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París y el odio
Matías Alinovi
176 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2016
ISBN: 978-987-1768-33-2

       
       
           
           
           
 

Una decisión inexorable vertebra esta novela: incendiar París. Y también una pregunta urgente; la pregunta sobre la identidad, o sobre sus pliegues, o acaso su imposibilidad. En su permanente doblez, este texto alterna entre dos cadenas de agobios: el diario Libération, las piletas públicas parisinas, las catacumbas y la librería Shakespeare & Co.; Cortázar, las empanadas del 25 de Mayo, Eva Perón y Atahualpa Yupanqui. Lo que va surgiendo entonces es la inadecuación entre dos series de indómitos malentendidos sociales, que también son íntimos.

En París y el odio confluyen tres historias: la de un joven argentino que se afinca en la capital francesa atrapado entre la física teórica y la pretensión literaria; la de un escritor consagrado en el extranjero que busca justificar su posición canónica, y la de un hallazgo arqueológico que será al mismo tiempo disparador y desenlace. Es por esos caminos que Matías Alinovi reafirma su voz única: ofrece en estas páginas una cadencia que se nutre del verso alejandrino y una estrategia narrativa que conduce de la angustia a la ironía y desde ahí hasta el derrumbe. Así, esta novela va construyendo ruinas con los materiales de un estilo que sólo puede ser definido como incendiario.

Contratapa
                 
 
           
               
                   
Fragmento

I

El veinticinco de mayo amaneció domingo y luminoso. Marino decidió que bajaría en la estación Argentine y luego caminaría hasta el Arco del Triunfo, daría un cuarto de vuelta a la plaza y tomaría por la avenida Kléber hasta la calle de la embajada, Cimarosa. Eran muchas cuadras, pero le interesaba la estación. Ya había querido bajar en Argentine alguna vez, porque al pasar había visto el busto insólito de San Martín en el andén. Conocía la pileta del barrio, era antigua y elegante, una de esas piletas art decó que tanto le gustaban. Pero nunca había sabido justificar el descenso, el tiempo muerto. Una vez en viaje a cualquier parte, la interrupción era siempre del orden del percance: era la lógica regular del movimiento.
 
Salió temprano del pozo. Subió al RER, combinó en Châtelet, bajó en Argentine. Recorrió el andén, vio las módicas batallas dibujadas. Vio el busto en la vitrina, que era de una pasta gris que se descascaraba. Leyó todos los nombres, las explicaciones abreviadas. Y de algún modo las certezas de la acción se derrumbaron. O acaso no, y empezaron a tomar otro camino en la mañana patria y luminosa.

Porque en el metro de París, en la estación Argentine, Marino leyó, sobre todo, la definición de tango en un panel explicativo bien instalado por la municipalidad para que los pasajeros que esperaban el metro, el subte de París, leyeran, se instruyeran, y al cabo fueran cultos. Y Marino, que lo esperaba a su manera, había leído. Tango: música de origen africano que estuvo de moda en la París de los albores del siglo XX. Perfecto, se había dicho Marino en voz alta, en el andén solitario, una música africana que a los franceses de París les había gustado un rato, hacía tiempo. Perfecto, se decía, y el perfecto le caía a él solo por la única garganta endurecida, como esa ficha amarga y gorda que el sapo quieto deberá tragar cada vez que haya alguien con mucha puntería. Y parado en el andén trataba de conservar la lucidez, amenazada por la rabia cegadora: unas ganas de romperlo todo, así nomás. Por aquel país silenciado entre una ciudad y un continente, de un siglo al otro. Unas ganas de incendiar el subte de París, hacerse un terrible asado con todos los paneles explicativos, importar la mejor carne del mundo, poner primero las mollejas, y que en el fuego ardieran inscripciones oscilantes que Marino veía bailoteando en el relieve mudable de las llamas, las letritas grises levantándose obedientes del panel tan combustible, cediendo la impostura tipográfica a la nada, a esa transparencia esmerilada de los aires calentados que en los contornos se resuelven al humo canular, y luego todo es nube fea, y densa, y tóxica. Pero antes las letritas obedientes que Marino veía desfiladas por las llamas, y leía visionario: Gaucho: habitante mestizo de las extensas llanuras del sur del Brasil, celebrado por la literatura francesa de aventuras. Perfecto, y tragar la ficha como el sapo quieto, y los gauchos eran humo denso que pasaba intoxicando, y leía San Martín también, que era un militar de origen español cuyos conocimientos tácticos se habían forjado en la lucha contra Napoleón, circunstancias militares del destino, pero que hubiera dado la vida por ser uno de sus lugartenientes y vestir ese uniforme imparmente elegante, así como la Revolución de Mayo había sido graciosamente habilitada por aquel mismo militar francés, demiurgo de la historia, que supo encarcelar al rey de España, puesto que sin su genio bélico aquel país de la estación que ahora se incendiaba sería todavía una colonia, y, sobre todo, no habría en París esa mismísima estación de metro –sí, de metro– llamada Argentine en la que uno podía instruirse mientras esperaba el subte –sí, el metro– leyendo que el tango era una música de origen africano que había estado tan de moda en la París de los comienzos del siglo XX.

     

Autor

 

 

 

 

 

 

 

 


 

   


Matías Alinovi nació en Buenos Aires, en 1972. Es autor de Historia universal de la infamia científica (Siglo XXI) y de la novela La Reja (Alfaguara). Para la Compañía de los libros, tradujo, prologó y anotó Dos lecciones infernales, de Galileo Galilei
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Reseñas

 

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(Damián Tabarovsky)

Perfil Cultura
(Mariano Vespa)

Claroscuro
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La Nación
(Edgardo Scott)

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(Beatriz Sarlo)

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Entrevistas

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Infobae
(Matías Méndez)

Evaristo Cultural
(Luis Adrián Vives)

 


[Perfil]

Traducciones y París

Por Damián Tabarovsky

El otro día me encontré por la calle con uno de esos típicos escritores argentinos, de esos pendeviejos que se visten con remeras de rock y fuman cigarrillos negros franceses creyendo que así son interesantes, cuando en verdad no le interesan a nadie, y menos a mí, que me descolgué mentalmente de la conversación, mientras él me contaba que lo habían traducido a no sé qué idioma y que había salido una nota sobre él en no sé qué diario estadounidense. Y luego recordé que algo malo debe pasar con ese asunto si el mejor escritor argentino de las últimas décadas –Héctor Libertella– nunca fue traducido a ningún idioma, y ni siquiera publicado en España. Habla bien de Libertella semejante olvido (¿se imaginan a Libertella, con alguno de esos virreyes de grandes grupos o de grandes editoriales ex independientes, de gira por toda Latinoamérica vendiendo espejitos de colores?).

Los pichiciegos, de Fogwill, fue traducido al inglés con suerte dispar. De un lado, cayó sobre uno de los mejores traductores –Nick Caistor, quien también escribió un bello obituario a su muerte en The Guardian– y también, a priori, sobre una de las mejores editoriales posibles: Serpent’s Tail, de Londres. Pero su prestigioso editor –cuyo nombre guardo piadosamente en silencio– entendió, con razón, que “pichiciegos” es intraducible, pero frente a ese escollo optó por llamar a la novela Malvinas Requiem, arruinándolo todo en un instante (arruinando su propio plan: supuso que ese título era más ganchero y vendedor, pero en Inglaterra prácticamente nadie sabe que las Falkland Islands en castellano se llaman Islas Malvinas, por lo que el título se volvió aún más incomprensible que si hubiera dejado Los pichiciegos). Veremos ahora qué le depara la suerte a la novela en Francia, donde acaba de salir en la editorial Denoël, traducida por Séverine Rosset, con un título que sí me gusta –Sous terre, “Bajo tierra”– y una tapa que recuerda el viejo juego de la batalla naval. Volvamos ahora por un momento a Buenos Aires, aunque para seguir hablando de Francia, volvamos para detenernos en París y el odio, recientemente editada por Entropía, segunda novela de Matías Alinovi, después de la excepcional La Reja, publicada en Alfaguara durante la gestión de Julia Saltzman.

