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Música prosaica
(cuatro piezas sobre
traducción)
Marcelo Cohen

86 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2014
ISBN: 978-987-1768-19-6

       
     
           
           
           
 

Los traductores profesionales suelen ser conversadores entretenidos; la comidilla de familiares y amigos es la cultura extravagante y la información surtida que manejan. Pueden explicar cómo se braceaba la cerveza en el antiguo Egipto y cómo entró en un ojo de Christopher Marlowe el cuchillo que lo mató, qué diferencia a una bacteria de una célula eucariota o qué asanas de yoga son benéficas para una embarazada. No es para sorprenderse que recuerden tan bien y que hablen demasiado: se pasan muchísimas horas solos con cada libro, probando en susurros cómo suena algún diálogo. 


Si el traductor escribe, sobre todo si es novelista, esa diversidad disparatada es un tesoro: el recordatorio permanente de que el lenguaje no debe darse por vencido ante la enormidad de lo real. Así se definen dos formas del gasto: si escribir es un lujo, la traducción es un intercambio de dones, si se quiere un trueque. Se efectúa por medio de ritmos, de la atención a la textura de las oraciones, y del descubrimiento inacabable de las formas en que las lenguas constituyen el mundo; en cierto modo, se hace por medio de alientos. El traductor profesional,  acechado por la responsabilidad de su trabajo, en cabildeos con el placer, se centra en una frase tras otra del libro que tiene en el atril, duda, cavila sobre su idioma y a la vez intenta apurarse, porque cada frase es una pequeña fracción del dinero que necesita para vivir. Es una cuestión muy instructiva, de la que trata en parte este librito. También trata de algunas otras. Cuestiones todas, digámoslo ya, que cuando uno entra en la corriente deja muy de lado. Y bien que hace. Porque como decía más o menos René Char, ¿qué pájaro se atreve a volar en un matorral de preguntas?

Marcelo Cohen

Contratapa
                 
Partitura de New Adventures,
de György Ligeti.
         
               
                   
Fragmento

Soy traductor. Profesional. Esto quiere decir que traduzco varias páginas la mayor parte de los días de mi vida y que, como todo lo que uno hace habitualmente por necesidad o elección, traducir se me ha vuelto un hábito, incluso una dependencia que no se alivia escribiendo, por más que me considere escritor. Pero siempre me resisto a aceptar que el hormigueo que me ataca los dedos cuando paso un tiempo sin traducir, y que se extiende a todo el cuerpo en terca búsqueda de postura, de un paso, un repique, sea un reflejo compulsivo. No, señor. Los dedos quieren tocar. Tal vez quieran ayudarme a suspender la convivencia conmigo mismo, eximirme de mí en un lenguaje ajeno, a ilusionarme con que toco a otra criatura. Pero para mí que extrañan un instrumento. Es evidente que sienten la traducción, más que como hermenéutica, como ejecución. Los dedos inquietos están manifestando una nostalgia de la música muy típica de los que trabajan con palabras, y se persuaden de que traduciendo la alivian. No son nada originales; dicen los románticos que todas las artes aspiran a la música. Pero los justifica la certeza de que la mente que va a guiarlos está en un medido trance, antes patinando por las palabras del original en busca de volúmenes, modulaciones, timbres, disposición o alternancias que los satisfagan, que de significados que, de no mediar la fastidiosa excursión al diccionario, se manifestarían idealmente por necesidad. Media la jornada y el original dice: "If you probe in the ashes, they say, you will never learn anything about the fire". Yo traduzco: "Nada aprende sobre el fuego, dicen, el que hurga en las cenizas". La inversión de la frase salió de corrido, y la i acentuada de "cenizas" no desmerece la de "fire". Así el traductor pretende que está ejecutando una partitura, incluso tocándola de memoria; pero mejor, porque en vez de desplegar la maestría dominante del ejecutante se deja poseer, no exactamente por el original, sino por un lenguaje primordial en cuyo pneuma todos los idiomas serían uno, como la música. Claro que si bien nada le quita lo bailado, todos los días descubre la falacia. Como Dionisio después de una francachela, la mente choca contra la masa de Apolo y se desmenuza en pensamiento. Por otra parte no hay una sola música; sólo vibraciones y variados sistemas de sonidos. Pero la pequeña catástrofe –fruto de un malentendido– no convence al traductor de que sólo en la música el sonido carece de cara oculta. El traductor, como el escritor, piensa que ni la música está libre de la tensión del sentido, ni la literatura apabullada por la significación. "La fragilidad musical tiende a la inarticulación de un sentido siempre a la vez ofrecido y retirado", dice Jean-Luc Nancy. Y la literatura anhela incurablemente una fragilidad semejante como un resguardo de futuro, de indeterminación, de encantamiento, y de constancia de que cualquier sonido atañe al cuerpo.

     

Autor

 

 

 

 

 

Foto: Rafael Calviño

 

 


 

   

Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1951) es escritor y traductor. Publicó novelas, relatos y ensayos. Ha traducido a William Shakespeare, T.S. Elliot, Francis Scott Fitzgerald, Jane Austen, Raymond Roussel, Henry James, Fernando Pessoa, John Dos Passos, Ray Bradbury, Italo Svevo, Clarice Lispector, Harold Brodkey, James Ballard, Martin Amis, Chris Kraus, Alasdair Gray y A.R. Ammons, entre muchos otros.

 
 

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[Revista Ñ]

Un estratega a favor de la música de la lengua

por Paola Cortés Rocca

Marcelo Cohen vivió 20 años en Cataluña y volvió a la Argentina a mediados de los 90. Además de traducciones notables –de Shakespeare, Eliot, Austen, Lispector, Pessoa, Ballard, entre otros–, es uno de los escritores más originales de la narrativa argentina de los últimos años.

Música prosaica, su último libro de ensayos, reúne una serie de reflexiones sobre sus 20 años de trabajo como traductor profesional, producidas al compás de este posicionamiento múltiple, entre el idioma extranjero y variantes de la extranjería en el interior de la propia lengua, entre el ejercicio de una voz propia y de otra que se vuelva eco alterado de alguna modulación extranjera. Se trata de ensayos que se suceden con la agilidad y la tersura de una melodía que invita a ser tarareada. Allí se coleccionan curiosidades y hallazgos, se narran los gajes del oficio –así como sus excentricidades y caprichos, el de no leer el libro completo de antemano para “agregar interés”, el pronunciar las frases a media voz para ver cómo suenan– se repasan las variaciones históricas que modela la práctica concreta de la escritura, por ejemplo la diferencia entre el escribir a máquina con carbónico –que hacía engorroso corregir y por lo tanto, obligaba a una traducción por párrafos– y la facilidad para la enmienda que ofrece la pantalla, permitiendo entonces “montarse en la frase como un ciclista con canasta, corrigiendo la dirección con manubrio, un poco de freno y cambios”. También se explora la fascinante relación que trama la escritura con el dinero, mediada por la traducción. Para el traductor, la escritura no es extemporánea, pertenece a una temporalidad marcada por el trueque. Aquí time is money, no sólo porque es una escritura presionada por entregas y plazos, sino también porque cuanto más se tarda, menos rinde la traducción y también porque, en el caso de Cohen, como en el de muchos otros escritores, el tiempo de la traducción es un tiempo comprado para escribir las cosas de uno. Habría que agregar algo más: una necesidad física, que hace al ritmo de la lengua, pero también a ese cosquilleo en los dedos y que conecta al traductor con el músico que ejecuta una partitura siguiendo un tempo preciso y predeterminado.

