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Reseñas
Radar Libros
(Ángel Berlanga)
Los inrockuptibles
(Lucas Mertehikian)
Debate
(Hernán Ronsino)
Los asesinos tímidos
(Damián Lorenzo)
Revista Ñ
(Homero Aridjis)
El lince miope
(Emanuel Gatto Mainetti)
Estructura Mental a las Estrellas
(Verónica S. Luna)
Entrevistas
Llegás
(Fernanda Nicolini)
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[Radar Libros]
Música para el fin de la infancia
Por Ángel Berlanga
Lo que le va pasando a un pibe de once, doce años, en cinco jornadas esparcidas entre invierno y primavera del ’86, verano del ’87: a eso se asoma el lector de La sed, novela inicial e iniciática de Hernán Arias (San Francisco, Córdoba, 1974). Fechada en 2003, publicada dos años después, ganadora del premio provincial Daniel Moyano y editada ahora en Buenos Aires, La sed se lee de un tirón, reivindica la morosidad del tiempo y deja una extraña sensación pictórica, que acaso provenga de las sutiles capas de sucesos familiares narrados en primera persona por el protagonista, sucesos que no se tornan tales por estruendo, efecto o vertiginosidad sino más bien por una voluntad de mirar en detalle, de aprehender lo que pasa, se dice o se hace, quizás en busca de entender, o de encontrar algún sentido.
Las jornadas que evoca el pibe/protagonista/narrador transcurren en el campo, casi todas con epicentro en una casa que la familia tiene en las afueras de un pueblo cordobés, donde viven. La del invierno es una cacería de perdices y liebres con perro, padre, tío y abuelo; la de la primavera, la tala de un árbol en medio de un monte de un campo vecino y el arrastre hasta casa del tronco para hacer leña, guiado por el tío. Luego, ya en el verano, sobrevendrán una tarde de carreras de caballos, con sus caudales de apuestas y vino, en un camino abandonado; una visita del tío, acompañado por una amiga (¿dónde está la tía?) y por su hijo (el primo); y, al final, un asado abundante, hecho artesanalmente y celebrado, mientras se acerca implacable una tormenta. Aunque al comienzo puede pensarse casi en un relato pormenorizado, sobre el pucho, para un diario personal, con el andar de las páginas hay señales de que el texto fue escrito a cierta distancia temporal, pero cuánta. Al margen, Arias lleva al lector ahí, a los momentos en los que está el chico. Pasado-presente: eso es uno. ¿Pero cómo hace, Arias? Cuenta corto, sustancia pura; pura sustancia al latir del pibe, al que le interesa qué dicen y hacen los suyos e ir experimentando su propio observar y hacer. Tiene, el pibe, conciencia de estar descubriendo el mundo y una curiosidad activa que sopesa y balancea tutelaje, en términos de estilo, entre el talante del padre y el del tío, el primero más controlado y correcto, el segundo más suelto, transgresor, rupturista. La tensión entre ambos, la enfermedad de la abuela que se agrava y la mudanza del primo a Córdoba capital marcan, en esos meses, un tiempo de transición: familia que se resquebraja, paraíso que se reconfigura, fin de infancia. Arias compone estas perplejidades y algunos riesgos que afronta el chico con una sutileza asombrosa: las notas precisas para que la música suene más allá de los tiempos.
Para La sed, Arias dispone un marco bastante preciso: el universo del pibe se ciñe casi exclusivamente a lo que vive en el campo con su familia. Apenas si hay alguna referencia a su vida en el pueblo. No son los únicos recortes: tampoco hay referencias políticas específicas o inquietudes directas sobre el sexo o el amor. Y sin embargo el tío ha abierto, en la percepción del chico, unas grietas que invitan a asomarse. Cuando cuenta, por ejemplo, que un vecino terminó enloqueciendo de avaricia. Cuando brinda, en el asado final, “por la justicia y la libertad”. Su amiga le ha dicho al chico, en aquella visita, que el ardor físico, el de una herida, es como la sed. Que ella se había criado en un pueblo playero, que de chica no podía entender que toda esa agua no se pudiera tomar y que esa llanura, la que tenían ante sus ojos, era igual al mar. Inmensidades inabarcables. Como los tiempos, las vidas en perspectiva, el pasado-presente de esta novela que juega, en su cita inicial, unas palabras de Cioran: “Cansado del futuro, he atravesado los días y, sin embargo, estoy atormentado por la intemperancia de no sé qué sed”.
