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El trabajo de los ojos
Mercedes Halfon
80 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2017
ISBN: 978-987-1768-44-8

       
       
             
           
           
 

¿Qué es lo que se ve? Puntual e inabarcable, esa podría ser la pregunta sin articular que se hace la mujer que escribe en El trabajo de los ojos, que es además la mujer que escribe El trabajo de los ojos. Podría ser también lo que se pregunta Kerouac en la cita que abre el libro, cuando habla del  centro de interés, que es como decir “el interés del interés”. “El ojo dentro del ojo”, dice Kerouac.

La mujer que escribe ha perdido al oculista de toda su vida, a través del cual ha establecido una relación particular con sus enfermedades. Claro que todas las relaciones son particulares, aunque tal vez haya que tener una enfermedad para entender qué significa eso.

De la historia de las enfermedades, de los ojos y sus declinaciones, de la vida familiar, de la escritura, del mundo del trabajo, de la maternidad, del fantasma de la ceguera: lo que El trabajo de los ojos observa es la observación misma. Como ensayando, con cuidada delicadeza, un texto que es a su vez relato y metáfora, Halfon busca lo específico de la observación para encontrar, por momentos, en lo discontinuo, como epifanías, el tiempo dentro del tiempo.

Ezequiel Alemian

Contratapa
                 
 
           
               
                   
Fragmento

I

El año pasado murió mi oculista. Balzaretti era especialista en niños, una orientación que suelen tener los que tratan el estrabismo. Es una de las enfermedades que tengo y, como a todos los que la padecen, me apareció en la infancia. Hoy la acompañan el astigmatismo y la hipermetropía. Como uso lentes de contacto y me toco los ojos continuamente, es común que tenga conjuntivitis. Virales, inflamatorias, papilares, con gigantismo. Las enfermedades oculares se reproducen. Cuando hay una es muy probable que la descompensación que genera cause otra. Hace poco tuve blefaritis, una inflamación de la que no había escuchado hablar nunca. Me desperté con los ojos vidriosos y desbordados, como si hubiera llorado días enteros. Fui a una guardia temiendo algún virus serio, pero me explicaron que se trataba de una hinchazón en la raíz de las pestañas. El tratamiento consistía en untarme un gel que me dejaba mirando a través de una nube densa. Como si me hubiesen recetado un estado de melancolía. 

Supe de la muerte de Balzaretti después de llamar a su consultorio durante semanas y que atendiera un contestador, hasta que una secretaria de otro médico me lo confirmó. Quedé largo rato impactada, pensando en lo que iba a significar su ausencia. Lo recordé enfundado en trajes ocres con leve perfume a naftalina, rectilíneo, adusto pero amable. En su consultorio, más allá de la caja luminosa con letras colgada de la pared, no había instrumentos. Prácticamente no revisaba, su modo de formular diagnósticos era distante, abstracto, parecido a la adivinación. 

En mi familia, tanto mi madre como mi hermano mayor se operaron el estrabismo de niños. Cuando llegué a la edad en que se recomienda practicar esa intervención, Balzaretti se negó a realizármela. Todo el dilema con la cirugía ocurrió en un momento de mi vida del que tengo sólo recuerdos difusos y debo confiar en lo que me contaron. Yo era una nena bizca de tres años a quien sus padres cuidaban como a una perla ovalada. Peregrinaron por la ciudad con su objeto precioso y averiado buscando una solución. En una escalada de doctores llegaron a Siansia, el zar del estrabismo en los ochenta en Buenos Aires. Él y todos los demás consideraron que la mejor alternativa para mi caso era la vía quirúrgica. No sé por qué, y ya es tarde para preguntárselo, Balzaretti se opuso. Después de deliberar, mis padres decidieron seguir su consejo. No me operaron. Debe haber sido un alivio para ellos no tener que pasar otra vez por una cirugía, ese bautismo de ojos sanguinolentos y vendados que los sacudía generación tras generación. 

