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[La Nación]
Un ensayo documental
Por Matías Capelli
Si bien Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) se dedicó a pensar la literatura en todos sus libros, más allá de géneros, más allá de argumentos y situaciones narrativas; si bien incluso uno de ellos está dedicado a la obra de un poeta argentino ( Sobre Giannuzzi) y otro al lenguaje digital y la letra manuscrita ( Últimas noticias de la escritura), el flamante Teoría del ascensor es el que mejor y más exhaustivamente expone sus reflexiones literarias. Llamar a esa faceta "no ficción", sin embargo, sería, más que impreciso, ir en contra del propio programa estético del autor.
Un vistazo al índice onomástico deja en claro la amplitud de referencias, el vasto campo de maniobras sobre el que Chejfec opera su máquina de leer libros, ciudades, películas, personas, espacios y objetos. De Antonio Di Benedetto y Juan José Saer a Franz Kafka y W. G. Sebald, en prosa; de Mercedes Roffé y Francisco Bitar a Igor Baretto, en poesía; de Buenos Aires a Caracas y Nueva York; de consideraciones sobre el estatuto de la ficción a otras sobre el proceso de traducción, por nombrar solo una porción muy pequeña de todas las entradas. Teoría del ascensor está hecho a partir de retazos (artículos, conferencias, prólogos, ensayos y relatos escritos ad hoc) que el autor ha ido bordando en la superficie de la hoja hasta lograr amalgamarlos uno atrás de otro.
No hay introducción que abra, ni conclusión que cierre. Teoría del ascensor termina como concluye una experiencia, un viaje cualquiera. Un viaje en ascensor podríamos decir, para sustraerle al periplo cualquier carga de exotismo turístico. Y es que a Chejfec le interesa, ya desde el título, pensar la experiencia literaria en paralelo con la del ascensor; ambas consideradas experiencias de la suspensión, "promesas de tiempo extraterritorial".
Más allá de la potencia de la imagen, tal vez el concepto central para pensar el libro -que como todo ensayo de autor, sirve tanto para leer las obras analizadas como para echar luz sobre la del propio Chejfec- es el de "literatura documental". La ficción, confiesa, siempre le causó desconfianza. "La ficción entendida como prerrogativa del autor para escribir historias". Es por eso que nunca fue una opción plena para él, a pesar de haber publicado novelas.
¿En qué consiste la literatura documental? En una disposición "de tipo espiritual, una actitud empática del narrador, o de la narración en general, hacia los objetos físicos, situaciones empíricas o documentos flagrantes en general que se van encontrando en los relatos". Enseguida aclara que con eso no se refiere a "recuentos de tipo clasificatorio ni a la retórica de las enumeraciones, tampoco a los usos ambientales de los detalles concretos, si no más bien a lo opuesto".
Según su punto de vista, la mirada documental restituye "algo del artilugio que no debe perder la ficción, aunque casi siempre pierde por la fuerza de las convenciones en las que en general se apoya, en constante y progresivo agotamiento". Y va más allá cuando sugiere que es la única opción literaria para que las experiencias asociadas a la "primera persona" mantengan una presencia no amenazada por la irrelevancia. Pero nada más lejos de su idea de "documental" que la del espejo que refleja lo dado. Teoría del ascensor, de hecho, tiene pocas frases tan tajantes como esta: "Detesto ver la realidad organizada como literatura, desprecio lo claro y lo explícito".
El concepto acuñado o al menos propugnado por Chejfec desde hace unos años resulta productivo no solo a la hora de leer la literatura contemporánea, sino además como herramienta programática a la hora de escribir. Una escritura que desconfía de categorías como ficción, ensayo o crónica pero que no se contenta con definirse a partir de la negativa (como la así llamada "no ficción"). Por el contrario, la de Chejfec es una apuesta doblemente afirmativa: por una literatura ("un discurso que nadie espera porque en principio parece innecesario") que, como quería Francis Ponge, también quizá Giannuzzi, antes que nada esté del lado de las cosas.
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[La Voz del Interior]
Paradas del pensamiento inquieto
Por Javier Mattio
De la planta baja de la teoría al ensayo abierto de azotea, Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) ofrece múltiples paradas por su edificio reflexivo en Teoría del ascensor, compendio de intervenciones varias (dedicadas a la literatura, los mapas, la traducción, autores, artistas) que confían en la elipsis y brevedad del fragmento como dispositivo narrativo. En efecto, Chejfec narra pensamientos, o sencillamente escribe, entendiendo la escritura en un sentido estricto y en las antípodas de los habituales procedimientos ficcionales-lineales.
Su simiente ideológica, siempre cuidadosamente elusiva y en estado de bosquejo, se concentra en las primeras entradas casi a modo de aviso, indicando que las premisas del relato “acá no están presentes”. Ya en el primerísimo párrafo se lee: “Terminada la lectura y a punto de cerrar el libro aún ignoramos de qué se ha tratado”. El chiste parco sintoniza con la transparencia seminal de Chejfec, con su ligereza reacia al efectismo. El apoyo en el tono menor se evidencia en la disección del indeciso, elogio velado de la incertidumbre, la ambigüedad, la anticipación, la negatividad y la espera. No es extraño que un pasaje esté dedicado a Antonio Di Benedetto y su Zama, una novela “solipsista, fuera del tiempo”, que exhibe el problema y la revelación pero que “no los descubre”. De allí también la invocación a la figura del ascensor, que en su cubo hermético invita a “una visita momentánea al tiempo exterior del mundo”, acaso también la consigna de estos textos leves, escondidos, íntimos, en suspenso y de un orden en apariencia aleatorio.
Afín a la dispersión formal esgrimida en Baroni: un viaje, Modo linterna o Últimas noticias de la escritura, Teoría del ascensor (que repite incisos de El visitante, el anterior libro de Chejfec publicado en la Argentina) opera sin embargo como foco de atracción en su imprevisibilidad temática. Los objetos de meditación incluyen curiosidades como guías telefónicas (“documentos de simultaneidad”, según el historiador Karl Schlögel), un conjunto de postales excesivamente coloridas de Caracas poseedoras de una involuntaria melancolía, listas de escritores misteriosamente enlazadas con listas de comidas o el precio registrado en las primeras páginas de los libros, que refieren tanto a escalas y valores obsoletos como a una vindicación duchampiana de la copia por sobre el original.
Los botones onomásticos del transporte de Chejfec conducen asimismo a lecturas de la obra de Mercedes Roffé, Victoria de Stéfano, Julio Cortázar, Martín Caparrós o Juan José Saer, observaciones en las que el ascensorista se confunde entre los pasajeros. Es al mencionar al poeta Igor Barreto y su antología El campo/ el ascensor, asociada a la vez a los versos de Carlos Drummond de Andrade “En el campo pienso en el ascensor, / en el ascensor pienso en el campo”, que Teoría del ascensor insinúa una trama: aquella que se activa en un afuera interior.
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[Perfil]
Experiencias de la suspensión
Por Gonzalo León
Las narraciones de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) tienden a ser descriptivas y contemplativas, con lo que el relato se suspende y las narraciones al terreno del ensayo. En cambio sus ensayos literarios tienden a contar hechos y anécdotas, que a su vez suspenden la reflexión y entran al terreno del relato, esto sucede en Últimas noticias de la escritura y en Teoría del ascensor, su último libro. Estos movimientos son a la larga complementarios, y en el caso del ensayo alude a una idea “menos formal y declarativa y notoriamente híbrida”.
Teoría del ascensor es un libro atrapante, tan atrapante en sus primeras cincuenta páginas el lector creerá que está ante una buena novela. Estructurada sobre la base de pequeños hechos y anécdotas, Chejfec va abriendo espacio a la reflexión sobre distintos aspectos de la escritura (el estilo, la traducción, etcétera), aspectos que ve en la escritura de sus amigos y compañeros de ruta. Pero no lo hace siguiendo un orden predeterminado de jerarquías: la poeta argentina avecindada en Nueva York Mercedes Roffé aparece mencionada más veces que Antonio di Benedetto o Juan José Saer. Se trata de jerarquías propias a quien las determina. A medida que se avanza en la lectura aparecen otras claves, que tienen que ver con la autobiografía del autor: Buenos Aires, Caracas y Nueva York, las ciudades donde ha vivido, sus calles, sus personas, algunas de las costumbres que ha observado en detalle.
