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[Radar Libros]
Cartas del porvenir
por Fernando Bogado
Leer una novela es atravesar una lengua particular, de eso no hay ninguna duda. Por más que notemos ciertas aspiraciones por parte de la prosa de querer pasar por transparente, siempre encontraremos un punto de flaqueza en donde ese aparente universo creado de la nada, tan parecido al nuestro, se cae: levantamos los ojos de la página, volvemos la vista a las páginas anteriores para ver si esas extrañas palabras que nos sorprendieron en una producción aparentemente cristalina pueden encontrar su significación en algún párrafo anterior. Ni bien ni mal, ni correcto ni incorrecto, hay novelas que eligen agarrarse como garrapatas al lenguaje, remarcarlo, subrayarlo, forzando al lector a prestar un plus de atención a cada palabra que no atraviesa así porque sí sin un ligero tropezón: ésa, al menos, es la pretensión que las palabras que componen la nueva novela de Gonzalo Castro, Hélice, parecerían tener.
Narrada en primera persona, el texto está compuesto, básicamente, por una serie de cartas –quizás manuscritas, quizás no– enviadas por el narrador a un destinatario anónimo, del cual se saben ciertas cosas a lo largo del relato. No es una relación sencilla la que estas dos personas tienen, eso queda claro desde el primer capítulo, y mucho más cuando se habla de la pareja del protagonista, Julia, la tercera en discordia, con quien las cosas no están pasando por su mejor momento.
La novela, sin embargo, elude con elegancia convertirse en una especie de historia de dramas pasados con impacto en la actualidad. Teñida de una nube melancólica, todo lo que podría funcionar en otros relatos como sentimientos definidos adquieren aquí ambigüedad, la misma que invade cada palabra del trabajo, no solamente a aquellas destinadas a retratar sensaciones particulares de un personaje que se reconoce como "pura refracción". Ejemplo de esta característica es, por ejemplo, el hecho de que no sabemos muy bien si estamos ubicados en un futuro y, en el caso de que lo estemos, si ese futuro es o no tan diferente a nuestros tiempos: burbujas de realidad virtual –con sus respectivos juegos bélicos–, autos manejados por un piloto automático, elefantes del tamaño de un perro, pequeñas pistas que nos ambientan en un tiempo diferente, pero que conviven con acciones cotidianas que operan como esas invariantes cronológicas de las cuales nadie dudaría: al momento de servirnos agua lo hacemos en un vaso, al momento de viajar al centro vamos en subte.
Gonzalo Castro, que tiene en Hélice su segundo trabajo novelístico luego de Hidrografía doméstica (2004), consigue en esta novela sorprender en el mejor de los sentidos posibles: lo que en los primeros capítulos da la sensación de ser los deslices de un novelista haciendo sus primeras armas en la labor, recurriendo a un lenguaje rebuscado, pronto se convierte en una meditación válida no sólo de la manera en que se debe escribir una novela, sino de cómo funciona el arte. El narrador deberá visitar a personajes excéntricos que proponen diversas concepciones de lo que debería ser el arte, de lo que no puede ser más, casi con el tono de un canto fúnebre para algo verdaderamente muerto.
El gran conflicto del texto es el mismo conflicto del lenguaje, la verdadera hélice del título: un lenguaje enrevesado que va de lo líquido a lo sólido, de lo cotidiano a un futuro totalmente ajeno. Hélice logra demostrar aquello de que cada novela es, en sí, una lengua diferente a la que tenemos que habituarnos, no ya un espejo, sino una superficie que, como sus palabras, como la confesión del personaje, es pura refracción.
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[Revista Ñ]
Un absurdo disimulado
por Miguel Ángel Petrecca
Hélice, la segunda novela de Gonzalo Castro, transcurre en un futuro y una ciudad indeterminados, cuyos rasgos vagamente distópicos, sugeridos apenas a través de breves toques descriptivos, remiten en un primer momento a la ciencia ficción. El espacio tiempo futurista, sin embargo, funciona acá más bien como un decorado sobre el que se proyecta la historia y los temas que le interesan al libro: el amor, la amistad, las relaciones entre las personas.
El núcleo de la novela es, en efecto, según se va descubriendo a medida que avanza el relato, un triángulo amoroso que incluye al apático narrador, a la novia de este y a un tercero misterioso que es el destinatario invariable de las "cartas" o monólogos que componen el texto. Un triángulo que, empleando una imagen de la novela, pasa de escaleno a isósceles, y de isósceles nuevamente a escaleno, o tal vez a equilátero, siguiendo el alejamiento y acercamiento de los vértices entre sí.
