashbacks) y de la propia intertextualidad. Leyendo Andrade el lector recorre más que ese 29 de febrero, visita varios tiempos y varios lugares, asiste a lo que Schnetzer denomina la “espesura del tiempo”. Entonces, se nota acabadamente esa diferenciación, también de Genette, entre el tiempo de la historia y el del relato. El 29 de febrero resume toda la vida del protagonista, sus recuerdos: la nostalgia por su gran amor, Esther; su relación con Villegas, el dueño de la Librería del Sur; los viajes con su compañero Galíndez buscando libros para comprar. Todo no es más que una continua vuelta “a merodear el pasado”.

También la intertextualidad colabora para crear diferentes capas de lecturas, para provocar relecturas de este texto y de los otros que aparecen desparramados en toda la nouvelle, los que se resignifican a partir del nuevo contexto en el que aparecen. Más allá de las referencias parcialmente directas (tenemos el texto, pero a partir de citas apócrifas, como ya señalamos), hay intertextos más sutiles como cuando se alude al tiempo circular –¿borgeano?–: “Amigo, a ese perro lo vienen atropellando desde que hay memoria, es el mismo animal que dejó en la pena a mi tatarabuelo cuando tenía su misma edad…”; o se citan unos versos que recita Juan Moreira, pero sin nombrarlo: “Quizá el mundo en su embriaguez, / sin conocer mi martirio, / tenga mi afán por delirio / hijo de la insensatez…”. Imposible, entonces, quedarse con la historia lineal, hay que ir más allá, prestar atención a cada referencia porque cada palabra o cada frase puede querer llevarnos a otras palabras u otras frases en otros tiempos o lugares.

Una mención aparte merece el tratamiento de la lengua, en el que conviven: un lenguaje arcaizante: tirábales; uno pretendidamente culto: colombófilo iracundo; un registro popular: lo vamo imprimir, lo vamo; un uso del subjuntivo propio del lenguaje periodístico: tras resumir la descripción que Galíndez hiciera; una adjetivación a la manera de las hipálages también borgeanas: mayólicas atroces; o descripciones enteras llenas de latinismos: Juntos atravesaron el corredor y fueron a dar al atrium, con su estanque y su parterre. Andrade distinguió el tablinium, el triclinium, más al fondo el sagrario y los cubícula. Estos y otros son ejemplos de expresiones que, para el autor, “son justas y que no tienen reemplazo”.

Esta segunda novela de Alejandro García Schnetzer –la primera fue Requena– nos pone frente a un relato en el que el humor, la nostalgia y la ironía recorren cada página, y apelan a un lector modelo que decodifique las referencias y así disfrute el texto en su totalidad.

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[Página 12]

“Las cosas que escribo tienen ambiciones humildes”

Por Silvina Friera

El viejo tranvía de amargos pensamientos se pone en marcha. Lucio Andrade –pianista de típica, “un letrista aceptable” devenido en librero– abre los ojos, se despierta. Un día más, como si no le diera mucha vida a la esperanza de esa mañana del 29 de febrero de 1940. Todo es un amasijo de vibraciones, de emociones dolorosas. “¿Hará falta la ausencia para intentar recuperar la plena presencia?”, podría preguntarse el lector no bien comienza a recorrer, junto al personaje, el itinerario de esa jornada, tal vez silbando, para ponerse a tono con las circunstancias, la melodía del tango “Flor de fango” o “Soledad”. Alma hundida en una pena extraordinaria, Lucio viste de oscuro, prolongando el luto por Esther. Preserva un retrato de su mujer, una foto en la que fija su mirada por temor a olvidar su rostro. Y un sombrero que ella le regaló, un canotier “algo pasado de hora” con el que transita por las calles de su viudez. Los grandes escritores cultivan una atmósfera en la que se sienten más a gusto y en su mejor forma; auscultan un estado de ánimo de la lengua que interpretan y descubren como si fuera la primera vez. Ven mejor y más lejos. Alejandro García Schnetzer logra con su nueva novela, Andrade (Entropía), que en un abrir y cerrar de ojos se ingrese a su mundo, un área de influencia que es un enjambre de palabras trémulas, una sensibilidad marginal que paladea el lenguaje del pasado “inmediato”.