Balzaretti tenía razón. A partir de mi adolescencia, el ojo que querían enderezar se fue para afuera. La desviación se hizo divergente sin intervención alguna. Si me hubieran operado, no sé hacia dónde apuntaría ese ojo. Hacia un ángulo del cielorraso. Lo que es seguro es que no hacia la pantalla de la laptop que tengo delante. 

 

     

Autora

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Foto:
Catalina Bartolomé

   


Mercedes Halfon (Buenos Aires, 1980). Se dedica a la práctica e investigación de artes escénicas y literatura. Ha publicado textos breves de narrativa, una novela en colaboración y poesía.

 
 

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[Radar Libros]

Ver para creer

Por Paula Pérez Alonso

La cita de Kerouac, “El centro de interés es una piedra preciosa. El ojo dentro del ojo”, anticipa la tensión entre lo más cercano y lo más misterioso de lo que se ve y la posibilidad del extravío.

El doctor Balzaretti muere y deja a la narradora en estado de errancia. Cuando era una niña de tres años y por un estrabismo evidente –el mismo que sufrían su madre y su hermano mayor– sus padres consultaron a varios zares de la oftalmología, el especialista fue el único que se opuso a la intervención quirúrgica. Y tuvo razón: tal como él vaticinó, en la adolescencia la desviación se corrigió sola. Al enterarse de su muerte, queda impactada; lo recuerda “enfundado en trajes ocres con leve perfume a naftalina, rectilíneo, adusto pero amable. En su consultorio, más allá de la caja luminosa con letras colgada en la pared, no había instrumentos. Prácticamente no revisaba, su modo de formular diagnósticos era distante, abstracto, parecido a la adivinación”. La acecha la duda de si encontrará remplazo a su salvador.

Desde las primeras páginas, El trabajo de los ojos hace de una anomalía una experiencia singular. A los treinta años, la joven reconce que esta enfermedad, “que implica la imposibilidad de fijar la mirada de ambos ojos en el mismo punto del espacio y que puede afectar la percepción de la profundidad, el tamaño y la distancia”, la ha desplazado a un lugar de extrañamiento. ¿De qué manera el estrabismo la desubicó y, al mismo tiempo, condicionó su vida y su visión, su relación con el mundo? ¿Puede extraviarse del todo en la ceguera? Sabe que puede perder la vista de ese ojo porque siempre está mirando para cualquier lado y el esfuerzo lo hace el otro. Sin ningún énfasis, la protagonista adopta una distancia, no como una estrategia ni un gesto defensivo sino más bien como una intermediación en el modo japonés que describe el antropólogo Michitaro Tada; esa distancia habilita una observación de la observación que se despliega y repliega sin un objetivo concreto (que anularía toda la gracia). En japonés el término “gesto” se denomina shigusa, que significa un movimiento corporal controlado y, en particular, marcado por la suavidad. La intermediación también es la que describe la analogía entre ver y fotografiar, cuando recuerda a su padre en las vacaciones, que los hacía quedar quietos a los gritos en la playa (“el viento metiéndonos arena en la boca”), en el desfasaje entre lo que se cree ver y lo que la cámara toma. Esa imperfección es lo que más le gustaba a ella, esa pequeña diferencia inaccesible.

Mercedes Halfon narra con precisión y ligereza una trama que navega entre la ficción y el ensayo. Mirar y escribir están íntimamente relacionados y ese vínculo se anuda en el lenguaje por debajo de la superficie de las cosas. La protagonista lo sabe porque escribe desde muy chica. Su mirada extrañada deja una huella anímica cuando refiere a la infancia, la relación con su madre, la llegada a la doctora Horvilleur y su tratamiento experimental; la vida en pareja y la maternidad; hasta que una tarde la deriva la lleva hasta a la guardia del Hospital Santa Lucía en la avenida San Juan y, para su sorpresa, cree ver a su madre entre los que esperan a ser atendidos; la diferencia, sí, pero también se reconoce una como tantos.