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[Los inrockuptibles]
La sed
Por Lucas Mertehikian
Con La sed, Hernán Arias ha logrado armar una novela limpia y cargada a la vez. Limpia de sentimentalismos, ingenuidad, artificios, poses; cargada de emotividad, imágenes, ecos. Construida en torno a un narrador infantil (con todos los riesgos que eso implica), Arias escapa a los lugares comunes que en general esa forma de percepción trae consigo. La doble condición de prosa limpia y cargada se traduce en una puntuación bastante particular, que resulta en párrafos muy largos hechos de oraciones bien cortas. Esta especie de combinación de una sintaxis micro y otra macro, contrapuestas, permite a la narración una fluidez extraña. Abunda en descripciones minuciosas, pero como confía más en las acciones que en lo que sus personajes puedan decir acerca de ellas, el lector entra en la dinámica del relato sin esfuerzo.
Novela de formación rural, La sed recopila cinco episodios en la vida del narrador que siguen una progresión cronológica lineal: una cacería, una tala de árboles, las carreras de caballo del pueblo, una visita de un tío recién divorciado y un asado. Se trata de pequeñas excursiones del yo al exterior –del territorio– y al interior –de la familia–. Esos dos espacios, campo y familia, forman el radio que da la medida del círculo dentro del que narrador y personajes se mueven. El centro es inestable: a veces es el paisaje; otras veces, el padre; al final, el tío.
El yo que narra sigue de cerca ese centro móvil, como si no pudiera alcanzarlo nunca. Su relato minucioso mezcla acciones mínimas con brevísimos destellos de conciencia. El lector tiene la ambigua sensación de estar situado dentro de una mente casi vaciada de prejuicios, una tabula rasa sobre la que el ambiente va dejando sus huellas. Pero, al mismo tiempo, la voz narrativa es tan clara, tan distinguible, que da la impresión de ser una monada sin ventanas. Esto se nota en los poquísimos cortes de párrafo, casi siempre dados por la intervención oral de algún personaje. Esas frases ajenas funcionan como cuchillos que cortan el hilo hipnótico de esa conciencia en proceso, obligando el salto de línea. En cuando al tratamiento del lenguaje, su ritmo y densidad, el trabajo con la omisión es tan efectivo como podría serlo: las palabras valen por ellas mismas y por las que no están. Su limpidez carga a La sed con la potencia, más que de lo no dicho, de lo indecible.
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[Debate]
La mirada de la infancia
Por Hernán Ronsino
En su primera novela, La sed, recientemente editada por Entropía, Arias modela, en cinco fragmentos fechados entre junio de 1986 y febrero de 1987, la percepción y la mirada de un chico en un pequeño lugar de Córdoba, más bien, en una zona rural. La cacería de liebres, los vericuetos del monte, las carreras de caballos, y un tío que trae, en su idealización, el eco de aquel tío del cuento de Walsh, en tanto héroe, todo eso, compone el entorno y el espíritu de un relato intenso. A partir de ese mundo familiar se va trenzando un profundo vínculo, entrañable, diría, con la naturaleza y con el mundo de los adultos. La violencia aparecerá como un elemento constitutivo de ese universo. Pero bordado por el afecto: los asados, las historias del lugar, los italianos, Buttiglieri, la figura enigmática de esa mujer, Lucrecia, que le cuenta al chico que el dolor de una lastimadura se parece a la sed. Y entonces esa ausencia que comenzará a perfilarse, mientras una tormenta se gesta y estalla al final. Una tormenta en la pampa. Esta novela explora la educación sentimental de un chico que comienza a percibir los bordes del mundo. Se abre, en esa construcción, a partir de una prosa sumamente cuidada, morosa, un clima o una forma de pensar el tiempo. En La sed se instala una indagación sobre la realidad encarnada en la mirada de un niño arrojado en la inmensa pampa.