En Música prosaica, Cohen compila las minucias del oficio, la cotidianeidad del que conecta dos lenguas y vive ese vínculo como una relación con el cuerpo, con el tiempo, con el dinero. Porque Música prosaica es, también, una crónica de la metódica cotidianeidad del traductor, que se levanta temprano, desayuna mientras lee el diario y se queja por los diversos errores de la escritura mediática, traduce rodeado de diccionarios y gramáticas, recorre páginas de Internet en la deriva a la que lo somete un término desconocido, una curiosidad o la dispersión.

El tono ágil y narrativo, el ritmo entretenido de las anécdotas y observaciones, no impide que el libro sea a la vez, una sólida incursión en cuestiones de glotopolítica, de imperialismo y lucha lingüística, de articulación entre identidad y lengua nacional. Así, Cohen propone una serie de hipótesis fuertes sobre teoría de la traducción, que a la vez funcionan como herramientas de (su) trabajo. Aprovechando la experiencia de vivir y traducir para distintas zonas del español, Cohen explica que las diferencias insalvables entre formas locales no son de léxico, no se juegan, por ejemplo, entre encendedor y mechero, entre fósforos y cerillas. “La concepción de un mundo local está inscripta en la entonación, la prosodia, en el uso de los tiempos verbales y los pronombres demostrativos, en el montaje de la frase”, propone. ¿Cuál es la apuesta del traductor, en un mundo marcado por la peninsularización de la industria del libro y la difusión del campo lector, por la tensión entre la arrogancia de la supuesta lengua única y transparente y el micro autoritarismo de la celebración del localismo? Cohen apuesta por una lengua cosmopolita y zumbona, de una hibridez astuta y distinguida. O dicho de otro modo: una lengua artificial y gestada a la medida de cada libro a traducir.

En la estela dejada por Walter Benjamin, traductor de Baudelaire, Marcelo Cohen ensaya aquí una reflexión sobre la teoría, la ética y la política de la traducción. Como la ejecución de una pieza musical, como el despliegue de una práctica de yoga, en Música prosaica esa reflexión brota de la experiencia misma y la sustenta. Marcelo Cohen, traductor, revela que el ejercicio de la traducción toca esa cuerda vital que une la lengua y el cuerpo, la teoría y la praxis, el oficio y la vida cotidiana, a partir de la escritura de alguien dotado de oído absoluto para la música de la lengua, capaz de seguir las volutas de una frase elegante y armoniosa y la irrupción tempestuosa del ritmo coloquial.

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[Perfil]

La traducción como loop

por Mariano Vespa

Intervenir, resignificar, jugar, traicionar. El enjambre verbal que acompaña al oficio de traducir es variado y remite a su esencia. “Los dedos inquietos están manifestando una nostalgia de la música muy típica de los que trabajan con palabras, y se persuaden de que traduciendo la alivianan”, escribe Marcelo Cohen en el primero de los cuatro ensayos que componen Música prosaica. Ese juego traducción-imposición musical se despliega como una dialéctica que incluye la experiencia física y la mental; el ruido y el silencio; la identificación y el abandono. El segundo texto es el más autobiográfico: Cohen relata su exilio a España en 1975. Su primer trabajo como traductor en tierra ibérica fue una biografía de Indira Gandhi. Traducir, está claro, implica desplazarse. En una cruzada contra las editoriales que le imponían traducciones “gallegas” –tal como lo alertó Osvaldo Lamborghini–, Cohen entendió que el mapa no es el territorio: “Yo era un extranjero en una lengua madre que no era mi lengua materna”.

En la tercera parte del libro, este traductor de Jane Austen, Henry James, T.S. Eliot y J.G. Ballard, entre otros, reflexiona sobre su regreso a Buenos Aires: “El que vuelve tarda en percatarse de que el intervalo subsiste: que el exilio es para siempre”. El último ensayo se sitúa en un ejercicio típico de traducción, donde refleja las elecciones gramaticales –en este caso de I Love Dick, de Chris Krauss– y muestra cómo opera el contexto doméstico y mediático en su actividad. Con un pulso riguroso pero sin dejar de lado el tempo allegro, Cohen demuestra que traducir no es sólo un problema lingüístico o paraonomástico, sino que también atañe al orden cultural.

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[Bazar americano]

Autobiografía de un traductor

por Santiago Venturini

En El aprendizaje del escritor, uno de esos “hallazgos” editoriales que suelen aparecer en las librerías con una faja sensacionalista –y que suelen ser tan novedosos como poco fundamentales–, se leen las transcripciones, traducidas al castellano, de tres encuentros que Borges tuvo en la década del 70 con los estudiantes de la Universidad de Columbia. Borges habla custodiado por Thomas Di Giovanni, su traductor al inglés, que a lo largo del libro suena como una mezcla de discípulo, tutor y enfermera del escritor. En uno de los encuentros, Borges hace una afirmación lacónica, eco de una anterior de Di Giovanni: “Hablar en abstracto de traducción no nos va a llevar a ninguna parte” (opinión sobre la que Borges se extenderá en la misma década, en el mismo país, pero en un sentido que nos llevaría a otro lado). Podría leerse Música prosaica desde esa advertencia de Borges. Porque en este nuevo título de Entropía, Cohen arma un discurso que se sostiene, todo el tiempo, en su experiencia con la traducción, en su vida como traductor profesional; una vida que ya lleva décadas y que dio forma a un asombroso catálogo de nombres traducidos al castellano: desde Jane Austen, Leopardi, Hawthorne, Machado de Assis, Henry James, Stevenson, Italo Svevo, Raymond Roussel, Fitzgerald, Wallace Stevens, Fernando Pessoa; pasando por William Burroughs, A.R. Ammons, Budd Schulberg, Philip Larkin, Clarice Lispector, J.G. Ballard, Al Alvarez, Alice Munro y Gene Wolf; hasta Martin Amis, John Harrison, Edmund de Waal, Chris Kraus, China Mieville y Teju Cole. La lista, incompleta, es intimidante.

Música prosaica reúne “cuatro piezas sobre traducción”, aunque esas piezas sean mucho más que eso. Esta breve pero atinada recopilación recoge cuatro trabajos ya previamente publicados, principalmente en revistas. Es posible rastrear la procedencia de cada una de estas “piezas” (la cual no se indica en el volumen, un detalle de edición que no hubiera estado de más). “Música prosaica”, el texto que da título al libro, apareció en el Nº 4 (2004) de Otra Parte, la revista que Cohen dirige junto con su esposa, Graciela Speranza. “Nuevas batallas por la propiedad de la lengua” es un artículo publicado en el Nº 37 de la revista Vasos comunicantes (2007); una versión previa de ese texto, titulada “Batallas por la propiedad de la lengua”, había sido publicada en el volumen Poéticas de la distancia. Adentro y afuera de la literatura argentina (2006). “Dos o más fantasmas” apareció en el Nº 23 de la revista Dossier. Finalmente, “Persecución. Pormenores de la mañana de un traductor” fue publicado en el Nº 29 de Otra Parte.

