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  Anís
Mariana Dimópulos

178 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2008
ISBN: 978-987-23508-5-7
 
       
             
           
             
 

Esta novela de Mariana Dimópulos es el placentero resultado de la convivencia de dos registros simultáneos. Por una parte, aquella historia que se lee a la usanza tradicional, en la voz de un narrador omnisciente. Del otro lado, las sorprendentes codificaciones de lo real que se urden dentro de cada uno de los personajes de Anís.
Uno de ellos es el señor Bonow, cuyo principal propósito en la vida es honrar la memoria de la señora Nikopatis, su difunta vecina y, al mismo tiempo, su platónico amor cortés. Este inmigrante alemán de moño al cuello y retórica inflamada no es el único con una misión. A Patricia, dividida entre el deseo y la androfobia, se le ha impuesto el cuidado de una niña fascinada por todo lo verde. Horacio, por su parte, se lanza en busca de una improbable pureza ideológica y se aboca a la creación de una brigada contra la inconsistencia. Algunos personajes sólo deberán escuchar, otros se verán forzados a revelar un secreto insoportable.
La destreza de Dimópulos se manifiesta cada vez que el discurrir del relato y las voces de los protagonistas se provocan, se emparentan y luego se distancian con ironía. Del hiato entre estas divergentes versiones de lo narrado, nace la poética y el irresistible humor de Anís.

 

 

Contratapa
         
         
Fotos de tapa:
Marcelo Gabriele
   
         
 

Se equivocan aquellos que crean del señor Bonow todo lo que después se dijo, cuando la caída ya había tenido lugar. En especial lo de su gusto por la violencia y de una cierta perversidad en sus obsesiones. En él, es cierto, se conjugaban el hábito de la soledad y la tristeza, el entusiasmo algo exacerbado por lo fútil y el deseo de justicia. Y aquello se coronaba con un estado de vagos enamoramientos y fuertes fidelidades. El señor Bonow venía de las tierras del Norte, tal como a él le gustaba llamar a las zonas alemanas que habían sido perdidas durante la Segunda Guerra Mundial, pero tenía tantos años en Buenos Aires que su acento se había vuelto un sutil acertijo para aquellos que contasen con oído suficiente y escuela de perspicacia. Los demás sólo hubieran utilizado para Bonow el mote de “tipo raro”, a pesar de su porte siempre impecable, o acaso justamente por ese atildamiento que se hubiera podido tachar de enfermizo, en especial su preferencia por usar moño al cuello y camisas de cortes generosos. De su personalidad nadie pudo olvidar que era hombre de abundante palabra, de retórica florida y dedicación concentrada; nervioso a veces, sonriente a pesar de lo estrecho de su dentadura.
Un día martes el señor Bonow conoció a Darío y a la nueva inquilina del edificio de la calle Seguí, en circunstancias que hubiera preferido mejores pero que él mismo no pudo determinar, que lo empujaron, por así decir, a su primer acto de indiscreción.
Se había hecho tarde cuando al fin supo quién era la jovencita de la que le había hablado Lydia, la vecina del segundo A. El señor Bonow, hombre sin dudas entregado al pensamiento y a los buenos actos gracias a una pensión que recibía puntualmente tres veces al año desde su tierra natal, había estado fuera de casa aquella mañana en que Inés llegó con el camión de la mudanza al edificio de la calle Seguí. Lydia, que trabajaba de noche y vivía muy propiciamente en el segundo piso que daba al frente, había observado con atención pendular el escaso revuelo del arribo de la muchacha. “Dos hombres bajaron para el mediodía” le había dicho a Bonow en un susurro, él del lado del pasillo y ella del interior de su departamento, en conferencia apresurada. Bonow tenía los ojos encendidos por la agitación de haber subido corriendo las escaleras. A veces le gustaba aprovechar la ineficiencia del ascensor, que se descomponía a cada rato, para probarse que haber cumplido cincuenta y siete años no suponía una merma en sus cualidades físicas.

 

Fragmento
             

Autora

 

 

 


 

   
       
                 
     

Mariana Dimópulos (Buenos Aires, 1973)
Trabaja como traductora. Anís es su primera novela.