La belleza que el escritor infunde a las 76 páginas de Andrade incluye a Villegas, el propietario de la Librería del Sur, hombre de edad, un tanto cascarrabias, flaco, algo torcido y enfermo de gota. Y a Galíndez, el aparcero de Andrade, un muchacho padre de tres hijos que guarda cierto parecido con Luis Cernuda “por el bigote que se había dejado crecer y que no le prosperaba conforme a su ambición”. Cuando escribía su primera novela, Requena –sobre un filósofo del barrio de Palermo que se reúne, a mediados de 1929, con un puñado de jóvenes con aspiraciones poéticas que lo veneran–, García Schnetzer, que vive en Barcelona desde 2001, escuchaba el disco instrumental Los ojos de la noche, de Gustavo Mozzi. Siempre vuelve a esas melodías, como vuelve también a Matiné y a Calma, de Gustavo Ripa, “discos admirables” que lo acompañan. “Esta vez no vi primero el personaje –revela el escritor en la entrevista con Página/12–. Partí de una circunstancia, el amor ausente, y me pareció que un viudo era alguien capaz de interpretar ese destino. Alguien que no pudiera sustraerse al pensamiento, que cargara su desinterés por las voluntades del mundo, por sus representaciones; alguien con pocas certidumbres que lo traccionan.”

–Hay un trabajo con el tiempo que es muy revelador en Andrade: el pasado, el presente y el futuro, condensados en un mismo día, el 29 de febrero de 1940. La novela genera la impresión de estar ante un continuo, una suerte de “tela” que se ha liberado de lo mensurable, de las líneas, de lo cronológico, como si no tuviera derecho ni revés, ni principio ni fin. ¿Qué opina de esta sensación de espesura del tiempo?

–Hubo esa pretensión. En Andrade busqué algo difícil: la relectura. La relectura como una condición para notar correspondencias, o resonancias, que en una sola visita, en fin, se pasarían de largo. Sobre la espesura del tiempo, la reflexión viene de lejos y es habitual cuando escribo. Me acuerdo de que con Andrade tuve también otro propósito: cifrar varios siglos en un día. Pero ese proyecto, afortunadamente, lo echó a perder un rapto de sensatez; al final quedaron algunas ruinas como testimonio.

–Si Andrade pudiera definirse como el experimento de García Schnetzer con el tiempo, ¿cómo resultó esa experiencia?

–No sé cómo juzgar la experiencia... Lo que escribo tiene ambiciones humildes. Quizá no pase de apuntes para una novela; en cualquier caso, esos apuntes se conforman con un recuerdo parcial. Sé que son poco si la imaginación no los mejora... o si quien los lee no disculpa sus carencias. En Andrade, el relato es guiado otra vez por una circunstancia, más que por un argumento; salvo que ahora el protagonista no se queda en la idea, trata de imponerse y avanzar hacia algún lado.

Los ojos de García Schnetzer avanzan hacia un punto del horizonte como si buscaran la semblanza de lo que es eterno. Destilan una peculiar expresión de bruma y ensoñación melancólica. La sensación de prematura vejez que a veces pregona a sus 37 años abreva en las aguas de una singularidad vital. Cuando habla y cuando escribe, no parece de este tiempo. “Fue un día raro el 29 de febrero de 1940, me acuerdo. El cambio de hora venía de antemano por un decreto de Uriburu. También me acuerdo de ese día, el del decreto, allá por el trentipico. ¡Qué jóvenes éramos...!”, ironiza el escritor. “A Celedonio Flores lo llamaban letrista. ‘La atracción del penar y del dolor’, llegó a escribir. Eso es más que aceptable, ¿no es cierto? Pero creo que con Andrade no hubo ascendencias claras, sino más bien preocupaciones. Por ejemplo, la caducidad como destino, el pensamiento como consuelo y decepción. Como consuelo porque regresa lo perdido; como decepción, porque ese regreso es un fantasma que crea la ilusión, ¿no?”

