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  Requena
Alejandro García Schnetzer

70 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2008
ISBN: 978-987-23508-4-0
 
 
       
     
       
 

Lanuza, Maldonado y yo lo conocimos a mediados de 1929. Como cada viernes después de clase, estábamos los tres en el Albéniz, cuando entró descubriéndose, un libro en la mano, el traje oscuro. Había dejado la bicicleta contra el árbol. Se sentó junto a la ventana y tras mirar a los lados empezó a leer moviendo los labios. Maldonado lo miraba de reojo, como para recordar si era o no del barrio. Salvo nosotros, nadie iba con libros al Albéniz. Por la confianza con que le hablaba el dueño, parecía tratarse de un vecino más. Conseguimos del flaquito Ramírez, el mozo, alguna vaga información. Nos enteramos que se llamaba Requena.
Camino del mostrador, Lanuza se acercó a averiguar qué leía. El hombre dijo que era un libro en sánscrito, que prefería que no lo anduviéramos mirando y que si teníamos algo que preguntarle se lo hiciéramos saber. Entonces nos acercamos con Maldonado.
–Dirán ustedes.
–¿Podría decirnos el título?
–El Martín Fierro.
–¿Y lo lee en sánscrito?
–En sánscrito.
–¿Es usted hindú, por lo pronto?
–Ya no.
–¿Pero está seguro que está leyendo el Martín Fierro?
–Vagamente.
Fue entonces que supimos que aquel hombre no era alguien corriente. Creo que a partir de ese momento ya no quisimos perderlo.

Contratapa
           
 
Fotos de tapa:
Archivo General de la Nación,
gentileza de Valeria Sâtas
 
 
Fragmento

Requena vivía en la esquina de Thames y Gorriti. En un caserón que ya no existe. Una mujer iba cada tanto a arreglarle sus cosas. Vivía solo y tenía una gran biblioteca, la más grande de Palermo me animo a decir. Su pasar económico era un misterio, creo que una vez nos dijo que contaba con algunos ahorros que le habían dejado sus padres, de los que nunca supimos gran cosa. Más de una vez lo encontramos desempeñándose como peón de obra, como estibador o como vendedor de diarios. Eran oficios azarosos en los que se comprometía con gran voluntad. Se sabía que los compañeros que entonces conocía terminaban tratándole bastante. Por la calle, pronto nos dimos cuenta, lo saludaban todos, desde el afilador hasta el chofer del tramway.

***

Al principio nos invitaba cada tanto a su casa, luego ya no nos invitaba porque lo íbamos a buscar. Muchas veces lo encontrábamos sentado con la guitarra. Oírla desde afuera nos hacía saberlo desocupado. Improvisaba unos valsecitos con voz difusa mientras nosotros nos sentábamos en el patio y discutíamos sobre todo tipo de asuntos; de vez en cuando se interrumpía para escucharnos, para traer alguna cosa de la cocina o para regar las plantas, casi todas silvestres. Con esto último solía empezar por cierto clavel del aire que tenía en gran estima y que vivía entre los resquicios de la medianera. «Vaya vida la de esta criatura –decía–, tendrá como para un siglo hasta derribar las casas».

***

Tenía una bicicleta que, al igual que su guitarra, solía empeñar a un prestamista italiano del barrio. No lo hacía por necesidad económica, sino para verificar si aún se dejaba sentir en el mundo lo que él llamaba «la decadencia atávica de Roma».

***

Un mediodía que volvíamos del colegio lo encontramos en la vereda de un descampado en obras. Cartel de la firma Salomón, el mono manchado de cal, atizaba un asado. Por lo visto se había metido a peón.
–¿Y eso? –le preguntó Maldonado.
–Ya ve, unas entrañitas.
–¿Y cómo va la cosa ahí?
–¿El templo? Bueno, tiene como para tres meses.

 

     
               

Autor

 

 

 

 

 

     
           
       

Alejandro García Schnetzer nació en 1974 en Buenos Aires.
Vive en Barcelona, donde trabaja como editor y traductor.
Requena es su primera ficción publicada.