París y el odio abre con una frase programática: “La decisión de incendiar París fue repentina”. Si digo programática, es porque en esa primera frase se encuentran las tres palabras sobre las que pivota la novela: decisión, incendiar, París. París y el odio es una novela que decide incendiar París, como quien decide incendiar los 60 y el mito del argentino exitoso en la Ciudad Luz: Cortázar, Atahualpa Yupanqui. Y luego, detrás de eso, queda la violencia, la ruina de lo que ya no es, el pasado acabado, la sorna sobre los lectores de Libération. Marino viaja a París después de Cortázar, a una París en la que ya no está Cortázar y a la que Cortázar le ha hecho mucho daño (el daño del lugar común). Vaciada del mito, de París sólo queda el odio. La impostura hueca, “el nombre ridículo” (Alinovi mantiene su plan hasta en las últimas palabras). Novela de historias entrecruzadas, los momentos de ironía se me hicieron menos interesantes que aquellos en que la prosa intensa, por momentos brutal, domina el relato. Por suerte, ése es el tono mayoritario del libro


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[Perfil Cultura]

La condena de pertencer

Por Mariano Vespa

La segunda novela de Matías Alinovi (1972), París y el odio, pone en juego, en tres historias, la tensión entre el ideal moderno de emancipación y la furia que desencadena su imposibilidad. Algunas corrientes historiográficas sostienen que el lema de la revolución jacobina -libertad, igualdad y fraternidad-, solo pudo llevarse por medio de un terror estructurante.  Esta disputa puede verse al comienzo de la novela: “La decisión de incendiar Paris fue repentina. París o Francia, era lo mismo. La tomó solo, una mañana, en el pozo de dos plantas.” Los deseos piromaníacos corren por cuenta de Eladio Marino, un científico argentino que apenas sobrevive con su beca y su desgano con pretensiones de convertirse en escritor. Ese relato enmarcado que constituye la “biografía de incendiario” está constreñida por su experiencia parisina, que lejos de cualquier vínculo idílico, desdeña ciertos gestos nostálgicos intelectuales. La acción, desde su óptica, está atada a una destrucción que la precede. Ese pozo que se referencia en la cita inicial anticipa un descubrimiento de principios de siglo XX: una galería subterránea que funcionaba como osario, hallazgo que vincula muerte y anonimato, caracteres que también están presentes en la tercera y última trama.  Como una suerte de remembranza a Héctor Bianciotti, el foco está puesto en Bianco, un reconocido escritor y crítico argentino, el primer hispánico miembro de la Academia francesa a quien Marino le envía sus primeros relatos. Pese a que Bianco parecería estar en el lugar que soñó, algunos sinsabores le juegan en contra. La concatenación narrativa que propone Alinovi es pura potencia, aun cuando sugiere que pertenecer, más que un privilegio, a veces es una condena.

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[Claroscuro]

La lengua formidable

Por Josefina Sartora

El odio hacia París y hacia Francia toda fluye en cada línea de esta asombrosa novela de Matías Alinovi, quien se revela como un gran nuevo novelista. Odio hacia la celebridad instituida de esa ciudad, laudada por tantos, despreciada por el protagonista, suerte de alter ego del autor, quien también es físico, quien también es traductor, quien vivió penurias en París, al parecer. A diferencia de tantos que hemos hecho el peregrinaje cortazariano por París, su personaje Eladio Marino desmerece la experiencia de Cortázar y su literatura, pero no puede apartarse de ellas. (Un capítulo comienza diciendo “¿Encontraría a Maude?”, parafraseando el comienzo de Rayuela.) No sabemos si por odio genuino, frustración de quien no puede acceder o no está a la altura del mito, o toda una simulación pretendidamente iconoclasta, en una suerte de amor-odio muy personal y logrado.

Su nueva novela (la primera había sido La reja, de alguna manera un homenaje a Casa tomada, justamente, y escrita en verso) atraviesa la historia de ese traductor que involuntariamente sigue los pasos de Cortázar por la Ciudad Universitaria y la Orilla Izquierda, hasta dar con un escritor consagrado. Novela en clave, su personaje Héctor Bianco está basado en la figura de Héctor Bianciotti, escritor argentino miembro de la Academia Francesa, a quien la novela describe detalladamente: homosexual, editor de Gaulemard (=Gallimard), autor de Los páramos plateados (=Los desiertos dorados), ganador del premio Domina (=Femina), amigo de Topi (=Copi), hasta su hundimiento en el Alzheimer. Y hay más claves, que no queremos denunciar.

Pero no es ese el único recorrido: hay un inevitable grupo de amigos bohemios algo decadentes, y entre tantos escritores, todos obsesionados con París, no faltan los robos literarios; hay un sorpresivo descubrimiento de secretas galerías subterráneas que unen la campiña con los túneles de París; y hay un grupo de musulmanes que sembrarán la destrucción y desolación en todo el territorio francés, donde ya no queda ningún mito por rescatar, en una reedición europea muy actualizada de la dupla civilización y barbarie. 

Todo esto, sí, y en una novela breve, que ofrece una escritura maravillosa. El trabajo de Alinovi con la lengua es formidable, similar al del poeta, y es es aspecto más alto de la novela. Su prosa suena evocativa del verso, y no sólo el alejandrino de 14 sílabas, como se encarga de advertir la contratapa. Párrafos enteros tienen una musicalidad, un ritmo, una cadencia que guía la lectura con una fluidez de placer agradecido. Valga un fragmento:

“Tenía que hacer tiempo. Amanecía. Buscó el Sena en el mapa, qué otra cosa, el Sena obligatorio. Había que tomar la rue de Bercy y bajar por el boulevard Diderot. Lo encontró detrás de unas defensas de piedra majestuosas, bajo puentes soberanos, brillando movedizo entre calzadas muy amanecidas y todo era mejor que el agua igual que en cualquier parte. Caminó mirando el río hasta Saint-Michel, bajó al metro.
Y no pensó que había una lección agazapada en el silencio esplendoroso de la piedra: el prestigio como afán de la distancia, algo del orden de un desdén equilibrado. Porque en principio París era el asombro sin un signo definido.”

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[Télam]

El libro de la semana: París y el odio

Por Beatriz Sarlo

Turbas de origen islámico destruyen París. Antes del desastre final, un tirador furtivo interrumpe una fiesta aristocrática cuyos invitados se dedican a alimentar cervatillos ofreciéndoles tomates. Suena ridículo, pero así pueden ser las reuniones de una decadencia definitiva. La ciudad histórica y literaria ya no existirá y quien lo cuenta es un argentino, tanto el personaje, Eladio Marino, como Matías Alinovi, autor de "París y el odio" (Entropía, 2016).

Medio siglo después de "Rayuela", Alinovi celebra París de una manera bien contemporánea: en lugar de la magia que irradia en la novela de Cortázar, la ciudad es aniquilada. Son dos formas distintas de la persistencia de un mito poderoso para los argentinos. Entre Cortázar y Alinovi, está la París de Victoria Ocampo, escenario en 1913 de una de las batallas de la nueva música, la noche en que la Consagración de la Primavera provocó la ira de un público también aristocrático, del que Victoria Ocampo se apartó, abrazando la causa de Stravinski y dando comienzo a su propio mito de París, el de la modernidad estética.

Cortázar puso a caminar a Oliveira y a la Maga por una ciudad especialmente diseñada para el flâneur culto, haciendo de cuenta que los puentes y los mendigos que dormían bajo sus arcos estaban allí para que la literatura trazara apropiados contrastes. Alinovi ya no puede repetir este programa porque ha sido demasiado desgastado por la ficción y por la realidad. Pero el magnetismo de París es tan persistente que, incluso detestándola, resulta difícil alejarse de su pasado, aunque sea en clave irónica.

En "Rayuela", ese pasado literario son el museo de citas que, a todos sus lectores, si llegaron a la novela muy jóvenes, les ofreció una biblioteca de iniciación. Alinovi no repite este gesto, sino que narra la madurez, la vejez y la muerte del escritor Héctor Bianco, un nombre que conduce de forma transparente a Héctor Bianciotti, el argentino que tuvo éxito al migrar a la lengua francesa y terminó entre "los inmortales", como se llama en Francia a los Académicos. Por supuesto, haber elegido el apellido Bianco es una pista que, además de homenajear a un escritor poco citado hoy, conduce a la revista Sur, de la que José Bianco fue secretario de redacción durante dos décadas. La revista Sur nos conduce a Victoria Ocampo. Nada se pierde en las alusiones.

Alinovi ofrece muchas menciones levemente enmascaradas del campo literario francés que son amablemente divertidas porque no exigen gran trabajo. El temido crítico, cuyo programa de televisión fue un altar donde rodaban cabezas o se consagraban obras, Bernard Pivot, en esta novela pasa a ser Tizot; su programa, que se llamaba "Apostrophe", acá se llama Circunflejo. Gallimard, la legendaria editorial, se convierte en Gaulemard, donde en efecto trabajó Bianciotti; no falta la nrf, rebautizada Rnf, la Nouvelle Revue Française en cuya famosa sigla solo se desplaza una letra. Alfredo Arias aparece como Abelardo Soria y Copi, como Topi. Además de estas transposiciones, los nombres de las calles y de las estaciones de subte dan París con exactitud de sonido, que es lo que vale en la literatura, pero también con exactitud topográfica (o eso le pareció a esta lectora que conoce bastante mal París).

Alinovi tiene más material del que necesita. Para llegar al jardín aristocrático donde los cervatillos son obsequiados con tomates, una línea de la historia arranca en siglos pretéritos y, alrededor de 1900, tiene un elenco de campesinos, pastores y un noble que se desplazan por una escenografía de bosques donde se descubre un túnel que apunta ¿dónde si no a París? Es probable que la trama de la novela necesite de este túnel para que su protagonista conozca a los aristócratas de la fiesta, pero también podría objetarse que el motivo que hace posible este mutuo conocimiento es demasiado artificioso. Digo artificioso sabiendo que esta palabra puede ser objetada, ya que todo en la literatura lo es. Sin embargo, el artificio del túnel no termina de encajar en la trama y, por eso, no por ser arbitrario, se vuelve irritante o innecesario, como si hubiera formado parte de otra historia y se lo hubiera querido rescatar en esta.

Hay más: la persuasiva ambigüedad del personaje frente a la ciudad en la que no pensaba quedarse y termina quedándose. Marino frente a París elude el enamoramiento y eso permite vivir en una ciudad real, donde los departamentos son pozos mal amueblados; donde los extranjeros no comen haute cuisine ni toman grandes vinos; donde no se experimenta permanentemente un rapto de cultura o un desmayo estético; donde los científicos rusos cobran medio sueldo y el otro medio lo cobra un argentino; donde incluso la vida de un escritor consagrado puede ser un modelo de monotonía y penuria. París resulta interesante en esta versión que no exalta sus cualidades.