Chejfec utiliza un interesante recurso, que es el de hablar de su autobiografía en tercera persona; no se trata del gastado recurso maradoniano de hablar de sí mismo como si se fuera otro, sino de contar un hecho de su autobiografía de manera equívoca, de cambiar el eje de la narración, como en las películas de Béla Tarr, del que se ocupa en este libro. Hábilmente detecta que así como en ocasiones la primera persona puede ser una redundancia, en otras puede ser necesaria y pertinente, de esta forma señala que la elección de una persona u otra tiene que ver con el efecto de lectura que se desee lograr.
Parece obvio señalar que su literatura surge de largas caminatas y observaciones, porque él mismo se ha encargado de contarlo. Pese a ello no es un flaneur, la suya es una observación del detalle no sólo de las pequeñas historias del presente, sino las de un pasado imposible de observar: “Me ha pasado peregrinar durante horas o días enteros para observar fachadas y frentes de edificios detrás de cuyas paredes trabajaron o vivieron artistas. Lugares donde no se conserva nada, ni una chapa de recordación”. Es en los intersticios donde no hay chapa de recordación donde se cuela la ficción.
Si todo buen novelista debe saber observar los detalles, Chejfec demuestra esta capacidad a fondo cuando relata su encuentro con Antonio di Benedetto en la pizzería El Cuartito, a quien muestra contando billete tras billete para poder pagar la cuenta, mientras los mozos, con las sillas arriba de las mesas, “hacían gestos de impaciencia cuando pasaban detrás de él, pero también de complicidad, como si lo conocieran, lo cual se traducía en algo parecido a la burla”.
La explicación de este título poco convencional la da cuando relata la costumbre de los caraqueños de saludarse al entrar y salir de un ascensor: “Le gusta creer entonces que los ascensores ofrecen, para quien quiere encontrarlas, experiencias de la suspensión”. Se refiere a la suspensión física como temporal, física en tanto ensayística y temporal en tanto narrativa. Enseguida, y para que la teoría quede más clara, cita unos versos de Carlos Drummond de Andrade: “En el campo pienso en el ascensor /en el ascensor pienso en el campo”. Según Chejfec, Drummond utiliza pensar “como acción”, y ése es el sentido que tiene la reflexión en este autor: un sentido al servicio de la narración.
Por último, Teoría del ascensor tiene una estructura tan bien armada, que las costuras de los textos que la componen se vuelven invisibles, y de hecho no importa si fueron escritos o publicados con anterioridad, porque en el conjunto es donde funcionan y cobran potencia.
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[Eterna Cadencia blog]
El canon privado de Sergio Chejfec
Por Martín Libster
¿Cuáles son los procedimientos específicos de la literatura? ¿Cuál es su soporte? ¿La hoja manuscrita, el libro impreso, las palabras que el escritor anota en su libreta? ¿El original, la traducción o el nuevo original que resulta de una doble traducción? Todas estas son preguntas de las que Sergio Chejfec se ha ocupado, en mayor o menor medida, durante toda su carrera, sin dar nunca respuestas definitivas (acaso porque eso es imposible o porque hallarlas implicaría dejar de escribir). Pero, puestos a razonar, las preguntas pueden ser infinitas. Cada interrogante genera uno nuevo; el pensamiento se multiplica sin llegar nunca a acertar con la verdad.
Es esta suerte de búsqueda de un objeto en última instancia inasible lo que caracteriza la literatura de Sergio Chejfec. Teoría del ascensor, con su multiplicidad de fragmentos ordenados de forma algo arbitraria o misteriosa, es un capítulo más de esta indagación. Hay aquí pequeñas narraciones, anécdotas personales, apuntes sobre la traducción y consideraciones sobre la obra de algunos colegas admirados, como Juan José Saer, Mercedes Roffé y Antonio Di Benedetto, entre otros.
Muchas veces se ha señalado el carácter teórico o reflexivo de las narraciones de Chejfec. Sus novelas resisten la sinopsis argumental por el simple hecho de reducir, de modo cada vez más acentuado, la trama a su mínima expresión, y concentrarse en la descripción de procesos de pensamiento. Es por eso que entre sus ensayos y sus ficciones no hay mayores diferencias. Lo que leemos es la indagación del autor sobre aquello que está contando y, en última instancia, una especie de teoría de la narración que sostiene el edificio ficcional. Es esta hipertrofia del procedimiento reflexivo lo que hace de Chejfec un autor extraño en el contexto de la literatura argentina. Su literatura ha sido comparada con la de Juan José Saer, y la comparación no es desacertada si pensamos en el Saer de los años 70 y 80 (el que va, digamos, de El limonero real a Glosa, pasando por ese experimento extremo que es Nadie nada nunca). Pero la radicalidad de Chejfec también recuerda a cierta tradición de la literatura en lengua alemana, y particularmente a la obra del escritor austríaco Peter Handke.
No por nada Chejfec dedica muchas páginas de su nuevo libro al tema de la extranjería, no sólo a la extranjería física (que conoce bien por vivir fuera del país, primero en Venezuela y luego en Nueva York, desde 1990), sino a la llegada y permanencia de una obra en una lengua extranjera. Una de las piezas sobre Saer contenidas en el libro hace alusión al viaje de Glosa al inglés, y las transformaciones derivadas de éste. Ese mismo apartado cuenta una visita al cementerio de Père-Lachaise, en París, y se pregunta cómo la trayectoria vital del autor puede verse reconfigurada por el guión que figura en la placa, afrancesando su nombre (¿cuál es la diferencia entre Juan José Saer y Juan-José Saer?). Uno podría pensar que son observaciones sutiles y que los cambios producidos por esos traslados son ínfimos. Pero así es como trabaja la mirada de Chejfec: revelando la complejidad detrás de los mecanismos invisibles de la realidad y el modo en que estos afectan la percepción.
La lectura de Teoría del ascensor puede proporcionar también algunas claves de lectura de la obra de Sergio Chejfec, sobre todo respecto de sus afinidades electivas. Leyendo los textos críticos que dedica a otros escritores uno puede averiguar, en primera instancia, cuáles son los autores que le interesan (un ejercicio siempre interesante, sobre todo cuando es llevado a cabo por un autor insular, de quien uno no puede más que adivinar las filiaciones más obvias) y también su modo de leer (que es lo que en última instancia configura la propia obra). Es un canon privado compuesto mayormente por escritores cuya obra se caracteriza por cierta extraterritorialidad y dislocación (Lorenzo García Vega, cubano residente en Miami; Saer, argentino escribiendo en castellano pero viviendo en Francia; Victoria De Stéfano, venezolana nacida en Italia; Antonio Di Benedetto, argentino exiliado en España pero cuya obra, incluso antes de su partida, se alejaba por completo de los cánones de la época). Es en esta tradición de viajeros voluntarios e involuntarios donde Chejfec elige inscribir su propia literatura.
Teoría del ascensor se compone de nuevas variaciones sobre viejos temas. Es, en todo caso, una ampliación del mapa de un territorio conocido; ampliación que agrega matices, texturas y colores a aquello que ya habíamos visto anteriormente, como una segunda visita a una ciudad que nos gusta. La experiencia no es por ello repetitiva ni aburrida; por el contrario, se deriva de ella el placer del retorno a un lugar algo extraño y enigmático, pero siempre interesante.