   
           

Reseñas

 

 





La lectora provisoria
(Quintín)

Babelia
(Alberto Manguel)

Hipercrítico
(Juan Terranova)

Diario Perfil
(Eugenia Zicavo)

Designio de las notas
(José Luis Prado)

 

[La lectora provisoria]

Gente antigua

por Quintín

Ya que LLP se ha puesto borgeana desde la interpretación de Garcés sobre El aleph, aprovecho para comentar este curioso libro que me tentó por sus escasas 72 páginas. Cada día que pasa aumenta mi desazón por no haber leído todo lo conveniente en el pasado ni tener el tiempo necesario en el futuro. ¿Por qué vi tantos partidos de fútbol en mi vida? ¿Por qué, ahora que soy más que un adulto, casi un jovato, he martirizado mis neuronas con los partidos de este siniestro Torneo Apertura, en el que se juega el peor fútbol de la historia? Preguntas sin respuesta. Debería habérmelas hecho cuando era adolescente y hasta podía leer Las mil y una noches. Hoy sería, tal vez, una persona culta.

Un libro corto es siempre una excelente coartada, un engaño para simular que voy descontando la deuda, que le pago al Club de París de los libros no leídos. Este es un libro muy particular, a contramano de la literatura argentina del momento. No es raro que lo haya publicado Entropía donde al menos dos de sus responsables, Gonzalo Castro y Martínez Daniell, reniegan de la literatura argentina moderna, pero me parece que también reniegan de la literatura moderna y de la literatura argentina. Son gente antigua, podría decirse. Y eso se nota en la elección de Requena, que contradice frontalmente uno de los axiomas fundantes de la crítica contemporánea y de los manifiestos de las últimas generaciones: que la literatura argentina se renueva cuando se desprende de la herencia de Borges. Es posible que algunos de sus contemporáneos olvidados o algunos escritores un poco más jóvenes que él, pero igualmente olvidados, se sintieran discípulos de Borges. Pero no he leído a nadie que valga la pena leer que entre en esa categoría. La verdad es que no es nada difícil escribir fuera de la influencia de Borges, más allá de ciertos giros irreflexivos del periodismo o de las caricaturas y parodias de su prosa que son de práctica. El otro día vi en televisión al diputado Jorge Coscia defender la infame iconografía que el gobierno eligió para la feria de Frankfurt mediante la peregrina excusa de que la propuesta se basaba en los laberintos de Borges. Orgulloso, actuaba como si nombrar a Borges revistiera a sus jefes de pluralismo y refinamiento. A eso se reduce el borgismo público: una patética enumeración de temas, el uso forzado de algunos adjetivos y el folclore de las manifestaciones políticas del escritor. Se puede borgear en la escritura con la misma facilidad con la que se imita el modo de hablar del anciano ciego, pero eso no lo convierte en una influencia seria sobre la literatura argentina, repleta desde hace muchos años de barrocos y malhablados, de descubridores de Arlt, de poetas peronistas y de novelas interminables (acá estoy borgeando un poco). Acaso cierto gusto por la claridad y la sencillez en el ensayo pueda atribuirse a la herencia de Borges (y de tantos otros). Pero para desmentir esa posibilidad, también están los artículos de Horacio González.

No, lo difícil no es desprenderse de Borges. Lo verdaderamente difícil es escribir como Borges. Escribir como Borges y no hacer el ridículo. En realidad, García Schnetzer, el autor de Requena, escribe sobre Borges sin nombrarlo pero también sin ofenderlo. El libro es una recopilación de anécdotas, de momentos en la vida de un grupo de estudiantes secundarios interesados por la literatura y la filosofía que conocen en 1929 a Requena, un viejo criollo que resulta un escritor secreto, un sabio, un erudito, un humorista, un picaflor y un alma de apabullante nobleza. El libro recrea la relación de Borges y sus contemporáneos (además del narrador sin nombre los otros se llaman con apellidos que evocan a escritores de su círculo) con Macedonio Fernández. La mítica tertulia de la Perla del Once tiene lugar ahora en el café Albéniz, un imaginario local situado en Palermo Viejo (Palermo a secas, por entonces).