La dificultad se inscribe, nada se da por sentado. ¿Qué es ver?, ¿cómo se ve?, ¿cómo se construyen las imágenes?, ¿cómo se traducen? Son preguntas que subyacen en un texto que hace de lo breve una estética y despoja a la prosa de todo espesor cosmético. Las palabras nombran aquello que se desconoce y que se intuye como una resistencia. Lo inasible. El texto nunca se cierra sobre sí mismo, es poroso, abierto al hallazgo. Un ojo para adentro y un ojo para afuera. Y es por esto que las historias sobre ojos que va desgranando sobre Joseph–Antoine Plateau, un físico que a mediados del siglo XIX definió el principio de persistencia retiniana; George Bartisch, padre de la oftalmología moderna y autor de Ophtalomodouleia (en griego “Bajo observación”), un voluminoso manual (con textos e imágenes) para cirujanos de ojos; la emocionante de Louis Braille, el ciego que inventó el primer sistema de lectura y escritura no visual basado en la sonografía; la de la ciega de Chaplin en City Lights: Homero, Tiresias, Cortázar, Borges, Joyce, Sartre, Paul Nizan y Néstor Kirchner revelan algo interior.

La cruza entre ficción y ensayo no es nueva, ha producido libros que no se pueden clasificar bajo las etiquetas habituales. Sin embargo, tal vez sean los más contemporáneos y los más vitales, justamente porque rehúyen las claves previsibles que responden a un género, proponen otra posibilidad que no tranquiliza al lector. A pesar de su suavidad y sutileza, de la duda que está implícita en su búsqueda y en sus derivas, de la naturaleza melancólica de su temperamento, El trabajo de los ojos adquiere una enorme potencia narrativa. En la segunda página dice: “Yo era una nena bizca de tres años a quien sus padres cuidaban como a una perla ovalada”, y el lector intuye que no quedará atrapada en la valva de nácar. Desde la molestia que siente la perla en el caparazón, encuentra su fortaleza y su transformación; la negatividad de la enfermedad se atribuye una cualidad. No se puede mirar siempre para el mismo lado.

¿Qué hace escritor a un escritor? Seguramente su relación con el lenguaje y, necesariamente, la mirada, y, si es estrábica, mejor. La flecha lanzada da en el blanco. Mercedes Halfon, poeta y narradora, ya se había destacado con sus notas periodísticas sobre artes escénicas. En este libro inquietante, un relato de imposibilidad extraordinario, enriquece las fronteras literarias y deslumbra con un mundo propio.

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[Tiempo Argentino]

Una mirada estrábica sobre el mundo

Por Mónica López Ocón

“El año pasado murió mi oculista. Balzaretti era especialista en niños, una orientación que suelen tener los que tratan el estrabismo. Es una de las enfermedades que tengo y, como a todos los que la padecen, me apareció en la infancia. Hoy la acompañan el astigmatismo y la hipermetropía. Como uso lentes de contacto y me toco los ojos continuamente, es común que tenga conjuntivitis. Virales, inflamatorias, papilares, con gigantismo. Las enfermedades oculares se reproducen.” Así comienza El trabajo de los ojos (Entropia) de Mercedes Halfon (1980), un libro breve cuya clasificación -¿nouvelle?, ¿tratado?, ¿historia clínica literaturizada?, ¿ensayo? o acaso todas estas cosas a la vez- es menos importante que la capacidad de la autora para transformar una enfermedad ocular en materia poética. 

La narradora pasa revista a su enfermedad heredada, a los escritores ciegos de la historia, al sistema creado por Louis Braille, al miedo a que el hijo herede su enfermedad, el fantasma de la ceguera…Es decir, recorre el tema hasta agotarlo, o al menos hasta agotar lo que en el marco de su texto está destinado a formar un todo. Si hay algo para destacar del libro es, precisamente, la capacidad de la autora para sortear el riesgo de la enumeración de catálogo. Por el contrario, logra un enfoque que hace que la enfermedad ocular adquiera un interés universal. 