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[Los asesinos tímidos]
La sed
Por Damián Lorenzo
La sed, de Hernán Arias, es una novela de fácil lectura pero que en su sencillez esconde una estructura precisa. Escrita en párrafos extensos, las oraciones son más bien breves; el lenguaje no es rebuscado, pero a medida que se va leyendo, la información que recibimos es mucha y en diferentes niveles. Propio de las narraciones que tocan la mitología de la infancia y las tierras del recuerdo, (pienso en Cuenta conmigo, la nouvelle de Stephen King, El oso de Faulkner), cuando éstas están bien logradas, siempre, pero siempre, hay algo más que descubrir detrás de las simples palabras.
Su autor, Hernán Arias, nació en San Francisco, Córdoba, y la tentación del lector es de enmarcar esta novela en una especie de biografía infantil, o de típica novela de formación del autor. El narrador recuerda vivencias que suceden en las afueras de un pueblo de Córdoba, en el campo: una cacería de perdices y liebres, con los varones de su familia (su padre, tío y abuelo), una suerte de iniciación en la virilidad del niño. Otra vez el tío aparece en el siguiente relato: es primavera y para hacer leña deben talar un árbol en medio de un monte y arrastrarlo hasta el hogar. También hay otro recuerdo con una carrera de caballos, alcohol y dinero en juego, una equívoca situación con su tío y una amiga de éste, y una tormenta que se aproxima y un asado enorme, con festejo de por medio. La enfermedad de su abuela y la mudanza del primo a Córdoba capital.
Como se verá, los temas parecen meramente costumbristas, no prometen mucha acción ni emoción, sin embargo, y como ya se dijo, La sed es un libro para leer entre líneas, para leer en forma minimalista (ojo, no es “literatura minimalista”), al detalle, recoger las pistas que nos deja el autor y con eso resignificar lo leído. La sed está escrita en base a una escritura “artesanal” en su más precisa acepción, algo que en tiempos de literaturas blogger, autoreferenciales/aburridas y policiales berretas, es una luz en el camino.
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[Revista Ñ]
El paisaje interminable
Por Homero Aridjis
¿Es La sed un ejercicio epigonal, una variación de alumno sobre la obra de Juan José Saer? ¿Es un regreso de las preocupaciones argentinas sobre los temas faulknerianos, pasados por el tamiz del objetivismo francés y la reticencia de Hemingway? Es una novela de tema rural, con el asunto del aprendizaje infantil en el centro y el paisaje del chato este cordobés aplastado bajo un viento constante y furioso. Es una novela morosa, detenida con una lírica precisión (seca, objetivista) en las maniobras de las que depende la vida en el campo. Pero alimentada como está por la lectura de la tradición literaria, La sed (el título no podía ser más vitalista) no está asfixiada por ella, y es más bien un trozo vibrante de vida: desgajada en cinco capítulos de extensión obsesivamente pareja, la novela cuenta en sordina la travesía sentimental de un chico que pasa por la ordalía de Perceval (está mudo para hacer las preguntas exactas en el momento indicado) mientras aprende a cazar, a hachar y a cocer la carne, pero también a tolerar la pérdida (sus tíos se separan, su primo se va a la ciudad, su abuela está gravemente enferma en una pieza de la casa junto al campo), a tolerar lo tácito (el árbol hachado por el tío debe ser ocultado de los empleados del tipo en cuyo campo fue talado; las cuadreras funcionan como una escuela de sobreentendidos), y, sobre todo, a entender que el sentido del mundo es una materia en constante disputa, que toma a cada hombre como medida posible.