Hace poco vi un rato de ese reportaje a Borges que pasan en el canal Encuentro, hecho en España en 1976. Se lo ve bien a Borges, juvenil y entusiasta, gorilísimo, un poco vanidoso y complacido de que se lo celebre internacionalmente. En un momento de la charla recuerda las dos tertulias que marcaron su vida intelectual. La de Macedonio y, antes, la de Cansinos-Assens, en el Café Colonial de Madrid alrededor de 1915. De Cansinos dice Borges que parecía haber leído todos los libros o, mejor, que era todos los libros y que la tertulia funcionaba desde poco antes de la medianoche hasta el alba. En ella se hablaba de literatura sin criticar a los contemporáneos, mientras que con Macedonio el tema era la metafísica. El Requena de García Schnetzer es una mezcla de los dos personajes y refleja también un costado de Borges, el que hace a su dichosa juventud, antes de mezclarse con gente como Bioy Casares y Victoria Ocampo. Es curioso, pero buena parte de la alegría y el sentimiento de libertad que transmite el libro de García Schnetzer parece relacionarse con el hecho de que no hay rastros de Bioy en sus páginas. No aparecen su rencor ni su dandismo ni su impronta aristocrática. En ese sentido, hay un rasgo muy curioso de Requena que es coherente con su origen macedoniano pero lo excede: su solidaridad con el prójimo, su integración con el barrio, el afecto sin excepciones que despierta entre sus vecinos. Incluso, el viejo es un activo participante de la colecta para la murga del barrio en la que supo participar de joven. Es como si el libro fuera un exorcismo, una refutación de El sueño de los héroes. Diría incluso que el barrio que recrea Requena se parece a la Villa Celina del libro homónimo de Juan Diego Incardona, del que hablé hace poco en LLP. Esa cultura y esa visión idílica de la infancia y los barrios de Buenos Aires tiene constantes que anticipan la arcadia peronista de Marechal o de Incardona. “Yo era comunista de joven”, dice Borges en la entrevista.

Es realmente difícil lo de García Schnetzer. No sólo se trata de crear o recrear su personaje sino de lograr que las anécdotas que lo definen sean ingeniosas y originales y que puedan funcionar también como historias apócrifas de Macedonio sin tratar de reproducirlo. Del mismo modo, sus opiniones y sus especulaciones filosóficas deben ser, además de graciosas, plausibles y hasta interesantes para que el libro no se transforme en un pastiche desabrido. Lo curioso es que le sale bien. Es imposible no internarse en Requena con la mayor desconfianza. Es improbable salir de él sin una sonrisa de satisfacción.

Sobre la realidad y el tiempo. Nuestro Maestro jamás llegó a negarlos del todo. Decía tener sospechas y algunas pruebas de que no existían. Dudaba y desconfiaba por igual de ambos. Decía no haber sentido nunca como propios los supuestos de Berkeley, y esto por la razón de que nunca los había leído. Nos pedía, asimismo, que evitáramos explicárselos.

De un diálogo que había escrito:
Adán: Eva, esta felicidad no puede durar mucho. Tarde o temprano Fortuna hará girar su rueda y Tristeza vendrá.
Eva: ¡Pero viví el presente, hacé el favor! Y vos, retorcida, decí qué tenés de postre!

De algún modo, el hecho de que Requena hubiera decidido no publicar, no escribir, que se sintiera a gusto en el olvido anticipado, lo salvó del sino común que conocieron todos los escritores destacados de su tiempo. Me refiero al aplauso, a la consagración, al declinar de sus obras y a eso que después acaba por desquiciar a cualquiera: la recuperación, el rescate de la figura, la exposición homenaje en la Biblioteca Nacional.

—¿Aprobó literatura, Lanuza?
—Con lo justo.
—¿Qué le preguntaron?
—Sobre el romanticismo en el Plata: Mármol, Alberdi, Echeverría.
—Entiendo, literatura de importación.

Un día nos dijo que no lo molestaba su ignorancia, que a veces al perderla sentía pena pues lo acompañaba desde la infancia y ya no podía evitar profesarle una especie de cariño. Otro, que la ignorancia podía aprenderse y acrecentarse con sólo mirar atentamente a los lados.