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[Otra parte]
Experiencias de la suspensión
Por Juan F. Comperatore
Hay escritores que se distinguen porque ponen en circulación el uso de un glosario personal, y todo aquel que quiera ingresar en su universo textual debe aceptarlo como salvoconducto o moneda de cambio; Sergio Chejfec es uno de ellos. Términos como “provisorio”, “incompleto”, “indeterminación”, “extranjería” son los más frecuentes y permiten esbozar una poética elusiva, poco enfática, como le gusta decir a Chejfec, de tono menor. Las piezas que componen Teoría del ascensor insisten en la línea abierta a partir de Baroni: un viaje (2007), que hace de la ambigüedad o la indefinición genérica uno de sus emblemas. El agotamiento de la capacidad persuasiva de la ficción es la invitación a ensayar otra lógica de funcionamiento de lo ficcional. En lugar de sostener la invención en la construcción del verosímil, la mirada documental lo hace a partir de un soporte material. Lo paradójico es que la documentalidad resalta el artificio. Desde este modo se diluyen las barreras entre lo sucedido y lo inventado. De ahí también que no tenga sentido diferenciar entre ficción, crónica o ensayo. El narrador, figura excluyente de la mayor parte de los relatos de Chejfec, es un moroso cavilante de minucias. Todo objeto, por irrelevante que sea, puede despertar en él una suerte de curiosidad desapegada. En ocasiones es el paseo por las periferias de Nueva York, el encuentro de unas postales en Caracas o la visita al taller de Eduardo Stupía. En otras, el rodeo en torno a las guías como dispositivos de “igualación imaginaria de jerarquías”, el cotejo de correspondencias entre escritores y comidas o la función de las imágenes en la obra de Cortázar. De esos trances suele extraer no tanto una enseñanza como decepción o perplejidad; o, en el mejor de los casos, una “promesa de tiempo extraterritorial”. En el trayecto se va dibujando la constelación de afinidades electivas: Juan José Saer, Antonio Di Benedetto, Mercedes Roffé, Igor Barreto, Victoria de Stefano, Mario Bellatin, Lorenzo García Vega, W.G. Sebald, Béla Tarr. No casualmente tienen en común haber limado las ataduras de las clasificaciones y haber vivido entre dos lenguas. La disposición de las piezas (de menor a mayor extensión) sortea tanto el ordenamiento cronológico como la progresión temática y, aunque haya reenvíos solapados, invita a considerarlas como viajes en ascensor, es decir, como “experiencias de la suspensión”. Difusa, fragmentaria, resbaladiza: así es la zona Chejfec. Porque, como se dice por ahí, lo que hace la literatura es “revelar un espacio más que contar una historia”.
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[La Nación]
Un ensayo fragmentado sobre la escritura
Por Natalia Blanc
Hay libros que se disfrutan como un desafío. Por el lenguaje preciso, el planteo inteligente, el metadiscurso. Uno de ellos es Teoría del ascensor, de Sergio Chejfec, publicado por Entropía: un ensayo fragmentado, formado por textos breves que pueden leerse como entradas de un diario personal o de un cuaderno de apuntes. En esas notas, en apariencia sueltas pero que forman un todo, el autor reflexiona, discute y se pregunta sobre cuestiones técnicas y literarias alrededor de la escritura.
Hay anécdotas propias y ajenas, hay citas y hay nombres: a lo largo de las páginas aparecen, entre otros, Osvaldo Lamborghini, Juan José Saer, Martín Caparrós, Mercedes Roffé y, también, Sergio Chejfec. Hay, además, muchas siglas: CA, BD, FC, PL y más. No importa si el lector sabe (o descubre) de quiénes se trata: lo que importa, en todo caso, es que las historias mínimas intercaladas son exquisitas. Chejfec revela, en un momento, una idea que lo obsesiona: "Compilar la presencia de las guías de teléfonos en la vida de los escritores". Un plan caprichoso y fascinante, como este ensayo literario.
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[Bazar americano]
Experiencias de la suspensión
Por Anabel Tellechea
Decir que “el ascensor se manifiesta por sus efectos” es una forma tan elegante como esquiva de esbozar una definición (provisoria, por supuesto) de literatura. Teoría del ascensor es un libro armado a partir de una lógica de conjunto donde los textos, los segmentos, encuentran un lugar común justamente por su carácter evasivo y la indecisión que exhiben. Digamos, entonces, que configura un doble movimiento de afirmación y dispersión sobre el concepto de literatura: el examen ensayístico se despliega mediante la recurrencia de ciertos tópicos para luego hacerlos estallar justo antes de su afirmación. A riesgo de ser escandalosamente infiel a la obra, voy a decirlo más directamente: Teoría del ascensor es exactamente el punto donde confluye la literatura y la reflexión sobre ella, con una altísima precisión analítica y narrativa.
El rodeo de la prosa al que Chejfec nos tiene acostumbrados se encuentra en otro nivel. La escritura indaga la indecisión como concepto y como forma; en otras palabras, el intento de definirla resulta a la vez respuesta y efecto para cada objeto o circunstancia abordado. “En cada decisión inminente hay una batalla a enfrentar contra todo sentido prefijado” es una premisa que resuena tanto para el accionar de un sujeto (por ejemplo, las presentaciones variadas del “yo”, ensayando cuál resulta más adecuada) como para la escritura misma. De esta manera es que se abre la narración, con la exhibición de la incertidumbre y con el final de una lectura: “a punto de cerrar el libro [¿este u otro?] aún ignoramos de qué se ha tratado”. El despliegue de una cartografía siempre inexacta con respecto al territorio es otra operación que resuena al pensar en qué pasa con la espacialidad en este texto fragmentario. A primera vista, difícilmente diríamos que las partes hacen un conjunto; si afilamos la mirada, los unifica no solo el “estilo” sino la pregunta sobre lo disperso. Tensionados por la paradoja, puede decirse que justamente en la dispersión encuentran su lugar común. Cuando no son devaneos, son recorridos espaciales por diferentes ciudades que recuperan situaciones bastante nimias pero que resultan una oportunidad para la reflexión. Desde este punto de vista, Teoría del ascensor por momentos se parece a una libreta que acompaña a ese “yo” de la escritura y lo pone a registrar aquello que piensa de lo que sucede, lee o escucha.
El gesto de comenzar con un final anticipa una de las iteraciones de Teoría del ascensor en particular y de la obra de Chejfec en general, que es la operación de dislocación. Su efecto se actualiza en la suspensión de algunas certezas con respecto al quehacer literario, como sucede con la relación siempre en tensión entre el autor y el conocimiento de su obra (y aún más tensionada al poner en juego los problemas de la traducción), la representación como garantía o resultado de la narración, o las coordenadas de espacio y tiempo como organizadoras a partir de un criterio de linealidad o continuidad. En este marco, este narrador coloca su mirada incisiva en la noción de experiencia y su vinculación con las posibilidades del relato al interior de la literatura. Por un lado, la experiencia es definida como la “dimensión compartida” entre literatura y realidad –atendiendo a que la narración avanza con la intercalación de casos “reales” (así, entre comillas como pide el yo de la escritura)–; por otro, se ha diluido la confianza en la representación ajustada de los hechos, por lo que cada situación narrada es aproximación e intento fallido.
La encarnadura esquiva del sujeto, dada en parte por la oscilación entre primera y tercera persona del narrador, resulta uno de los aspectos quizá de mayor elaboración en este juego de dislocaciones. La prosa ensayística habilita momentos de desarrollo conceptual como el cruce entre mirada y subjetivación, resultado de un comentario teórico de la mano de Barthes. Desde ahí afirma que “la misma subjetividad es una condición para desplegar esas miradas y registros que se revelan mejor como puntos de observación, como ‘testigos’ de la representación documental que ejecutan”. Tangencialmente arroja aquella desconfianza por la factualidad de lo narrado hacia la pregunta por ese “yo” en la escritura o la escritura del “yo”, que desarrolla como conceptos en ese momento ensayístico, entre otros, acerca de la mirada documental. Este registro, entonces, se convierte en un mecanismo de subjetivación: la documentalidad instala al mismo tiempo la posibilidad híbrida de narrarse y salir de sí por efecto de su autorreferencialidad y de su carácter de testigo.
Al asociar una forma de mirar con una manera de estar en el mundo, el dispositivo de escritura se convierte también en uno de lectura: otra de las recurrencias de Teoría del ascensor opera en las lecturas críticas de literatura y cine que refractan en los procedimientos de la escritura misma. Entre las y los leídos se encuentran: Mercedes Roffé y la relación equívoca entre el título y la obra de ella, los poemas de definiciones y las construcciones verbales que quieren hacerse un lugar mediante la autoexhibición; Martín Caparrós y el lugar de los lectores como aspecto a tener en cuenta (o no) en su escritura, su estilo que fricciona lo público y lo privado y la expansión de los límites de la literatura a partir de los materiales seleccionados; Juan José Saer y la recepción de la traducción de Glosa –la novela cuyo problema principal gira en torno a la imposibilidad de reconstruir un relato– como The 65º years of Washington; Antonio di Benedetto y la pasividad leída como desacople en los personajes de Zama, atendiendo a que sus obras siempre deambulan alrededor de la imposibilidad; Carlos Ríos y el desajuste entre la escritura para la lectura silenciosa o la oralización a partir de “Nosotros no”; W. G. Sebald como el escritor de la experiencia del observador; Béla Tarr y su película The man from London resultan una ocasión para señalar el desbalance entre la objetividad y subjetividad del punto de vista de la cámara; el par que arma entre Carlos Drummond de Andrade e Igor Barreto, relacionando la compilación El campo / el ascensor y unos versos del brasileño a partir de convertir al “ascensor” en una herramienta crítica para leer al venezolano.