Alinovi escribe una ciudad distinta a la del mito pretérito. Más que la fiesta en el jardín aristocrático, que evoca una desvanecida Dolce vita, interesan los domingos repetidos en los que Marino se encuentra con un amigo y juntos leen Libération. En París, el escritor Bianco abandona su lengua de origen, el castellano del Río de la Plata, para adoptar el francés. Inteligente y patética experiencia la de esa libre elección entre lenguas, que concluye en una paradoja funesta: Bianco primero gana el francés y luego va perdiendo su lengua natal y también la nueva, hasta morir en la desmemoria del Alzheimer.

Desde el comienzo los lectores saben que Marino quiere incendiar París. Es matemático (investiga un tema sugestivamente designado como las "matrices simétricas") y quiere escribir una novela donde se incendie la ciudad-museo de Cortázar. Matrices simétricas porque Alinovi termina su novela mostrando la destrucción de París por otros medios: la actual pesadilla francesa con los islámicos.

Podría decirse entonces que su París y el de Cortázar (a quien menciono porque se lo menciona muchas veces, incluso con citas como "¿Encontraría a …?") son dos caras bien diferentes del mito. Y, sin embargo, no. La ciudad que merece una destrucción gigantesca es la ciudad del mito por razones mucho más íntimas, que tocan la escritura. Me explico. La primera novela de Alinovi, "La reja", estaba totalmente escrita en versos endecasílabos, sorprendente desafío ya que el resultado, además de original, no era un texto hiperculto, a pesar de que el verso endecasílabo es el verso más difícil en castellano. No había sido hecho antes y esto le daba a la novela no un aire forzado sino una elaborada sencillez, si se admite la unión de dos términos contradictorios. Un escritor original en su primera novela.

Las segundas novelas son siempre un problema. Nadie puede exigir que se repita la inesperada originalidad de "La reja". Pero tampoco era posible prever que la escritura de Alinovi mostraría, justamente en esta novela parisina, muchos de los rasgos que Cortázar convirtió en estilo, hasta el amaneramiento. Los lectores los reconocerán en las oraciones sin final (porque se cree que ese truncamiento refuerza lo expresivo o lo coloquial); en las oraciones sin verbo conjugado (a las que se atribuye las mismas virtudes); en las oraciones independientes encadenadas por la conjunción "y" (que simplifican las enumeraciones o la narración).

Finalmente, en la forma que da a conocer los pensamientos del personaje, el famoso discurso indirecto libre, que, por supuesto, no inventó Cortázar, pero que lleva su marca para la literatura argentina. Esta escritura sucede como si Alinovi se hubiera contagiado del predecesor, pese a las ironías que le dedica.

Por eso, mientras leía esta segunda novela esperaba la tercera, la que todavía no llegó.

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[Soñamos España]

Alinovi incendia París

Por Guillermo Roz

Hay relatos que son como un relámpago en un campo oscuro: sirven para dejar iluminados ciertos perfiles de animales, fantasmagóricos en una breve eternidad. París y el odio (Editorial Entropía, Buenos Aires, 2016) es el relámpago que inventa Matías Alinovi, quien ya había sorprendido a la literatura en castellano con su novela anterior La Reja, para eternizar y dejar a la vez en la oscuridad, un círculo de ciertos personajes de la cultura argentina que pasaron parte de su vida en la capital francesa.

Tres historias se cruzan y se tocan: un joven argentino pretendiente a escritor pero profesional de la Física, un autor glorioso y ridículo a la vez, y un proyecto arqueológico desmesurado y surrealista. Así, todos mezclados, en medio de un París por momentos elevado a la categoría de mito y por otros vulgar y embustero, las viejas glorias argentinas se dejan llevar por la prosa de Alinovi. Alinovi, que bebe de Saer y de Cortázar y de Copi y de ninguno, compone un fresco de arrabal y nostalgia, de sueños rotos y pandillas de desclasados, y de un plan que acabe con la ciudad de Eiffel. Una novela que los mata a todos para revivirlos, y que crece al ritmo de una lengua literaria, la de Matías Alinovi, que arrastra a los lectores hacia el incendio magnífico de una gran literatura.

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[La Nación]

Paradojas de un viaje ideal

Por Edgardo Scott

No está mal: la adquisición de la escritura como el aprendizaje del fuego. Escribir para hacer un incendio. En París y el odio, mediante un alegórico y alucinado aprendizaje, Matías Alinovi completa el gesto iniciado en La reja (2013) y también lo completa para su propia generación. La definitiva recuperación de la rabia arltiana. Esa rabia localizable en Rodolfo Walsh y Osvaldo Lamborghini, después ahogada, renacida en Carlos Correas y Gustavo Ferreyra, que ahora Alinovi enriquece junto a los textos de Ariana Harwicz, Carlos Godoy o Juan José Burzi. Porque el secreto de la cultura yace en la violencia, un descubrimiento que siempre intenta erradicarse y que, sin embargo, nunca deja de renacer, de resistir, acaso porque "escribir -escribe Alinovi- era ante todo incomodar".

Y para esa rabia, para ese proyecto, una novela de exilio. El desventurado joven graduado e intelectual argentino que intenta volverse sofisticado, educarse -evadirse- habitando París. ¿Qué París? El ideal porteño por excelencia. Post 2001, desde luego. El país incendiado, los asesinados, los pobres, la clase media en pánico, en desbandada. Y Eladio Marino (guiño a Eladio Linacero, que soportaba El pozo onettiano) se va a París. ¿Y qué encuentra? Primero, a otros argentinos. Concretos y fantásticos. Está el que lo aloja y le consigue trabajo, pero también los fantasmas: Cortázar, Yupanqui. Finalmente, la cruza de los dos planos: la figura de Héctor Bianccioti, el único escritor hispanoamericano -argentino, cordobés- que ingresó en la Academia francesa. ¿El que realizó el sueño? Más bien un destino confuso, hecho de ilusiones, rencor e intrascendencia.

A diferencia de La reja, menos una novela que un poema largo (a la manera de Los jóvenes o de El Fiord), una honda impresión narrada con pena y violencia en endecasílabos, en París y el odio, Alinovi sí despliega toda una imaginación. Hay escenas, detalles, fantasías, extravíos, citas. Construye intercambios y personajes en calladas amistades, amores frágiles, todo siempre bajo una soledad erizada: "Lo que habrá siempre entre los hombres: un comercio que de a poco se establece y que se va estragando una vez establecido".

Pero siempre tendremos París; el amor, el odio, las dos caras de una misma pasión: en la Ciudad Luz, la ignorancia. "Mejor así, porque entonces no saber era lo pleno." Alinovi escribe los ensueños parisinos desde este lado del mundo como indescifrables ruinas arqueológicas. 

¿Quedarse y rabiar o irse y evadir? No hay conclusión. Dicotomía falsa. La única certidumbre es estética. La verdadera literatura es anarquista: desconoce la propiedad, la identidad, la frontera.

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[Transas]

Quemar París

Por Mauro Lazarovich

París y el odio es la segunda novela de Matías Alinovi (1972). Construida sobre un paródico incendio de la ciudad de la luz, la novela indaga en torno al mito de la cultura francesa como horizonte de expectativa de ciertos sectores ideológicos de la Argentina. Cortázar, Copi, la editorial Gallimard y un simulacro de Pepe Bianco son invocados con sorna y patetismo en flamígeras páginas. 

En su última película, Francofonía, estrenada este año en los cines argentinos, el director ruso Alexander Sokurov retrata la ocupación nazi a París de junio de 1940, poniendo en el centro de su relato al mítico museo del Louvre. La película parece, a golpe vista, un homenaje a un pacto implícito de complicidad entre dos hombres: el director del Louvre, Jacques Jaujard, y el Conde Wolff Metternich, el oficial alemán encargado de supervisar la gestión del museo durante la ocupación, quién se comprometería con el cuidado de las piezas de arte por sobre los intereses de sus superiores, al punto que acabaría procurando una franca desobediencia al gobierno de su país en nombre de algo que podríamos identificar como el patrimonio cultural universal.

El relato de la velada traición de Metternich, crucial para la preservación de obras de indudable valor y belleza que podrían haberse perdido (como tantas otras) merecería, a priori, un tono de festejo. Sobrevuela la película, sin embargo, una inflexión melancólica, de desconsuelo y de inquietante denuncia. Sokurov contrasta las poéticas imágenes de la ocupación (un joven soldado alemán persigue y besa a una enfermera francesa, hermosos ambos, junto al Sena) con la crudeza de la ocupación rusa (gente caminando al lado de cadáveres por calles nevadas: la naturalización del horror). Incisivo, Sokurov muestra la belleza imponente de las obras del Louvre mientras desliza un discurso subversivo (históricamente algo cuestionable y posiblemente autocrítico) que indaga “nuestra” debilidad por París. Las imágenes de archivo del film muestran un Hermitage exponiendo marcos vacíos, paredes desnudas en plena posguerra frente a un Louvre incólume, campante. Sokurov imagina, aunque no lo dice, un bombardeo contrafáctico, una calamidad que nunca sucedió porque Metternich y Jaujard lograron evacuar todas las obras, evitar los posibles saqueos, ponerlas fuera del alcance de la guerra y la violencia, preservar el patrimonio. Matías Alinovi, joven escritor argentino, no fantasea con un bombardeo, pero sí con un incendio.