[Requena en su lecho de muerte]
Una vecina: Déjeme encargar el viático… que le suministren los óleos.
—Por favor, señora… nada de fritangas.

Es curioso que el logrado ejercicio de García Schnetzer sobre Macedonio tenga un aire tan conservador mientras que su modelo fue profundamente revolucionario. La ligereza y el ingenio no pueden evitar ese contraste, aunque acaso lo disculpen un poco. Advierto que me puse a borgear de nuevo. Es que era un poco pegajoso el viejo.

 

     
       

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[Babelia]

Requena


Por Alberto Manguel

Jorge Luis Borges conoció a Macedonio Fernández en 1930. Era, decía Borges, un hombre que deslumbraba con su conversación, con el redescubrimiento de las grandes ideas, con la proclamación de nociones asombrosas y estrafalarias. Curiosamente, sus escritos apenas dejan entrever ese genio intuitivo e instantáneo, como si todo dependiese de la magia momentánea, de la presencia física del improvisado filósofo, del recuerdo de su famoso admirador. En Requena, Alejandro García Schnetzer ha logrado dar al Macedonio de Borges la materialidad que le faltaba. Requena, hombre de las tertulias de café de Buenos Aires, excéntrico descubierto por una banda de amigos hacia 1929, es la encarnación literaria de aquel prodigio inventivo borgesiano. Requena lee el Martín Fierro en sánscrito (sólo está vagamente seguro de estar leyendo el Martín Fierro), traduce Macbeth al porteño (las brujas son curanderas y le dicen a Macbeth, "te la van a dar"), se queja de hispanismos que infectan el castellano rioplatense (como "el Escorial, el Tibidabo, los palmares de Elche, Alhambra"), y cree, como el obispo Berkeley, que "la perfección sólo toca a las cosas que podrían haber sido". Si García Schnetzer se hubiese limitado a hacer decir a su iluminado las ocurrencias que Borges le atribuyó al suyo, esta corta novela no hubiese sido sino una suerte de robo de identidad literaria. En cambio, García Schnetzer no ha hecho sino inspirarse en el estilo del evanescente Macedonio, y a partir de las anécdotas borgianas ha construido una figura más encantadora, más ocurrente, más generosa que el original histórico. Este pequeño libro de apenas 70 páginas es una delicia perfecta, heredero de las invenciones biográficas de Pío Baroja y Marcel Schwob.

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[Hipercrítico]

Sobre Requena y sus discípulos

Por Juan Terranova

Requena es la primera novela de Alejandro García Schnetzer. Breve, bien escrita, de trato educado con el lector y sus personajes, el libro, editado por Entropía, cuenta la relación de un filósofo de barrio y erudito reo con un grupo de jóvenes aspirantes a poetas. Aunque incomodan algunos deslices dolinescos, la historia está bien organizada, es ocurrente y se deja leer. Al mismo tiempo, también sirve como base de lanzamiento de algunas ideas menos candorosas.

Biografía apócrifa
¿El ambiente que se teje entre los párrafos de Requena recuerda ineludiblemente a Macedonio Fernández? Sin duda. Ayudado por el la historia de la literatura universal, el relato que construye García Schnetzer es simple. Después de una entrada llena de épica canyengue donde aparece leyendo el Martín Fierro en sánscrito, Requena se queda en el bar y los poetas del barrio le adjudican el lugar de tutor. Con guiños de todo tipo, él les enseña el valor de la arbitrariedad, el poder del error, la irreverencia y la desacralización del conocimiento. Así, entre metafísica de café y noctambulismos varios se desglosa la novela. Palermo es todavía arrabal. La bobería de la admiración va a y viene. Y es predecible que se cite a Kropotkin, a Büchner y a Brahma. Hasta acá todo bien.