El libro sorprende y atrapa porque narra y reflexiona a la vez de forma tal que el lector puede corroborar una vez más que es la mirada –y aquí la palabra intensifica su sentido- la que le confiere interés a las cosas y no las cosas mismas. “Existe una vinculación entre mirar y escribir. Estoy segura. Mi laptop parpadea” dice la autora en un brevísimo capítulo que consiste sólo en esa frase. Por otro lado, como si se tratara de una asociación libre en el diván del analista, logra que la dispersión adquiera de pronto un sentido. 

La sensación que queda luego de la lectura es de perplejidad, de haber incorporado al repertorio propio de sorpresas y revelaciones una que hasta el momento no se tenía. Quizá no sea casual que Halfon haya escrito un libro que refiere a la enfermedad ocular aunque su sentido sea mucho más amplio que lo que suele llamarse “tema”. Nació en el país cuyo escritor más renombrado se fue quedando ciego de manera paulatina. También la suya era una enfermedad heredada. Como ya lo demostró Freud, además, una historia clínica puede ser un relato apasionante, sobre todo en un país tan psicoanalizado como la Argentina. Por otra parte, la enfermedad es un tópico cotidiano de conversación tan difundido como el estado del tiempo, sólo que más apasionante. ¿Quién no asistió alguna vez a la narración pormenorizada de una operación, a un concurso de males en el que cada integrante quiere lograr el premio máximo? ¿Y no es acaso el parto y sus posibles complicaciones el discurso épico-fisiológico por excelencia, el que narra la epopeya del cuerpo materno? 

Existe, además, una tradición de la enfermedad convertida en literatura. Basta citar al neurólogo Oliver Sacks autor, entre muchos otros, de un libro de título tan literario como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. En Un antropólogo en Marte afirmó: “Hay defectos, alteraciones, enfermedades y trastornos que pueden desempeñar un papel paradójico, revelando capacidades, desarrollos, evoluciones, formas de vida latentes, que podrían no ser vistos nunca, o ni siquiera imaginados en ausencia de aquellos.” Quizá por eso cuando se tiene el talento para detectar y contar, como sucede con Halfon, la enfermedad se convierte en revelación. Oliver Sacks, por su parte, afirmó que se había dedicado a la neurología luego de leer el libro del escritor y periodista rumano Frigyes Karinthy quien, sin ser neurólogo, a puro talento, convirtió la aparición y operación del cáncer cerebral que padeció en una joya narrativa, Viaje alrededor de mi cráneo, que rescató recientemente Juan Forn en la colección Rara avis de Tusquets.

En la contratapa dice el escritor Ezequiel Alemián: “(…) lo que El trabajo de los ojos observa es la observación misma.” Y es cierto. Nada más apasionante que la observación porque es la que “construye” la realidad. Por eso, ésta no tiene un sentido unívoco, sino uno particular para cada uno. Como puede deducirse del libro de Halfon, aunque no lo diga de forma explícita, es que se necesita una mirada estrábica sobre los seres y las cosas para hacer literatura.

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[Revista Ñ]

Yo no sé que me han hecho mis ojos

Por Mauro Libertella

El texto arranca con la muerte de un oculista. Así se podría descorrer el telón de una novela policial: un cadáver, una profesión marginal, un misterio inquietante. Pero no. La muerte del oculista con la que abre El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, no desencadena una peripecia policial pero sí una trama familiar. El “mal de ojos”, en este breve relato de primera persona, es la garantía de una continuidad genética, porque si bien todas las familias son una mezcla alocada de síntomas y patologías individuales, siempre hay un elemento díscolo que se empecina en pasar de generación en generación, como una antorcha que nadie quiere agarrar porque su fuego quema. Esa antorcha, que es la que ilumina este texto, es la de los ojos, los problemas de visión, el terror a la ceguera y el estrabismo como un modo de estar en el mundo.