¿Qué tienen en común las bibliotecas caóticas, donde se juntan manuales, libros de poesía y de autoayuda, con las guías telefónicas? Pensadas como lugares donde se reúnen nombres de escritores, desarma una lógica prefijada por una nueva que, en este caso, propone otra espacialidad. En ambas figuras, Chejfec lee documentos de simultaneidad, donde los nombres conviven entre sí sin jerarquías ni criterios de valor, incluso instalando la potencialidad: todos los nombres de la guía son de escritores de hecho o posibles. Esta operación de reunir conjuntos desde principios anómalos, poco usuales, también subyace al conjunto de postales que CG colecciona y se relata hacia el final; en sí mismas guardan un carácter autónomo (están dispersas por haber sido enviadas a sus destinatarios), pero arman una serie o conjunto, un tipo de instalación no tanto por aquello que muestran sino por la corrosión que presentan, manchadas y agujereadas. Las postales muestran vistas de Caracas, fotografías donde puede verse, en su mayoría, la ciudad desde una perspectiva aérea. Como si ese conjunto disperso formara un abordaje siempre insuficiente de un espacio, sumando puntos de vista mientras se sabe que nunca será suficiente. “Porque CG había querido blandir estas postales como segmentos de experiencia concreta”: una prueba barthesiana que afirma “pasé por esto” gracias al efecto de documentalidad. Y es el deterioro material donde se concentra esa fuerza probatoria, y no en la representación del referente fotografiado y seguramente editado: “los huecos auguraban posibles recorridos, y conectaban no sólo puntos distantes, y de relación inverosímil, de la superficie urbana que exponían, sino también momentos diferentes de la cronología”.
Por último, la deriva narrativa sobre los ascensores que le da título al libro está en el medio, el lugar menos misterioso de todos: ni viene a anunciar un sentido unificador, ni viene a resolver al final la incertidumbre que va cosechando quien lea esas páginas. Por supuesto, resuena también en este aspecto la simultaneidad de las piezas: como si uno pudiera empezar el libro en cualquier parte. La anécdota o situación presenta al “vehículo de navegación vertical” como ocupador de los pensamientos del personaje (¿es otra vez la primera persona proyectada en una tercera?) al punto que llega a inmiscuirse en un sueño de un futurismo retro, en el que las trayectorias de unos ascensores permitían desplazamientos diagonales y de marcada lentitud, alcanzando 30 minutos adentro de la cabina. Decir que esta figura ramificada y digresiva de un recorrido que se considera lineal, como un texto, constituye una analogía quizá sea poco, además de desacertado o impertinente para el juego que propone esta narrativa. Por lo menos falta especificarla un poco más: no se trata de un ascensor cualquiera sino de un paternóster, un sistema con dos cabinas paralelas sin puertas que nunca detiene su lentísimo recorrido (los pasajeros suben y bajan con tranquilidad sin necesidad de que frene). Mientras una sube, la otra baja; no entran más de dos o tres personas en cada una. Pero esta descripción tan precisa del dispositivo, para Chejfec, es un error que no deja de ser explicativo por ser gráfico. A mayor precisión, menor correspondencia. La difusión gana en explicación. Teoría del ascensor se asienta, en definitiva, en la imposibilidad de fijar sentidos, en la provisionalidad a la manera del tiempo transcurrido durante el trayecto sin pausa de la cabina sin puerta.
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[La continuidad de los Borges]
El efecto Chejfec
Por Aquiles Zambrano
Piso 1
Teoría del ascensor (Entropía 2017), el último libro de Sergio Chejfec, asume desde el título la estrategia de la suspensión. Es una experiencia que producen algunos de sus libros. Un cierto levitar pausado por encima de la inteligencia (o la intelección) de las cosas cotidianas, quizás un efecto propiamente chejfeciano. Porque Sergio Chejfec ya no es sólo un libro, a la manera de esos autores cuyo mérito resulta de un título encumbrado, casi milagroso, que proyecta sobre el resto un interés subsidiario en su lectura. A estas alturas, Sergio Chejfec es la totalidad de una obra o, más propiamente, como afirma Patricio Pron sin miramientos en la contratapa de éste libro, “uno de los acontecimientos más importantes de la literatura en español de la última década”.
Tiene razón, por supuesto, pero trato de evitar las afirmaciones grandilocuentes. Pues trato de recordar la palabra que usó el propio Chejfec cuando me le acerqué durante la presentación de uno de sus libros y le dije, sin el menor pudor, que yo lo consideraba un maestro. Chejfec, sospechando algún trasfondo irónico en mi consideración, como haría cualquier hombre que se precie de su inteligencia, me atajó con una palabra que ahora no recuerdo, pero que describía la idiosincrasia del venezolano. Quizás dijo vehementes, extravagantes, comedores de serpientes, propensos a la cháchara y el ruido, no lo recuerdo, porque en ese instante la conversación derivó, afortunadamente, hacia algunos nombres de la literatura venezolana que aquel extranjero en Buenos Aires conocía mejor que yo.
Es curioso, Teoría del ascensor abunda en textos sobre Venezuela. La huella de Caracas se percibe implícita o explícitamente a lo largo de sus páginas. El carro de Juan Liscano, por ejemplo, serpenteando por el valle camino a una fiesta de fin de año, trasportando a dos intelectuales exiliados en los setenta, Dardo Cúneo y Lorenzo García Vega. El gracioso secreto revelado por Victoria de Stefano sobre el verdadero nombre de un mendigo que, desde la mañana al anochecer, movido por un inexplicable deber ciudadano, se instala en una esquina de Sebucán, vestido de saco y corbata, a dirigir el tráfico. O la escena de una telenovela escrita por José Ignacio Cabrujas donde un hombre adinerado, también vestido de traje y corbata, duda en hacer o no una llamada, y cuyo desenlace humorístico es adoptado por Chejfec como “blasón secreto”.
Me sorprendieron esos destellos humorísticos en este libro. Por primera vez, luego de leer varios de sus títulos (de la experiencia un poco traumática de Lenta biografía, por ejemplo), una sonora carcajada me sacudió durante la lectura. Quizás Chejfec en Venezuela aprendió a reír. ¿Cuál es la lección especular que yo tendría que aprender en Buenos Aires?
Piso 2
El yo desmesurado ha venido discutiendo silenciosamente, en la oscuridad del anonimato, con el maestro a lo largo de tres años, más concretamente desde el 2015, en todo lo que ha escrito y amarrado, junto a las fieras tropicales, en el baúl. No tanto porque crea que hay algo en sus lecciones (que no las hay) que deba ser discutido, sino porque el yo vehemente del país caribeño no conoce, o más bien no puede ensayar otra forma de pensamiento que no sea dialéctico.
El yo exacerbado se da cuenta, sin embargo, que los libros del maestro no proponen ninguna tesis a la que él pueda oponer una antítesis; que, de hecho, si hay algo a lo que rotundamente se niegan sus libros es a proponer una tesis, a amarrar una definición taxativa o transparente. Pero allí es, justamente, donde su autodesignado discípulo le discute, pues considera que detrás de su poética de la irresolución, de la suspensión del juicio o la deliberada ambigüedad de sus textos, se oculta pudorosamente un empeño y una voluntad inquebrantables. En realidad, más que discutir la estrategia de suspensión del maestro, al yo desmesurado le interesa aprenderla, pero la única vía de aprendizaje que conoce es la dialéctica. Quizás lo que lo mueve a buscar una lección en sus libros (alguna clase de positividad) sea precisamente la decidida negativa de éstos a producir alguna.
Piso 3
Ascendemos en el ascensor de Chejfec hacia la incomprensión de lo que hace en este libro, suerte de compendio de sus temas clásicos. En uno de sus apartados, hacia la mitad del volumen, el autor describe una divertida lista que vincula novelistas a recetas gastronómicas. Su caprichosa y secreta intención, según sus propias palabras, es “cotejar dos órdenes autónomos entre sí, ambos pertenecientes a diferentes regímenes y cada cual bajo constante cambio”.