Porque el núcleo del conflicto va más allá de cómo hacer cosas con las manos. Dos voces, el padre y el tío, discuten de manera acérrima e indefinida. El padre es cauteloso, austero, y respetuoso de la ley; el tío es desaforado y anarco. El padre mantiene una ordenada vida familiar mientras el tío se separa y sostiene una relación opaca con Lucrecia, una antigua novia rosarina. Entre los dos, padre y tío, se dirime la grave pregunta sobre lo que significa vivir bien, y es una pregunta especialmente política: ¿Fue una buena vida la del gringo Buttiglieri, que maltrató obreros y mujeres y a quien el dinero volvió loco, y terminó volándose la cabeza mientras perseguía un zorro que le robaba gallinas?¿Vive bien el padre con su cautela, hasta con su temor? Pero también: ¿Vive bien el tío que brinda, en el asado final, por la libertad y la justicia, sin nombrar la ley? El claro mandato que el padre trata de imponerle al primo Daniel (“¿ya sos un cordobés? No. Yo soy del pueblo”) es interferido por la fuerza libertaria del tío, y la conciencia del protagonista queda dividida, atravesada por la literatura. Quizás La sed cuente eso: cómo se forma un escritor (no cualquiera: el escritor Hernán Arias). Después de todo, la voz que reconstruye esa experiencia infantil es demasiado consciente para ser la de alguien que decidió ser cualquier otra cosa. Por eso es una suerte de mito personal, y una parábola sin moraleja: a pesar de que ha aprendido todo lo que hace falta para sobrevivir en su tierra y pertenecer, atormentado por la intemperancia de la duda y separado de su relación natural con el paisaje, el narrador se prepara para ser un extraño en un mundo cuyo sentido permanece indefinidamente abierto.
Escrita originalmente en el año 2003, la novela (que ganó en Córdoba el premio provincial de novela en 2004) tiene además la virtud menor de anidar una pequeña profecía sobre la política argentina, y de revelar el talento instantáneo de Arias, ya que como dice el escritor argentino Oliverio Coelho en la contratapa, “si invirtiéramos los tiempos de la vida [La sed] podría ser el resultado de años futuros de escritura”.
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[El lince miope]
La sed
Por Emanuel Gatto Mainetti
Publicada en 2005, tras haber ganado el concurso “Daniel Moyano” el año anterior, y reeditada en 2011 por la editorial Entropía, La sed de Hernán Arias es de esas novelas que han sido concebidas con el fin de decirlo todo.
Ambientada en la pampa gringa, La sed puede leerse como una especie de monólogo interior y biografía infantil, cuyo narrador-protagonista, un niño de once años, es el vocero de la cotidianidad rural. Asumiendo el rol de observador participante, la mirada del niño está presente en cada rincón del relato. Nada se escapa a los ojos del narrador.
La sed está hecha de todos los rituales propios del universo campestre: la tala de árboles, la cacería de perdices y liebres, la preparación de asados, las carreras de caballos. El niño observa y aprende del abuelo, del padre, del tío: los personajes encargados de la construcción de su masculinidad y hombría.
Arias no deja detalle al azar, construye su novela en base a la idea de narración total. Apuesta al exceso y al agotamiento de una experiencia, sin necesidad de apelar al estallido. Trabaja su prosa con morosidad, el lenguaje se torna imperceptible, silencioso, asfixiante. La amenaza está siempre por llegar, desde la primera hasta la última página, como si Samuel Beckett hubiese puesto a su Godot a la puerta de la pampa gringa.
La lectura de La sed bajo categorías y claves literarias que parecen insuficientes, nos obliga a buscar equivalentes en otras artes; es un texto desbordante, incómodo, le hace decir a la literatura aquello que aparece escondido, ausente y anónimo. Hay algo cinematográfico en el ritmo del relato, como si cada frase fuese objeto de un plano-secuencia. Arias arma su novela en base a los tiempos muertos del mejor Antonioni o a lo Lisandro Alonso (para buscar un ejemplo doméstico). La premisa de la novela está organizada bajo la máxima “más que contar una historia, prefiero observarla”.
La sed puede ubicarse como una novela de climas, la trama le cede el espacio a la atmósfera. Lo importante para Arias es transmitir sensaciones, desestabilizar objetos, tornar ambiguo el interior/exterior, lo íntimo y cotidiano devora el contexto político y social. No es que Arias le esquive a lo político, sino que el ambiente opresivo y oscurantista del texto parece fagocitarlo todo.