   
                 

Reseñas

 

No Retornable
(Damián Tullio)

ADN Cultura
(Daniel Gigena)

Siamesa
(Jimena Repetto)






[No Retornable]

Picnic en el 4º B

por Damián Tullio

 

Si hay un refrán popular, que con cierta permeabilidad en el discurso social, expresa que cada casa es un mundo, no nos resulta arriesgado afirmar que una comunidad cerrada de viviendas, como la de un edificio, podría interpretarse como una cantidad innumerable de mundos posibles. En un edificio hay una multiplicación exponencial de subjetividades, construidas todas, en torno a aquel monolito que las configura. Podríamos aquí hacer una escueta referencia a aquel luminoso libro de Georges Perèc La vida instrucciones de uso (La vie mode d’emploi), aquella novela donde más que expresar las subjetividades de los vecinos que habitan un edificio, más bien, se hace una minuciosa exploración de cada una de las habitaciones de una propiedad horizontal, logrando, en un detallismo casi frenético, un mosaico general que no solo configura un edificio, sino la realidad en su conjunto.

No es el ánimo de esta reseña de la novela de debut de Mariana Dimópolus, Anís, un ánimo comparatista, pero si recurrimos a la novela de Perèc es porque, de alguna forma, Dimópolus ha escrito un libro en ese sentido. O en el contrario.

En Anís, aparecen variablemente, un maduro hombre alemán (Bonow), una mujer de mundo, ilusionada, que toma a una niña prestada para pasearla para jugar a ser su madre (Patricia); un revolucionario contra la “inconsistencia” (Horacio), una jovencita enamorada (Inés), un docente atribulado (Darío C.) o un par de vecinas aisladas. Todos habitan el mismo edificio. O, al menos, todos están relacionados con él.

La novela transcurre episódicamente, alternando en un ida y vuelta, los devaneos intelectuales de Bonow frente a un mozo, al que le pide respectivas copitas de Anís.
Anisados de por medio entonces, asistimos a los devenires de estos personajes. Y las subsiguientes interpretaciones (malinterpretadas diremos más adelante) de sus vecinos.

Los personajes de Anís, en su interacción, en su discurso, están construyéndose continuamente los unos a los otros. O más bien, están desconociéndose. En Anís hay miradas deformadas de los otros. Como si la convivencia no les permitiera tomar perspectiva, los personajes recurren a un prisma que deforma la realidad. Nada es como lo ven los personajes. Como si no pudieran hacer otra cosa (y Bonow es aquí centro y paradigma de esta cuestión) inventan inversomiles historias alrededor de sus vecinos.
Al acentuar esta distancia, esta incomprensión que tienen los vecinos entre sí, Anís, entonces, nos impone la pregunta: ¿podemos, acaso, conocernos?

Si La vida instrucciones de uso se sirve de una descripción detallada, pedazo por pedazo de un edificio, para construir así un todo cognoscible que sea mayor que la suma de las partes, puede decirse que Anís (que como decíamos, esta construida episódicamente, pero que tiene una narración que fluye) destruye en mil pedazos aquel “todo” que podría constituir el edificio donde transcurren los acontecimientos, haciéndolo, desde ya, inasible.

Anís es una novela que parece ir deliberadamente a destiempo. Como si Dimópulos se hubiera propuesto escenificar en esa falta de sincronía, en el destiempo y arrojo de sus personajes, todo un síntoma actual. En Anís, todo esta malinterpretado, todos son intentos fallidos. Anís, posee como virtud, entonces, aquella sagaz y deliberada falta de sincro. Aquel estallido hacia lo incognoscible.

Una propuesta interesante entonces, seria pensar el libro como una obra de teatro fallida, donde los actores entran a destiempo, equivocan los roles, donde no hay ritmo. Donde el parlamento ha sido olvidado, o más aun, donde no ha estado nunca. Una puesta en escena sin dirección. Tal como sucede en el ultimo capítulo del libro, que desde ya, no revelaremos por una simple cuestión de buen gusto.

