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[Los inrockuptibles]
Querida familia
Por Matías Capelli
Habrá que esperar todavía algunas décadas para ver en qué forma literaria decantarán los mails guardados en servidores y discos rígidos. Mientras tanto, la de Manuel Puig probablemente sea una de las últimas generaciones de escritores y artistas en dejar, para la curiosidad postmortem, profusos volúmenes de correspondencia hechos -tal y como el género epistolar nos tiene acostumbrados desde hace siglos- de cartas. Cartas de papel teñidas por la incertidumbre de si llegarán o no a destino, de si lo escrito fue y será leído; cartas extraviadas, cartas que se demoran semanas, cartas desde el subte con el pulso "electroshokeado" o en los tiempos muertos en la oficina de Air France en la que Puig trabajó durante su estadía neoyorquina a mediados de los 60. Cartas a los padres escritas en esa verdadera lengua materna que arrastra dichos y palabras, esas que sólo en la familia tienen sentido; pero un fluir, también, que encuentra en ciertos detalles sobre los que vuelve una y otra vez el atajo para no mencionar todo eso de lo que Puig seguramente no hablaba con su querida familia. Cartas (las neoyorquinas) signadas por el frenesí de los viajes gratis y el vértigo de la consagración, tan inminente como esquiva. Ya circulaban originales de la que sería su primera novela, La traición de Rita Hayworth (68), y Puig transcribe comentarios como: "Según Juan Goytisolo mis cosas están a leguas de todo lo escrito en español (contemporáneo). Qué plato." Cartas (las de Río), de principios de los ochenta, después del exilio mejicano, en las que Puig, consagrado y en su mayor momento de reconocimiento, sigue viajando sin parar, ahora invitado por universidades, en giras de promoción, supervisando traducciones y coleccionando videos. Cartas, casi trescientas, en las que "Coco" -más que Puig-, habla y calla con los mismos modales, iluminado por la misma luz que sus personajes.
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[Texto leído en la presentación de Querida Familia: Tomo 2, en la galería Appetite.]
por Ariel Schettini
Empleado en las oficinas de una empresa de aviación como traductor, e instalado en New York, Manuel Puig se dedica en sus cartas a la verdadera tarea del traductor: Construye un mundo epistolar para generar un efecto de claroscuros en el que se muestra para ocultarse y entrega a la familia su modo, a veces dominante, de ser parte de ella.
Manuel Puig no es el escritor dandi que envía sus cartas como ejercicio de estilo remedando un gesto romántico del artista full time. Antes bien, prefiere ocupar el lugar del corresponsal y del cronista moderno. Todo rasgo de estilo queda sumergido en la narración de una serie de hechos y de “noticias del mundo” que actúan sobre la familia del mismo modo que sus novelas actúan sobre la literatura argentina: Le abren una ventana y permiten que entre un poco de aire.
Nadie leerá en estas cartas la confesión sentimental, ni la entrega desmedida a las pasiones que el género epistolar parece exigir a cambio de un ocultamiento del cuerpo y, por lo tanto de todo riesgo físico. Se trata de un tipo completamente otro de relaciones peligrosas.
Acaso mucho más complejas que la solicitación de amor o la confesión escrita, en estas relaciones Puig hace lo que siempre supo hacer: traduce una lengua a la otra. Explica a la familia cómo es el verdadero glamour instruyendo acerca del tipo de ropa que debe usar la madre y, en menor medida, el padre y el hermano, les establece un recorrido por el mundo y les organiza las inversiones familiares.
“Ojalá pueda hacer buenas compras. Tailleur sensacional para Bette? Vamos a ver. El conjunto que compré todavía está en el ropero.” O “Espero que surja alguna combinación para que Bette no pase el invierno sin Tailleur, pero lo que pasó en Roma fue diabólico…. Lo del traje gris y el tapado demuestra que los astros en abril estaban adversos a la pobre Bette” (Bette es la madre) o “¿Papá se puso la campera nueva?”