“La decisión de quemar París fue repentina” arranca París y el Odio, la última novela de Alinovi, segunda de su obra, publicada este año por la editorial Entropía, generando una tensión que en buena medida se mantiene (con algunas dispersiones) durante todo el relato. Alinovi es reconocido dentro de los nuevos narradores de la literatura argentina por haber sacado en el año 2013 La Reja, una novela inspirada que establecía un velado juego literario, sagaz y renovador, con la obra de Cortázar (particularmente con cuentos como “Casa tomada” y, sobre todo, “Las puertas del cielo”) al tiempo que procuraba, con un estilo elegante y una ironía mordaz, una indagación profunda sobre la posesión o, todavía más, acerca de la identidad.

París y el odio, podríamos decir, es también una obra sobre la identidad y, más específicamente, sobre la nacionalidad y la procedencia. Divida en tres secciones (I, II y III) que se alternan a lo largo del libro, la novela narra la historia de Eladio Marino, alter ego del autor, proyecto de escritor aunque físico hasta el momento, que habita una París clase b, hace vida de becario y, mientras padece enfurecido las fantasías cortazarianas sobre la ciudad luz, planea escribir una novela incendiaria y parricida. Los otros dos relatos, que funcionan con menos fluidez y, por momentos, hay que decirlo, hacen extrañar la contundencia de La Reja, narran por un lado, la historia del túnel por donde entrarán los árabes (una cita sarmientina, aclara el autor) que destruirán París al final de la novela y, por otro, la trágica historia de Héctor Bianco, referencia explícita a Héctor Bianciotti y, como ya ha sugerido Beatriz Sarlo, a José Bianco, legendario jefe de redacción de Sur y quizás el escritor argentino que con más fluidez recorrió las letras francesas.

El guiño híper explícito a Bianciotti surge, al igual que sucedía con La Reja, de un hecho real y autobiográfico. Alinovi conoció al escritor en los ocho años que vivió en París y, relata él mismo, quedó impresionado por su adaptación y metamorfosis, la que en buena medida se narra hacia el final de la obra. El Bianco de París y el Odio funciona como héroe y villano a la vez. Es, al mismo tiempo, la fantasía del que se va y triunfa, el que se mimetiza totalmente, como también, en tanto que representante de unas instituciones culturales vetustas, un viejo melancólico y olvidadizo (tematizando claramente el alzhéimer de Bianciotti), ridículamente disfrazado de “general decimonónico”, representando una batalla que ya no le importa a nadie con una solemnidad un poco patética, un poco absurda. En ese doble juego se percibe el modus operandi general de la novela: Alinovi toma una fantasía, la pasea e intenta destruirla y, en tal caso, si La Reja era un agudo análisis sobre el imaginario y las ilusiones de la clase popular argentina, París y el Odio da vuelta la mirada y examina el horizonte ideológico y cultural de la clase media/alta, procurando meter el dedo en la llaga de sus esnobismos y tilinguerías.

En este sentido Bianco, el personaje, sería apenas una excusa, una pieza en una batalla más grande. La guerra (ficticia, novelesca, como manda el epígrafe de Silvina Ocampo) que establece Alinovi es tanto una lucha contra el cliché, contra el lugar común y la banalidad, como una diatriba contra un París desesperado por “francesizarlo” todo y, sobre todo, contaminado por un imaginario cansado, deshecho, insoportable. A lo largo de las páginas de la novela se acumulan un sinnúmero de referencias a Rayuela, a la editorial Gallimard, a Copi, voluntaria y conscientemente transparentes, poco sutiles y paródicas, exhibiendo a libros y autores deambular por las calles parisinas en toda su “estudiada y negligente indolencia”. Pasean por las páginas del libro jóvenes sensibles leyendo novelas iniciáticas en librerías polvorientas (“esa elegancia fría de París”), constantes referencias a Juan José Saer, a Atahualpa Yupanqui, a todo personaje marcado por la estela parisina, todo filtrado por una prosa que imita al tiempo que parodia a Cortázar (las preguntas retóricas, las oraciones truncas, el discurso que se interrumpe a sí mismo): un homenaje pasado por la sorna.

“Caminando por París te caminaba Cortázar por encima”, piensa el protagonista en un momento. Luego completa: “Cortázar es el nombre de una claudicación existencial innominada, propia (…) Había venido a París por Cortázar, Marino lo pensaba y sentía de repente una vergüenza piadosa ante sí mismo” (Pág. 40). Clarísimo: Cortázar es una mochila demasiado pesada para caminar y por eso Alinovi necesita, al final de la novela, montar una escena tan perfecta y rococó (aristócratas ofreciendo tomates en la boca de unos bambis salvajes) sólo para interrumpirla con un disparo, con el ruido de las armas y la revolución.

La cita es útil porque también expresa la dosis de autocrítica que tiene la invectiva del argentino. La búsqueda de independencia también aparece como una reacción contra el rechazo, en palabras del autor, “un rencor contra uno mismo, como si me planteara por qué me quedé enganchado con esa mina que no me quiere”. París como una femme fatale que abandona a su amante cuando éste más la necesita, una imagen que se ve claramente en la historia de Bianco quién, al enterarse de la muerte de su pareja, entra en tal shock que olvida su francés de repente, y debe arreglárselas con un español natal que no le sirve para nada y que es lo único que le queda.

El personaje de Bianco sirve para ilustrar todavía un núcleo más de la obra: el problema de la identidad como continuidad o como ruptura. El contraste entre Marino y Bianco procura reflejar esa dicotomía: el que rompe con sus orígenes y el que los mantiene. Esta reflexión, sobre el ser argentino, que por supuesto abarca también la pregunta sobre qué es ser un escritor argentino, toma una forma acabada en la noticia que Marino lee en Libération acerca de un árabe, Alí-el-Hadjiri, que se hacía pasar por Robert Maillard, un francés elegante, educado, un poco snob. Obligado por la policía y la justicia a asumir su verdadera identidad el acusado opta por el suicidio. Mejor morir que volver a ser quien era; en la carta de despedida firma Robert.

El breve relato, casi una parábola, encierra -creo- la posición de Alinovi: una solución arltiana. El problema sería menos París que el insoportable determinismo de las decisiones acostumbradas, la repetición incesante de mentiras ruinosas, y la solución, entonces, se encontraría solo en un gesto: la traición. El indirecto libre de Marino lo expresa bien en un momento: “¿No era la muerte de las posibilidades argentinas -exagerado-, su propia muerte parcial, la de Marino -no exageremos, morirse voluntariamente-, la entrega fervorosa de las dos o tres cosas sagradas que no pueden entregarse -lo sagrado, imperiosa aparición de herejía-, la confesión entusiasmada de no querer ser nada, liberados de los desasosiegos del que aspira a darse esencia, para estar, entonces sí, tranquilos para siempre siendo nada?” (Pág. 57). Alivoni traiciona una fantasía y se queda con otra: la libertad de recorrer a caballo las calles de una Paris devastada; la ilusión de la emancipación cultural.

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[Artezeta]

Las llamas de un fuego universal

Por Mauro Lazarovich

En su segunda novela, Alinovi construye una trama que une a un aprendiz de escritor exiliado en la capital parisina, con un argentino en la Academia Francesa de Letras y terroristas árabes

“La decisión de incendiar París fue repentina. París o Francia, era lo mismo. La tomó solo, una mañana, en el pozo de dos plantas”. Así arranca París y el odio (Entropía, 2016), la más reciente novela de Matías Alinovi. Eladio Marino (un homenaje a otro Eladio, Linacero, habitante del pozo de Onetti) es el narrador de una novela muy extraña. Posee una prosa por momentos confesional, monologuista. A veces, el tono se vuelve algo confuso, enredado, pero tal parece ser la intención del narrador: marear al lector en un relato que oscila entre un físico argentino que quiere escribir y se va a probar suerte a la capital parisina y un escritor consagrado, el único hispano parlante que logró acceder a la Academia Francesa de Letras: Héctor Bianco, un claro guiño a la historia de Héctor Bianciotti, el único argentino que formó parte de la institución encargada de regular y perfeccionar el idioma francés.

Alinovi construye una París en ruinas antes de su propio incendio. Una ciudad en donde “hacía frío y oscurecía pronto”. Marino va narrando y recorriendo las callecitas de la ciudad encontrándose con otros compatriotas. Algunos están vivos y son simples trabajadores que se ganan sus baguettes como pueden. Otros, están muertos hace rato y se convirtieron en leyendas, como Atahualpa Yupanqui y Julio Cortázar. Bianco toma la voz en el relato por momentos y cuenta sus desventuras; desde que escribió sus primeras novelas hasta su romance con un crítico literario francés. La muerte de su compañero de vida lo marcaría para siempre. Luego, su llegada a la Academia y sus dudas por el hecho de volverse un académico o, como le dicen en Francia, un “inmortal” -sobrenombre que se origina en el lema A la inmortalidad, creado por el fundador de la Academia, el cardenal Richelieu.