En las "cartas" el narrador alterna, por un lado, el relato de la fase terminal de su noviazgo con los flashbacks en los que va recapitulando aspectos de su pasado y particularmente de la relación con los demás vértices de ese triángulo; por el otro, desarrolla y relata el involucramiento del narrador en un megaproyecto urbanista de características delirantes (la reconstrucción y reconversión de un "pequeño país" arrasado en una ciudad para artistas) y abunda en su relación con distintos personajes con quienes la participación en dicho proyecto lo pone en contacto: Matsumi, la enigmática japonesa con quien trabaja y que tiene sobre el narrador un influjo fuera de lo normal; la bizarra dupla de hermanos (de nombre Scouty y Brisa) que lo contratan para el proyecto; Malakián, el multimillonario aquejado por una crisis espiritual; además de una serie de artistas extravagantes y grupos de vanguardia.
El sistema de nombres de la novela (de cual se listan algunos ejemplos en el párrafo anterior) da la clave de una voluntad de extrañamiento que es congruente con la elección misma de ese espacio y tiempo indeterminados; voluntad de extrañamiento que, a su vez, hace pareja perfectamente con dos elementos más (formando como una especie de segundo triángulo, a nivel estilo): la ambigüedad y el humor que atraviesan gran parte del libro. El primero de esos elementos (sintetizado involuntariamente en la frase "la luz no deja ficción en pie") opera a partir de un gusto por la omisión, la sugerencia y el detalle impresionista, que muestra menos de lo que oculta, dejando huecos por los que la lectura debe colarse para completar lo fragmentario de la imagen y la trama. El humor, por su parte, operando tanto al nivel de las frases como de las situaciones marcadas por un absurdo apenas disimulado, contribuye considerablemente al tono general de la novela y a sus momentos más logrados.
Este humor absurdo que da la tónica general de la novela genera un distanciamiento con respecto al núcleo dramático que está en el centro de ella: el deterioro de las relaciones y el aislamiento al que se ve conducido el narrador, la nostalgia por un momento de balance y felicidad perdidos. Interpone así permanentemente una suerte de película irónica que, sin embargo, cede por momentos a ramalazos de cierto lirismo: "De chico dormía boca abajo, con fruición, y creo que había algo puro en esa manera, como abrazarse a la tierra (representada en el colchón, que es la isla por antonomasia, la isla original), aferrarse mientras la mente se soltaba." Es en esos momentos que el futuro desangelado en el que transcurre la historia parece revelarse, de golpe, como una metáfora de la adultez y la pérdida.
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[Bazar Americano]
Topografía contemporánea
por Sonia Budassi
La novela de Castro ha sido calificada como epistolar. Escrita en primera y segunda persona, cultiva en varios párrafos un estilo que se distancia de lo coloquial a lo Manuel Puig. Con indicativos claros al destinatario y al propio proceso de estar produciendo un discurso para interpelar a un “otro específico” –que es, desde luego, también el lector- incorpora, sin embargo, diálogos, descripciones y bloques en tercera que tensan lo clásicamente epistolar y convierten el texto en un máquina tentacular y absorbente: la novela como entidad que todo lo contiene, y que configura un universo modelizador paralelo y pluridimensional.
El núcleo de la historia incluye al narrador, su mujer, Julia, de quien se está separando, y a un amigo en común, receptor de las cartas. A él le relata el presente de su relación en decadencia. También, mediante flashbacks que se incrementan a medida que avanza la novela, narra episodios de la adolescencia compartidos por los tres; escenas que, a pesar de la ironía del narrador, contienen la carga nostálgica de la epifanía perdida y el cariz del mito fundante que anticipa una predestinada tragedia.
La naturaleza de la relación del trío está insinuada en los primeros párrafos pero Castro dosifica la información de manera en que sólo al final terminamos de comprender el real origen de las tensiones sugeridas.