Esa teatralidad del vestuario, sobre la que Puig alecciona como un etnógrafo de las costumbres, va acompañada por el trato de diva cinematográfica que le dispensa a la madre. Confirmando que para Puig el lenguaje del cine y de la literatura nace del lenguaje más familiar, su madre es alternativamente la Buschiazzo (la actriz argentina madre proverbial de las películas de Sandrini), Bette Davies, o la Malisita a secas… en la familia se revela el funcionamiento de las estrellas distantes de Hollywood. Pero al mismo tiempo, en Hollywood, Puig ve aquello que hace a las divas mujeres familiares. Incorporadas a la domesticidad, él les descubre a esos seres marmóreos, afectados, aislados o intocables que eran las actrices de Hollywood, aquello que las hace mujeres cualquiera. Por eso puede ser el mejor crítico cinematográfico. Viste a la madre, pero despoja de disfraz a las actrices. Ellas son solamente Lana, Marlene, Liz, o Bette… el trato excesivamente familiar las rebaja y las condena y les descubre el artificio como si les quitara un velo y para comprender su funcionamiento les impone un equivalente “familiar”. La madre, como en el tango, es al mismo tiempo mujer única y mujer común:
Dice:
“Vi “Arabesque” y me convertí al lorenismo. La vista es un asco, a la moda, de espías, medio en broma… pero la vaca sagrada está muy bien, no tiene simpatía, pero muy segura y de una belleza fenomenal, y qué bien sabe presentarse. Saca unos anteojos blancos iguales a los que te lleva Antonieta. Anoche qué impresión rara: por TV “las infieles”, cuántos recuerdos…. Irene papas, la may Britt, y la más burra de todas era la Gina. ….”
En un gesto que sólo se puede advertir en su literatura, Puig le saca a las divas, los anteojos y una parte del nombre, y se los lleva a la madre. Hace de Loren y Lollobrigida figuras familiares y eleva a la madre a la categoría de estrella distante al enviarle los mismos anteojos del personaje de la película…
En ese intercambio que tiene la forma del un juego perverso, Manuel Puig define toda su literatura y le inventa a la literatura un lugar impensado en la cultura argentina: el de la fábrica de mundos y de realidades posibles. Y lejos de la fantasía fútil que hace de la literatura un plan de evasión, el mundo del cine es un operador sobre la realidad, transforma la realidad y la convierte en otra cosa.
Intervención épica sobre la cultura, porque tiene la forma de un gesto heroico sostenida sobre la toma de distancia que impone la figura distante (de la madre y de la actriz) y el trato epistolar. Si alguien sabía que las palabras son operadores sobre las cosas fue él, de modo que no era necesaria su presencia en al familia para ser parte de ella, tanto como no era necesario seguir la conversación plúmbea de la literatura argentina. Abrir una puerta, salir, cambiar de aire y cambiar de tema.
Nada más distante de las cartas de Coco a su querida familia que las cartas de Berto a su hermano en La traición de Rita Hayworth, las de Leonor a Nené en Boquitas Pintadas, las de Nidia y Luci en Cae la noche tropical o el bolero “mi carta” que canta Molina en la cárcel… estas cartas, las del Coco, son una retruénaco aún más imposible sobre el género epistolar... la carta señala la distancia del Coco con su familia, pero también señalan toda distancia y, para volverlas legibles, como si se tratara la letra de un tango “truculento y popular” como él mismo los define, Puig encuentra la lengua argentina de la patria perdida, inmigrante y trashumant. El “lenguaje privado” de la familia Puig está colmado de voces dialectales de Parma- Piacenza. Allí aparece la voz del expatriado de la querida familia.
“…me cayó visita, uno de esos ingleses, el que mandó el sobretodo, bueno, no supe desbratarme (sic) y se me engruñó (sic) a cenar, casi me da un ataque…”
Ese lenguaje cocoliche, en la voz de coco, dibuja la figura del tango y de la patria perdida. Para seguir hablando el lenguaje de la familia, Puig elige el lenguaje de la patria perdida por la familia, Coco habla en cocoliche macarrónico y las voces extraviadas del italiano titilan en sus cartas, como el tango habla de lo perdido: la angustia frente a la movilidad social experimentada como educación sentimental y el parpadeo adivinado de una ciudad a la que inevitablemente volver es imposible porque se trata de un país que visto de lejos tiene el mismo efecto que el mundo del cine.