Lo interesante es que en el paso del soporte revista al libro, la combinación y sucesión de las piezas, el montaje, articula los textos de forma perfecta esboza una especie de autobiografía del traductor. Música prosaica es, tal vez, el libro más autobiográfico de Marcelo Cohen, y esto es mucho decir para alguien que suele resistirse, en su literatura, a los encantos y tiranías del ego, del self, del yo: “el self, eso que se supone que uno es medularmente, signo de identidad irreductible y término que algunos se ven obligados a traducir como yo, es verdaderamente recalcitrante en su apego a sí mismo y a la congruencia de los relatos sobre sí mismo o sobre cualquier cosa en que se refleje”.

Las primeras líneas del libro dicen: “Soy traductor. Profesional. Esto quiere decir que traduzco varias páginas la mayor parte de los días de mi vida y que, como todo lo que uno hace habitualmente por necesidad o por elección, traducir se me ha vuelto un hábito, incluso una dependencia que no se alivia escribiendo, por más que me considere escritor”. Este inicio muestra que el pensamiento sobre traducción no se despega –ni se despegará– de una experiencia personal. Y es precisamente este derrotero personal es lo que le permite a Cohen desarrollar una visión más compleja sobre los dilemas, las apuestas estéticas y políticas de la traducción sin caer nunca en lugares comunes (tan fáciles cuando de traducción se trata). En Música prosaica se expone, en cierta forma, el origen ambivalente y la construcción de la sólida postura con respecto a la lengua y a la traducción que Cohen fue elaborando a lo largo de años, en un intercambio entre experiencia y reflexión, entre vida y pensamiento.

Esta cuestión aparece en las cuatro intervenciones, aunque hay dos en las que la elaboración de esa postura se logra a través de un movimiento destacado. La primera es “Nuevas batallas sobre la propiedad de la lengua”. En el texto, Cohen comienza por su vida en España, desde 1975 hasta 1996 –“es una patraña que veinte años no son nada”–, país donde se acercó “irresponsablemente” a la traducción, tradujo “más de sesenta libros, la mitad muy buenos” y escribió doce. La condición de traductor argentino en España desató en Cohen un conflicto: “la tensión entre los deberes del exiliado para con su verbo raigal y la obligación de traducir para el idioma de la península” lo llevaron a una lucha por la propiedad de la lengua y le enseñaron algo para siempre: “comprendí rápida, casi atolondradamente, que nadie que piense con frecuencia y alguna profundidad en el lenguaje puede no desembocar en la política, o cambiar su manera habitual de pensarla”. Esta batalla por la lengua tuvo diferentes episodios y etapas: desde la devoción por la “lengua uterina”, “el fundamentalismo rioplatense”, “la negativa maniática a españolizarme”, hasta la configuración de una lengua híbrida de la traducción, una lengua de mezcla, un “mejunje” hecho de “injertos, desvíos, erupciones en el lenguaje que se me imponía” capaz de escribir en una lengua aceptable para la norma peninsular pero alejada de las formas ibéricas más usuales. Es decir, la construcción de “una argentinidad de incógnito y (…) una hibridez distinguida”. Algo que el Cohen traductor pudo sostener hasta su vuelta a Argentina, momento en que se produjo un nuevo desajuste al enfrentarse con la lengua actual de su país de origen. La solución no fue aclimatar su lengua híbrida para lograr la aceptación de los lectores vernáculos, sino conservar esa hibridez y su apuesta política: “estoy seguro de que mis traducciones no suenan menos raras de lo que sonaban en España. Lo hago adrede, claro. No es una veleidad. Es otra vez el intento de que el cuerpo de las traducciones de un período sea un lugar, un espacio sintético de disipación de uno mismo en una cierta multitud de posibilidades, de comprensión de la identidad como agregación. Pero no un lugar enajenado, ni protector, ni preservado; porque si algo concluí de tantas escaramuzas es que un espacio hipotético se vuelve banal si no se ofrece como ámbito de reunión, de comunidad, de ágape; si no intenta crear tejido fresco en el gran síntoma del cuerpo extenso que somos. Creo que lugares así, traducciones o ficciones digamos peculiares, son también encuentros de voces, de multitud de voces, y centros desechables, locales pero siempre provisionales, de agitación de la lengua del estereotipo, ahora cada vez más internacional, en pro de una expresión polimorfa”.

La última intervención que incluye Música prosaica, “Persecución. Pormenores de la mañana de un traductor”, es un ejercicio de lucidez. El texto reconstruye en presente la rutina de un día de trabajo, centrado en la traducción de I love Dick (Amo a Dick), novela de la escritora norteamericana Chris Kraus que Cohen prepara para la editorial española Alpha Decay. A lo largo del artículo, Cohen se enfrenta a las oraciones de la novela de Kraus, mide cada verbo, cada adjetivo, cada giro; propone una traducción, fracasa, después lo logra y se conforma; avanza y mientras el mundo se mueve alrededor: llaman por teléfono, su cuerpo le pide azúcar y come compulsivamente unas frutas, suena el timbre y tiene que bajar a abrirle al medidor de gas; se distrae con diferentes búsquedas en internet; más tarde, su mujer le pregunta desde abajo qué está diciendo –pero es él, hablando en voz alta con su traducción–; se hacen las dos y media de la tarde y baja a almorzar. A lo largo de las horas de trabajo interrumpido, Cohen aborda diferentes cuestiones: elabora una crítica al deficiente uso público de la lengua que exponen las noticias de un diario; habla sobre la dificultad de vivir como traductor profesional en Argentina, debido a “las infamantes tarifas locales”; hace referencia al modo en que las tecnologías facilitan el trabajo del traductor –aunque aclara que en el ansioso mundo de la cultura online “lo que se ahorra en manejo de papeles se pierde en distancia lúcida con el texto”–; reflexiona sobre las formas locales en la traducción (y el desprestigio de las traducciones españolas). En relación con esta última cuestión, Cohen sostiene que “la traición a la localidad” que pesa sobre todos, puede hacerle creer equivocadamente al traductor que la única solución válida es la exacerbación de lo local, olvidando que, en realidad, la diferencia entre las formas locales de diferentes variedades del español no radica tanto en el léxico –poner coño o concha en una traducción– como en cuestiones de prosodia, de tiempos verbales y pronombres, es decir, en el “montaje de la frase”. En este punto, Cohen vuelve a repetir su credo: “mi ilusión no es el ya descartado, imposible idioma neutro, sino una mezcla de variedades léxicas y entonaciones”; una forma de traducir que no se define en relación con una “identidad cultural basada en localismos” sino con “la lengua politonal creada por la historia y el corpus de las traducciones; es ahí donde la riqueza de la tradición se deja revolver por las novedades y contravenciones”. Es por esto que, hacia el final de esta última “pieza”, Cohen establece con claridad una responsabilidad política del traductor: la duda ante la lengua. “El traductor tiene el privilegio de un uso público de la palabra. Doble responsabilidad. Por eso duda (…) la traducción es un amparo para lo único que cualquiera puede lesionar impunemente. Si una gran tarea política del presente es hacernos una idea de qué urge eliminar de la lengua, qué destruir y reciclar, qué guardar y poner a disposición, si se trata de razonar cuánta gramática necesitamos para pensar y sentir de veras, el traductor puede esbozarlo porque está acostumbrado a dudar entre palabra y palabra”. Después de esta afirmación nada menor, Cohen retoma su almuerzo y la charla con su mujer, y tanto el libro como nosotros quedamos afuera de esa vida en la que el traductor sigue atento a la lengua, bajo el aspecto de un hombre convencional.