Mariana Dimópulos ha logrado un libro con una interesante cualidad, un libro que se puede adjetivar redundantemente. Más bien, decimos, logró que su libro sea anisado, ese adjetivo que suele atribuirse a ciertos licores, pero que más bien indica un sabor y un olor indescriptible, casi inasible, de esas cosas que su descripción no pueden encontrarse ni en Google ni en Wikipedia.

       
             
       

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[ADN Cultura]

Genética del Anís

por Daniel Gigena

 

Con una arquiectura similar a la de Kavanagh, de Esther Cross, Anís concentra alrededor de un edificio porteño a una "fauna variopinta y extrañamente regular": un ex agente alemán, una soltera desilusionada, una niña zen, un grupo revolucionario, un ex izquierdista convertido en burócrata y una joven pánfila. Mediante chismes, pompa verbal y rezagos de la novela de espionaje, vecinos e ideólogos interpretan una inofensiva farsa ebria.

Según Chesterton, "la literatura de la alegría es infinitamente más difícil, más rara y más triunfal que la literatura en blanco y negro del dolor". Estupefacta, la voz narrativa filtra los episodios que los personajes imaginan protagonizar; este recurso deja entrever una intencionalidad estética: la escritura cómica como "ejemplo de lo posible" en contra de (también en términos del texto) "la policía de la consistencia".

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[Siamesa]

Expensas extraordinarias

por Jimena Repetto

A veces las distancias engañan y nos hacen pensar que son un buen patrón para medir cuánto conocemos o desconocemos de los otros. Anís de Mariana Dimópulos es una novela sobre las paradojas de las proximidades y, a la vez, sobre el deseo de vencer la soledad como una línea que fuga, nunca satisfecha, al infinito.

En un mismo edificio conviven personajes en apariencia extraños y, sin embargo, tan comunes y cercanos como podría ser cualquier hijo del vecino. Las fantasías que ellos construyen, sus miradas deformadas sobre la realidad, en su contraste y conjunto, generan en el lector la desazón y la risa, la melancolía y la burla, pero, a la vez, la compasión. Y un poco porque no hay quien pueda escapar a la lente subjetiva con la que cada uno mira al mundo, y otro porque con cierta soberbia sentimos que en nuestra vida nunca, ¿nunca? hemos llegado a tales niveles de distorsión de la realidad como los que ellos alcanzan.

Bonow, Patricia, Inés, entre otros, cada uno en su mundo y todos viviendo literalmente encimados, cargan deudas siempre pendientes que terminan recayendo en faltas y temores, abandonos a destiempo, amores nunca confesados y diversas frustraciones en degradé. Y, como lo indica el nombre del bar en el que el señor Bonow, tal vez el más desquiciado de ellos, toma su anís y desahoga sus penas,“La Amistad” es el lazo más profundo y cercano que pueden entablar.

Con un narrador que por momentos coquetea con el registro de los personajes, descripciones precisas, textura rítmica y diálogos en su forma y tiempo justos, Anís es una rareza que vale la pena explorar. Incluso si el riesgo que el proyecto propone es construir subjetividades saturadas en sus propias divagaciones, Dimópulos lo sortea con grandeza y logra darle a cada una el grado justo dentro del no tan extraño mundo en el que se mueven. En definitiva, se nos presenta un texto que por momentos pareciera extrañarse a sí mismo, deformarse en la elección léxica y las imbricadas estructuras de las frases y desafiar al lector a dejarse llevar hacia adentro de esta peculiar "reunión de consorcio".

Y, a medida que avanza la narración, todas las historias se van hilando, un poco como sucede en la vida misma. Entonces el edificio que comparten, se convierte en metáfora del texto, un espacio en el que los personajes habitan en distintos planos y pisos de realidad, un lugar de convivencia en el que cargan en secreto sus dolores a expensas -extraordinarias- de la soledad.

Si uno de los desafíos que propone una primera novela es hacer ingresar a quien escribe en la compleja categoría de autor, Anís hace que leamos a Dimópulos como una escritora capaz de construir con precisión y gracia un pequeño universo que nos interpela, porque en la distancia crítica de la lectura podemos analizar cuán similar es al que nos aloja.

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