En la misma carta, por ejemplo, una de las últimas enviadas por Puig en 1983 define al mismo tiempo el cine y la argentinidad:
“el mundo del cine es el horror”
dice; y en una de sus pocas opiniones sobre la sociedad argentina sentencia:
“la cuestión es que ya está claro, vuelve el peronismo y todo igual, es un pueblo maldito por el destino.”
Maldición eterna (porque siempre es todo igual) y horror frente al mismo mundo que lo alimenta y sobre el cual interviene de modo definitivo. Puig no cesa de tomar distancia frente a sí mismo, frente a la nacionalidad y frente al cine. Procedimiento incesante en su obra que leída desde estas cartas podría nombrarse como el de “toma de distancia radical” o “escritura de los extremos”. Se trata de poner en contacto con tenacidad dos elementos enfrentados y hacerlos colisionar en un acto de experimentación como si trabajara con químicos en un laboratorio para probar las dimensiones del estallido: Nombrar el centro de la cultura desde la periferia absoluta del pueblo de provincia; someter la vida infame de un preso al glamour irrestricto y el lujo caprichoso de una diva de Hollywood; hacer hablar a la vejez como si se pudiera, en el lenguaje travieso de la infancia; finalmente, poner el mundo de lo visual al servicio de un régimen estrictamente verbal. En ese acto de etnografía experimental y de escritura de los extremos, Puig encuentra su lengua perfecta y su forma de incluirse a la fuerza en la literatura argentina. Nunca ocupando el mundo de lo semejante y siempre asociando opuestos irreconciliables.
Robadas al tiempo y a la nostalgia de un país soñado, estas cartas de Puig nos iluminan como una estrella distante. Nos imponen incesantemente un régimen de lectura extremo. En medio de sus negocios, de sus planes de viajes y de sus interminables listas de películas olvidadas que Coco persigue por el mundo con el afán de un coleccionista de joyas, se cuela su presencia siempre perturbadora, siempre inquietante y siempre feliz.
El nos trata a nosotros en su epistolario del mismo modo distante y arrebatador que las actrices de Hollywood lo tratan a él cuando se instalan en su casa, cuando se vuelven parte de la vida cotidiana. Después de adquirir la maquina de video y al iniciar su proverbial colección de cine: dice como si se tratara de invitadas en su habitación:
“Me parece mentira, de golpe ver aparecer a Hedy Lamarr ahí en la pieza.”
Inevitablemente, el video genera un plus de realidad sobre la vida cotidiana de la televisión Hedy Lamarr entra a su dormitorio porque es el modo más perfecto en el que la ficción se realiza, se convierte en realidad en la vida de los espectadores, interviene y dialoga son nosotros como si sus personajes fueran parte de una familia querida que invitamos a compartir nuestra vida.
Las cartas de Manuel Puig, retazos de su vida y laboratorio de sus investigaciones sobre la proximidad y la distancia se pueden leer como si tuviéramos a Coco ahí, en casa.
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[El espectador, de Colombia]
La pasión según Puig
por Hugo Chaparro Valderrama
La pasión según Puig [por Hugo Chaparro Valderrama]
El escritor argentino Manuel Puig hizo del cine su biblioteca. La pantalla fue para él semejante a lo que sería para Borges la Enciclopedia Británica. Allí descubrió sus mitos, sus aventuras y las historias que lo convirtieron en un autor al margen de cualquier tendencia, estética o política, en la década de los años 60.
Cuando su amigo Mario Fenelli leyó las primeras páginas de La traición de Rita Hayworth, descubrió la sublimación de lo cursi —algo que indigestó a Mario Vargas Llosa como jurado del Premio Seix Barral en 1966, argumentando que no se trataba de una novela “literaria” (¿?)—. El melodrama hecho cine formó entonces a Puig. No en vano idolatraba Imitation of life (Sirk, 1959), donde se magnifica la tristeza de manera delirante. Una pasión compartida con el gusto por las historias de amor sufridas hasta la muerte por Greta Garbo —¿la recuerdan lanzándose al tren, como última solución al despecho, en Ana Karenina?