Cuando Mercedes Halfon se sentó a escribir estas páginas (¿relato? ¿ensayo? ¿memorias? ¿apostillas?), no lo hacía sola: la disfunción ocular tiene una gran tradición propia en la historia de la literatura y este texto en cierto modo se incorpora a ese linaje, derramando acá y allá algunos casos emblemáticos en esa relación problemática entre la falta de visión y la producción artística. Chaplin, James Joyce, Louis Braille, Homero o Sartre; de la ceguera absoluta al estrabismo –“un ojo que se extravía”, lo define la narradora–, lo que parece estar diciendo ese álbum de figuritas es que la producción artística, muchas veces, puede ser el efecto de una mirada imperfecta, apenas corrida de su eje. Los materiales con los que se hacen los libros son siempre los mismos (el amor, la muerte y un largo etcétera), pero lo que los vuelve experiencias únicas es justamente la cercanía o la lejanía con la que el artista “mira” esos objetos. Posiblemente, cuando los directores del festival de cine de Cannes le pusieron “Una cierta mirada” a la sección más personal de la competencia, estaban pensando en esta relación entre ojo y cultura que atraviesa la historia del arte.

La brevedad del libro de Mercedes Halfon, por qué no, también se podría leer bajo el arco radiactivo de su tema, que parece impregnarlo todo. ¿No es la brevedad, acaso, la coartada del que no ve? Cuando Borges quedó ciego, no tuvo más opción que refugiarse en las formas breves, las que podía memorizar, la única materia maleable para el que no puede ver la totalidad. En ese sentido, el texto breve operaría en oposición a la novela vasta, voluminosa, que es patrimonio del narrador omnisciente: ese narrador que, por definición, todo lo ve. Sin embargo, El trabajo de los ojos, a pesar de sus 78 páginas, tiene un largo recorrido interno. Con algunos saltos temporales, alternando entre los episodios más narrativos y los más ensayísticos o incluso im- presionistas, el libro cumple uno de los cometidos secretos del género: agotar un tema. ¿Se podrían haber escrito 200, 300, 400 páginas sobre el tema? Sí. Y sin embargo, en 78 el libro dice todo lo que tiene para decir y entonces la brevedad, al final del camino, ya no es tan breve.

El trabajo de los ojos, entonces, por su naturaleza salteada, es un libro que se sostiene sobre un castillo de naipes, que cualquier viento podría derribar. La prosa, en el sentido puramente estilístico del término, es clave en este sentido: el tono es lo que hibrida al conjunto, el hilo dorado que zurce lo que de otro modo estaría separado. Solo en primera persona se puede escribir un libro así, y si uno tuviera que recordar una sola cosa de este libro, lo que persiste es justamente ese tono, al mismo tiempo elegante e incisivo y que tiene un temperamento especial: la narradora, que sufre mil y un problemas oculares, nunca se queja.

Hacia el último tramo del libro, cuando todo parecía indicar que este sería un texto sin una trama demasiado nítida, en el sentido más convencional de una intriga que avanza, aparece un hijo. La narradora se embaraza y nace su hijo. ¿Va a heredar, ese niño, el mal familiar? ¿O se quebrará, por fin, el maleficio de la mirada imperfecta? Ella se lo pregunta, nosotros nos lo preguntamos. Así, El trabajo de los ojos, en un círculo cerrado, termina donde empieza: en la bitácora de una trama familiar.

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[Revista Noticias]

Objeto inclasificable, pequeño, poderoso

Por Elvio Gandolfo

La brusca muerte de un especialista importante y constante (un cardiólogo, un odontólogo, un obstetra) puede ser un golpe al corazón para un paciente fiel. En el caso de la autora, se trató de un oculista, el Dr. Balzaretti, que le trataba el estrabismo, al que se agregaron el astigmatismo y la hipermetropía. El propio defecto múltiple de ese órgano importante, el ojo, filtro clave de la realidad entera, hacía sentir insegura (e intrigada) a la mujer. O la alegraba por un momento: “Sentí esa extraña clase de regocijo que confiere tener una enfermedad extraordinaria”. Ahora se le sumó la búsqueda de un reemplazo, que terminó por ser la doctora Horvilleur.