Texto saeriano, carveriano, hemingwayano, La sed contiene lo mejor de cada uno de estos autores. La puntuación es propia de Saer, el minimalismo homenajea a Carver y la teoría de la omisión de Ernest Hemingway atraviesa toda la novela. Las influencias, sin embargo, no anulan la voz de Arias, sino que la potencian, porque antes que nada estamos en presencia de un texto ariano; es como si el autor hubiese optado por defender aquella frase de Roland Barthes: “La Literatura es como el fósforo, brilla más en el instante en que intenta morir”.
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[Estructura Mental a las Estrellas]
La intemperancia de no sé qué sed
Por Verónica S. Luna
¿Qué buscamos encontrar luego de que un libro nos cautivó? El truco, la treta, el momento donde descubrimos que las páginas han discurrido haciendo algo con nosotros. Este juego detectivesco, que siempre termina burlándose del lector, es quizás una forma posible de empezar a contar. La sed, de Hernán Arias, se abre con un inquietante epígrafe: “Cansado del futuro, he atravesado los días, y, sin embargo, estoy atormentado por la intemperancia de no sé qué sed”, de E.M. Cioran. Pero la novela también comienza con un chico, un posible pre-adolescente de unos once o doce años. Él será el narrador, la mirada, el tiempo de la historia.
La literatura argentina está poblada de voces y ojos, lenguas y sensibilidades de niños, o niños – jóvenes: el que ve interrumpirse su inocencia, como en “Conejo” de Abelardo Castillo; los perversos, crueles, delatores que habitan las historias de Silvina Ocampo; el que con su inocencia puede volverse amenazante, como en “Los venenos”, de Cortázar; el famoso protagonista de “Como un león”, que se va volviendo pícaro y audaz para sobrevivir; incluso niñas que juegan a ser adultas, y para eso no necesitan disfrazarse o besar chicos, como en Hidrografía doméstica, de Gonzalo Castro. Pero la mirada infante de La Sed, cuyo nombre ignoramos, revela un personaje serio; sabe no preguntar de más, moverse en los lugares que le tocan y corresponder a su edad. Nunca provoca o subvierte los sentidos en el mundo de los adultos. La vida en el campo de Córdoba, en los límites entre el pueblo, la familia y la inmensa sed del campo, abierto y solo, esa es la vida de un niño que bien puede definirse como obediente.
Lo que Oliverio Coelho apunta, en la contratapa del libro, como “dominar la infancia desde una nostalgia cerrada, sin arruinar su enigma”, bien puede pensarse del otro lado de la moneda. En La sed no se nos quiere devolver infancia, no hay traslado al otro tiempo: Arias nos somete a la perversión de dejarnos adultos, comprendiendo la trama a través y con la intuición de un chico. La caza, la aventura del monte, las carreras de caballo, el alcohol, la familia, aparecen abriendo grietas; imponen más nuestros supuestos, aquellas certezas a partir de las cuales evaluamos el mundo, que una experiencia de peligro relatada de por el joven protagonista. La inocencia, siempre amenazada, nunca se rompe; pues no hay nostalgia que descubra tal fisura.
Ahí está la treta. Hay una relación que “hace juego”, una articulación que no cesa de mostrar el espacio que sobra. La mirada del niño y el código del mundo adulto. Somos obligados a observar la historia como niños, pero sin suprimir nuestra adultez. Porque no hay fluir, no hay dejarse llevar. Hay tensión.
Y esa tensión quizás sea la sed, la sed del mar, la sed del campo. Uno de los momentos más intensos de la novela se produce cuando el chico, a pedido de la madre, acude a la amiga nueva de su tío, con alcohol y algodón, luego de que ella se ha raspado la rodilla. “¿Te arde? Un poco, me dijo. Es una sensación fea la del ardor, me dijo y se quedó pensativa. Es como la sed, me dijo después, y yo le dije que sí. ¿Alguna vez tuviste mucha sed?, me preguntó. Es una sensación muy fea, me dijo. Yo nací al lado del mar, me dijo. (…) Siempre que me volvía a mi casa iba pensando en lo mismo: por qué no se podía tomar el agua del mar. Por qué era salada. No se puede vivir frente al mar, murmuró. (…) Esto es igual al mar, me dijo, pero sin peces”.