Topografía todo terreno
El texto puede pensarse, también, como una topografía –a veces sólida, a veces esquiva- que explora con pasión entomóloga la atmósfera de resignada y suave incertidumbre en la que se mueve el narrador. Hay que aclarar que Hélice, a priori, asume la diáfana inestabilidad como condición necesaria y produce, como contrapartida, un lenguaje propio, que materializa una búsqueda permanente, exploratoria y, si vale el término, exitosa. Es ese trabajo sobre el entramado de sentido lo que le da al texto una rugosidad tangible, penetrante, que nos sumerge en un mundo posible de entidad orgánica: emprender la lectura será como entrar a un lugar con luz y presión propias, en el que pueden reconocerse signos de lo conocido desde un rincón esmerilado. Admitido este valor, estructurante de todas las capas, la hipótesis topográfica se apoya en la vocación exploratoria de paisajes subjetivos y materiales. Si el narrador sólo puede descansar en la seguridad de proyectos laborales que imponen reglas, pasos a seguir, rutinas, instrucciones utilitarias y finalidades concretas bajo el rótulo de objetivos a alcanzar, el resto de los marcos simbólicos y relacionales son difusos, y necesitarán de un tanteo que les de forma, interpretación; sentido.
Abatimiento e insistencia
El trabajo de la observación-percepción del protagonista lo lleva a realizar teorías sobre el movimiento y conducta de los otros, a descubrir mecanismos internos como los de la culpa y el desdén, a analizar la opacidad del roce cotidiano y la agresión musitada que vive en el desgaste amoroso. Termina por describir, al detalle, en su matriz –uno de los momentos más intensos del libro- el limbo de la distancia impuesta por la separación de la pareja.
Todo es descriptible. De manera impresionista o irónica: cada elemento es plausible de convertirse en espacio y signo: desde la propia fisiología del narrador, a la memoria y los tejidos urbanos y sociales. Castro renuncia a la prosa ascética sin caer en un regodeo improductivo, para narrar desde un punto de vista propio, que complejiza cada significado del sentido común.
“Tu falta de respuesta me hace sentir sin límites”, escribe el narrador a su indiferente destinatario. La frase expone la pulsión que atraviesa toda la novela, y el procedimiento que moviliza la escritura.
El autor, entonces, maneja dos ejes en conflicto: el abatimiento, la resignación, cierto nihilismo del personaje, por un lado y, por otro, la fuerza que hace al increscendo de la tensión narrativa: el intento de recomposición de lo que ya se ha derrumbado, materializado en la perseverancia con la que insiste en escribir cartas que nadie responde. “Es conmovedor cuando uno enuncia una autocrítica porque en ese momento piensa que está desplegando un escudo, uno siente que con la voluntaria exposición del tobillo va a estar protegido del puntapié certero. Pero no es así: nos equivocamos: por lo general los otros aprovechan para aplicarse con toda energía a producir el mayor daño posible en la zona expuesta”. La autoconciencia que destila la frase no opera como represora ni como filtro: a pesar del riesgo, quien está en pleno proceso de pérdida, apuesta al despliegue comunicativo, a la exposición.
Sátira contemporánea, ciencia ficción como contorno metalizado
Los guiños a la ciencia ficción sobre los que se ha hecho hincapié en otras lecturas opera de manera marginal. El extrañamiento, el efecto distancia, el corrimiento no se da en Hélice sino apenas en relación al paisaje con toques de tiempo futuro. La ciencia ficción es incorporada, después de todo, como un contorno metalizado; las menciones puntuales a artefactos y procedimientos tecnológicos levemente disruptivos, actúan como telón de fondo del centro de estudio de la novela: las relaciones, la propia subjetividad, la soledad, la traición y la culpa. Si hay una zona devastada por la industria, en la que se construirá un país en la que vivirán artistas, y el amigp vive en la luna; si existe una cirugía en la que el hígado –centro de los celos- propio puede ser reemplazado por uno artificial, y los juegos de realidad virtual son superiores a los actuales, lo cierto es que no son más que componentes que suman una leve textura al mundo en el que se mueve el narrador.
A diferencia de Varadero y Habana Maravillosa de Hernán Vanoli, Castro no elige un territorio apocalíptico ni la retórica de la distopía, ni parece preocupado en cómo las tecnologías reconfiguran una biopolítica como hipérbole de procesos sociales contemporáneos.