Los 47 fragmentos que constituyen el delgado librito no son diario, ni autobiografía, ni prosa fragmentaria, y son todo eso a la vez. Pertenecen a una colección que incluye una visión inolvidable de la plaza Once (o Miserere) de Edgardo Cozarinsky en “Niño enterrado”, apuntes e intuiciones sobre los cambios en la manera de escribir y leer en “Últimas noticias de la escritura”, de Sergio Chejfec o cruces diversos y originales en textos de Marcelo Cohen, Raúl Castro, Werner Herzog y Mario Bellatin. Como en Mercedes Halfon, se trata de objetos inclasificables (bautizados “apostillas” por la serie), que exhiben a la vez la condición de pequeños y de poderosos en sugestión o saltos mortales. En este caso, el lector incluso se ríe por momentos a carcajadas y no justamente en aquellos que Halfon consideraría adecuados. El cruce entre situaciones más bien banales o convencionales y caídas en el dolor, la desorientación o el sufrimiento provocan el humor inesperado, según han argumentado teóricos de la risa y la comicidad. Ella misma le dedica un fragmento a Charles Chaplin.

Dibujado apenas, hay un trayecto entre novelesco y aventurero. Pasan estrábicos famosos, como Néstor Kirchner y Jean-Paul Sartre. El estado de ánimo de la que escribe varía mucho. Hasta necesita consultarse a sí misma para distinguirse de los demás: “Todos dicen que puedo relajarme”, dice. “¿Estoy relajada?”, se pregunta. Y se contesta con una sílaba clara: “No”.

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[Infobae Cultural]

Todo lo que querías saber sobre los ojos rebeldes

Por Hinde Pomenariec

Pocas veces me sentí tan mal en mi vida como esa temporada en la facultad. Cada vez que hablaba con ella, cada vez que ella se acercaba al final de la clase para dialogar sobre alguna tarea, algún trabajo que los alumnos se llevaban para hacer en casa o simplemente para hacerme un comentario sobre el tema que habíamos estado tratando, mi boca no dejaba de emitir esos verbos malditos. Eran verbos usados regularmente en la vida cotidiana pero hasta entonces nunca había advertido que estaban todos relacionados con la vista, con la visión, con los ojos como reaseguro de la verdad o, al menos, de lo que entendemos que es correcto. Una tras otra, yo le decía frases del tipo: "Hacelo y vemos", "Fijate qué onda", "Veamos si funciona" o soltaba un "Mirá…", como introducción a cualquier cosa. En una práctica de autoflagelación, me mortificaba de manera salvaje pero no podía frenarme. Mientras tanto, ella seguía hablándome con tranquilidad, sin prestarle atención a mi lengua bruta. Mi alumna era inteligente, amable. Mi alumna era ciega.

La culpa me estrujaba el corazón semana a semana y aunque apelaba a mi voluntad para frenar el impulso de marcarle sin parar la importancia de la vista a Marcela (creo que así se llamaba), todo el tiempo hacía referencias impropias. Sin embargo, pese a mi angustia culposa, ella nunca pareció perturbada por mi crueldad o por lo que yo entendía que era crueldad y que, tal vez, era para ella algo naturalizado. Si bien yo nunca había estado tan cerca de una persona no vidente, ella, Marcela, mi alumna, era ciega de nacimiento.

Me acordé de este episodio en estos días, primero a partir de la historia de Hilario, el nene de dos años con problemas de visión que usa anteojos especiales y que fueron robados del bolso de la mamá en un vuelo a Bariloche, durante la Navidad. Mientras la familia de Hilario intentaba una búsqueda desesperada por todos los medios posibles, no podía dejar de pensar en ese mundo de formas y colores que a Hilario se le iba apagando. Pero más volví a recordar a mi alumna ciega la tarde en que leí de un tirón y fascinada El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon (Buenos Aires, 1980), un libro breve e inclasificable, de esos que provocan unas tremendas ganas de leer (más), de escribir y de recomendarlo a cada paso.