Pues bien… Una lista especular puede realizarse, no en relación a alimentos, sino a narcóticos. Probablemente no sea una idea tan original, y probablemente sea políticamente incorrecta, pero también me resulta divertida. ¿Qué droga podríamos asociar al nombre de Sergio Chejfec? Sin dudarlo un segundo respondería: al Clonazepan.
Como reconocerán sus lectores, algunos trayectos de su obra pueden producir somnolencia, pero también una plácida, elevada, felicidad. La suspensión, en su obra, también se experimenta como un estado narcótico. Todo forma parte del efecto Chejfec.
Piso 3 y 1/2
¿Y Mario Bellatin, autor frecuente en las disquisiciones de Chejfec, y también presente en este libro, qué droga podría corresponder al peruano mexicano? Bellatin es, quien podría negarlo, un viaje delicado y terrorífico con ayahuasca. ¿Y Rómulo Gallegos? Una mascada de chimó. ¿Y David Foster Wallace? Cafeína y azúcar en una lata de Coca Cola. ¿Y Fogwill? Bueno… ya sabemos qué sustancia corresponde a Fogwill.
Piso 4
¿Teoría del ascensor es una suerte de compendio o índice de la totalidad de la obra de Sergio Chejfec? Podría leerse así, pero es mejor ser precavidos. En todo caso, habría que destacar el combustible léxico que proporciona. No me ocurre con otros autores. No me ocurre con Bellatin, ni con Saer, ni con Di Benedetto, por mencionar algunos escritores de nuestra lengua que figuran en el texto. El uso de palabras infrecuentes, no tanto ignoradas, sino infrecuentes, que sin duda has leído, pero que no estás seguro de conocer del todo, o no forman parte de la paleta de colores que sueles usar cuando escribes, y mucho menos cuando hablas; la combinación aún más inesperada de esas palabras, no lo sé, algo impreciso en la química que las organiza, imprimen a los textos su originalidad narcótica. Da la sensación de que el propio Chejfec también desconoce un poco sus palabras, como si una deidad extranjera se las dictara desde un lugar apartado de las secuencias habituales. De hecho, en un apartado menciona la dificultad de un traductor al tratar de volcar sus textos a otra lengua, lo que deriva en el autor intentando reescribir un párrafo o fragmento, traduciéndose a sí mismo. ¿Sergio Chejfec es intraducible? No lo creo. Si hemos disfrutado a Barthes en castellano, no veo por qué no podamos devolverle un Chejfec al francés.
Piso 5
El yo desmesurado ahora piensa en la pobreza del vocabulario en relación directa con la pobreza material. Piensa en la metafísica de las finanzas, en las famosas tormentas cambiarias de la Argentina (donde es un yo extranjero), en las guerras comerciales entre potencias mundiales y el impredecible curso general de la economía. Ha comprobado en carne propia la reducción del presupuesto, y su consecuencia lingüística. Al dejar de leer con la frecuencia a la que venía acostumbrado, un poco por razones económicas y otro por desafortunadas configuraciones de la vida, las palabras que alimentan su subjetividad extravagante se pierden en la bruma. No es que las desconozca, es que de pronto las olvida, lo abandonan. Sabe que allí están, dormidas, esperando para saltar sobre su conciencia, pero cree que, por algún principio de economía psicológica, justamente, las palabras se repliegan durante los rigores del trabajo cotidiano. Puesto que no se requiere más que un puñado de palabras para dar cuenta de la realidad diaria, las otras, las sutiles, aquellas que describen los matices de las cosas, se desvanecen naturalmente. Un vocabulario mínimo se requiere para sobrevivir el mundo, pero en algún punto no del todo claro, piensa el yo, la acumulación se torna lujo.
Piso 6
Curiosa extranjería la del maestro. ¿Cómo puede ser la extranjería una experiencia lujosa del lenguaje? Las llanas verdades del inmigrante constriñen la riqueza espiritual de la lengua al ámbito del cuerpo. Predominio de verbos sobre adjetivos, de acción sobre contemplación, un puñado de sustantivos como monedas para transar con ese mundo ajeno, a veces amable, a veces hostil, la mayoría indiferente. El inmigrante suele exhibir una mudez desnuda, o en todo caso un lenguaje elástico, adherido al cuerpo. La verdad de éste y su degradación, la desnudez de su despojo político inevitable, no aparecen en la obra de Chejfec, al menos hasta donde el yo sabe. En Chejfec la extranjería es, sobre todo, una condición espiritual, abstracta, más interior, que exterior. El yo se inclina a creer que una literatura extranjera tiende a arreglarse con poco. El Kafka de alemán neutro, o directamente sin estilo, del que hablan Deleuze y Guattari; el punto de subdesarrollo de la lengua, su marginalidad, etc. Por eso resulta inexplicable el origen de la suntuosidad chejfeciana. Y más después de leer, hacia el final del libro, cosas como: “siempre los libros significaron un dinero que no abundaba; el costo se alzaba como una barrera infranqueable”. Entonces, entonces… ¿cómo puede ser la extranjería una experiencia tan abstracta, cómo puede la cotidianidad revelar tal cantidad de matices en sus libros, de dónde proviene el combustible léxico que alimenta el sistema Chejfec? Supongo que todo escritor exiliado acumula una riqueza interior en relación inversamente proporcional a la exterior. Como dicen: cultiva una lengua propia en oposición a la ajena. La no pertenencia al mundo externo lo vuelca hacia adentro. ¿El confort del dinero adormece la lengua, y la pobreza del exiliado la estimula? No estoy tan seguro de eso. “Ser extranjero es una exacerbación lingüística”, dice, en todo caso, Chejfec, a propósito de Osvaldo Lamborghini.
Piso 7
Suspendidos en el penúltimo piso del ascensor, contemplo Caracas desde el aire, a través de las postales agujereadas por termitas que un presunto recién llegado Chejfec envía a amigos fuera de Venezuela. Nunca entendí la experiencia burguesa del flâneur. La ciudad como escenario dramático, el vagabundeo como excusa reflexiva, la digresión atada a la marcha, como si el texto se escribiera con la naturalidad del que camina. Mucho menos entendí esa experiencia en relación a Caracas, ciudad hostil como pocas latinoamericanas, tan poco propensa a ser caminada, en primer lugar, por las características del terreno (se trata de un valle sinuoso, con severas pendientes y declinaciones), y en segundo, por esa suerte de algarabía salvaje agazapada en cada esquina, el peligro de muerte violenta latente a cada paso. Si algo produce Caracas en la subjetividad de sus habitantes es un estado de alerta constante. La mirada paranoica sobre la espalda, el juego de ocultamiento y exhibición de las prendas según zonas específicas (aquí puedo sacar el celular, aquí no), el sudor y la tensión de los músculos, preparados siempre para poner el cuerpo a tierra ante una balacera o para salir corriendo. No hay nada en Caracas que invite a la reflexión. Entiendo que la experiencia del flâneur surge en una zona difusa, del comercio entre la presencia en el espacio y la introspección. Pero abstraerte en Caracas, si quiera por un segundo, puede costarte un robo, o incluso la vida. Lo más que podría decir al respecto es que Caracas ofrece a sus transeúntes una experiencia extrema del cuerpo que, por su radicalidad, cancela toda posibilidad digresiva.
Aunque quizás exagero. Alguien podría considerar que la vista desde alguna de las cumbres caraqueñas dispone un estado de contemplación único, ideal para el ejercicio especulativo. Incluso alguien podría argumentar que el estado de alerta constante es propio de cierta burguesía amurallada y medrosa, incapaz de recorrer su propia ciudad a pie. Es verdad, pero más allá de eso, cualquiera que haya vivido Caracas a plenitud (para quien ésta haya sido una experiencia iniciática) necesariamente entiende la ciudad como una entidad hermosa y amenazante. La belleza mortal del crepúsculo, de la que habla Chejfec en el último parágrafo del libro; las postales agujereadas por termitas, que bien pudieron ser balas, como testimonio material de un paraíso, de una promesa que no fue. Es una experiencia que difícilmente puede ser negada y que tiene sus secuelas psíquicas. Porque la forma reflexiva que modula la ciudad de Caracas es fundamentalmente paranoica. Si hay una oportunidad para la especulación, ésta es paranoide. Si hay un resquicio donde puede florecer el ensayo, éste es paranoide. La mirada que recorre las fachadas y las calles carece de la placidez contemplativa, donde una cosa inerte puede revelar una naturaleza insospechada. Lo único que la mirada caraqueña revela es la amenaza. Está entrenada para detectar los signos del peligro (y si no los detecta, a inventarlos). El delirio de persecución no es infrecuente caminando por sus calles. Más que a la abstracción, caminar por Caracas ofrece a la psique una sobre inmersión en la ciudad. Es decir, la digresión no se produce por el discurrir flotante de la mente que conecta recuerdos o ideas con los datos empíricos presentes en el espacio inmediato. Más bien la especulación paranoide caraqueña conecta datos empíricos presentes en el espacio inmediato creando una suerte de sentido hiperreal que señala la forma de la amenaza. Si la digresión del flâneur se eleva sobre el espacio de la ciudad, la especulación paranoide indaga, penetra la membrana en busca de un sentido oculto. Nadie que haya vivido Caracas sale indemne de ella. Todos salimos agujereados por termitas.