La crítica de Castro adquiere, también, la forma de parodia y sátira sobre ciertos mecanismos de producción y consumo. “Últimamente estoy rodeado de gente especial, dosificada un poco por encima de sus posibilidades (...). El eufemismo es mi principal herramienta, hoy en día” , cuenta el narrador.Si Vanoli se detiene sobre el turismo, la globalización, y el intercambio de mercancías politizables, el foco de Castro está puesto en el mundo del arte con sus productores y sus traficantes un poco convencidos, un poco ingenuos, un poco lúcidos, un poco entregados, un poco cínicos, un poco snobs, un poco bobos, dependiendo de quién se trate. Y también de ciertos personajes que actuán como figuras paradigmáticas y ganan presencia a medida que Julia se va desvaneciendo del presente del narrador. Matsumi es la heredera del zen japonés apto para presentaciones empresariales existosas, y Malakián el multimillonario hastiado con tristeza que se entrega a la búsqueda espiritual, a la tarea manual - quiere retomar “el contacto con la tierra” y empieza a trabajar de asistente de un ingeniero- y, a veces, al whisky.
El imaginario del futuro surge como una hipérbole de situaciones actuales decodificables. Hélice trabaja –incluidas las referencias a la terapia psicológica a la que el protagonista acude para explayarse y tomarla en sorna- sobre la irreversibilidad de la experiencia, la biografía y los códigos que incorpora cada personaje y que configuran la propia condena. Sobre el final, en un flashback delicioso en el que asistimos a una escena cotidiana entre el narrador y su padre, leemos: “Pienso ahora, o pensaba entonces, que cocinar, y construir, son las más sofisticadas tareas naturales”. Algo así podría señalarse sobre el procedimiento de la novela, que bajo un lenguaje que actúa como regente, adopta pizcas de varios géneros –la intriga no es ajena a Hélice, tampoco el melodrama- para configurar una materia que problematiza la configuración de su propia superficie, es decir, de la novela en sí.
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[Revista Ñ]
El otro lado del realismo
por Fernanda Nicolini
En Hélice, el protagonista es un abogado asesor de empresas con problemas de pareja que le escribe casi a diario a una persona de la que está distanciado. Si no fuera porque su tarea es diseñar un país para que lo habiten artistas y que los autos funcionan en piloto automático -entre otros detalles futuristas-, se leería como la historia de un hombre en crisis en el mundo actual.
Gonzalo Castro –a quien le llevó nueve años escribir la novela en medio de sus tareas como uno de los responsables del sello Entropía y director de raras películas- es enfático a la hora de desmarcarse: "Soy realista, sólo que soy realista en lo lateral. En lo esencial soy vitalista, abogo por la energía y por el espacio narrativo y creo que la realidad se refleja únicamente en las cosas concretas. En los esquemas más amplios de la vida, y de las novelas, la realidad no tiene ninguna importancia".
Ajeno a las categorizaciones, dice que los trazos futuristas de Hélice no buscan ninguna filiación con la ciencia ficción: "Los incluí buscando oxigenación, algo de incertidumbre temporal que me separara de las referencias más cotidianas. Igual los elementos no-reales son pocos y están tratados con la naturalidad de alguien que convive con ellos, con lo cual no se les exige una prueba descriptiva profunda: el éxito de esos artefactos casuales depende más del lector que de mí."
Quizás estas incursiones más allá del contorno de lo real sean una manera, como dice el crítico Pablo Capana a la hora de definir la ciencia ficción, de acudir al pensamiento lateral para tomar distancia y mostrar el otro lado del realismo: su costado hipotético.
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[Revista Siamesa]
Minimalista, reverberante
por Jimena Repetto
Hay momentos del verano en los que el sol pide lecturas livianas. Y hay tardes en las que buscamos que las palabras conformen texturas dignas de un buen sillón. Éste es el caso de Hélice, de Gonzalo Castro. Para quienes esperaban una buena nueva después de Hidrografía doméstica (Entropía, 2004), esta novela es una propuesta más que interesante.
Así empieza: estamos en un futuro -¿cercano?, imposible saberlo-. Pero este futuro, lejos de acercarnos a las clásicas referencias de la ciencia ficción, tiende a perderse en la poética de las palabras. Es decir, la voz del narrador en primera persona se desarrolla con una mirada tan peculiar -minimalista, reveberante- que a la representación del mundo se llega lentamente, como a través de ecos. Nuestro narrador vuelve a la historia con Julia, un amor que no termina de perderse y pareciera suspendido en su memoria. Tan ausente pareciera Julia, por momentos, como presente el amigo a quien se dirigen las palabras. Porque Hélice se articula como pequeños relatos hacia un compañero de aventuras que se ha ido, y cuya ausencia se vuelve cada vez más aguda. En cierta forma, Hélice es, en su poética y universo propio, una novela sobre los vínculos que llevamos adentro. O, mejor dicho, sobre la imposibilidad de comunicarnos con quienes habitan, como fantasmagorías, nuestro espacio interior.
