Los estantes vacíos Ignacio Molina 192 páginas; 20x13 cm. Entropía, 2006 ISBN: 978-987-21040-7-8 |
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+ Ignacio Molina en Entropía | |||||||||||||||||
Los quince relatos que conforman Los estantes vacíos construyen su propio campo de exploración narrativa. |
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Contratapa | |||||||||||||||||
Fotos de tapa: Sebastián Martínez Daniell |
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Kilómetro cero
Mientras jugaba con los pelos florecidos de Manuela, que dormitaba de costado, en posición casi fetal sobre su asiento, calculé, por la velocidad del colectivo y la duración de la canción, que debíamos estar a medio camino entre dos de los mojones que había, cada siete kilómetros, al costado de la ruta. |
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Fragmento | |||||||||||||||||
Autor
Unidad funcional
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Ignacio Molina nació en Bahía Blanca en 1976. Los estantes vacíos es su primer libro de cuentos. |
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Reseñas
Radar Libros Llegás a Buenos Aires Blog de Tamarisco Los asesinos tímidos |
[Radar Libros]
Hay un estante vacío por Juan Pablo Bertazza
Alguien dijo que lo más importante de una biblioteca son los espacios vacíos. Ignacio Molina, un joven bahiense blogger que ha realizado reseñas para algunos medios como la revista de crítica Los asesinos tímidos, tomó la idea para hacerla carne en lo que es su carta de presentación: un sobrio libro de cuentos. Y los quince relatos que vienen a llenar Los estantes vacíos se afilian muy claramente en esa tradición que inició Hemingway y que llevaron hasta su máxima expresión Cheever y Raymond Carver. En efecto, se podría jugar un poco y pensar que estas historias, que encuentran en el fútbol (ver el cuento “El opio de las masas”) una curiosa unidad, constituyen algo así como las variaciones argentas de dos cuentos de Carver que resumen, a su vez, los dos grandes procedimientos del autor norteamericano: “Veía hasta las cosas más minúsculas”, en el cual, por ejemplo, si pasa un avión los personajes levantan la cabeza para imaginar aquella situación a bordo, y “El visor”, con un fotógrafo que les saca el trabajo a las tarotistas al decirle a un hombre abandonado, a partir de las fotos tomadas con su Laica, por qué pasó lo que pasó y cómo van a seguir las cosas. Imaginación obsesiva y sujeta al azar y minuciosidad arbitraria y fotográfica. El resultado: las decisiones que van tomando los personajes de Los estantes vacíos, y que siguen una ilógica relación de causa y efecto. Por ejemplo, el hecho de que se gasten las pilas de un reloj es causa directa, en el mundo narrativo de este libro, de que la persiana permanezca levantada; o el ingreso de una chica a un taller literario responde, de la misma manera, a que en el lugar donde había un volante de un curso de yoga al que deseaba asistir, apareciera imprevistamente el de un profesor de literatura. En todos los casos, ese vuelco del destino, consecuencia de las singulares relaciones de causa y efecto, tiene en común la desidia. Pero la desidia de estos personajes, cuyo desgano es una lograda estrategia literaria de Molina, quien, por ejemplo, no inventa suficientes personajes para llenar todos sus cuentos, sino que deja que sus personajes (que, claro, son descriptos muy vagamente) vayan reapareciendo en distintas historias, pero no para acabar una trama inconclusa sino como un efecto del azar. Gustavo, Alejandra y Juliana aparecen en varios de los cuentos, aunque sin que se los nombre siempre, como quien infringe a medias una norma, o como quien no se muestra totalmente. Es que con Los estantes vacíos Ignacio Molina no sólo hizo uso de la famosa teoría literaria de la punta del iceberg, sino que se apropió de ese iceberg para fundirlo con sus propios personajes. El lector de Los estantes vacíos no sólo responderá con un entusiasmo activo a tanta desidia narrativa, sino que además de llenar con su interpretación las historias y las descripciones de los personajes, terminará de definir, cada cual como más le plazca, el mismo género del libro: cuento o novela, realismo o fantasía; cuando hay lugares vacíos todo está por verse. Y eso para el lector es, al menos, estimulante.