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[Qué pasa]

El (difícil) arte de traducir

por Diego Zúñiga

La lista es larga y sorprendente: William Shakespeare, T.S. Eliot, Clarice Lispector, Francis Scott Fitzgerald, Raymond Roussel, Bradbury, Ballard, Pessoa, Austen, William Burroughs y un largo etcétera, en el que podríamos seguir enumerando escritores notables a los que leímos, muchas veces, gracias a un hombre en particular, un traductor argentino, un narrador deslumbrante: Marcelo Cohen (1951).

Puede que a muchos lectores chilenos su nombre les resulte desconocido, pero si revisan en sus bibliotecas es probable que lo encuentren en muchos de los libros más valiosos que han leído. Cohen: un escritor argentino que se fue a vivir a Barcelona en 1975 y que desde allá hizo su carrera de traductor, trabajando para editoriales grandes y también independientes: traducciones desde el inglés, el portugués, el francés. Novelas, cuentos, poemas. Paralelamente fue escribiendo y publicando una serie de libros que lo convertirían en uno de los narradores más particulares de Latinoamérica: algo de ciencia ficción, una narrativa más fantástica, un lenguaje propio que se puede apreciar desde su primera y extraordinaria novela, El país de la dama eléctrica, hasta Relatos reunidos, que publicó este año Alfaguara -y que ojalá algún día llegue a nuestras librerías-.

Este mismo año, también, publicó el que es probablemente su libro más personal: Música prosaica (cuatro piezas sobre la traducción) (Entropía), una recopilación de cuatro ensayos en los que reflexiona sobre el arte de traducir, sobre lo que significa trabajar con las palabras. Cohen se detiene en el sonido que esconde toda escritura imprescindible e intenta desentrañar el misterio que hay detrás del ejercicio de la traducción: las certezas y las contradicciones que surgen, que le surgieron a él mientras se formaba como traductor y trabajaba para editoriales españolas que le pedían textos que serían leídos por españoles, es decir, editoriales, muchas, que estaban en contra de las traducciones latinoamericanas que llegaron a sus librerías en los 50 y 60, cuando estaban en dictadura.

A Cohen le tocó ser parte del renacer de la industria del libro en España. Y fue en ese escenario donde se encontró con la “tendencia de las grandes casas editoriales a aplanar las traducciones -atenuando relieves estilísticos, reduciendo y segmentando las frases con más de una subordinada- para facilitar el acceso de los consumidores al libro”, explica. Le tocó vivir ese momento en que los editores, influenciados por esa costumbre española de doblar todas las películas extranjeras a una lengua neutra, empezaron a exigir, justamente, esa fórmula, esa lengua neutra para sus traducciones.

Cohen, un escritor absolutamente consciente de su tradición, de su lengua argentina, rioplatense, se debatió entonces en cada traducción que hizo, en cada momento en que debió elegir un modismo o alguna frase que lo hizo dudar.
Sin embargo, descubrió que esto iba más allá de escribir chaval, gilipollas o cerilla. Cohen explica: “Las diferencias importantes entre el dialecto español central y los dialectos sudacas no son léxicas, sino las relativas al orden de los elementos de la frase y sus consecuencias en la entonación, (...) la preferencia por ciertos tiempos verbales y las respectivas obediencias o desacatos a las normas y tradiciones”. Es decir, más allá de palabras inusuales e incómodas, el problema está en la construcción de las frases, en el montaje, en el asesinato del estilo en pos de un texto plano y comprensible. Y agrega: “Mi ilusión no es ya el descartado, imposible idioma neutro, sino una mezcla de variedades léxicas y entonaciones”.

Él, que creció en Argentina y que vivió más de 20 años en Barcelona, sabe de esa mezcla de variedades léxicas y entonaciones. Basta leer sus traducciones, basta leer su ficción, basta leer Música prosaica. Hay pocos ensayos, publicados en el último tiempo, en los que se reflexione tanto -y con tanta lucidez- sobre el problema de la lengua, de la escritura, de lo político que hay detrás del lenguaje que hablamos y escribimos.

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[Blog de Eterna Cadencia]

Para la traducción de un acorde

por Edgardo Scott

“¿A qué traducción nos referimos?” se preguntaba Murena en un breve texto de La metáfora y lo sagrado. Cada tanto, ciertos escritores argentinos, también traductores, suelen retomar ese tema viejo y siempre decisivo. En Música prosaica. Cuatro piezas sobre traducción (Ed. Entropía), Marcelo Cohen vuelve a desplegar con originalidad y elegancia esa pregunta. Lo hace de una manera que si bien mantiene a los cuatro artículos que componen el libro dentro del género del ensayo, le permite desvíos y deslizamientos hacia zonas más autobiográficas y narrativas, que alejan cualquier idea de tecnicismo o especialización. 

El primer ensayo –que además lleva el título del libro– explora los vínculos de la traducción con la música, y hasta podría decirse con la traducción musical. Pero esa apreciación de la música, para Cohen, es una apreciación poética. La música como lenguaje intraducible o como traducción ejemplar de la experiencia, la música como magia y representación. “Es indicativo que tantos narradores posmodernos expresen el mismo deseo de impermanencia y desposesión: que el origen del relato sea una tenue melodía”.

En los dos ensayos posteriores, y a través de un periplo autobiográfico, Cohen señala en la traducción el problema, el estorbo de la identidad. A través de anécdotas y epifanías, Cohen relata cómo llegó a “…reconocer que uno no se pertenece, que cada vida o biografía es una forma pasajera y mudable de algo que la antecede, la posibilita y la disipa al cabo, que salimos de una corriente intemporal, indiferenciada, cuyas otras formas deberían ser objeto de trato cuidadoso.” ¿Cuál es el lenguaje de un país, de una región? ¿Cuál es el lenguaje de esa ficción cambiante e incierta que sería uno mismo? Cohen afina un desguace, una amorosa disección de la identidad –que no puede ser otra que una identidad discursiva– porque esa también es tarea del traductor; y es una tarea, al fin de cuentas, de alcance político. En Buenos Aires o en Barcelona, traduciendo para Argentina o para España, Cohen detalla en esos textos su aprendizaje: “Comprendí rápida, casi atolondradamente, que nadie que piense con alguna frecuencia en el lenguaje puede no desembocar en la política”.