Con nieblas orientales, frases de una hermosa sencillez y una mirada detallista, esta novela es una invitación para quienes buscan textos en donde la escritura narrativa se desenvuelve en la plenitud de la poesía. Castro hace de su narrador una hélice que torciona el movimiento de un cielo calmo. Entre los círculos del aire se encuentran su mundo, su presente, su voz.
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[Crítica creación Blog]
Con toda intención
por Roberto Giaccaglia
I
Este libro se puede empezar a leer desde muchos lugares. Por ejemplo, desde otros libros. Estaría bien empezar desde William Seward Burroughs y leerlo como uno de sus collages narrativos, con territorios inventados incluidos, y tal vez post-apocalípticos (Nueva Colombia, en el caso de Hélice). Sin la experiencia de Burroughs también se lo puede leer, por supuesto. Vale casi lo mismo haberse cruzado alguna vez con Rayuela, que total es un libro que nunca terminó nadie. Empezar desde el propio libro (es decir desde Hélice) e intentar leerlo en forma convencional es poco conveniente, uno se cansa enseguida. En caso de empezar desde aquí, conviene abrirlo en cualquier página, al azar, leer un capítulo entero (son cortos, son muchos), y luego descansar. Y si tuviéramos la suerte de empezar por la página 113, nos toparíamos enseguida con la clave de la obra: "(…) escribir de corrido exige una determinación, una fluidez; es inalcanzable para el hombre moderno". Pero siempre es mejor que el lector encuentre su propia clave. Total, en la estructura no lineal cualquier cosa está permitida, incluso no leer el libro, prestarlo, por caso, y que otro nos lo comente —con lo cual podríamos enriquecer la novela, haciendo una "lectura" de la "lectura" que otro haya hecho.
Más claves, que Hélice va dejando caer mientras transcurre, lo que no sé si habla de la necesidad de justificarse (teorías) o de llenar espacios con cosas ya dichas (teorías): "Pensaba si un mundo de alucinaciones felices sería en verdad malo. Sí, entendemos que la destrucción de la cadena de sentido (que va de una punta a otra de la vigilia diaria) es algo atemorizante. Pero si esa ruptura trae una fantasía benéfica, de ilusión completamente tangible, ¿sería tan malo? Y si pudiéramos diferenciar de la puesta real, si identificásemos los compartimentos, aunque no controláramos los métodos de producción…" Así, Hélice es una novela que mete miedo, exclusiva, que lucha afanosamente contra el lector, como si éste fuese un extraño entrando a una fiesta que no le pertenece, una fiesta para el regodeo del autor y nadie más.
Todas estas señales apuntan a lo mismo: solamente yo existo, o sea la convicción metafísica de que nada más que la propia mente tiene importancia, que cosas como "la realidad" o "el mundo" son demasiado misteriosas como para ocuparse de ellas, y que al fin y al cabo no valen la pena, por inescrutables: no hay manera de describirlas, así que mejor hablemos de otra cosa, de la propia mente, claro está, y si hubiera acaso manera alguna de describir el mundo o la realidad, esta tendría que ser a través de lo que se nos va ocurriendo. El protagonista de Hélice, de una manera u otra, lo hace todo el tiempo, lanzando hipótesis cada dos por tres, "Supongo que lo que denominados maldad es cierta anestesia que insensibiliza hacia el dolor ajeno", "La gente a caballo siempre es un poco ladina", "El universo del crédito, si bien es fundamentalmente vacuo y neutro, entraña una profunda amenaza para aquel que intenta dejar atrás la realidad de las pasiones…", "La amistad no tiene temperatura propia, como el amor", "El sentido del olfato es un dispositivo destinado, probablemente, para emergencias, un órgano de seguridad", visitando a su psicóloga de tanto en tanto, cosa que suponemos le hace falta. Así, cada cosa que pasa cerca no pareciera ser más que producto de su pensamiento, y éste lo único digno de ser narrado, por más que el propio narrador dude de las virtudes de su mente, de su propia salud o claridad: "¿Tengo yo todas las respuestas? Al parecer sí, en la medida en que reformulo muchas de las pregunta en voz alta, y Matsumi, como un rayo, las responde. Y yo escribo, a mi manera, con mis desviaciones, pero nada es lo suficientemente claro".