Entre Europa y Estados Unidos, la biografía de Puig permanece en su literatura; en los guiones que escribió con la ilusión de que fueran producidos en Inglaterra o Italia; en la correspondencia que mantuvo con su familia durante un lapso que abarca desde 1956, cuando viaja a Roma para estudiar en el Centro Sperimentale di Cinematografia, hasta 1983, cuando se traslada a Río de Janeiro.
Manuel Puig. Querida familia, en dos tomos divididos por sus Cartas europeas (1956-1962) y sus Cartas americanas - New York - Río (1963-1983), gracias al esmero de Graciela Goldchluk, quien hizo la compilación, el prólogo y las notas de las cartas, y a la editorial Entropía, que publicó el primer tomo en abril de 2005 y el segundo en septiembre de 2006, descubre al escritor adentrándose en el laberinto de un camino todavía incierto, por el que avanza con una confianza creciente cuando se multiplican los lectores y se agiganta ese monstruo, la fama.
Tras la aventura del viaje —que Puig disfruta cuando recorre el mapa de un lado a otro— está la celebración del cine como punto de equilibrio ante la incertidumbre; el trabajo como traductor de películas italianas al español; la exploración minuciosa que le permite comprarles a sus padres y a su hermano las prendas que detalla en sus cartas; la nostalgia por Buenos Aires —al mismo tiempo que el rencor por una ciudad en la que no confía del todo cuando el mundo le ha enseñado otros panoramas—; las peticiones de su madre para que regrese —a las que responde Puig: “Mamá: yo no comprendo por qué ponés la vuelta a la Argentina como si fuera para mí el comienzo de todas las bendiciones”.
En otras palabras, la ansiedad por encontrarse en una geografía propicia a sus intereses, sin tener que preocuparse por el circo de las vanidades como expresión de nacionalismo asfixiante. El cine es suficiente. Sus imágenes le muestran a Puig que la mejor realidad está en la ficción. No importa de dónde provengan, las fronteras no existen. Sin embargo, con La traición… escribe una novela en la que evoca de forma visceral a los fantasmas de su infancia, extraviados en General Villegas, el pueblo donde nació.
Él mismo no esperaba dar el salto del cine a la literatura. Pero surgió la novela como una necesidad ineludible. Entre los reclamos de su madre por la presencia del hijo al que adora, la cinefilia sin pausa y los viajes, se lee la evolución de un autor que necesitó, como tantos, ausentarse de lo habitual para contrastarse a sí mismo con lo diferente y encontrar así su lugar. Las cartas nos hablan sobre ese proceso y sus hallazgos. El resultado, en sus novelas, en sus argumentos para cine y en sus obras de teatro, enseña cómo la ausencia se convirtió en presencia cuando regresamos a la pasión según Puig.
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[Diario Perfil]
Puig como cinéfilo
por Quintín
"No sé qué habré hecho de malo que caí a ver El proceso que tendría que llamarse El castigo, qué asco, pobre Kafka, qué traición, ese Welles es un gran boludo." La correspondencia de Manuel Puig recopilada en los dos tomos de Querida familia abunda en referencias cinematográficas. De hecho, el libro incluye un índice con las películas mencionadas y el cine es uno de los temas recurrentes de las cartas, donde se alterna con otras obsesiones de Puig como la preocupación por su carrera y la pasión por la ropa y los viajes.
El descubrimiento de la vocación literaria de Puig es una leyenda con final feliz, una historia de patito feo, de crisálida transformada en mariposa. En 1956, a los 24 años, Puig viaja a Roma con el fin de estudiar dirección de cine en el Centro Sperimentale di Cinematografia. Al cabo de unos meses, abandona la institución pero se traza el objetivo de ingresar en la industria del cine como guionista. Su estadía europea se prolonga por varios años, y allí, mientras trabaja subtitulando o lavando copas, escribe guiones que intenta vender sin éxito. Hasta que un día, haciendo un ejercicio de construcción de un personaje, la voz fantasmal de una tía le dicta veinticinco páginas. Así nace La traición de Rita Hayworth, la primera novela de alguien que no era un gran lector ni se había imaginado escritor pero que, recorriendo el camino inverso de tantos literatos encogidos a guionistas, terminará teniendo un reconocimiento enorme en el campo de la literatura. Las cartas son el testimonio más cercano de esa evolución.