No existir es más literario que existir
Una de las ideas fuertes del libro tienen que ver con el remanido tic tardo-borgeano que dicta que si uno quiere ser escritor, es mejor no escribir: la sustracción antes que el aplomo. Así, Requena escribe poco o nada, oculta lo que escribe, y su obra queda en los márgenes de los libros que subraya. Es, sin lugar a dudas, un maestro socrático. Y su prédica no es rara, si no más bien coherente, porque nadie se anima a cuestionar, a esta altura, la determinante influencia del silencio. Sin embargo, esta apología de lo liviano, de lo etéreo, de la sospecha antes que la confirmación, rápidamente empieza a encubrir, a veces la pereza, y más a menudo la imposibilidad. ¿Es acertado hacer de las limitaciones personales una ética? La operación tiene ribetes románticos pero también nefastos. El enunciado “podría haber sido un genio de las letras pero prefirió regar las plantas y pasar el tiempo con los muchachos en el café” cae simpático la primera vez. Pero no paga alquileres y puede esconder narcisismos de prédica purulenta. Requena entonces también es un recorrido por las manías, las taras y las afectaciones literarias que prevalecieron en el siglo XX argentino.

Anacronismo
¿Cómo leer el deliberado gesto anacrónico de Requena? Hay muchas formas de hacerlo. La principal tiene que ver con la defensa de una ideología estética que arma rápidamente parnaso y tradición. (Lo nombres y las filiaciones son evidentes: Borges, Florida, las vanguardias de los años 20, el futuro grupo Sur, pero también Caras y caretas, la bohemia, Shakespeare y Nietzsche.) Pese a esto, Requena se deja leer con placer por el lector que no comparte en absoluto esa ideología, mezcla de biblioteca y nostalgia. Por momentos, la prosa de García Schnetzer suena como esos discos de jazz en estilo que reproducen la música de los años treinta, cuarenta o cincuenta, pero fueron grabados en el 2000. La fritura del disco de pasta no se percibe, pero los timbres, las melodías y los fraseos son los mismos. ¿Por qué negar que algunos de estas remakes pueden producir un raro placer estético? Insisto, hay humor inteligente y buenas lecturas en Requena, y eso vale. Aunque me gustaría dejar sentado que el libro ganaría si sobre el final de la vida del maestro, los discípulos entendieran que la ética de la diletancia es una verdad juvenil, fácil y torpe. Más bien un estilo que una verdad. Arrimo un solo dato. El libro empieza en 1929 y se estira hasta la muerte de Requena en el mismo año 33 que murió Yrigoyen. El simpático recuerdo de Sarmiento dándole de comer a unos patos no alcanza. Los jóvenes filósofos de bar, que relativizan la realidad y el tiempo, van derecho a chocar contra la revolución política y cultural del peronismo.

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[Diario Perfil]

Requena

Por Eugenia Zicavo

Como los jóvenes de aquella foto de principios del 30 en la que Julio Cortázar aparece al frente de un grupo del Mariano Acosta: así son los personajes de Requena. Muchachos atildados de peinados prolijos que ya en su primera juventud no parecían jóvenes (tan a contramano de las nuevas generaciones, juvenilizadas al límite). Ni ensayo, ni cuentos, ni novela, Requena es una suma de fragmentos que la editorial Entropía -que con paciencia y buen juicio viene ampliando un catálogo de lujo- optó por publicar como “apostillas”; menos de cien páginas en las que Alejandro García Schnetzer, argentino radicado en Barcelona, presenta a su protagonista, un erudito “santón de barrio” de principios del siglo XX que vaga por Buenos Aires junto a un grupo de jóvenes aspirantes a escritores que lo adoptan como maestro.

En su ópera prima, García Schnetzer va conformando el perfil de Requena a partir de anécdotas cotidianas, desde que los jóvenes lo encuentran leyendo una versión del Martín Fierro en sánscrito hasta que lo visitan en su lecho de enfermo y le preguntan “¿qué le duele?”, a lo que Requena responde: “El teatro de Alberdo. Las rimas de Gracián. Mi noche triste, de principio a fin”. Plagada de citas de autores del siglo XIX y principios del XX, Requena es un libro anacrónico que no parece haber sido escrito por un autor que apenas pasa la treintena, inspirado en las lecturas de Juan de Mairena de Antonio Machado, el responso de Borges sobre Macedonio, Fray Mocho o Silva Valdés.