El libro se cierra con el texto “Persecución. Pormenores de la mañana de un traductor” que pone en acto todas las ideas de los ensayos anteriores. Así, Cohen hace una crónica en tiempo real sobre la traducción de un libro; se expone y deja caer sus elecciones y criterios, nunca definitivos; “Uno siempre está en medio de una frase; y entre lo que ya escribió, y es pasado, y el descubrimiento que vislumbra cerca del punto está el momento de pugna con las palabras en un umbral: esa duda inexorable es la fatiga del oficio, pero también la dádiva.”
En “Las versiones homéricas”, Borges ya desmalezaba: “ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción.” Por su parte, Carlos Correas en El deseo en Hegel y Sartre, decía: “...es una cuestión delicada la de las traducciones, porque tal vez uno está perdiendo el tiempo leyendo una traducción deficiente, que no entiende, porque se equivoca el traductor”. Vale la pena subrayar cuando Correas dice “se equivoca el traductor”. Porque si hay error, también hay acierto. La clave, intuye y enseña Cohen, sería la duda: “Si una gran tarea política del presente es hacernos una idea de qué urge eliminar de la lengua, qué destruir y reciclar, qué guardar y poner a disposición, si se trata de razonar cuánta gramática necesitamos para pensar y sentir de veras, el traductor puede esbozarlo porque está acostumbrado a dudar entre palabra y palabra.”

Después de leer Música prosaica. Cuatro piezas sobre traducción –menos una recopilación de ensayos o un instructivo manual, que uno de esos libros íntimos, felices y misceláneos– se percibe la verdadera, inmanente y luminosa dificultad de toda traducción: la continua, perpetua y desfigurada traducción que opera el lenguaje sobre la vida. Porque como tradujo Murena: “Existir. Todo lo existente es traducción”.

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[Télam]

Una pieza sobre traducción, exilio y literatura

En Música prosaica, Marcelo Cohen (Argentina, 1951) se adentra en su quehacer como traductor, una profesión que abraza a la par de la escritura, y que se consolidó durante su estadía en España, país al que llegó un año antes del golpe militar de 1976 en Argentina, y en el que debió abrirse camino desde su lugar de exiliado para sobrevivir.

En el ensayo, subtitulado "Cuatro piezas sobre traducción" Cohen desglosa diferentes aspectos de su vínculo con esta actividad que lo atraviesa íntegramente. Así expone las sensaciones físicas que le provoca o le sugiere la traducción, a la que define como "un intercambio de dones" y que desde el título relaciona con la música, otra de sus pasiones.

"Traducir se me ha vuelto un hábito, incluso una dependencia que no se alivia escribiendo, por más que me considere escritor. Siempre me resisto a aceptar que el hormigueo que me ataca los dedos cuando paso un tiempo sin traducir, y que se extiende a todo el cuerpo en terca búsqueda de postura, de un paso, de un repique, sea un reflejo compulsivo. No, señor. Los dedos quieren tocar", dice en la obra publicada por Entropía.

En su condición de melómano, Cohen relaciona a la experiencia de traducir con las posibilidades rítmicas que ofrece el relato literario, donde se conjugan timbre, altura, duración y volumen, y de esta manera vuelve nuevamente su mirada sobre la música, como ocurre en sus novelas Balada, o El oído absoluto.

Cruzada por el registro autobiográfico, Cohen reflexiona sobre el peso de los años transcurridos en España y relata su vivencia de "transterrado", por su falta de anclaje en ese nuevo territorio, en una vivencia similar a la del exilio.

"Viví en Barcelona hasta enero de 1996. Desde luego, es una patraña que veinte años no son nada. En esos veinte años me enamoré e hice parejas que después se rompieron, aprendí tres idiomas que no conocía, gané amigos y a veces los perdí, viví en ocho barrios diferentes, leí a la mayoría de los escritores que hoy cito más a menudo y vi las películas y escuché la música que hoy prefiero", expresa el escritor, distinguido con el Premio Konex de novela, del quinquenio 1999-2003.

El autor de La dama eléctrica, Donde yo no estaba y Gongue, entre otras novelas, desnuda abiertamente la lucha que entabló y los fracasos que experimentó al traducir obras al castellano para editoriales españolas, con los usos y modismos del español, lo que lo condujo a otra forma de exilio con su propia lengua, materia prima de su trabajo.

"Yo era un extranjero en una lengua madre que no era mi lengua materna. Desde el punto de vista de la lengua madre, con su larga prosapia de integrismo, su centralidad imperial y teológica restituida por el franquismo... eran los latinoamericanos los que "decían mal"; los argentinos en especial voseábamos y, como ya dije, rezumábamos unos argentinismos que en la industria editorial estaban malditos", dice en su libro.

En tono de confesión, Cohen detalla además sus diatribas por el uso y propiedad de la lengua y sus pesares en torno a esta cuestión.

"El español ambiental me alejaba de mi cultura, cuya lengua era una de las herramientas de su posible emancipación; me mancillaba, me opacaba la voz, me anulaba como vehículo de una particularidad. Como se ve, yo estaba inmerso en una lucha por la propiedad de la lengua, y en los dos sentidos de la palabra propiedad. No sólo se trataba de dirimir a quién pertenecía esa lengua sino quién la usaba mejor", escribe.

A partir de un poema del escritor norteamericano A. R. Ammons -a quien tradujo, al igual que a Clarice Lispector, John Dos Pasos, Ray Bradbury y William Shakespeare, entre otros- aborda lo que llama "la lucha terca entre el plan y la vida", entre lo que se planea y lo que luego se ejecuta, donde se pregunta cómo hubiera sido su vida de haberse quedado en Argentina, o qué hubiera sido de él si no hubiera regresado de España.

"Tengo una vida que no prosperó,/ que se hizo a un lado y se detuvo,/ anonadada:/la llevo en mí como una gravidez o/ como se lleva en el regazo a un niño que/ ya no crecerá o incluso cuando viejo nos seguirá afligiendo", dice la primera estrofa del poema "Mañana de pascua", que eligió Cohen para expresar esta cuestión.

Así, para el escritor, el poema "habla del encuentro imprevisto con el extranjero que llevamos dentro; o con el cadáver resurrecto de alguna de nuestras posibilidades eliminadas", apunta.

"¿Quién habría sido uno si no se hubiera ido de un lugar?" se pregunta Cohen, que a la vez desliza las dudas por el regreso al país, en el que se cuelan consideraciones sobre la política argentina.

En esa revisión en la que se transforma "Música prosaica", Cohen no olvida el Delta Panorámico, el territorio en el que prospera su mundo literario, y por donde transita su literatura fantástica, reunida en doce novelas, seis libros de cuentos y cuatro ensayos.

Como en un círculo que se cierra al finalizar el libro, nos sumerge en una de sus jornadas de trabajo en Buenos Aires, donde lo vemos practicar yoga, meditación, ducharse, inyectarse insulina; y luego traducir "I love Dick", una novela de la escritora estadounidense Chris Kraus.

Así, nos muestra lo vertiginoso y a la vez trivial de sus días, todo en un movimiento acelerado que finaliza con una noche lluviosa y un diálogo con su esposa "Graciela" (Speranza), la escritora a la que en gran parte le debe su regreso a la Argentina.

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[Espacio Murena]

Tocar la traducción

por Shirly Catz

Música prosaica lleva a cabo una de las fantasías de su autor: la de poder “tocar literatura”. “Tocar literatura” implica, en primer lugar, palparla, la traducción misma se le aparece a Cohen como un fenómeno propiamemente corporal, de “hormigueo en los dedos” cuando pasa un tiempo sin traducir.