–Villegas escribe unos cuadernos con la esperanza de llevar un diario de su existencia. Registra en algunos pasajes “curiosos de­saciertos que salían a su encuentro mientras leía”. Esas anotaciones, ¿podrían ser el diario “apócrifo” de los desaciertos de García Schnetzer como lector?

–Prefiero no saberlo. A veces los personajes toman parte de la lógica o del psiquismo del autor; y para peor, Villegas comparte mis lecturas... demasiada confianza, me parece.

–Las anotaciones del cuaderno de Villegas, ¿surgieron con la escritura de Andrade o ya estaban registradas, garabateadas, incluso antes de Requena, como tentativas de escrituras de una novela?

–De todo un poco. Varias veces me he preguntado qué sentido tiene tomar notas, ¿con qué fin? Es rara esa costumbre de marcar páginas. Sucede que muchas frases, con el tiempo, ya no nos dicen nada. Entiendo que el problema no es la cita, desde luego; sino la emoción perdida de la vez que se leyó. Villegas encuentra un modo de salvarlas todavía, de provocarles un último estertor: corrige la procedencia; y es entonces cuando el ave embalsamada cabecea.

“Sigo la misma empresa que Montaigne, pero con un fin enteramente contrario al suyo –anota Villegas en sus cuadernos–; él escribía sus ensayos para los demás, yo escribo estos pensamientos para mí. Si en los últimos días, cerca del viaje, conservo esta misma disposición, quizá su lectura me recuerde el grato sentimiento que experimenté al escribirlos; de ese modo, haciendo renacer el tiempo pasado, quizá duplique mi existencia.” Villegas podría ser una suerte de pariente de Bartleby del oficio librero: “preferiría no hacerlo”, pero lo hace; desmitifica o le quita el halo ilustrado-romántico al oficio. En uno de los diálogos con Andrade, cuando lo pone al tanto de las minucias del trabajo, le dice: “Haga por caso que éste es el templo de Adam Smith: compramos barato y vendemos a mano armada, usted no se aparta de esa doctrina y nuestra fortuna será ilimitada”. García Schnetzer advierte que Villegas no cree ni en sí mismo. “Todo discurso en torno del libro como un artefacto noble, y noble el lector, y noble el escritor, y noble su prosa, y noble él, y noble tú, que es herencia de las luces, más bien de las falsas luces, Villegas no lo tolera”, subraya el escritor.

–En Andrade perdura su interés por cierto tiempo de Buenos Aires, por el habla de una época que se percibe en palabras o frases como “espichó”, “me tenés patilludo”, “no manyaba” y “campeó la mishiadura” por mencionar algunas en ese inventario en el que recrea un lenguaje, una manera de hablar que son como “sombras errantes”. ¿De dónde viene este interés, que también estaba en Requena , esa especie de nostalgia por los tiempos idos de la lengua?

–Listadas así parecen el vocabulario del hampa (risas). Pero esas palabras las siento cercanas, están en los libros que leo, en la música que conozco, en la charla con algunos amigos, personas de cierta edad y buen decir. Y no sólo esas voces, oraciones enteras, diría; expresiones que son justas y que no tienen reemplazo.

–¿Tiene en su biblioteca algunos de los libros que se mencionan en Andrade, como El casamiento de Laucha, Los caranchos de la Florida y Juan Moreira? Esos libros, ¿están minuciosamente subrayados como Memorias de un vigilante, de Fray Mocho, uno de sus preferidos?

–Claro que están; son obras de referencia, de gran importancia para mí. Ahora bien, esa literatura, leída y memorizada, daña el pensamiento, como si proyectara en uno mismo los ácaros que la roen. No parece ser muy recomendable. La mayor parte de los subrayados destacan expresiones, razonamientos oscuros, que hacen aportes a la de­sesperación. Pienso en el final de Sin rumbo, de Cambaceres, o ese pasaje de Manuel Gálvez donde Monsalvat recibe cuatro anónimos: “En uno le recordaban que era hijo natural y aludían groseramente a su madre; en otro escupíanle que se había entregado a la mala vida, vivía de las mujeres y era anarquista. Los dos restantes le vaticinaban el manicomio”. Bajo un punto de vista menos literal, el barro de la desesperación puede ser la lentitud y la inconsistencia. Mientras leía las novelas de Richardson, dijo Johnson que sentía ganas de ahorcarse.