Marino mata el tiempo en las piletas públicas de París y va alternando críticas a la ciudad con referencias cortazarianas (sí, aparecen los axolotes y oraciones que empiezan con “Encontraré a…”, símil Rayuela). Recorre museos y se aburre. La ciudad que había leído como una maravilla lo defraudaba y la quería en ruinas. En la novela se destila todo el tiempo un sentimiento de decepción que desborda las 172 páginas. Quizás los puntos más altos sean aquellos en donde Marino desnuda su alma a través de sus preocupaciones. ¿Cómo podría convertirse en escritor y escribir su anhelada novela? La prosa de Alinovi es muy prolija. A veces, por momentos, roza lo artificioso. Como si quisiera dar muestras excesivas de su capacidad narrativa que es, sin dudas, notable. Pese a ser una obra breve, hay ciertas estructuras que podrían evitarse y evidenciar la potencia ígnea del verdadero relato: la historia de un joven exiliado que mastica su desarraigo e intenta convertirse en escritor, con todo el vértigo que eso implica. El final, con árabes y el protagonista a caballo, cual Juan Moreyra, podrá ser para algunos incorrección política y para otros un cliché.

El verdadero valor de una obra de arte se esconde en la motivación. El resplandor de Stephen King es una historia de terror pero es, ante todo, el relato de las obsesiones de un alcóholico que teme dañar a su familia. 1984 de George Orwell es una distopía pero que nace de las tripas de un periodista que le grita a una sociedad en defensa del derecho a la información. En París y el odio se percibe una motivación muy personal, casi iniciática en el autor. También graduado en Ciencias Físicas, también joven, su primera novela La Reja (Alfaguara, 2013), fue muy destacada por la crítica. Peculiar por su estructura (casi un poema largo) le permitió abrirse camino dentro de la literatura argentina contemporánea. Es posible encontrar similitudes entre Alinovi y Marino. Por momentos, estas similitudes tan densas parecen encarcelarse por barrotes literarios artificiosos (como la historia de los túneles parisinos o los árabes del final de la novela, que aparecen desdibujados, llenos de lugares comunes y de una manera algo brusca).

La segunda novela de Alinovi es una aventura atractiva, con una prosa estéticamente muy lograda pero con una motivación personal que parece constreñida, que podría dar mucho más. Como dijo Leon Tolstoi en su ensayo ¿Qué es el arte? (1897) “se considerará arte lo que exprese sentimientos bastante universales para que los sientan todos los hombres”. Alinovi enciende las llamas de un fuego universal, como esta idea también del escritor ruso de “pinta tu aldea y pintarás el mundo”. ¿Quién no se sintió extranjero alguna vez, pateando sus propias veredas? ¿Quién no tuvo miedo de dar el primer paso en un camino profesional que se parecía a un ascenso al Everest con escarbadientes? Resta saber si el escritor querrá profundizar este camino en su siguiente novela, experimentando aún más en estructuras lingüísticas y voces alternadas, o explorará en su interior más profundo que se deja leer incendiario, sin necesidad de recurrir a túneles medievales o a terroristas islámicos.

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[Página 12]

“El problema de la Argentina pasa por la identidad”

Por Silvina Friera

Un físico con aspiraciones literarias que sobrevive como puede en Francia atraviesa esta historia que tiene que ver con la idea, compleja en nuestro país, de “construir una identidad”. Cortázar y Bianciotti aparecen en la trama, que evita toda corrección política.

El estallido de la rabia –o el rencor– se despliega con la cadencia del verso alejandrino. Matías Alinovi, una vez más, agita el avispero lírico de las formas con su formidable segunda novela París y el odio (Entropía). “La decisión de incendiar París fue repentina. París o Francia, era lo mismo. La tomó una mañana, en el pozo de dos plantas. Estaba traduciendo y por momentos debía buscar cada palabra. Se cansaba, empezó a inventar: el sentido divergía hacia la irreverencia. Y de repente tuvo la visión de una tierra arrasada, de un bosque desde el cual surgía la violencia que se extendía inconteniblemente por todo el territorio, y vio unas hordas imprecisas que avanzaban por la avenida de los Campos Elíseos, nombre ridículo”. El joven argentino que emprende su biografía de incendiario es Eladio Marino, un físico con aspiraciones literarias que sobrevive como puede con una beca. El muchacho, que frecuenta las piletas públicas parisinas y manifiesta su antipatía hacia la librería Shakespeare @ Co, impugna el registro “sentimental y pegajoso” de la prosa de Julio Cortázar que se cierne sobre él para no dejarlo caminar tranquilo. “Caminando por París te camina Cortázar por encima”, se queja Marino –que llegó a esa ciudad por el autor de Rayuela– y cree que para mirar París con otros ojos hay que radicalizarse.

En la inauguración de una muestra sobre Eva Perón, Marino se encontrará con el escritor Héctor Bianco, miembro argentino de la Academia Francesa de Las Letras, un guiño explícito a Héctor Bianciotti (1930-2012), antes de que se desbarranque por la curva mortal del Alzheimer. “París es odiosa”, dice Alinovi, que vivió en esa ciudad ocho años, entre el 2000 y 2008. “Me acuerdo de una frase de Borges que la voy a citar mal… creo que está en Historia universal de la infamia y me parece que habla de un personaje respecto del cual se sentía ‘ese rechazo que produce la arrogancia o la inteligencia sólo cuando es francesa’. Hay un modo de impostar, de aparentar, que es muy odioso. Yo fui a París muy contento, pensando que era un lugar extraordinario para vivir y que iba a leer mucho, todas esas cosas que vienen por la cultura. Odio es una palabra exagerada… fui ganando un cierto rencor: el rencor de quedarte afuera, de sentir que nunca vas a poder acceder, que no es lo mismo ser que no ser de ahí. También es un rencor contra uno mismo, como si me planteara por qué me quedé enganchado con esa mina que no me quiere. Hay un problema de autoestima grande, por qué fui a París seducido por una idea, cuando en realidad era un medio que nunca me iba a apreciar”, plantea el escritor en la entrevista con Página/12.

–¿Lo conoció a Héctor Bianciotti?

–Sí, él vino a mi casa y yo fui a la de él, era un personaje increíble. Pasó un tiempo y después lo vi un 25 de mayo en una fiesta en la Embajada, me dijo que se acordaba perfectamente de mí y empezó a decir una serie de cosas inconexas… estaba muy perdido, ya tenía Alzheimer. Bianciotti me interesó porque era el escritor “posicionado” en Francia y cuando lo fui a ver, más de cerca, vi mucha soledad. La idea de la Academia es muy impresionante; él me contó que cuando lo nombraron en la Academia Francesa se tuvo que forjar una espada original y hacer esa espada lo arruinó. Me contó que puso 20 mil euros que no tenía, todo un gran ridículo, ¿no? Él estaba de traje en muchas fotos y yo vi en ese traje el traje de Facundo Quiroga, vi el traje de un revolucionario, de un argentino del siglo XIX… Siempre estamos en la misma, queremos el traje de la Academia… qué lindo sería escribir una historia en la que hubiera una revolución. Me acordé de Sarmiento que dice en el Facundo que los gauchos parecen árabes y pensé que si hubiera una revolución en Francia obviamente estaría encarada por árabes. Esos árabes podrían ser gauchos y el traje de Bianciotti sería como el traje de un patriota revolucionario. Pero Bianciotti y la revolución no tienen nada que ver. Bianciotti fue el escritor que se adaptaba y odió el lugar en que nació. Me acuerdo que me dijo: “Yo odio Córdoba, odio al lugar en que nací”. Se había convertido en otro y parte de esa metamorfosis la cuento en la novela. Después me di cuenta de que la novela tiene que ver con cómo construir una identidad: si la identidad es el rechazo de lo que te ha sido dado para construirla completamente por vos mismo o si es, por el contrario, el sostenimiento de lo que te han dado, como Marino que, incluso en Francia, trata de ser argentino. Si hay lucha por ser otro o si la identidad es un modo tranquilo de ser, la identidad como ruptura o como continuidad. El problema de la Argentina pasa por la identidad, por no poder ser calmadamente algo; entonces te aparecen los Bianciotti y los Marino…

–Así como la novela pone de manifiesto una evidente simpatía hacia Bianciotti, Cortázar es el personaje antipático de “París y el odio”. Lo interesante o lo paradójico es que los imaginarios de estos escritores están como invertidos, ¿no?

–Sí, qué locura… Bianciotti es un personaje antipático y yo nunca gocé tanto como cuando leí a Cortázar en París. Qué te puedo decir… Cuando fuimos a París con mi mujer, me compré los Cuentos Completos de Cortázar y esa lectura fue una experiencia maravillosa. Después uno entra en Rayuela, que es como una gran pose, y alcanza cierto rencor: ¿esta es la única posibilidad de ser argentino, ser así como un copado de las circunstancias, alguien que entiende? ¿No hay lucha? Tenés razón que me da más rabia Cortázar que Bianciotti. Lo que también da más rabia es que Cortázar es más exitoso. Bianciotti sería como un pobre drama existencial; tenía un problema personal con Córdoba y ese problema siempre se puede tener. Cortázar, en tanto que argentino, te fija en una experiencia de admiración a París. Bianciotti no te fija nada, por más que él se obnubiló y quiso ser un parisino más. Cortázar te mete en una serie de admiraciones que no dejan que la Argentina sea tranquilamente el país que tiene que ser, que quede siempre enganchada por izquierda o por derecha a la idea del modelo, una idea muy de (Arturo) Jauretche. El problema de la izquierda y de la derecha en Argentina, dice Jauretche, es que tienen modelo. El problema es el modelo. El problema es que para progresar tengas que acercarte a un modelo fijo. Le tuve rabia a Cortázar por estas razones, razonadas después de haber estado en París.