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[Diario Perfil]
La cohesión de la apatía Por Nicolás Mavrakis
En su primer libro de cuentos, Ignacio Molina se propone abordar el género desde un particular manejo del lenguaje, el estilo y la forma; particularidad que fija su alejamiento de una tradición argentina de narradores tan consagrados como canonizados de cuya órbita, a tantos cuentistas de su misma generación, suele resultarles tan difícil escapar, innovación mediante.
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[Revista Llegás a Buenos Aires]
Gente que duerme de día Por Pedro Mairal
Este primer libro de cuentos de Ignacio Molina tiene algo de novela. Las distintas historias están interconectadas, los personajes reaparecen en otros cuentos, vistos desde la mirada de otro. El autor sabe mostrar las relaciones mínimas que hay entre la gente: el que va al kiosco y pide algo, el que le pregunta la hora a un desconocido, el que comenta algo en la calle. El libro está hecho de todos estos cruces entre gente que pareciera que está comunicada pero que en realidad no lo está, gente que se conoce apenas de vista o de oídas, gente que habla con otra pero que está en su propio mundo, distante. Y lo interesante es que esta interconexión entre los cuentos y los personajes no es explícita, el lector tiene que armar su propio rompecabezas. Los personajes, a pesar de su mutismo emocional, caen bien, quizá porque están respetados en su actitud de "bajo perfil"; no hacen grandes cosas, ni encarnan grandes dramas. Es gente que duerme de día, gente que se despierta y no sabe dónde está, gente que se ducha en casas ajenas, gente que se pone a pensar en otra cosa mientras alguien le habla, gente que pide delivery, gente que va al kiosco a las tres de la mañana. En uno de los cuentos hay una chica que ve en un cartel una publicidad de unas clases de yoga. Al otro día, cuando decide volver a fijarse el teléfono, ve que sobre ese cartel pegaron un anuncio de un taller literario. Entonces anota el número igual y termina yendo al taller literario. No elige su destino, se entrega a esa especie de azar: si hubiera visto un anuncio de clases de reiki o de tarot, habría ido a reiki o tarot. Así, los personajes de Molina no pueden planear nada ni pueden ver el futuro. Intentan hacerlo pero la vida los lleva para otro lado. Los rodean asuntos domésticos, cosas a corto plazo. Viven en un presente poblado de recuerdos recientes, cositas que pasaron ayer, hace una semana, y sus vidas giran en espiral. Esta forma de la soledad se vuelve manifiesta, casi material, cuando se trata el tema de la ruptura de una pareja, tema que está en el título mismo: "los estantes vacíos", que se refiere a ese momento cuando el que se va se lleva sus libros y deja los estantes desnudos. El autor muestra las consecuencias grandes y las consecuencias mínimas de las separaciones. Los personajes que las sufren están como catatónicos, anestesiados por el dolor de la separación. Pero lo interesante es que ese dolor no está explicado, sino que de alguna manera debe ser intuido por el lector. Lo efectivo es justamente que quien se hace cargo de las emociones es el lector. Los personajes están en piloto automático, flotando en esa vida doméstica. Y pareciera que, a pesar del dolor, la vida sigue: hay que comprar comida, hay que bañarse, hay que hablar con los demás, hay que contestarle a la gente que pregunta la hora por la calle. Con un estilo donde predomina el "show, not tell" ("mostrar, no explicar"), un estilo que viene de los cuentistas norteamericanos, Molina deja libre nuestra silla de lectores; simplemente no la ocupa, no nos subestima, nos muestra sin explicar, para que nosotros mismos ocupemos ese lugar y nos demos cuenta de las cosas. Su apuesta es que la profundidad no debe mostrarla el autor, sino que debe sugerirla para que el lector la encuentre. La poética de Molina parece decir que lo profundo son los hechos que suceden en la superficie. No hay palabras que suenen extrañas o demasiado literarias o culturosas. El tono natural, a veces incluso informativo, atraviesa todo el libro. Los cuentos son hiper detallistas: hay una gran suma de detalles y de observaciones de gestos, como pliegues del pensamiento. Por ejemplo, hay un chico que pasa a buscar a una chica por primera vez, caminando, y le toca el portero eléctrico. Mientras espera en la vereda, se apoya contra una camioneta, y en un momento piensa: "Ah, pero ahora va a bajar y me va a ver a apoyado en la camioneta y se va a pensar que es mía, y después se va a desilusionar", entonces se aleja de la camioneta. La suma de esas pequeñas actitudes humanas le dan relieve a cada relato, esas observaciones acertadas que hacen que estos cuentos estén vivos y resulten tan creíbles.