Piso 8
Así como los caraqueños desconocen el frío (hecho que muy perspicazmente señala Chejfec), así mismo, desconocen la noche abierta. Un toque de queda cultural, generalizado, impone a sus habitantes el resguardo luego de la caída del sol. Las clases adineradas amurallan sus urbanizaciones y las populares esperan detrás de sus puertas la próxima balacera nocturna. El transporte público languidece y las calles se vacían. La pauta la marca la hora de cierre del metro, a las 23:30. Por eso, la nocturnidad en Caracas sólo es posible asociada al automóvil, en el traslado rápido de un punto a otro, de un encierro a otro. No hay nada parecido a una noche abierta. En buena medida, la omnipresencia del automóvil particular como dispositivo esencial en la experiencia nocturna de Caracas se deriva del precio irrisorio de la gasolina. Durante años, el bajo costo del combustible ha instaurado una cultura de la movilidad que organiza los grupos sociales alrededor del automóvil. No todos son propietarios de un carro, por supuesto, pero cada familia, cada grupo de amigos alberga en su interior a uno, quien asume implícitamente la responsabilidad del traslado de los miembros, quienes a su vez delegan en el propietario la voluntad sobre la hora y el lugar de los encuentros sociales. Nadie, o casi nadie, se mueve solo por la ciudad en la noche. Por eso Caracas es una ciudad que propicia la cohesión de clanes, grupos de amigos o familias que se desplazan en manada, que dependen unos de otros, que se cuidan unos a otros. La nocturnidad caraqueña teje vínculos afectivos entre sus ciudadanos. De ahí, quizás, la famosa hospitalidad de la que algunos dan cuenta.
Una de las primeras experiencias que recupera el exiliado venezolano, en una ciudad como Buenos Aires, es, precisamente, la apertura de la noche. La proliferación de la ciudad durante las horas sin sol, las calles atestadas de gente, los bares, los teatros, las plazas, el simple hecho de que el transporte público permanezca durante la madrugada, tan naturalizado para los porteños, representa para el exiliado venezolano una libertad sin precedentes. Me he visto en la situación de tener que recomendar a un recién llegado, a las afueras de un bar, la inutilidad de regresar en taxi, o en todo caso la seguridad de regresar en colectivo. Con esto no quiero decir que Buenos Aires sea una ciudad especialmente segura, como a veces suele pensarse desde afuera. Buenos Aires es una ciudad tan violenta como cualquier capital latinoamericana. Lo que ocurre, quizás, es que, a diferencia de Caracas, Buenos Aires posee un mecanismo de discriminación que expulsa la violencia hacia los márgenes. Caracas concentra los humores hacia el centro, en la concavidad común del valle, mientras que la planicie de Buenos Aires tiende a dispersarlos. Además, la organización rectilínea de CABA permite una mejor organización (la identificación precisa de calles, avenidas, numeración de casas, etc), algo prácticamente imposible en la sinuosidad del valle caraqueño. La primera vez que me indicaron una dirección porteña, con un simple nombre y un número, pensé que me estaban jodiendo. Esa simplicidad no existe en Caracas, donde el dictado de una dirección significa una descripción extravagante de elementos inverosímiles que puede incluir una palmera, un portón azul o un “policía acostado”. En todo caso, la pobreza y la violencia en Buenos Aires también son palpables, tal vez la única diferencia radique en que los argentinos nunca cedieron su noche al miedo.
Por otra parte, también es cierto que la cultura de la movilidad porteña desalienta el desplazamiento organizado en clanes. A diferencia de Caracas, donde las rutas son fijadas de antemano (de un encierro a otro), la noche porteña se despliega en un abanico de posibilidades. Ninguna logística previa determina los desplazamientos. Nadie depende de nadie y cada cual es responsable de sí mismo. En Buenos Aires uno puede saber con quién llega a un lugar pero no con quién se va. A nadie se le ocurre pedir que lo lleven a ningún lado y nadie se siente responsable de devolver a nadie. La gente simplemente se encuentra en los espacios sociales. Esto origina una suerte de individualismo hipócrita en el que cada cual finge andar por su cuenta, o encontrarse por obra del azar. Así como los individuos se juntan en la noche, así mismo, con la facilidad que ofrece la apertura de la superficie, se dispersan. La experiencia de la noche porteña no es propicia para la amistad, ni teje vínculos afectivos. La extraordinaria libertad que ofrece tiende al solipsismo, y en ese sentido sí, podría decir, Buenos Aires es una ciudad que se presta al vagabundeo, al peregrinar solitario y fantasmal por las calles, a esa presencia ausente del flâneur.
Planta baja
Por último, de regreso del viaje vertical, antes de salir del ascensor, el yo se detiene frente al espejo de la cabina a escudriñar en los agujeros que dejaron las termitas en su rostro. Piensa en la “amenaza de irrelevancia” que asedia a las literaturas del yo. Piensa en esa maldita limitación narcisista, tan antigua como la epistemología, que impide abordar nada sin la mediación de aquella subjetividad agujereada. Luego piensa en la “mirada testimonial” de la que habla Chejfec, en la zona intermedia entre objetividad y subjetividad que descubre en la cámara de Bela Tarr, y en cómo ello irradia una interpretación sobre su propio procedimiento. Piensa, en definitiva, en el ascensor como una experiencia de la suspensión, pero sobre todo autoreflexiva. Al fin y al cabo, ¿qué es el ascensor sino una capsula con un espejo? Teoría del ascensor es eso: una capsula suspendida en la que ningún yo exiliado puede dejar de verse, y menos si es venezolano.
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[Vice]
“Nunca leí un buen libro que al mismo tiempo no me provocara dudas sobre lo que buscaba decir”
Por Rodrigo Márquez Tizano
Chejfec cita en el Oviedo, un bar del rumbo. Me cuesta dar con el local. Cuando al fin lo encuentro, caigo en cuenta de que he pasado tres veces de largo por la puerta. Sergio lee en una mesa al centro del salón. Desde la vereda, a través de una vidriera tapizada a dedazos y carteles desteñidos con promos nunca ordenadas, el Oviedo parece una guardia de hospital o la sala de embarque de una terminal del interior. Tal vez un hoyo negro con mesas de melamina y sanguches de lomo. También podría pasar por bar pero sólo si el peatón presta atención y consigue distinguir la trayectoria errática del mozo, que va esquivando mesas vacías y plantas artificiales como un satélite fuera de órbita. Es fácil omitir el Oviedo. Enclavado en uno de los cruces más transitados de Buenos Aires, su principal virtud es pasar inadvertido. No es lo suficientemente antiguo para ser considerado "notable", ni ostenta esa fealdad particular que tanto atrae a los entusiastas de la decadencia. Parece a punto de desvanecerse pero hasta en eso es intermitente: quizá lleve décadas titilando en este limbo donde cuatro parroquianos con cuatro tazas de café vacías miran la repetición de un Platense-Ferro de los 80. Como sucede a menudo con Sergio, la elección del lugar no parece circunstancial.
Buscarle coordenadas en la literatura argentina sería ignorar la naturaleza móvil de su escritura. Es tan difícil parcelar la obra de Chejfec que aun cuando cada uno de sus libros parece formar parte de una única red de estructuras, la unidad más insignificante (en apariencia) puede desencadenar una irrupción de sentido tanto inesperada como aleatoria. A veces tengo la impresión de que en sus textos todos somos extranjeros: el lector, el narrador, pero sobre todo él. Quizá por eso le gusta jugar de visita: hace casi tres décadas que vive fuera del país, primero en Caracas y ahora en Nueva York, donde trabaja como profesor en NYU. La editorial Entropía acaba de publicar en Argentina su libro más reciente, Teoría del ascensor.