–Es curioso el efecto que genera el “esplín” de Andrade. Al integrar a la novela el poema de Tomás de Iriarte, un poeta de la ilustración española, ¿se podría inscribir el ADN de ciertas letras de tango, de cierta nostalgia de la época, de los ’40, como algo más remoto que ya fue registrado en el siglo XVIII y quizá antes?

–Sí, Iriarte en el tango, como también están Bécquer y Lupercio de Argensola. Y no sólo en el tango, diría. Hay un verso de Lope de Vega que dice: “No hay cuchillo como el propio amigo”, lo escribió hacia el 1600... ya anuncia la gauchesca. Hidalgo y Ascasubi seguro lo conocieron.

–Otro detalle de la novela tiene que ver con una escena en la que una madre pregunta por su hijo. A diferencia de Requena, en Andrade se despliega, siempre oblicuamente, lo político. ¿Por qué inscribir a las Madres de Plaza de Mayo en febrero de 1940?

–La muerte es uno de los temas del libro y la política ha sido su principal benefactora a lo largo de la historia. Creo que ése pudo ser el fundamento de la confesión de Byron: “He simplificado mis opiniones políticas, detesto a todos los gobiernos”. De ahí a pedir que se vayan todos hay doscientos años, o más bien un paso solo.

Las pequeñas batallas cotidianas como editor en Libros del Zorro Rojo, un sello de libros ilustrados de Barcelona, calcinó su relación con la palabra escrita. “Mi trabajo consistió durante años en leer y escribir siete horas diarias –recuerda García Schnetzer–. Al caer la tarde, quería hacer cualquier cosa menos tratar con la palabra. Eso también degradó mi gusto por la ficción y por algunos autores que en un tiempo disfrutaba; así empecé a preferir los ensayos, porque no eran la materia de mi trabajo. En los últimos años conseguí mantener a raya el oficio y fui recuperando la simpatía por la palabra. Igual, me temo que han quedado secuelas permanentes.”

–De acuerdo con el humor con que se levanta en Barcelona, hay días en que quiere volver inmediatamente a Buenos Aires, según ha confesado. ¿Cómo sigue esta cuestión? ¿Vislumbra un posible regreso?

–Todo sigue más o menos igual, algunos días son más duros de sobrellevar que otros. Desde luego quiero volver, y voy a volver. Parte de lo que extraño de Buenos Aires ya no está; la ciudad cambió y yo también, pero lo que permanece... eso es otra cosa. Días atrás caminaba por Agronomía, la Avenida de las Casuarinas, la calle Tinogasta, la niebla por la mañana, y en todo momento estaba el pensamiento de no tener eso a mano. Encima algunos amigos de Barcelona se están yendo; lo dejan a uno haciéndole el favor al continente.

–Cuando usted se instalaba en Barcelona, España resultaba tal vez “más amable” para vivir que la Argentina del 2001. Pero el país que condena al juez Garzón y aprueba una reforma laboral feroz en un momento en que tiene una triste cifra histórica de de­socupados es una sociedad que está más muerta que viva, ¿no?

–Nunca atribuí amabilidad a los países; la amabilidad es un don escaso que a lo sumo reconozco en cierta gente. Hasta hace algunos años, en las principales ciudades de España cundía un consumismo deplorable; la sociedad no parecía descender del simio, sino más bien ir hacia él. Ahora una parte de esa sociedad comenzó a tomar conciencia y se acercó a otra parte que ya la tenía. En ese sentido, bienvenida sea la multitud, su voluntad, su protesta; ojalá pueda nacer algo nuevo, menos inhumano. Pero lo dudo seriamente. En España, el pesimismo es lucidez.

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