Contagiados de ese hormigueo “que se extiende a todo el cuerpo en terca búsqueda de postura”, pasamos las páginas de su texto para notar, además, que “tocar literatura” requiere, sobre todo, de un gran ejecutante. En este segundo sentido de tocar en tanto “músico que ejecuta una pieza”, su ejercicio ya no es sólo corporal sino, sobre todo, esencialmente musical.  Sus dedos que traducen sienten, sobre todo, nostalgia de la música. Y performance mediante, el músico-escritor se convierte, aquí, en un asombroso ejecutante de su partitura, que ha pretendido unir mundos diversos.

En esta conjunción de universos es que el autor puede llevar a cabo, en parte, lo que cree imposible: otorgarle armonía a la literatura. Su texto busca, también, lo que otros han buscado y aquello en lo que Cohen juzga que han fracasado: que la prosa no sea sólo sucesiva, sino simultánea, en un efecto armónico y de totalidad polifónica.

De la conciencia de esta imposibilidad es que podrá generar, paradójicamente, su propio efecto de armonía. Lo logrará mediante la creación de constelaciones improbables que irán generando una suerte de eco in crescendo: Apollinaire y los simultaneístas, Burroughs cortando la página para neutralizar “el poder adictivo de la línea de sentido único”, Faulkner junto con E.M Forster, y Néstor Sánchez con la improvisación del jazz… Cada uno de ellos como una nota musical, en la conformación de acordes específicos dentro de la obra.

Con un tempo particular, con el hormigueo del jazz extendido al cuerpo, es que ingresamos al segundo tema, variación de la melodía en la segunda pieza que nos hace sentir, ahora, un elemento nuevo: la conexión del lenguaje con la política. Pensar sobre la lengua, afirma en el segundo de sus ensayos, es esencialmente un gesto político. El lenguaje es político por excelencia, pues ejerce el control sobre uno mismo. Las prácticas de traducción, cuando son capaces de relacionar mundos distintos, cuando salen de ese “lugar asfixiante donde todos enjuiciaban la existencia de los otros”, son como pequeñas islas de libertad en los que podemos quitarnos los zapatos que nos tocaron en suerte, y que de tanto usar hasta habíamos olvidado que nos quedaban apretados. “Traducir como la vía idónea para disgregar el simulacro de unidad”, apunta Cohen.

Su texto canta la traducción de la literatura a la música y de la música a la literatura, no con la pretensión de una unidad improbable, sino desde un ejercicio de libertad. Este ejercicio no es meramente lúdico. Acaso radique allí la belleza de ese baile: en una apariencia de liviandad y en el ocultamiento de un secreto.
Al compás de Música prosaica, Cohen hace danzar a la música con la literatura y a  la literatura con la música, como dos amantes apasionadas, con la fuerza y el deseo de aquellos que saben que, al final de la noche, se tendrán que volver a separar. Pero que pueden sentir, también, que en ese relampagueo han ampliado el horizonte del mundo. Pues “de eso debería tratarse justamente cuando alguien dice que le preocupa el lenguaje: de formas que abran la conciencia a los vaivenes del viento”.

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[Invisibles]

Exilio, silencio, astucia

por Germán Lerzo

Rara vez los lectores tenemos la oportunidad de conocer la intimidad del oficio del traductor. Sospechamos que se trata de una vida atravesada por el lenguaje o, mejor dicho, por una atención minuciosa en torno al uso de las palabras, y una memoria vasta acerca de los diversos significados de un término. Esa experiencia suele ser lo que constituye, al mismo tiempo, el dominio de un oficio muy arduo y mal remunerado, al que una persona se puede dedicar, pongamos por caso, la mitad de su vida, como un médium que conecta a un autor extranjero con su lector más remoto, franqueando el abismo existente entre dos lenguas y dos mundos.

Música prosaica, (cuatro piezas sobre traducción) del escritor y traductor Marcelo Cohen, permite acercarnos a ese universo personal que combina elementos de la autobiografía (como el exilio en España, donde Cohen fue traductor) con argumentos sólidos en torno a la traducción, al ritmo de la prosa, a la liberación política mediante un uso particular del lenguaje y a la tensión interna del yo ante los intentos de despersonalizarse. Los cuatro ensayos que integran el libro conforman una unidad bien homogénea a pesar de que se trata de una recopilación de artículos que fueron publicados en diferentes revistas culturales. Como resultado de más de veinte años de oficio que no cesa, Marcelo Cohen tradujo más de sesenta libros y una variada lista de autores: Shakespeare, Henry James, F.S. Fitzgerald, T.S.Eliot, Stevenson, Pessoa, William Burroughs, James Ballard, Ray Bradbury, Martin Amis, Chris Kraus y A.R. Ammons, entre tantos otros. Incluso lo ha sobrado tiempo para desarrollar una obra personal tan prolífica como la de los autores mencionados.

En Música prosaica la reflexión en torno al lenguaje siempre se basa en una experiencia personal que la sostiene. El exilio, los veinte años que el autor pasó en España (1975 – 1996) como traductor profesional marcan gran parte de su experiencia y de las anécdotas que reconstruye. Dueño de un estilo y una prosa impecables, Cohen no deja de lado cierta dosis de humor y lucidez analítica para describir el malestar de un traductor argentino ante las presiones de los editores españoles, quienes miraban a los latinoamericanos con “afable socarronería” por el uso de un español impuro, de segunda mano. Cada tanto nos regala definiciones sobre esa tensión que le “provocaron una erupción de fundamentalismo rioplatense” contra el español peninsular: “Los españoles y yo decíamos cosas muy diferentes con casi las mismas palabras”; “Yo era un extranjero en una lengua madre que no era mi lengua materna”.

Ritmo y sentido

El primer ensayo, "Música prosaica", publicado en el N° 4 de revista Otra Parte, empieza con una comparación entre los cambios físicos, el cosquilleo en los dedos, que se siente durante una jornada de traducción y la actitud del músico a la hora de tocar su instrumento para interpretar una melodía ajena. Sólo que traducir es hacer música con palabras, tratando de captar el ritmo sin perder de vista el sentido de lo que se traduce. “Media la jornada y el original dice: If you probe in the ashes, they say, you will never learn anything about the fire. Yo traduzco: Nada aprende sobre el fuego, dicen, el que hurga en las cenizas. La inversión de la frase salió de corrido, y la i acentuada de “cenizas” no desmerece la de “fire”. Así el traductor pretende que está ejecutando una partitura, incluso tocándola de memoria; pero mejor, porque en vez de desplegar la maestría dominante del ejecutante se deja poseer, no exactamente por el original, sino por el lenguaje primordial en cuyo pneuma todos los idiomas serían uno, como la música. Claro que si bien nada le quita lo bailado, todos los días descubre la falacia.”