VICE: Existe en gran parte de tu obra —se me vienen a la mente Mis dos mundos (Alfaguara, 2008) o La experiencia dramática (Alfaguara, 2012)— la noción de ciudad como un “escenario” que construye y deconstruye sus fronteras a través de las miradas de quienes las recorren y no, digamos, mediante un mapa. ¿Cuando organizas tus paseos por Buenos Aires tienes esto en mente?
Sergio Chejfec: No me gusta pasear. La idea de paseo como momento de sintonía con el paisaje, no me convence. Más bien trato de andar a pie. Caminar es también la sintonía de una sintaxis mental determinada, porque uno se somete a puntos de interrupción y continuidad en general imprevisibles, bastante más imprevisibles y múltiples que los encadenamientos de la conectividad. Hay pocas experiencias físicas de lo simultáneo más multifacéticas que la deambulación. Perec se propuso lo inverso: sentarse frente a un lugar durante tres días para enumerar lo que veía. No resultó. No es que su intento haya sido errado; más bien indica que las capas de significados y omisiones que se producen mientras caminamos, no están tan determinadas por la mirada como por nuestros pies, el movimiento. Al andar a pie uno asiste a un escenario muy político y en ocasiones asordinado, como es el espacio asignado y el uso que se hace de él, y a la vez uno se pliega a situaciones muy efímeras, las experiencias de la simultaneidad. Como se trata de relaciones fugaces que se van sucediendo unas tras otras, de primera uno piensa que es una experiencia trivial. Pero tiene la fugacidad de lo rotundo, algo del orden de lo pasajero porque de otro modo sería intolerable. Estoy en contra de toda idealización del caminar. Quienes más caminan, y están más desposeídos de ese derecho, son los que menos tienen; no los que buscan colonizar su tiempo libre con una sensibilidad impostada de caminantes.
En tu novela El aire (Alfaguara, 1992) esta desconfiguración de la ciudad con respecto a la memoria de quien narra se entiende más a través de una clave espacial (o sus posibilidades) que del tiempo, aunque por otro lado está muy presente un lapso histórico determinado.
El aire fue como un nuevo comienzo, porque al cambiarme a Venezuela no sabía si seguiría escribiendo. Me acuerdo de que escribía cada anochecer al regresar a la casa, frente a una ventana que, dada la hora, ya no encandilaba. Y en esa luz baja encontraba un consuelo porque me permitía sentir que estaba asistiendo a un cambio, por lo menos el paso del día a la noche. Un cambio menor y no drástico, por supuesto, pero que en su indistinción cotidiana aligeraba el otro, el del desplazamiento mayor. Supongo que en la novela está presente la idea de lo que se vivía en ese momento en la Argentina: comenzaba un proceso que cambiaría definitivamente la estructura social del país; y el hecho de llegar a Caracas, una ciudad muy densa, con una estratificación social y espacial clara, y sobre todo muy visible, me llevaba a imaginar que veía hacia dónde la Argentina se dirigía. Aun con toda la horizontalidad topográfica de Buenos Aires, la segmentación social se ordenaría espacialmente, la pobreza ascendería y resultaría ostensible como si la búsqueda de la altura fuera la única opción frente a la falta de suelo y acaso una forma de redención.
Como una serie de mapas traslapados: el de la experiencia sensible, el del recuerdo inmediato y quizá uno que lima o acentúa sus desavenencias. ¿Algún otro?
Algo como una nostalgia instalada en el espacio, que se iría despojando de sus atributos culturales para recuperar una situación, digamos, de naturaleza. Al estar lejos del lugar al que quería referirme, me parecía más honesto dejar de lado la idea de cronología para contar una historia. Por lo tanto debía concentrarme en el espacio, pero como si tuviera una condición elástica, similar a la del tiempo.
Estas proyecciones, en conjunto, anulan cierta continuidad en quien narra y convierten su mirada en un itinerario ajeno a lo anecdótico. ¿Qué papel juega un narrador que podría ser el mismo a lo largo de toda una obra o cambiar en el mismo libro tantas veces como sea necesario?
Es un narrador que deja de pensar en términos de causa y efecto con relación a lo que quiere contar. Las relaciones entre pensamientos y acciones están un poco minimizadas, digamos, la narración no busca explicar, se explican un poco en términos espaciales o metafóricos. Supongo que las novelas siempre han sido un poco vaporosas, textos que hablan de varias cosas al mismo tiempo y son sobre todo indiciales. Me refiero a las novelas en general, desde que empezaron a escribirse. Es muy difícil encontrar una novela sobre una sola cosa. Son despliegues textuales con diferentes capas de significado acerca de los sentidos de la vida social. Sin embargo, suele tomárselas como instrumentos para una única cosa. Por eso es muy limitado lo que uno puede hacer como autor. Creo que sólo en el nivel de los títulos podemos actuar contra esa forma de leer. El título como indicio de relaciones indeterminadas entre los materiales y temas de una novela.
¿Partes de ahí?
El título puede ser bastante inspirador, una cápsula metafórica. No un punto de partida. Más bien una madeja de ambigüedades alrededor de la cual se producen momentos y densidades de lo que se narra, que pueden evolucionar sin establecer jerarquías fijas. Me gusta pensarlos como instrucciones de lectura acaso equivocadas aunque a veces puedan ser certeras en el error. En Moralestán, por ejemplo, la moral estética o la sensibilidad moral, mientras que moral también puede ser la morera, el árbol. Estas ambivalencias permitieron hablar sobre el autodidactismo desde una naturaleza doméstica. El título es una carga de sentido, pero también puede ser la dispersión de éste.
Aunque es difícil separar tu obra narrativa de la ensayística, en las piezas más orientadas a la no ficción hay también esa vocación del desplazamiento. En El visitante (Excursiones, 2017) una compilación reorganizada de artículos, está muy presente esa idea de “desandar” ciertos textos desde el recuerdo.
Es y no un libro reciente. Los textos fueron publicados en distintos lugares. Si bien lo compiló Alejandra Laera, no hay fechación. Supongo que desde el punto de vista del autor, uno establece una relación de simultaneidad cuando vuelve a cosas antes escritas. No es fácil periodizar la propia escritura; también puede ser inútil. Se te olvida la cronología y la idea de la apreciación se devalúa. Quería usar esa dimensión un poco instalativa que tiene la relectura propia.
Hay casos de diaristas fuera de lo común como Julio Ramón Ribeyro o Mario Levrero en los que lo omitido u olvidado adquiere un valor tanto o más importante que lo escrito…
Y de Salvador Novo, otro diarista excepcional, que escribe un diario a décadas de haber vivido aquello. Esa idea de reinstalación del pasado a través de lo escrito está vinculada también con un pasado no digital. Tomemos los Diarios de Ricardo Piglia, que resultan imposibles de entender sin la dimensión digital que opera en la reorganización de la experiencia que instauran. Ahora se tiene una relación distinta con la idea de lo concluido, incluso de lo publicado. Porque lo impreso caduca instantáneamente: podés consultar el periódico cinco u ocho veces por día y siempre hay novedades, otra idea de presente y de textualidad. Hay un efecto en la concepción que un autor tiene de su obra. Es difícil pensar en libros cristalizados por el hecho de que haber sido publicados, cosa que no es más que una eventualidad de la escritura, nunca definitiva. El impreso como dimensión de lo digital, no a la inversa. No estoy hablando de una idea de profundidad sino de una experiencia relacionada con la falta de densidad de lo escrito, en el sentido de que siempre está sometido a la acción de lo efímero. En literatura, lo cambiante es habitualmente la lectura. Todas las instituciones de la literatura se apoyan en la coagulación de lo impreso: el texto definitivo. Hasta en los casos en que no existe, es lo que se busca. No es que lo digital tenga un efecto automático, y los escritores busquen originales permanentemente cambiantes, por lo menos no todos; sino que impregna de provisoriedad la imaginación del escribir, como si fuera un fantasma. Algo así como el comienzo del Manifiesto comunista. Un fantasma recorre la literatura: el fantasma de la escritura digital. Todas las fuerzas de la vieja literatura se han unido en santa cruzada contra ese fantasma.