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[Llegás]
La edad de la sed
Por Fernanda Nicolini
Si la literatura no le hiciera trampa a la memoria, si no se la apropiara como una materia dispuesta a ser traicionada más que respetada (qué sería de un recuerdo sin el relato que lo ficcionaliza y lo abre como un abanico: las imágenes se reducirían a un olor indecible, a la manera de masticar de un familiar del que no recordamos el nombre; simples detalles apelmazados), si esa trampa no existiera, decíamos, a muchos escritores les faltaría la pulsión para sentarse a escribir. Hernán Arias es de los que le hacen trampa a la memoria. Y de los que saben tirar de lo real que quedó comprimido en el recuerdo para reinventar una geografía mental. Nació en 1974 en San Francisco, ciudad cordobesa enclavada en el límite con Santa Fe, ahí donde a la pampa se le dice gringa y la provincia pierde su relieve irregular y su tonada para extenderse en llanura fértil. Un día de 2001, se sentó a escribir el primer capítulo de lo que después se convertiría en su novela, La sed, con la que ganó el premio provincial Daniel Moyano, y que ahora reedita Entropía: Salimos de la casa en silencio. Mi padre me hizo señas, cuando me despertó, para que no hablara. Las mujeres seguían durmiendo. Mi abuelo ya estaba afuera cuando salimos. Había desatado al perro. El perro caminaba en todas direcciones, excitado, buscando rastros entre los árboles frutales. Hacía frío. Mi padre había preparado café mientras yo me cambiaba. Mi tío salió en último lugar. Traía la campera y el cinturón con los cartuchos en una de sus manos“.
Es una mañana de junio de 1986 en medio de la Pampa Gringa y el que está a punto de salir de caza, casi como un ritual iniciático, es un chico de unos doce, trece años. Tiene los sentidos alerta: no quiere perderse ninguna señal que pueda habilitarle la entrada al mundo al que ahora le permiten asomarse, el de los grandes. Es la edad de la sed. ¿Por qué narrar la edad de la sed? “Hay una frase que escribió Montaigne como síntesis de sus ensayos: «Soy yo mismo la materia de mi libro.» Creo que también es una frase válida para los escritores de ficción, en mayor o menor medida. Para mí la escritura forma parte de un recorrido en el que voy encontrando con qué entretenerme, y para eso algo que tengo muy a mano y a la vez me resulta muy atractivo porque lo que me constituye es mi propia experiencia. Mientras escribía La sed, estuve pensando en un período de mi infancia y en mi pubertad, en determinadas personas y situaciones, y ficcionalizando todos esos recuerdos“, dice Hernán.
Primero fue el capítulo de la caza. Así, como algo suelto que, de todos modos, no terminaba de cerrar. “Cuando lo releía me quedaba la sensación de que estaba frente a algo incompleto. Después, hablando con otros escritores, supe que pasar por esa sensación frente a un texto y trabajar a partir de eso es bastante común“.Y entonces le siguieron cuatro capítulos más: cada uno condensa un día en la vida del narrador, y bien podrían funcionar como una muestra de su educación sentimental. Entre los vaivenes de una familia que se instala d en una casa de campo “con la abuela enferma, el tío algo errático, el primo que se muda a la ciudad-, aparecen la excursión en busca de leña, las lecciones de cómo asar un animal, el ritual de la apuesta de carreras. Instrucciones para ser adulto, que solo otro adulto de la familia puede transmitir. En el medio queda lo que nadie explica ni se anima a preguntar.
“Me gusta la idea de una educación sentimental de la Pampa Gringa”, concede. “Aunque no sé si se trata de una educación sólo sentimental. Me parece que hay varios asuntos mezclados. Usé a propósito pocos puntos y aparte en la novela porque pensaba que en una narración fluida las jerarquías en algún momento podían confundirse. Para mí las historias se vuelven más interesantes cuando pierden nitidez. Intenté que los personajes pasaran de una situación a otra o de un asunto a otro sin cortes, como le pasa a cualquiera todos los días: tenemos que atravesar una mezcla de cosas“.
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