"El año pasado murió mi oculista. Balzaretti era especialista en niños, una orientación que suelen tener los que tratan el estrabismo", así arranca el libro de Halfon y así consigue retener al lector, que en una misma frase ya sabe que en esa lectura encontrará duelo, melancolía, ensayo, autoficción y también ciencia, en una modalidad de divulgación de alto rango.

El trabajo de los ojos (publicado por Entropía) está compuesto por 48 breves fragmentos que se articulan en un tejido delicado y pulido y que narran una historia de vida a partir de una debilidad, el estrabismo, debilidad compartida por la protagonista con su madre y su hermano mayor, quienes fueron operados en su momento de esa desviación que para los mayas -nos enteramos- era el non plus ultra de la elegancia. Nuestra protagonista, en cambio, no pasó por la cirugía pero sí por consultorios, exámenes, padecimientos, rutina de controles y miedos, muchos miedos, tremendos miedos de heredar la debilidad de ese ojo rebelde a su hijo, el que lleva en la panza.

La muerte de Balzaretti, el oftalmólogo, la golpea fuerte porque se trata del médico que la atendió desde pequeña, el mismo que aconsejó a sus padres cuando era una niña no operarla ("ese bautismo de ojos sanguinolentos y vendados") porque el ojo desviado con los años iba a corregirse solo, algo que efectivamente ocurrió. Balzaretti no solo cuidaba su salud, él llevaba consigo el secreto de su ojo, el saber sobre su ojo, una historia clínica que ni siquiera quedó registrada como ficha médica ya que como dejó de ir a la consulta cierto tiempo, no se digitalizó. (Interrumpo el relato. No puedo evitarlo: cada vez que muere alguien que ha sido dueño de un gran saber me pregunto qué queda de todo ese conocimiento a la hora de su muerte. Alguien muere y se lleva consigo cataratas de información acumulada que nunca nadie ya podrá obtener, como cuando pensamos por qué no les preguntamos a nuestros padres o a nuestros abuelos ciertas cosas, o por qué no les pedimos precisiones sobre la historia familiar que alguna vez, seguramente, vamos a querer conocer en detalle…)

"En toda casa hay cosas que se pierden para siempre. Estuvieron con nosotros y después no. Lápices negros, una media, hebillas del pelo, encendedores, paraguas, llaves. A veces creo que la vista es un bien de ese tipo. Algo que existe de forma irrefutable, muchos lo poseen, pero hay un punto oscuro, un precipicio rocoso desde donde cae a un fondo de pantano inaccesible", escribe Halfon.

"La vida nos compensa dándonos la presbicia para no ver en qué nos vamos convirtiendo", decía a la vendedora con sonrisa pícara el otro día una mujer ya grande, mientras se probaba un vestido en un local de Belgrano. De pie frente al espejo, posiblemente veía bien los colores del vestido y las formas de su perfil acariciado por el género de la prenda. Seguramente prefería ni adivinar el coro de arrugas alrededor de los ojos y la boca, los pliegues voluptuosos del cuello o la laxitud de los músculos de sus brazos, huérfanos y desnudos en el diciembre porteño. Es ese punto oscuro del que habla Halfon, quien cuenta en su libro que tiene sueños recurrentes en los que pierde los anteojos, no la cartera como soñamos la mayoría de las mujeres. Y sin cartera siempre se puede volver pero sin anteojos… podemos perder el camino a casa, dice.

En su libro/ensayo, Mercedes Halfon describe su vínculo con la mirada, su relación con el ver y con el mirar y también su relación con su madre, quien como los que volvieron de la guerra, no logra recordar exactamente cómo fue la cirugía que enderezó su ojo. La autora, una conocida periodista cultural y crítica de teatro, repasa también con verdadera gracia anécdotas vinculadas con los ojos, cuenta cómo hasta el siglo XIX los ciegos "estaban destinados a ser adivinos, rapsodas, magos o -en la mayoría de los casos- mendigos" y narra historias como las de Braille, creador a los 14 años del sistema que lleva su nombre, la de Joseph-Antoine Ferdinand Plateau, un científico de la visión que hizo aportes revolucionarios y que terminó ciego por mirar fijamente al sol sin protección y la de de George Bartisch, el padre de la oftalmología moderna, durante el siglo XVI.