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[Blog de Hojas de Tamarisco]
El sentido de los espacios vacíos Por Violeta Gorodischer
Los estantes vacíos es un continuo de discontinuos: momentos, fragmentos, fotografías que, como la ilustración de portada, no parecen sino instantes robados de una vida. Hay un lenguaje acertado y concreto en boca de un narrador humilde que logra un registro mimético de lo cotidiano. Así, con pasos lentos pero seguros, el libro va dibujando la geografía de una ciudad dormida. Los barrios y suburbios de Buenos Aires se vuelven de pronto escenario de los personajes, simpáticos flanêurs del subdesarrollo: calles, colectivos y grafittis son el fondo de diversas pinceladas que luego, en el conjunto, permiten (re)construir una historia. Como alguna vez hiciera Saer en sus Cicatrices, los personajes de Molina cruzan sus vidas acaso sin saberlo, o sí, cómo estar seguros. El hecho es que ocupan y relegan lugares protagónicos en función del punto de vista con que se los quiere contar. Un libro que podría definirse como la suma descriptiva de momentos, sentimientos y relaciones que no se dirigen hacia ningún punto concreto. Casi el opuesto exacto de la célebre teoría de la composición de Poe, aquella en la que el opiómano afirmaba que el final del cuento debe ser tan sorpresivo que "tome por el cuello al lector". Pero no es esa, precisamente, la intención de Molina. Y tal vez en eso resida el hallazgo: la aparente incertidumbre de la espera justo ahí, en plena complicación del relato. Esa supuesta apatía del libro reflejada en sus múltiples niveles (lenguaje sobrio, personajes poco descriptos, diálogos breves, situaciones esbozadas) es sólo la punta del iceberg, a lo Hemingway. El resto duerme bajo el hielo y subrepticiamente, casi de incógnito, se hace sentir. Es esa tensión que cualquier lector atento percibe. La trama latente que corre, oscura, debajo de cada gesto, de cada frase, de cada discusión o amorío, encuentro o desencuentro. Las palabras precisas y no elegidas al azar con que el autor decide dejarnos ahí, en el "justo que". La forma en que el final abierto nos obliga a repensar lo anterior cuando los personajes reaparecen con matices diferentes, en situaciones diferentes, resignificando cada vez lo ya leído. Entonces la apatía deviene dinamismo, empatía con el autor: los lectores valoramos la humildad de quien nos deja imaginar. De quien relega la soberbia narrativa de querer acapararlo todo. Esa que, a veces, termina opacando el interés potencial de un libro.
[Revista Los asesinos tímidos]
El principio de la tragedia Por Maria Eugenia Rombolá
Recuerdo que en algún momento el autor de Los estantes vacíos comentó que no puede pensar en una palabra sin pensar al mismo tiempo en cómo se escribe, es decir, en su materialidad gráfica, en su cuerpo más concreto. Pienso que esta obsesión por el cuerpo de las palabras es la condición necesaria para intentar rasgarlas y poder llegar a lo que está detrás (¿a la nada? No se sabe a ciencia cierta, pero sí puede observarse que en este acto radica la exploración del autor). Molina lo sabe, tal vez no sabe que lo sabe, pero lo sabe. Y para los que no lo saben, puede ser una tarea ardua comprender, por ejemplo, la necesidad de construir un personaje como Matías (”El camino del agua”) que escucha (y acá vale la pena recalcar que no oye, sino que escucha) palabras sueltas en una conversación telefónica de su hermana, “técnico, tenedor, enganche, comentarios, filamento, volantes, campeonato, forra, camisa, líneas, público, chau”. Las palabras no son las cosas, eso todo el mundo lo sabe, pero las palabras sí son cosas y hay quienes lo niegan en virtud de una fidelidad desmedida hacia las formas ya concebidas de los géneros (hay una anécdota que cuenta que una vez Gauguin se encontró con Mallarmé y le dijo algo así: “Tengo un montón de ideas para escribir una novela” y Mallarmé le respondió “Las novelas no se escriben con ideas. Se escriben con palabras”). El cuento Los personajes Los finales
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