–Héctor Bianco, o sea Bianciotti, dice en la novela que hay dos cuentos de Marino que no entendió, pero uno le gustó porque era sobre el miedo. ¿Esto sucedió más o menos así o pertenece por completo al terreno de la ficción?

–Me lo dijo textualmente. Me llamó como un mes después: “Hola, ¿está Matías Alinovi? Era muy formal para hablar, yo estaba solo en París, ¿quién me podía llamar? (risas). Se disculpó porque había tardado como un mes en leer los tres cuentos. “De dos no entendí nada, pero el tercero me gustó porque es algo que me pasa a mí, es un cuento sobre el miedo”, me dijo. Ese cuento que le gustó es sobre un tipo que hace dedo y se va enredando en el miedo. Y quedamos que le iba a llevar más cuentos; pero después se enfermó y le pasó todo lo que le pasó.

–En su novela, el descalabro de Bianco sucede cuando muere en un accidente Rinaldo, su pareja. A diferencia del rencor inicial y final, esa es la parte más amorosa de “París y el odio”. ¿Por qué cree que se pone en suspenso el odio?

–Es cierto, es la parte que tiene menos odio y más amor. Como estaba construido él, si moría Rinaldo moría él porque moría la posibilidad de ser francés, moría su sostenimiento. Para ellos pensé mil escenas un poco odiosas, pero no salieron. Cuando un escritor entra a la Academia hay otro que da un discurso de recepción. En el discurso que dio Jacqueline de Romilly, una escritora y académica que era ciega, dijo que la experiencia de Bianciotti prueba que se puede ser un gran escritor francés, incluso habiendo nacido en la pampa. Eso es lo odioso, es el modo de “francesizar todo”, no hay experiencia posible, todo está resignificado desde Francia y no hay modo de la existencia por fuera. En la estación “Argentine” del metro de París hay un cartel que dice que el tango es “una música de origen africano que estuvo de moda en la París de los albores del siglo XIX”. Lo que importa es que el tango pasó por París, no importa su singularidad. Como no importa que la singularidad de la escritura de Bianciotti –si hay alguna–, haya surgido de su experiencia en Córdoba. Es una mirada bien eurocéntrica. Me gusta ser un poco provocativo desde el punto de vista del nacionalismo, que es obviamente muy peligroso.
Hay que desbaratar mitos, incendiar los imaginarios bienpensantes. La ceja izquierda de Alinovi se curva automáticamente cuando se menciona el célebre título de Ernest Hemingway. “París no es una fiesta. En el libro de Hemingway, París es un drama, se cagan de frío y no tienen para comer; con esa voluntad de que sea una fiesta, puede ser una fiesta cualquier cosa”, previene el escritor. “París es una experiencia más compleja, atravesada por infinitas referencias que van de Sarmiento hasta Cortázar –explica el autor de La Reja–. Una de las cuestiones que más me encanta de Sarmiento es que él escribió el Facundo y pregonó la idea de que el centro de la civilización estaba en Francia; que nosotros somos la barbarie y todo lo que sigue como corolario de esa idea: tenemos que civilizar, que es desbarbarizar, reemplazar a los gauchos, porque hay un lugar que es el centro de la civilización que se llama París. Pero cuando Sarmiento fue a París vio que en términos conceptuales no había movilidad social, que es un dato de la barbarie y no de la civilización y que el modelo se cae. Entonces tuvo que cambiar de modelo por Estados Unidos. Imaginate para nosotros la percepción tan compleja que tenemos de París que ya desde las primeras referencias en el mejor libro del siglo XIX que es el Facundo toma ese lugar como un modelo a imitar”.

–¿Sigue siendo compleja su relación con París o cambió después de la escritura de la novela?

–Espero haber incendiado París (risas).

–¿De dónde viene la idea de incendio?

–El incendio es como el incendio de Roma, es aniquilar la ciudad. El modo de aniquilar una ciudad es incendiarla. Que es mejor que bombardearla.

–El incendio es algo que surge desde adentro, en cambio el bombardeo en general transmite más la impresión de que sucede desde afuera hacia adentro, ¿no?

–Está bien eso, es lindo… incendiarla es desde adentro. La novela quiso ser muchas cosas. Una novela que yo hubiera querido escribir es la novela de un tipo que trata de entender efectivamente cómo se incendia París: consigue nafta y prende fuego las catacumbas; pero después esas novelas delirantes no funcionan en la escritura (risas).

–¿Por qué Marino advierte en un momento de “París y el odio” sobre lo que no debe escribir: una novela sobre escritores, “sobre los propósitos tediosos de esos mismos escritores”?

–¡Qué embole, la novela del escritor! Pero es lo que termina sucediendo porque no soy un escritor ocurrente con tantas ideas como para no escribir la que escriben todos. Hay algo de la conciencia reflexiva que hay que quebrar. Antes de escribir la novela, yo quería que París fuera el correlato de una toma de conciencia: la historia de la ruina de París a medida que París se arruina en la conciencia. Ese procedimiento me parecía que permitía pensar en el afuera todos los matices del adentro; es decir la destrucción era la aniquilación de París en la conciencia. Otra cosa que quiso ser la novela es una novela de Bianciotti, una novela que es un homenaje a París, pero en la mitad lo que estamos leyendo es la traducción de esa novela que hace Marino, que como le da rabia y rencor, interviene y la tergiversa y se termina incendiando París en la novela. No lo supe hacer; era complejo.

–Es una lectura posible que admite “París y el odio”, ¿no?

–Sí, pero no pude hacer más para que no fuera sólo una lectura posible. Uno quiere que la novela sea muchas cosas, luego la novela es lo que uno puede más que lo que uno quiere… “Los árabes que de lejos parecen gauchos”… eso es algo que me gusta; es una idea de Sarmiento mezclada con una línea de Borges porque bajo el influjo teórico de Montesquieu, Sarmiento quiere ver árabes en los gauchos y dice que son como las hordas beduinas. Pero “que de lejos parecen gauchos” es una línea de Borges en “El idioma analítico de John Wilkins”, que cita famosamente aquella clasificación de los animales que figura en una enciclopedia china, real o ficticia, una entrada que corresponde a los animales “que de lejos parecen moscas”.

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[Infobae]

“La literatura es una incesante lucha en contra del lugar común”

Por Matías Méndez

Las citas que abren el libro son la primera señal de lo que nos vamos a encontrar en la última novela de Matías Alinovi: Ernest Hemingway, Eva Perón, Jean-Paul Sartre y Silvina Ocampo conviven en las dos primeras páginas de París y el odio (Entropía). Con esa mixtura, el lector ingresa y rápido recibe otro llamado de atención para que agarre el libro con más ímpetu: "La decisión de incendiar París fue repentina. París o Francia, era lo mismo", así comienza el libro de Alinovi, autor de una recordada y elogiada novela, La Reja (Alfaguara, 2013).

Si en aquella primera novela la reflexión acerca de la identidad entraba en juego a partir de la toma de una casa en el Conurbano, aquí Alinovi la plantea desde la construcción que puede hacerse de una nueva. Lo hace tomando datos biográficos del escritor Héctor Bianciotti, que se radicó en París, se naturalizó francés y fue el único miembro proveniente de un país hispano que integró la Academia Francesa de Letras. Alinovi vivió ocho años ahí, lo conoció y se sintió atraído por la decisión de Bianciotti de construirse una nueva identidad. "Esa idea de la negación de unos orígenes y la integración en otra cultura me interesaba particularmente, porque yo me sentía en el lugar opuesto: me parecía que la identidad era sostener el origen", afirma Alinovi en el estudio de Infobae.

En esta entrevista, el autor cuenta cómo Bianciotti llegó a olvidar palabras del castellano, reflexiona sobre la identidad, sobre la idea argentina de París, sostiene que en Julio Cortázar conviven dos escritores y explica su posición frente a la escritura.

—¿Se planteó esta novela con la idea de hacer una biografía de Héctor Bianciotti?
—Sí, quería utilizar los datos biográficos de Héctor Bianciotti que conocía y ponerlos en la novela y los que no conocía los inventé. No hacer una biografía, lo que me interesaba del personaje era que representaba para mí al tipo de escritor, te diría de persona en general, que es capaz de adaptarse a un nuevo lugar olvidando el lugar de origen. Él lo logró y la metáfora fue tan perfecta que murió olvidando todo con Alzheimer. Se volvió un personaje muy francés, muy amable, muy difícil de definir de dónde vendría, un personaje con un levísimo acento. Me encontré con él algunas veces y a mí me sorprendió mucho. Yo le preguntaba por Córdoba, porque él nació ahí y me dijo: "Yo odio Córdoba".

—¿Usted veía en él una negación de la identidad?
—No, yo veía un modo de construirse una identidad que sería negar el origen para una identidad construida por el entorno, ser es ser francés o ser es ser del lugar que vos elegís. La identidad como una idea de elección personal y no como una fatalidad.