Esta convivencia entre lo efímero y permanente aparece también en Ultimas noticias de la escritura (Entropía, 2017 / Jekyll & Jill, 2015) cuando mencionas tu libreta de apuntes y la transformación del registro en el mundo digital. ¿No pierde densidad este formato de anotaciones mientras lo gana el “eterno cambio” de un texto definitivo?
En efecto, en la medida en que lo digital dibuja una sombra y amenaza la presencia de otro tipo de registro concebido como definitivo. Supongo que es una compensación. La titilación de la pantalla, la condición eventualmente efímera de lo digital, podría ser una restitución de lo aurático, propio de la escritura manual.
Teoría del ascensor, por ejemplo, juega con esa falsa temporalidad del apunte. En parte parece que todo el libro es una serie de acotaciones a un texto invisible. No hay una jerarquía nominativa, temática ni cronológica, ¿cómo trabajaste el libro?
Un poco la idea es la de textos inestables, cada uno y como conjunto. Imaginar una instalación, cuyas zonas de interés o de circulación, de relevancia y de suspensión de la atención, resultan variables y dependen del observador. Y hasta de la luz o de la configuración del ambiente. Y también un poco la idea de progresión arbitraria, porque las entradas se ordenan por cantidad de palabras, de menor a mayor. Como no hay títulos, pensé que ese criterio era no sólo el más material, sino el más honesto, porque una ordenación alfabética habría sido, quizás, un poco efectista. De ahí, en parte, la cosa del ascensor. Un ascenso figurado, hacia textos cada vez más extensos. En sí, los textos a veces son más ensayísticos que narrativos, o al revés. O diarísticos o sencillamente apuntes. Pero en general quise que fueran larvales, para lo cual precisaban carecer de título, porque el título es lo que más fija a un texto, es una especie de sello y condena.
La primera entrada de Teoría del Ascensor dice:
“Terminada la lectura y a punto de cerrar el libro aún ignoramos de qué se ha tratado. Estas breves líneas no van aclarar el punto. Si alguna enseñanza o advertencia sostiene a la historia se muestra mejor como misterio, o como presencia insegura, que como certeza. Y también se podría decir que, en cualquier caso, enigma o evidencia, están muy bien disimuladas. Como ocurre por lo general, la palabra «enseñanza» alude a cosas diferentes que no ha sido intención de la lectura, y acaso tampoco del libro, considerar”.
Es una especie de advertencia que bien podría aplicarse al resto de tu obra y también para obras afines. ¿Qué lugar tienen las literaturas de la opacidad en un mundo que nos exige ser cada vez más inequívocos?
Supongo que la opacidad no siempre es el resultado de una búsqueda, sino una respuesta a la claridad de la que nos gusta y no aceptamos porque estamos en contra de las convicciones; y por lo que esa es la construcción. A la vez, dado que la literatura ilumina, los grises más más visibles; y paradójicamente, cuando muestra que las cosas no son blanco o negro, se considera que por ello es opaca. Sin embargo, la publicación que se monta sobre las versiones más simples y maniqueas resulta más opaca en cuanto al funcionamiento de sistemas de ocultamiento y de coacción moral y emocional que nos impone. Nunca leí un buen libro que al mismo tiempo no me provocó dudas sobre lo que buscaba decir. Es sin embargo lo más iluminador.
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[Télam]
“A lo mejor, lo único vedado que debería tener un escritor es escribir ficción”
Por Milena Heinrich
Si "para un escritor el mundo es una construcción verbal", como apunta Chejfec (Buenos Aires, 1956) en su último libro publicado por Entropía, Teoría del ascensor funciona entonces como una plataforma díficil de encasillar, pero que permite el acceso a la voz de algunas de sus reflexiones y de su propia construcción verbal.
Tampoco se trata de un dispositivo con el cual descifrar su obra, más bien es una narración que sigue el cauce de pensamientos aislados, como paradas de un elevador, por recuerdos, anécdotas, reseñas o apreciaciones de escritores, traducciones y libros (Mercedes Roffé, Antonio Di Benedetto, Juan José Saer).
"La idea fue la de un libro instalativo. La instalación como un sistema medio escondido, que no señala un recorrido único ni una jerarquía de partes. Pero tampoco un libro desarmable ni un rompecabezas, porque las dos cosas aluden a una noción de totalidad. Por eso no hay elementos alrededor de los textos; títulos originales, fechas de publicación o escritura", dice el escritor.
"No me importó -continúa el autor de libros como Últimas noticias de la escritura y Modo linterna– ejercer esa violencia porque era la manera de proponerlos como unidades medio inorgánicas de un nuevo libro. No me interesaba republicarlos sino hacerlos nacer de nuevo como parte de otra cosa, lo que fue dándose junto con el deseo de reescribirlos, ampliarlos, dividirlos o reducirlos".
–En uno de los textos que llamás "proyecto de autobiografía" señalás la desconfianza de "la ficción entendida como prerrogativa moral del autor para escribir cosas" ¿A qué te referías?
– A lo mejor lo único vedado que debería tener un escritor es escribir ficción, porque ello contendría un grado de violencia conceptual que ninguna buena ficción sería capaz de redimir. Pero no soy buen dogmático. Hablo en términos abstractos, porque a menudo sucumbo ante la ficción. La ficción como escenario de la narración no me gusta, me suena pretenciosa. Prefiero una voz más baja, digamos lo dado, como requisito para el relato. Ahí se presentaría una imaginación más hospitalaria a registros distintos a la ficción. No escribir la ficción sino escribir sobre el significado de lo que esa ficción está contando. Tomar la ficción como objeto y no como principio.
– Este libro revierte la idea de que una obra dice o busca algo, ¿cómo opera la escritura en ese sentido? ¿Qué función le das?
– Lo bueno es que resulta difícil asignarle una sola función. Como decía, supongo que la escritura es una atribución de significados, puede tener distintos grados de transparencia. También la escritura es una escena. En el libro tendía a mostrar varias de ellas, sin que un mandato de tipo de género, o de prerrogativa vinculada con un tema u otro, las llevara a pedir permiso para desplegarse dentro de las páginas.
– Un tema que abordás bastante es el emigrado y los encuentros lingüísticos, algo muy propio de tu recorrido personal. ¿Cómo crees que incide la geografía, la lengua, sobre la escritura?
– Según mi experiencia, que no puedo generalizar, el tránsito por otros países torna más material el paso del tiempo: la brecha no es solo geográfica. El emigrado está lejos de su país, pero también de la red de simultaneidades que lo acompañaba cuando vivía en él; una de las más notorias, la lengua. La incidencia en la escritura depende de cada caso. Uno negocia imperceptiblemente con la lengua del pasado de su comunidad. Pero como nunca tuve oído para una narración verista o coloquial, la lengua en la que me envolví fue desde un principio un poco ausente.
– También te referís a la experiencia como categoría, como una forma de estar, de transitar. Es una palabra que utilizás mucho, incluso un libro tuyo, La experiencia dramática, la lleva. ¿Qué te remite este concepto?
– Uno escucha siempre "la experiencia no se transmite". Probablemente sea cierto. También se dice, "aprender es modificar la experiencia". Suena interesante. Las dos frases indican cómo la noción de experiencia es reconocible y esquiva a la vez. Una experiencia puede prolongarse casi indefinidamente, a veces por la ausencia de cambios pero también gracias a la memoria. También, la experiencia puede ser algo efímero: desde aquello que se presiente sin concretarse hasta la idea de trance, que transmite un sentido de intensificación obtenida a cambio de tiempo. Me gustan esas palabras: experiencia, trance, porque remiten a cosas que no son necesariamente hechos, escenas o acciones, aunque los abarcan.
– Hay varios textos sobre otros escritores: son tus lecturas sobre sus literaturas. ¿Creés que la lectura define la escritura, en tanto define la subjetividad de quien escribe?
– Idealmente debería ser así, pero se complica porque no sabemos qué se lee y además renunciamos a saber cómo se lee. Si un autor leyera solamente literatura, a lo mejor podríamos aceptar la premisa. Pero un autor lee de todo, como cualquier persona que lea. En cierto modo es la enseñanza oculta de Pierre Menard, de quien sabemos qué precisó leer para escribir de nuevo El Quijote. Pero no nos aclara qué debió leer Cervantes. Es cierto, la lectura construye una subjetividad de escritor, pero no creo que esa subjetividad esté determinada de manera correlativa por el contenido de las lecturas.
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