Esta introducción es la que le permite analizar la función que adquiere el ritmo y la música tanto en la poesía como en la prosa. En poesía, dirá, el ritmo y la cadencia musical del verso tienen la misma importancia que el sentido y la razón para la prosa. La emoción que intenta provocar el lenguaje poético se opone a la transmisión de información del discurso narrativo: “La prosa sobrelleva adustamente la discordia entre sonido y sentido, y la fatalidad artísticamente oprobiosa de referir y transmitir información.” Así, el ruido en la narrativa es lo que no comunica significado ni está en función de provocar un efecto. Por eso, Cohen coincide con Ezra Pound para quien la percepción del intelecto se da en la palabra, y la de las emociones en la cadencia. El oficio del narrador, y por qué no del traductor, consiste en “encontrar en la música el pasaje entre sentimiento y razón”. Finalmente, recupera el concepto de perfomance, un conjunto de movimientos minúsculos –tempo, yuxtaposiciones, aliteraciones, variaciones de tonos– que, combinados, conforman una gran ejecución. A través de la composición es que la prosa puede encontrar su vía en la música. El primer párrafo de "El niño proletario", de Osvaldo Lamborghini, donde el ritmo y el sentido están perfectamente unidos, sería para el autor un ejemplo de eso.

La política de la lengua

En el segundo ensayo, que es el más autobiográfico y político de todos, "Nuevas batallas por la propiedad de la lengua" (publicado en el Nro. 37 de la revista Vasos comunicantes) expone ciertas perplejidades sobre el lenguaje mostrando el vínculo estrecho entre la condición del exiliado y los avatares a que se sometía su identidad y su idioma, durante el período que pasó como traductor en España, donde las políticas localistas del verbo le exigían cambios que tendían a españolizar sus versiones. “El español ambiental me alejaba de mi cultura, cuya lengua era una de las herramientas de su posible emancipación… Yo quería desintegrarme, sí, pero conservando la voz”.  Ese control de calidad a que se sometía para depurar el texto de una supuesta argentinidad, provoca una “guerra fría” entre Cohen y sus editores por la propiedad de la lengua, ya que “no sólo se trataba de dirimir a quién pertenecía esa lengua sino quién la usaba mejor”.  Para el autor, ellos confundían el presente perfecto con el pretérito indefinido, y no hacían distinción entre el pronombre de objeto directo e indirecto, “se creían llanos pero pensaban sin precisión”. En virtud de esto, Cohen desarrolla una práctica de resistencia que consiste en introducir sutilmente expresiones propias de “una argentinidad de incógnito” que pasaran desapercibidas para el ojo de los censores. Este ejercicio de astucia es lo que define un impulso de liberación política que, cuando el autor regresa a la Argentina, se invierte completamente. Si en España intentaba mantener su voz rioplatense, aquí no disimulará en su lenguaje diario la impronta española: “Yo decía vale en vez de bueno o está bien, calabacín en vez de zapallito. (…) En un extranjero los deslices son simpáticos, en un argentino son vanidad o alta traición.”

Por eso, en el siguiente ensayo expone los motivos que lo llevan a asumir esa actitud ambivalente, en la que se fusionaban por medio de una esquizofrenia lingüística, esos Dos o más fantasmas que anidaban en su personalidad, el fantasma del que habría sido sin dejar Buenos Aires y el que podría haber sido si se quedaba en España. Afrontar esa experiencia binaria se transforma en un plan político que “consistía en infeccionar la expresión argentina de impertinencias, tanto locales como tomadas del tronco central del español.” Desestabilizar desde adentro el argentino estándar y el español peninsular le permitía aceptar también que las transformaciones en la lengua son resultado de las bifurcaciones del individuo o de la suma de diferentes personalidades sometidas a los cambios que se experimentan a lo largo del tiempo. El poema de A. R. Ammons “Easter Morning” que cita al comienzo del artículo es el disparador de esta idea sobre las vidas perdidas de un individuo que alguna vez se enfrenta a la interrogación fantástica acerca de quién hubiera sido si hacía o no hacía tal cosa. Así la experiencia es un acto de pérdida y reconciliación que se cristaliza en el uso del lenguaje.

Cuestiones de estilo

Finalmente, el artículo “Persecución. Pormenores en la mañana de un traductor”, publicado en el Nro. 29 de revista Otra parte, da cuenta de una jornada de trabajo con la traducción de I love Dick, de Chris Kraus. Mientras corre el día, y trabaja en su casa, se indigna con la redacción de los diarios; traduce, progresa con las páginas de la novela, tiene momentos de duda, consulta el diccionario, busca referencias en internet, y se decide por alguna de las distintas variantes que encuentra a una misma expresión.  Se trata, lógicamente, de una jornada de trabajo en la que se debe aprovechar el tiempo al máximo para obtener un mayor beneficio económico: “Tengo que hacer no menos de ocho páginas si quiero que la jornada rinda. Hay que sudar tinta más horas si quiero comprarme tiempo para escribir” (subrayado en el original). Salvando las distancias, esta dimensión económica del trabajo nos recuerda las palabras de Arlt en el prólogo a Los lanzallamas, donde explica que sólo puede escribir en el tiempo que le sobra en la redacción del diario: “Escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. (…) El estilo requiere tiempo”. Con la diferencia que para Cohen “escribir es un lujo gratuito” comparado a traducir que es un lujo mal remunerado: “Trabajaría más cómodo para Argentina; usaría coger en vez de follar, si pudiera llegar a fin de mes con las infamantes tarifas locales.”

Al mismo tiempo, abre la reflexionar sobre un tema no menor dentro del círculo de traductores, y es aquél que gira en torno al descrédito de las traducciones españolas, cuyos detractores suelen basarse en una cuestión léxica (el uso de expresiones como coño, cerilla o gilipollas, por citar algunos ejemplos). Para Cohen las diferencias de expresiones locales en la variedad del español no son de léxico: “La concepción de un mundo local está inscrita en la entonación, la prosodia, en los usos de los tiempos verbales y los pronombres demostrativos, en el montaje de la frase. La diferencia es entre ¿Ha traído usted un mechero, Ailín?, con inflexión en «mechero», y Ailín, ¿usted trajo un encendedor?, con acento suspicaz en «trajo».” Según el autor, “algo mucho más político se pone en juego en estos detalles que en importar coño.” Por eso aclara más adelante que la ilusión del idioma neutro a la hora de traducir no sea una solución viable, sino “una mezcla de variedades léxicas y entonaciones” ya que cada traducción no establece un vínculo con una identidad cultural basada en localismos, lo establece “con la lengua politonal creada por la historia y el corpus de traducciones”. Esos cambios, desviaciones y lentas metamorfosis en el tejido del idioma son los que pueden asegurar la vigencia de una lengua, y no “la alianza entre la Real Academia Española y los grandes grupos editoriales” preocupados por dictar normas centralistas que imponen al resto de los países de habla hispana.  El resultado de una mezcla inesperada de expresiones y tonos es un camino posible para el hallazgo de ese lenguaje primordial en cuyo centro todos los idiomas serían uno, como en la música.

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[Boca de sapo]

El perseguidor

por Felipe Benegas Lynch

Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción) fue publicado por Entropía dentro de la colección "apostillas". Luego de haber reseñado Del caminar sobre hielo, de Werner Herzog, presentado dentro de la misma serie, a pedido mío me enviaron de la editorial el librito de Cohen. Enfatizo la amable brevedad del texto porque vengo de leer Donde yo no estaba, de más de 700 páginas. Bien validas por cierto. Estos cuatro breves episodios, "secuelas" (29) de otros tiempos y otros textos, me depararon una extraña felicidad.