Es sabido que Puig se inicia como espectador en compañía de su madre en las tardes de General Villegas, que ama sobre todo las viejas películas y la performance de las actrices, pero el lector de la correspondencia se sorprende un poco al comprobar que los apasionamientos juveniles de Puig pasan por cuestiones tales como la defensa de Gina Lollobrigida sobre Sophia Loren ("Esa vaca"). La especialista Graciela Speranza afirma que, durante esos años, Puig "revé decenas de clásicos de Hollywood pero vibra también con los nuevos filmes de Antonioni, Fellini, Bresson, Bergman, Resnais o Godard". Las cartas muestran casi lo contrario: a cambio de algunos tibios elogios para Bergman o Resnais, el escritor se indigna con Antonioni ("La aventura, muy repetida y pedante", "El eclipse, una lata que no termina nunca") y con Fellini: "8 ∏, algo que no tiene nombre, tan estúpida, pesada, intelectualoide, pretenciosa, creo que es la peor película que he visto en mi vida". En cuanto a Godard, Sin aliento le parece "simpática y nada más". Tras elogiar Vivir su vida y El desprecio, cuando llega Masculino femenino es lapidario: "Es IMPOSIBLE, se le fue la mano en la forma, lo peor de todo es que aburre bestialmente". En cuanto a los clásicos, Puig asiste al estreno de The Searchers de Ford ("Me fui en la mitad"), Elena y los hombres de Renoir ("Pésima, mamarracho imperdonable"), Sed de mal de Welles ("Está completamente reblandecido"), Un rey en Nueva York de Chaplin ("Es algo lastimoso, no podría ser más estúpida y desagradable").
En plena época de la política de los autores, Puig sigue hablando de las películas "de" Marlene Dietrich o de Ingrid Bergman. A veces acierta con un film y es capaz de advertir, contra la opinión general, que Marilyn Monroe o Robert Mitchum son buenos actores. Pero, normalmente, prefiere Marcelino pan y vino a Lola Montes y Doce hombres en pugna a Vértigo ("El último mamarracho de Hitchcock"). Tal vez lo más discutible del gusto cinematográfico de Puig no sea el cholulismo sino su apuesta al entretenimiento, a la eficacia y el profesionalismo, los valores de la crítica más reaccionaria.
El escritor que sostenía esa mirada populista sobre el cine es hoy central en el canon de las letras argentinas. Admirada y copiada, su obra es sinónimo de literatura de vanguardia. ¿No hay aquí un pequeño misterio?
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[Radar Libros]
El cartero llama dos veces
por Juan Pablo Bertazza
Este segundo tomo reúne doscientas treinta y cinco misivas que envió el escritor desde Nueva York de 1963 a 1967, y desde Río de Janeiro de 1980 a 1983. Con una fuerza narrativa similar a la de las cartas europeas, el presente epistolario comienza a trazar la consagración de Puig, desde que pule los capítulos de La traición de Rita Hayworth hasta las realizaciones cinematográficas de sus primeras novelas.