—¿La identidad como una construcción y no como lo dado?
—Absolutamente, uno siente que la identidad es lo dado, es el tesoro de la cultura que se te confía para bien y para mal. Aparecés en el mundo y sos fatalmente argentino, qué le vamos a hacer. Con eso es con lo que tengo que hacer, es lo que Sartre llamó la facticidad, es lo que no elijo. Gracias a que hay algo que no elijo es que puedo elegir. Es trascendiendo eso que no elijo, trascendiéndolo hacia mis propias posibilidades es como me construyo y como me convierto en alguien. No es la única forma de entender la idea de la identidad, él la entendía como parte de las cosas que podían ser elegidas, no como algo dado.

—¿Como una búsqueda?
—Quizás como una búsqueda.

—¿Le atrajo eso cuando lo conoció personalmente o cuando lo veía en la escena pública?
—No sabía prácticamente nada de él antes de conocerlo, salvo que formaba parte, y este es un dato que siempre fue muy llamativo, de la Academia de Letras Francesas, que tiene como una cuestión de récord, es el único. Es también una institución como decimonónica, en donde están vestidos con trajes, hay que hacerse forjar una espada cuando uno entra, se hacen llamar "Los inmortales". Es una cuestión que para nosotros remite a la logia, a la secta. No sabía nada, salvo eso y lo llamamos por teléfono desde la nada, siendo absolutamente nadie; nos atendió y vino a comer a la casa en la que vivíamos. Conocíamos un personaje muy raro, era como un tipo muy pintón, tenía un porte como de actor de cine, alto, de ojos verdes. Vino muy trajeado, empezamos a hablar y fue muy interesante. Se había olvidado muchas palabras, por ejemplo, se había olvidado la palabra "venta", me decía /vont/, se había olvidado la palabra "tractor". Me contó que había conocido a Eva Perón en la fábrica de aviones de Córdoba, donde trabajó poco tiempo y que un día fue Eva en un tractor. Decía: "Eva estaba subida a una de esas cosas que andan por el campo"; y yo le dije: "carreta", y me respondió: "¿Qué carreta?", y después entendimos. Conocimos a ese personaje muy raro y después lo cruzábamos en encuentros mundanos como en la Embajada y ese tipo de cosas, y siempre me llamó la atención la voluntad de convertirse en francés olvidando los orígenes.

—¿Ese olvido lo llevó a olvidar el lenguaje?
—Sí, se olvidaba las palabras castellanas. Estuvo muchísimos años sin volver a la Argentina, hasta que volvió con el presidente [Jacques] Chirac, porque es un poco el papel que juegan en la Academia Francesa, son como los representantes de las culturas del mundo y entonces los presidentes toman apoyos de ellos.

—Crecimos escuchando dos leyendas: una, que París es la ciudad luz, una suerte de meca de la cultura hacia la que hay que ir y la segunda, que Buenos Aires es la París del sur, y usted viene con su novela a barrer con todo eso.
—Está bien, lo ponés en términos de la infancia y las ideas de la infancia están llamadas a ser, tarde o temprano, abandonadas. Es como un llamado al abandono de esas ideas, a la crítica de esas ideas desde todos lados. [René] Descartes propone como punto de partida de su filosofía justamente eso, dice: "Desde chico he recibido unas ideas, nunca las puse en duda, las acepté como verdaderas, alguna vez tengo que hacer la crítica de esas ideas y entender por mí mismo si son verdaderas o no". Ser argentino es un poco recibir la idea de que París es todo lo deseable, es la civilización, es una idea vieja para nosotros, que viene de [Domingo F.] Sarmiento y de la generación del 37. Nosotros recibimos la idea como la recibe un chico; además recibimos que debe ser nuestro modelo y que debemos acercarnos a ella y que Buenos Aires es la París de Sudamérica.

—Inclusive que lo fuimos…
—Eso también está bien: sería el mito de la edad dorada, hemos sido, hemos podido serlo, quizás podamos serlo de nuevo. Me hiciste acordar a [Mario] Vargas Llosa diciendo que Argentina tiene que ser lo que ya fue, lo cual es una cosa bastante desconcertante: "Tengo que ser lo que fui, pero no sé qué es eso que fuimos". Está ahí dando vueltas el mito. Eso nos recorta y nos distingue de Latinoamérica, nos hemos pensado siempre como muy atraídos. Ninguna de estas ideas es novedosa, están todas en el Facundo, están todas en la generación del 37. Ser argentino es un poco recibir la idea de que París es todo lo deseable, es la civilización

—¿Hemos crecido con el mito de que somos más europeos que latinoamericanos?
—Absolutamente, y es una lástima eso, es como un destino sudamericano fallido. Me parece que la historia nos ha pasado por arriba y que esta novela a veces la pienso como vieja en su planteo, porque la idea de la idealización de París corresponde a generaciones anteriores. Me parece que eso se abandona, tarde o temprano.

—Si uno piensa el título, París y el odio, también habría que decir que nunca hemos pensado el odio atado a París, sino que está vinculada más al amor que al odio.
—Edgardo Scott, un amigo, me dijo que no le cerraba el título y después me dijo: "Es lindo porque lo entendí: es el amor y el odio". Yo no lo había entendido y él lo entendió, y me parece que está bien como lo entendió. París desde el título está en el lugar del amor, de un amor no correspondido además y esto es lo que a mí me hace un poco mal de eso, es extraño querer tanto a alguien cuando ese alguien no se fija en vos.

—En la novela incluso postula a ese alguien, París, que sólo se mira a sí mismo, por ejemplo, en una escena en una estación de metro. ¿Por qué?
—Ahí hay un cartel que dice: "El tango es una música de origen africano que estuvo de moda en la París de comienzo del siglo XX", esa es la definición del tango. Es una definición francesizante. Ellos dicen, está escrito por ahí, que Francia se hizo en todo y que eso está bien porque es un modo de entender la realidad. Por eso digo que es raro poner a alguien en el lugar del amor cuando ese amor está tan poco correspondido que ni siquiera aparecés nombrado en la línea que define al tango. Es raro.

—Plantea una referencia a lo que podríamos llamar las primeras lecturas. Hablo de Cortázar, sobre el que el narrador dice: "Caminando por París te caminaba Cortázar por encima". 
—Qué injusto, qué feo decir eso, la verdad que me siento muy mal. Hay algo de eso, hay algo de la caricatura París hecha por Cortázar o que nosotros vemos así. Me siento mal y casi que no quiero decir nada, pero es verdad que Rayuela es una novela que se lee en la adolescencia y que parece estar muy por debajo de las posibilidades literarias de Cortázar, que parece ahí haber un Cortázar él mismo adolescente, un poco obnubilado por esas posibilidades de París.

—¿Barroco?
—Puede ser barroco, un poco sustancialista, como si París fuera una sustancia maravillosa. Todas esas cosas que a mí siempre me parecieron un poco ridículas, eso de los encuentros fortuitos, de La Maga… Nadie se encuentra con nadie. Uno sale caminando para Palermo y otro para Constitución y no nos vamos a encontrar. Está bien, ahí me pueden acusar de que estoy perdiendo el aspecto más importante o el romanticismo de la novela. No sé, Cortázar es un extraordinario escritor y luego es una persona, que como persona puede estar más o menos influida, más o menos atraída por cuestiones más o menos banales. Yo disfruté, como casi ningún otro grupo de cuentos, los cuentos de Cortázar, a los que leí en París.

—¿Pueden parecer dos escritores?
—Son dos escritores completamente distintos. Eso lo sentí muchas veces, el de Rayuela y el de los cuentos.

—Hay una palabra que cruza la novela y en la que me quiero detener: 'afectación', que creo que está postulada acerca de París, pero también sobre el campo literario. ¿Es así?
—Creo que sí. Dos cosas: una, es pesado que siempre la literatura, porque me decís esto y me reconozco en ese lugar y pienso: "miles de tipos han escrito" y siempre escribir es escribir sobre la afectación de la literatura o criticarla. Cuando era chico, pensaba que hablaban sobre la escritura y yo quería que hablaran sobre las novelas, hay algo del regodeo que está siempre presente que lleva a la afectación, a lo remanido. La otra cosa, yo entiendo a la literatura como una incesante lucha en contra del lugar común, en el sentido más amplio del término: en la escritura, en las palabras, en los temas, en las posiciones, en las opiniones, en la afectación. Hay algo en la literatura que siempre empuja para el mismo lado, hacia el lado de la afectación, de lo remanido, del lugar común. Es como una tradición la de la literatura, muy agobiante por momentos. Ya se ha dicho todo, ya se ha escrito todo, ya han aparecido todos los personajes en el mundo. Seguir escribiendo es enfrentar esas dificultades, con mayor o menor éxito, pero enfrentarlas, no ceder al lugar común, a la tontería.

—La novela tiene un protagonista que navega entre el fuego y el agua, entre las piletas que visita y su deseo de incendiar París.
—Este Iladio Marino, que tiene un nombre ridículo pero no encontraba el nombre. Entre el fuego y el agua, sí. El agua sería la metáfora de lo gentil, de lo amable, de lo que permite navegar y el fuego sería la de la destrucción. Está entre esos dos estados de ánimo, un estado agua y un estado de ánimo, fuego. Es un poco París, que puede ser amable, interesante, que puede ser atractiva, pero también puede ser dura, excluyente, puede ser antipática.

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[Evaristo Cultural]

Idiosincracia

Por Luis Adrián Vives


–Me gustaría iniciar esta entrevista pidiéndote algunas reflexiones acerca de la libertad en su relación con las diferentes partes de la identidad: la del origen, la que se relaciona con la lengua, con el idioma, la identidad cultural; la de la política; la de la religión; la del género, la sexual…Las identidades parciales, como puentes hacia la aceptación o el rechazo.