Ya de por sí el título de la colección resulta extraño. O, más bien: libera a los textos que allí ingresan del peso de la "crítica" o de la "ficción". Tanto en Herzog como en Cohen el tono ensayístico, casi de crónica cotidiana a veces, tiene algo de apostilla, ¿pero apostilla a qué? En el caso de Cohen bien podría ser una apostilla a todos los textos que tradujo, pero también a su escritura ensayística y de ficción, que aquí se desliza hacia lo que se ha llamado "ficciones de lo real". Si Levrero pudo escribir su monumental "Diario de la beca", Cohen bien puede escribir el diario de un traductor. Claro que el texto carece de la estructura de diario, salvo, acotadamente, la última pieza: "Persecución. Pormenores de la mañana de un traductor".

El título general, que es el del primer ensayo, me lleva de todas formas hacia otro rumbo, distinto a Levrero y la realidad-ficción. La música prosaica es también la música de la prosa, prosa ficcional que Cohen ejerce, como la ejerció otro traductor: Cortázar. Ya en las primeras páginas aparece una cita de "El perseguidor": "Esto lo estoy tocando mañana" (15); en las últimas se habla de un poema de Dylan Thomas y se inscribe a la tarea de traducir bajo el signo de la persecución.

En "El perseguidor" Cortázar pone en escena también a un traductor: Bruno debe traducir la vida de Johnny y su música através de una biografía. En ambos casos el texto se vuelve un espacio de tensiones y fricción: la cuestión de la injerencia editorial en los trabajos por encargo, las traducciones estandarizadas que se venden "como la coca cola" ("El perseguidor", 249), el límite musical del texto prosaico, la posibilidad de un encuentro con lo real a partir del despliegue de la escritura. Como Johnny, Cohen –que en Música prosaica pasa a ser personaje además de autor– no es el perseguido sino el perseguidor, no es el adormecido sino el que viene a despertar. Como Bruno, no deja de estrellarse contra su necesidad de facturar, de comunicar, de anclar el sentido en esa marea de lo otro. También, como Cortázar al comienzo de "Las babas del diablo", Cohen dice:

"Nunca terminaremos de contar cómo suceden estas cosas" (70). Pues contar implica siempre un límite, infranqueable para la lógica y la causalidad, límite que se atraviesa a fuerza de canto. Pero que no se malinterprete:

La literatura envidia de la música, no la ensoñación, sino el poder de despertar, de reconstituir la atención. Porque no es que el arte permita ver una realidad a través de una apariencia o una sombra. El arte es lenguaje. Habla de la dualidad de las cosas. He aquí el mundo en que estamos. A veces pareciera que vislumbráramos otro detrás. Pero ese otro mundo no es previo ni mejor. No engendra el nuestro. Los dos se engendran uno a otro, todo el tiempo. (Música prosaica, 27).

Cortázar también enfatiza la capacidad de la música, a través de Johnny, para encontrar lo real:

Dan ganas de decir en seguida que Johnny es como un ángel entre los hombres, hasta que una elemental honradez obliga a tragarse la frase, a darla bonitamente vuelta, y a reconocer que quizá lo que pasa es que Johnny es un hombre entre los ángeles, una realidad entre las irrealidades que somos todos nosotros. Y a lo mejor es por eso que Johnny me toca la cara con los dedos y me hace sentir tan infeliz, tan transparente, tan poca cosa con mi buena salud, mi casa, mi mujer, mi prestigio. Mi prestigio, sobre todo. Sobre todo mi prestigio. ("El perseguidor", 247)

Y tal vez, como en “Las babas del diablo”, el texto vive realmente a expensas de la muerte del escritor: todos los requerimientos que brotan de ese Yo de carne y hueso, como el de prestigio por ejemplo, deben morir, dejarle lugar a la solemnidad de la plegaria que se abre anónimamente a los aires uniendo la voz al mundo a partir de cierta neutralidad superadora del sujeto. El sujeto debe caer de rodillas (como el evangelista) y dejar que salga la voz. No es el artista lo que importa, sino la poca o mucha vida que haya en su voz, que sale de él pero ya no es él. En ese sentido, Cohen habla de la traducción como ejecución más que como hermenéutica. Una ejecución que tiene algo de oración (78).

Es un trabajo que se realiza en cierto modo "por medio de alientos", como si, efectivamente, el traductor al ejecutar el texto en el que trabaja, se dejara poseer por "un lenguaje primordial en cuyo pneuma todos los idiomas serían uno, como la música" (12). Pues detrás de todo está el "vacío generador" (80), el abismo o la intemperie como "germen de conocimiento" (69). La escritura, en definitiva, es una traducción del mundo: traducción entendida como inspiración y extensión de ese aliento que no deja de transformarse para revelar, en el mejor de los casos, el "fondo hueco" (64) de todo lenguaje.

A partir de ese ascendente oriental, Cohen le da otra vuelta de tuerca (¿cómo traduciría Cohen este título de James?) a la objetividad de la máquina de escribir Rémington de "Las babas del diablo":

Tengo una cabeza objetiva en las manos, en el teclado de la computadora, en el celular, y puedo desalojar información de mi cabeza, lo que por otra parte podría favorecer la vía zen hacia la comprensión de que la realidad es el vacío y el vacío es eternamente generador. De hecho ya soy otro; una simbiosis cerébro máquina con la mente fuera de mí; una interfaz. (80)

La objetividad reside en el lenguaje, más allá de la tecnología involucrada. Y en el propio cuerpo que le da anclaje particular a la palabra. Cohen se ilusiona con un futuro en el que "la traducción se convierta en una rama de la patafísica, esa ciencia de las soluciones particulares" (54). La generalidad aberrante de la "despótica prosa mundial del Estado" (50) es lo que empobrece la lengua y, por lo tanto, al mundo.

El texto de Cohen es mucho más que una reflexión sobre la traducción. Es un despliegue de máscaras que ya no precisa de la dislocación del Delta Panorámico para lograr esa "evasión más radical" que implica la literatura: "un transporte de la realidad sucedánea en que vivimos a la posibilidad de un encuentro con lo real" (60).

Como en Donde yo no estaba, aquí también hay un locutor interior y un yo que busca desintegrarse. La prosa de Cohen, como la música de hoy, se nutre de la impureza para emanciparse del yo:

ningún elemento sonoro le es ajeno, porque compone en el momento, con lo que el momento aporta: el arrastre de lo heredado, la memoria corporal de la especie, las potencias y los dolores del cuerpo, la orquesta, el tambor y la computadora, como si sólo mediante la absorción de todas las ocasiones del presente pudiera llegar al meollo. (24)

Así nos encontramos en el texto con la música de Björk, con la oratoria de la presidenta, con el sonido del timbre, del teléfono, con el canto de un zorzal, con las palabras de su compañera, con el incesante devaneo del traductor, con poemas que vuelven como ritornellos. Esta es una versión posible de una vida, un punto de anclaje en perpetua deriva: del significante y del sentido, de la impredecible melodía de la prosa puntillosa de un traductor "profesional" (11).

Hay una coherencia en las "apostillas" de Entropía: son textos que desafían la clasificación y la traducción, formas que en su resistencia abren la conciencia "a los vaivenes del viento" (54).

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