El primer tomo de Querida familia empezaba con la romántica partida en barco a Europa en 1956 con el ingenuo objetivo de hacer contactos a lo loco para poder consagrarse como director de cine; pero esta segunda parte marca el paso hacia su madurez como escritor cinéfilo. Ya con la experiencia, mucho más afín a su literatura, de un turbulento viaje en avión (lo cual se hará recurrente con un puesto en Air France), y ayudado por el propicio escenario de Nueva York, Puig se vuelca a escribir con estrategias más productivas, al tiempo que va tomando una confianza creciente en su prosa. Aunque siempre que habla bien de sí mismo, enseguida se burla con la frase qué plato, como si todavía no pudiera soportar el peso del éxito: “Para ellos [los responsables de la editorial Gallimard] soy ya una realidad luminosa, un astro en el firmamento literario, qué plato”. Es en esta etapa cuando realmente Manuel Puig desarrolla su naturaleza de cinéfilo, por eso también abundan sus comentarios sobre películas, estrellas de cine y adaptaciones teatrales. De todas maneras, una sorpresa agradable es encontrar algunas reveladoras menciones literarias que, generalmente, permiten ir diagramando un juego de oposiciones: aquello que Puig no quiere ser. Así encontramos una simpática definición del nouveau roman, “algo interesante nada más para los escritores”. En efecto, casi todos los dardos hacia sus colegas no tan colegas van a ir dirigidos al tedio y el atraso. De José Donoso opina que es de “una pobreza y chatura de no creer, escribe como un escritor mediocre... de hace cien años”, de Pablo Neruda que “no pudo evolucionar” y a la novela La ciudad junto al río inmóvil de Eduardo Mallea la considera “un tratado de cómo no escribir”. Un parámetro similar emplea en sus pocas menciones positivas. Cuando habla de Lorca, de quien reconoce sacar ritmos y trucos, dice que “resiste muy bien el paso de los años”. Pero tal vez la referencia más interesante sea la que hace respecto de las Aguafuertes porteñas de Arlt, teniendo en cuenta que Puig se inscribe en esa misma apropiación de lo popular recreada por Cortázar: “Hace un uso especial del lunfardo desastroso porque se complace en eso y hace uso y abuso. Creo que eso tiene que limitarse a lo estrictamente necesario, cuando no hay otra palabra que el personaje pueda decir”.
El segundo tomo de Cartas de familia se completa con una jugosa entrevista que le hicieron en sus últimos años en Brasil y un glosario del dialecto parmesano que condimenta un poco su fascinante voz personal. Esa que, aunque no la escuchemos, siempre está.
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[El arca digital]
Cartas americanas
por Jorge Ariel Madrazo
En estas mismas páginas se comentó la aparición del primer tomo de esta radiografía íntima de Manuel Puig; el que reunía las llamadas "cartas europeas" del autor nacido en General Villegas. Bullía allí el fervor de los comienzos literarios, el acercamiento al cine y a sus figuras fundamentales –sobre todo, durante la permanencia en Italia y más exactamente en Cinecittá–, los primeros contratos, las promesas y desilusiones.
En el Prólogo de este segundo volumen Graciela Goldchluk, compiladora y autora de las notas, señala que si aquellas cartas enviadas desde Europa narraban una suerte de novela de iniciación, estas otras doscientas treinta y cinco que Puig envió a su familia entre 1963 y 1967 (cuando vivía en Nueva York como escritor que trabajaba en un aeropuerto a la espera de ser publicado) y entre l980-1983, cuando ya consagrado residió en Río de Janeiro abocado a traducciones y adaptaciones cinematográficasde sus obras, marcan un cambio crucial en el autor de La traición de Rita Hayworth. Puig está ya seguro de su escritura, vista por él como un don: "Leí por orden la novela (no la pude terminar porque al final se juntaron muchos paseos) y me produjo una impresión REGIA; modestia aparte, me parece que me tocó la varita mágica."
Esta correspondencia incursiona en todo: se inicia en Nueva York y despliega desde problemas de dinero a la búsqueda de vivienda, sus proyectos literarios, el trabajo, la compra de un camisón o una blusa para su madre, las incontables idas a cine o al teatro que dan pie a juicios críticos muchas veces vitriólicos, sus "escapadas" a Alaska o Tahití... Se telefonea con Fellini, o revela que Goytisolo "se interesó mucho por mi novela", en alusión a La traición de Rita Hayworth y "me dice que está todo listo para el contrato con Gallimard", o bien: "El chisme se corre en París de que Sarduy y yo somos las dos revelaciones castellanas..." La editorial Jorge Alvarez lanzó por fin en el 58 aquella primera novela, con un éxito fenomenal que incluyó la edición por Gallimard y las reediciones en toda Europa. De todo eso y mucho más tratan estas cartas, que se reanudarán en 1980-83 desde Río: antes, Puig se había exiliado en México, huyendo de las amenazas de la Triple A. A fines del 83 su madre se instala cerca de él, en Leblon; en el 89 Manuel desea radicarse en México, el lugar elegido es Cuernavaca. Pero un paro cardíaco tras una operación de vesícula termina con su vida, el 22 de julio de 1990.
Fotos, un índice de películas y un glosario del dialecto parmesano usado por el escritor en muchas de sus cartas, completan este libro de valor excepcional.
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