II
Umberto Eco habla de la "intentio operis" para referirse al lector abandonándose al texto, es decir el lector con toda su atención puesta en lo que el autor está contando. Y luego está la "intentio lectoris", donde es el lector el sujeto de más peso, pues su subjetividad se hace cargo de las cuestiones que ocurren en la lectura (esta vez, el texto se abandona al lector. Pero no sólo eso, sino que es el lector y no el autor quien hace que las cosas ocurran): la obra queda presa de las intenciones del receptor.
Tengo para mí que ciertas obras poseen una capacidad mayor para la "intentio lectoris" que para la "intentio operis". Mientras leía Hélice, yo pensaba en cualquier otra cosa.
Pero debo que decir que tal vez la culpa sea mía: no soy el "lector modelo" de Hélice —otra categoría de Eco.
Jamás me sentí bien leyendo novelas que se sostienen más en la interpretación que se haga de ellas que en sí mismas. Como si para poder abarcarlas necesitáramos de una estética cuyos meandros se encontraran menos en el libro que tenemos en la mano que en otros que vinieran a respaldarlo. A veces para leer correctamente una obra (si tal cosa es posible) hay que dejar de leer, sentarse a discutir o a escuchar a otro que pueda instruirnos. No hablo ya de "pluralidad de significados", o de ambigüedad, eso lo tiene hasta Platero y yo. Me refiero más bien al procedimiento: conducir la interpretación de la obra por fuera de ella.
Hay novelas que nunca encontrarán su "lector modelo" —que a mí me gustaría llamar "ideal": un lector que coopere con el texto, que interactúe con él: un lector, en este caso, que goce de la libertad que el texto no ya sólo le concede, sino que le exige.
Son justamente las novelas que piden demasiado. Descodificar el "mensaje" en los mismos términos en los que el autor lo produjo es una tarea poco probable, pero a veces se vuelve no ya poco probable, sino directamente imposible. Como si el autor no quisiera en realidad que lo entendieran. Como si no escribiese para expresar alguna cosa, o para contar nada, sino precisamente para expulsar al lector, tarea que de tener éxito (hoy los lectores son cada vez menos persistentes) haría inútil las tareas de expresar o contar.
III
Podríamos algún día inventar libros que no se escribieran para ser leídos —libros que expresamente quisieran carecer no sólo de "lectores modelo", sino también de los de cualquier otro tipo.
Bueno, la idea no es nueva. Reynols publicó un disco que carecía de disco: es decir, uno compraba la cajita vacía, con su arte de tapa y todo, pero sin nada dentro. Y seguramente habrá algún vivo que editó un libro con las páginas en blanco. El problema de los experimentos artísticos es que suelen llegar tarde. Después de ese maldito mingitorio expuesto en un museo, innovar es humanamente imposible. Pero me quedo con la idea de un libro que pretenda a la fuerza carecer de lectores, que los expulse de su universo, que los haga pensar en cualquier otra cosa, menos en lo que el lector va leyendo. Un libro así, podría tener frases como esta: "Los concesionarios habían desarrollado un sistema hipertecario basado en un coeficiente de evolución inherente, por el cual aquellos que menos se desarrollaban iban perdiendo su capacidad de crédito hasta extinguirse" (Hélice, página 14). O esta: "Bueno, supongamos que sí, que doy mi mejor empeño en emprendimientos que sólo sirven para movilizar créditos, para alborotar ciertos osciloscopios financieros, y para mineralizar, capa por capa, las policromáticas estructuras fiduciarias de algunos grupos que ya no te interesan" (Hélice, página 16). Puff. Si Horacio González escribiera una novela, le saldría algo parecido a estos párrafos: atentando contra la sutileza, no sólo sin preocuparse por las escorias retóricas, sino cubriéndolo todo con ellas, adrede.
Un libro así podría ser el de la novedad perpetua, o sea un libro que fuera dejando afuera por cansancio a todo lector que se atreviera a agarrarlo. Pero tampoco. Apuesto a que algún académico caería sobre él, hambriento de sus raciones joyceanas y lacanianas, y se lo devoraría sin más.