A pesar de que muchos giros del lenguaje pertenecen a otros tiempos, cada fragmento de Requena bien podría funcionar como entrada de un blog extemporáneo, con ese estilo coloquial y segmentado de aquello que se escribe para compartir entre amigos, de lo que se pone en palabras para dejar registro, para salvar del olvido.


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[Designio de las notas]

Requena, el silencio del escritor


Por José Luis Prado


Requena, novela, apostilla o algo más o menos cercano a estas clasificaciones, toma como estructura la fractalidad, lo segmentado y, siguiendo a Calabrese: “un caso de monstruosidad geométrica es la exigencia de dimensiones no enteras, correspondientes a fracciones” pero, actualmente hay una valoración estética y, el texto de Alejandro García Schnetzer, lo demuestra. Requena cumple con su carácter gradual; es decir, tiene “una estructura irregular que se repite más o menos en sus partes y en cualquier grado que se observe”.

Requena es una figura que recuerda al filósofo y escritor Macedonio Fernández. En el texto hay marcas “Sobre la realidad y el tiempo. Nuestro maestro jamás llegó a negarlos del todo. Decía tener sospechas y algunas pruebas de que existían. Dudaba y desconfiaba igual de ambos. Decía no haber sentido nunca como propios los supuestos de Berkeley y, esto por la razón de que nunca los había leído. Nos pedía, asimismo, que evitáramos explicárselos.” La mayoría de las veces Schnetzer eleva sus sentencias para delegarlas al absurdo. El libro trata sobre poesía, filosofía. La noche está invitada pero todas están encaminadas a la escritura o a la imposibilidad de ésta porque, al final, lo que tenemos es un escritor que jamás publica un solo libro pero, eso qué importa si su vida ha sido completamente literaria.
La novela está llena de anécdotas, de reflexiones filosóficas y literarias las que servirán para ayudar a comprender un mundo, cercano a la literatura, en las tertulias del café Albéniz. A través del aforismo, el autor arroja alfileres que detienen la lectura, una breve interrupción del tiempo para pensar lo que quiere decir “Puede haber días en los que no existimos y otros que sí, ¿no se acuerdan?” Requena, insisto, es un poeta y cree en la poesía como un hecho común, más de lo que se ha dado en suponer, se suscribe a un semanario, llega el vendedor tocando a su puerta y le dice “Castillo, encantado, de Ensenada.”, Requena se reafirma en esa frase. El texto, como dije, gira en torno a la escritura, “Imagino que escribió mucho, dice Madariaga. Qué esperanza. Apenas se pone uno a escribir, las ideas huyen espantadas… Yo creo que mentía y lo hacía para no leernos lo que escribía, para que después no lo imitáramos… para que en todo caso aspiráramos a imitarnos a nosotros mismos.” “Supimos por nuestro maestro que un verdadero poeta debía aprender a decirse, a callarse, a renunciar a toda vanidosa aspiración de comprender el mundo…”

Parece que esta idea de aprender a callarse, de la desaparición a través del silencio, está siendo transgredida por el autor quien juega con una técnica narrativa más cercana al entresijo, construyendo a partir de diferentes voces narrativas a la figura de Requena, “cuando entró descubriéndose, un libro en la mano, el traje oscuro. Había dejado la bicicleta contra el árbol…Nos enteramos de que se llamaba Requena.” Hay en éste, un anonimato o una pretendida desaparición del personaje “Nunca supimos su verdadero nombre. Yo tenía para mí que se llamaba Salvador; Gorostiaga, Expósito; Maldonado, Héctor o Valentín. Creo que fue Lanuza el primero en referirse a Requena como el maestro.” Lo que busca Alejandro García Schnetzer en Requena, es dar la espalda a la escritura, a la consagración literaria, al escritor, eso que algunas veces, termina por desquiciar a cualquiera “la recuperación, el rescate de la figura, la exposición homenaje en la Biblioteca Nacional”, y es en este sentido, en el que el joven escritor argentino justifica la presencia difuminada de Requena, personaje excéntrico de la primera mitad del siglo XX que piensa y se conduce en un saber del
mundo intentando trascender la duda. Al parecer, el intento ha fallado y no era para menos: el poeta se ha quedado detenido, como en un accidente, en la imposibilidad, en la duda que lo acecha.