–Es una pregunta difícil. Puedo decir esto: ninguna de esas contingencias –origen, idioma, cultura, género– restringen verdaderamente la libertad. Tendemos a pensar la libertad como pluralidad de posibilidades y creemos, en consecuencia, que si las cartas están jugadas de algún modo –soy hombre, luego, las posibilidades que tendría siendo mujer no me pertenecen; soy argentino, luego, las posibilidades que tendría siendo austríaco me están vedadas– somos menos libres que si no lo están. Queremos conservar el mazo entero entre las manos. Lo cierto es que el único modo de ser libre es elegir qué hacer con algo que no he elegido. Sartre llama facticidad a todo aquello que no elijo. La facticidad es, en definitiva, la que me permite elegir: es la condición de posibilidad de mi libertad. De todas formas, creo que tu pregunta apunta a otro lado. Me estás diciendo, según entiendo, que la facticidad puede ser aceptada o rechazada por mí. Sí, claro que sí. Creo, sin embargo, que en el rechazo de la facticidad, en el fingir que no soy argentino, por ejemplo, hay una cierta mala fe. Y los proyectos de mala fe no habilitan la libertad. No hago más que repetir ideas de Sartre, pero debo estar eligiéndolo.
Tal vez haya otra dimensión en tu pregunta, que yo estoy desconociendo. Podría ser que esos puentes hacia la aceptación o el rechazo a los que te referís supongan la aceptación o el rechazo de mi persona por parte de otro. Bueno, si yo elijo libremente algo –vivir una cierta facticidad de algún modo, digamos: sentirme orgullosamente cordobés, o esconder celosamente que nací en Córdoba, por ejemplo– lo elijo frente a los otros, que me hacen sentir las consecuencias de mi elección. Así, debo asumir lo que los otros opinen de mí –la aceptación o el rechazo en tu pregunta– como una nueva facticidad, que no limita verdaderamente mi libertad, sino que es consecuencia de ella.


–¿Qué podemos adelantarle a tus lectores sobre la personalidad de Eladio Marino y sobre sus verdaderas ganas, las de escribir y, otras, las de incendiar la París que no le cierra.

–Que las ganas verdaderas, e impracticables, se tramitan simbólicamente. O que el incendio es metáfora de otra cosa. Que no debo tener mucha imaginación, porque ya escribí otra novela con incendio. En principio, yo quería escribir una novela rigurosa sobre un estudiante argentino que llevaba su voluntad de incendiar París a la práctica. Explicarlo todo, salvo las razones del incendio. No explicar nunca por qué quería incendiar París, sino cómo lo hacía. Mostrar los medios con que contaba, las distintas posibilidades, si las había. Cómo ponía en marcha esos medios. Cómo convencía a otros, porque no creía que la tarea pudiera llevarse a la práctica de manera solitaria. Todo. No supe escribir esa novela. Y escribí la que pude. La historia de un estudiante argentino que proyecta escribir una novela en la que alguien quiere incendiar París. O que traduce la novela de otro y la tergiversa, y hace aparecer el incendio de París que el otro nunca contó.


–¿Cuándo y cómo Cortázar termina convirtiéndose en una especie de mochila que debería abandonarse para caminar mejor por la ciudad de las luces?

–Cuando se vuelve póster. Referecia cultural insoslayable. Pero no estoy seguro. Fui muy feliz leyendo los cuentos de Cortázar. Los buenos servicios es un cuento perfecto.


–Hablemos de los mitos que giran alrededor de París; y estoy tentado de pedirte una opinión sobre cuál habría sido la intención de hacer circular algo que, si bien en principio no calzaría en la categoría “mitos”, adquirió suficiente popularidad; me refiero a esa suerte de fábula sobre las cigüeñas que traen a los bebés desde aquel centro de la civilización.

–No lo sé. Me parece que, al revés, el mito de la cigüeña, si lo es, responde a la necesidad de dar una respuesta al modo en que los niños llegan al mundo. Y que al tener que inventar de dónde vienen, aparece la referencia a la centralidad por antonomasia: París.


–¿Cuándo, en qué casos el resentimiento pasa a estar justificado?, ¿siempre, nunca, excepcionalmente?

–Me cuesta pensar la relación entre sentimiento y justificación. Odio a alguien: ¿cómo se justifica ese odio? ¿Qué quiere decir que ese odio está justificado? Más bien tiendo a ser víctima del odio. El odio es un proyecto fallido, aunque a veces sea difícil de evitar.


–¿A qué respondería esa francofilia que se evidencia en las élites locales que decidieron la orientación de nuestra cultura nacional?; hablemos un poco de las élites letradas.

–Entiendo que es antigua, originaria, y que responde a la distancia extraordinaria que existía entre el Río de la Plata y París, centro mundial de influencia política y cultural, en el siglo XIX. Y también al viaje que Echeverría hace en 1830. Y a otras razones que no podría precisar. En un pasaje de su autobiografía, Vicente López enumera los autores románticos que el viaje de Echeverría les permite leer, los libros que trae con él –Cousin, Chateaubriand, Dumas, Saint-Simon, Hugo­– y explica: “aprendíamos a pensar a la moderna”. Es decir que el primer grupo de pensadores argentinos establece, y deja escrito, que España es el atraso y Francia es la modernidad. Esa idea hizo un larguísimo camino entre nosotros.


–¿Cómo compatibilizar la perspectiva de la alteridad con la intolerancia que nace del lenguaje, en virtud de una tendencia a lo hegemónico?

–Siento que la pregunta me supera, porque incurre en peticiones de principios y exige aceptar presupuestos sobre los que no puedo decir nada. ¿Por qué suponer que la intolerancia nace del lenguaje? Y si así fuera, ¿por qué esa intolerancia surgiría de una tendencia a lo hegemónico? ¿Y de dónde vendría esa tendencia hacia lo hegemónico? ¿De una impronta personal del lenguaje? ¿De la sociedad, de la ideología, del Estado? Además, existiría algo que en la pregunta se nombra como perspectiva de la alteridad, que debería ser compatibilizado. Creo que hay toda una filosofía implícita en la pregunta de la que yo debería saber algo para poder responder.


–Héctor Bianco, ¿un ejemplo de pensar y de sentir en otro idioma?; la tarea de ir moldeando una nueva identidad y el esfuerzo por llegar a cumplir sus deseos. Ficción y realidad. ¿Qué podés decirnos de este personaje, esencial, cuya historia se cruza con la de Marino?

–No digamos nada del meollo de la cuestión.
Puedo decir que el personaje de Bianco decide que ser, en París, es ser parisino. Y entonces olvida voluntariamente que no lo es. Olvida su origen, su lengua, y un pasado ambiguo. Y se convierte en uno de los inmortales de la academia.


–Tu mirada sobre la librería Shakespeare, y la inteligencia de incluirla en la novela. Hablemos de ello, si te parece.

–El primer departamento en el que viví en París, muy poco tiempo, estaba pegado a la librería Shakespeare. Todos los días miraba la vidriera, entraba, veía a la gente extasiada. El lugar se me fue configurando como un simulacro bien montado. Y se me convirtió en metáfora de París.


–La homosexualidad aparece con cierta fuerza acompañando relatos que conforman esta novela y, fundamentalmente, en lo que hace a personajes vinculados al arte y a la literatura; ¿esto tiene que ver con París o se trata de una mirada más amplia?

–En alguna entrevista, Borges dice que tiene algunos amigos homosexuales –cuando alguien usa el giro “tengo un amigo x”, todos temblamos, ¿no es cierto?– y que a esos amigos les ha advertido lo siguiente: no vamos a hablar de tu homosexualidad, porque igual hay otros temas, por ejemplo el universo.


–Un pasaje brillante, como tantos otros, tiene que ver con “las vidrieras europeas”; me pregunto si cuando te referís al “viejo” de la librería, no estarías haciendo por vía de implicación, alguna alusión indirecta a otro personaje principal -pensé en H.B.-

–No lo había pensado. Pero no puedo rechazar la interpretación. En principio, me refiero a George Whitman, que fue el propietario de la librería, y al que yo veía todos los días, sentado detrás de la vidriera. Whitman era un personaje de París, de esos entre genuinos y falsos que hay en todos lados, como dice Bioy Casares. Pero de repente me doy cuenta de que tu interpretación es increíblemente certera: la impostura de Whitman sería a su librería, lo que la de Bianco a París. Sí.

–Para ir cerrando esta entrevista, te pregunto por el proceso de escritura, y por el dominio del lenguaje que hace de la lectura, de París y el odio, un placer adicional al enriquecer la trama y el argumento.

–Del proceso de escritura no sé bien qué decir, salvo que siempre escribo menos de lo que quiero. Menos tiempo, con menos empeño.


–Y, por último, te pido nombres de aquellos escritores, hombres y/o mujeres que consideres que, de un modo u otro, pudieron haber ejercido alguna influencia en tu formación, más allá de este estilo propio.

–Contesto como un revolucionario heroico: no voy a dar ningún nombre. Me parece que todo lo que uno lee sirve para algo. Para saber qué quiere hacer, o qué no, de un modo general. Para recordar el placer extraordinario de ciertas lecturas y sostener la ilusión de que uno también podrá alcanzarlo.