Lo que molesta de la vanguardia no es, a esta altura, su futilidad, sino su empecinamiento. Con lo cual, como todo el mundo habrá adivinado, deja de ser vanguardia. No se puede ir contra la norma (o de lo que se cree es la norma: contar una historia lineal, en este caso, que se entienda, etc.) a punta de pistola, porque esto ya no constituiría ir en contra de nada, sino que se estaría obedeciendo a alguien (¿a quién?, me pregunto, ¿a Tabarovsky?). ¿Qué clase de revolución hay allí? La vanguardia debe proponerse la revolución, o quedarse en casa, a escribir para nadie. O no para nadie, sino para otros escritores, colegas que a su vez deberán practicar algún tipo de heterodoxia (o de sectarismo).
Off-topic
Escribir para uno mismo no es igual a ser solipsista. El solipsismo no supone un escritor aislado, a la intemperie, sino, por el contrario, un escritor protegido por los de su especie. Una progenie de individuos que escriben para ver quién la tiene más larga. Siempre que se escribe dentro de un grupo, se escribe a salvo. En el solipsismo, siempre habrá alguien que nos festeje. No es difícil encontrar amigos en los cócteles, en las presentaciones, en las redacciones, en la propia editorial. Es la famosa camarilla intelectual, o la del favor con favor se paga. Así, la crítica literaria es un asunto complicado, por no decir inexistente, que vale tanto como las contratapas de los libros. El mundillo literario es tan pequeño que todos se conocen, y leer una crítica mala de un escritor más o menos nombrado se vuelve cada vez más difícil (las reseñas suelen escribirlas los propios colegas, cuando no compañeros de trabajo del propio escritor). Todo se vuelve palmadita en la espalda. Dale, seguí así, que no te entiendo un comino, pero vas bien (siempre y cuando, a tu turno, digas lo mismo de mí).
IV: El mal cine es aquél que no tiene centro (Roberto Pagés)
La interpretación de Hélice no está sostenida por el texto, sino por las intenciones de su lector, que hará lo que quiera con la novela, o lo que pueda. El texto en sí es incapaz de excluir los puntos focales que se le atribuyan, por más variados o alocados que sean. Nada de lo que el lector piense es injusto en esta novela. El narrador puede hablarle a un amigo/a o a un novio/a, puede ser un hombre corpulento o alguna clase de animal o de extraterrestre, viviendo en este planeta en un futuro lejano, o en el presente en un mundo distinto. Hélice no tiene centro, pero tampoco bordes.
Agustín decía que si una interpretación parece posible en determinada parte de un texto, dicha interpretación sólo puede ser aceptada (o por lo menos no negada) si se confirma en otra parte del mismo texto. Es la "intentio operis" de la que habla Eco. Algo que no preocupa en absoluto al autor de Hélice. Es más, si le preocupara conseguir un lector que se abandonara a su texto, debería esperar sentado. El autor de Hélice espera más bien, si es que espera algo, que el lector haga de la historia su propia historia, que los elementos "descritos" en lo que se va contando obedezcan a lo que el lector se está contando a sí mismo.
Podríamos leer Hélice como lo que podría llegar a ser, una novela epistolar del futuro, ¿pero para qué? Conviene más pensar en otro tipo de obra, exactamente el que queramos. ¿Ciencia ficción? Sí, claro, ¿por qué no, si hay alguien viviendo en la luna? ¿Cyberpunk? Dale, total hay espejos de rayos equis, burbujas de realidad virtual, autos que andan solos, y los personajes no saben dónde están parados. ¿Y si fuera una novela rosa sobre un triángulo amoroso? Sí, también se puede.
Hélice es un texto abierto, con una infinita cadena de interpretaciones, cada una de las cuales legitimables a su manera. La novela, en su incompletud, nos obliga a esto, a leerla como se nos venga en gana: su lector modelo es aquel que no para de ampliar el universo del discurso. Es decir, muy pocos. Beatriz Sarlo, tal vez, y alguno más. Me vienen a la cabeza más palabras de Umberto Eco, esta vez graciosas y acerca de las lecturas posibles de El proceso, de Kafka: decía que se puede leer como si fuese una historia policíaca. "Legalmente podemos hacerlo", dice Eco, pero "textualmente" el resultado sería lamentable, empobrecedor. "Más valdría usar las páginas del libro para liarnos unos cigarrillos de marihuana: el gusto sería mayor".
Con Hélice no existe ese problema. Cuanto mayor sea el texto que se nos ponga enfrente, menos nos favorecerá a nosotros como lectores la "ampliación" de su universo. Pero, en cambio, tal vez le vengan muy bien a un texto menor esta clase de aportes. Para completarlo, ¿no?
V
¿Es una literatura del lenguaje, acaso? ¿O de la forma? Todo eso ya sería algo, o más bien sería bastante, pero no. Hélice es más bien una literatura de la indulgencia. Uno está tentado a pensar que Castro no se tomó el trabajo de corregir, sino que primero pensó en publicar, emprendiendo una cruzada contra la calidad, a lo Aira (un Aira de otra clase, porque el verdadero no se habría permitido un libro donde el lector no se riera al menos una vez), preocupado más por el proceso que por el resultado, desoyéndose a sí mismo acaso, o al menos al superyó, que le gritaba que todavía no entendía lo que estaba haciendo.
Si fuera una literatura del lenguaje, no se lo estaría derrochando en frases como esta: "El camión de recolección de residuos estaba cinco pisos debajo de la ventana, comprimiendo basura". Eso es lo mismo que decir que el camión de la basura estaba en la calle trabajando, ¿no? Pero eso no es todo lo que Castro puede decirnos del camión de basura: "Las grandes paletas retráctiles de la compactadora engullían y liberaban el buche para seguir ingiriendo todos esos pequeños contenedores, berberechos que quedaban vacíos". Antes de que el camión termine su trabajo, el lector ya se durmió.
Así, Hélice es también una literatura del capricho. Lo es, sobre todo, porque no hay nada esencial en ella. Nada, por ejemplo, que nos haga levantar la vista con admiración y ponernos a pensar un poco en lo que acabamos de leer. No hay asombro. Alguien podrá argüir que ya no se escriben libros esenciales, o que pretendan la admiración, o siquiera que nos hagan levantar la vista. ¿Y para qué se escriben libros hoy entonces?
VI: En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte (Susan Sontag).
Vuelvo a decirlo: no soy el lector modelo para esta novela, no me rijo por la teoría a la hora de sentarme a leer, sino por el sentido común: algo me gusta o simplemente no. De eso trata la erótica de una obra, de si hace mella o no en los sentidos del lector. De ahí viene la frase de Sontag. La hermeneútica sirve acaso para defenestrar, o para ponerse un poco odioso (como ya me puse yo), no para justificar nada —un gusto más elevado, por ejemplo. Cuando hace falta que recurramos a eso, la hermeneútica, para hablar sobre una obra, no creo que hayamos disfrutado mucho, ni siquiera intelectualmente. El gusto (el placer) sopla donde quiere, también en las ideas.
Pero en este caso ni falta que me hace eso de la hermeneútica. Para que esta novela me gustara, tendría que ser un tilingo, o un crítico cool, subordinar mis sentidos al esnobismo (porque esta es una novela distinguida, para cierta clase de lectores), o a un contracanon tal vez, o a la vanguardia como método, modalidad u organización: como si fuera imposible leer por fuera de la academia o de los cócteles editoriales. Me quedo mil veces con la simpleza, llanura y aún acritud de Bajo este sol tremendo, aunque sepa que también la acritud esté de moda, que sea una práctica usual, y que cosas como la dicha o la felicidad se consideren grasa en la literatura argentina. Por lo menos en la novela de Busqued hay rigor, aquel que nos obliga a seguir leyendo. Curiosamente, en Busqued tampoco hay riesgo (o hay, a lo sumo, la misma clase de riesgo que había por ejemplo en Di Benedetto, el riesgo de encontrar la palabra más limpia posible, por más que en Di Benedetto esa palabra dijera más, un poco más —aunque esto sea quizá cuestión de tiempo: es la primera novela de Busqued), pero yo leería de nuevo Bajo este sol tremendo, por más que supiera que en el libro no encontraría nada nuevo, como la primera vez, en realidad. En cambio a Hélice no la agarraría de nuevo ni borracho, por más que, a su vez, seguro esta vez se me ocurrirían cientos de cosas nuevas, todas distintas a las de la primera vez.
Ahí reside la diferencia entre un texto cerrado y otro abierto.
Que de estos últimos se encarguen los profesores de literatura, o los críticos tilingos.
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