Jean Paul Sartre, Joyce y Néstor Kirchner también pasan por las páginas del libro: sus ojos errantes fueron características de sus personalidades y del modo en que eran vistos por los demás. Borges, un ciego con los ojos desviados, también tiene ganado su espacio, por supuesto. "Tengo la impresión de que la disminución visual, cuyo último eslabón es la ceguera, es una caída hacia adentro de la persona", arriesga Halfon. El estrabismo es diferente, explica: "Los ojos pueden ver, pero están extraviados, no saben hacia dónde dirigirse".

El trabajo sobre los ojos es un ejercicio reflexivo, una muestra exquisita de literatura del yo y de literatura de todos. Hay una larga lista de fuentes y relaciones con este libro singular que se podrían enumerar, desde Edipo y sus ojos arrancados hasta Oliver Sacks con sus ciegos al color, pasando por las preciosas reflexiones acerca de la vista y el acto de mirar de John Berger: una vez concluida la lectura, el lector puede jugar a buscar por dónde seguir. Pieza preciosa, lectura cálida, el libro de Halfon es, sobre todo, un maravilloso ensayo sobre la luz, esa que nos despierta cada mañana o que nos falta, hasta dejarnos sin aire, cada vez que decimos adiós.

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[Las 12]

Volver a mirar

Por Ivana Romero

Hay cosas que se pierden para siempre. Lápices negros, una media, hebillas de pelo, encendedores, paraguas, llaves. Mercedes Halfon dice que la vista es un bien de esas características. “Algo que existe de forma irrefutable, muchos lo poseen, pero hay un punto oscuro, un precipicio rocoso desde donde cae a un fondo de pantano inaccesible”, dice en su libro El trabajo de los ojos. La escritora se ocupa de rescatar una de las principales capacidades sensoriales de las personas. Tanto, que se trata de un sentido naturalizado que Halfon propone, justamente, mirar otra vez. Es que ella nació con estrabismo. De modo que, desde niña, tuvo que enseñarles a sus ojos de qué modo enfocar el mundo. En ese camino la ayudaba el doctor Balzaretti, su oculista. Pero él, que la atendía desde pequeña, muere. Y esa muerte abre un vínculo distinto entre ella y su modo de mirar. Así rescata fragmentos de experiencia pero también, de reflexión. De ese modo, echa luz sobre algunos puntos oscuros, conjura el fondo de los pantanos para que sean un poco más accesibles y no engullan toda la memoria.

A lo largo de 47 capítulos cortos (algunos, cortísimos, casi epigramas) Halfon cuenta cómo aprendió a mirar. Ahí hay evocación autobiográfica pero también, una pregunta: ¿qué es lo que se ve? A partir de este interrogante, el texto adquiere una espesura híbrida, hecha de recuerdos, pero también de entradas casi enciclopédicas sobre la percepción visual, como quien busca rescatar fragmentos de saberes que, de tan específicos, fueron cayendo en el olvido. Así es posible saber que en la Antigüedad se hicieron algunos estudios sobre quienes ven y quienes no pero sólo en el siglo XIX se creó el sistema braille, de lectura y escritura táctil. También hay historias trágicas pero deliciosas, como la del físico belga Joseph Planteau, que se dedicó a estudiar la incidencia de la luz sobre la vista. Sin embargo, en 1843 Planteau quedó ciego: pasó demasiado rato mirando el sol sin protección alguna. 

Halfon evoca también el pasado propio, en el cual los ojos han sido centro de enfermedades familiares e incluso, fantasmas del tiempo. Su madre, por ejemplo, le revela en una charla incidental que está perdiendo la visión. La escritora, por suerte, da con una nueva oftalmóloga que a contrapelo de lo que dirían otrxs especialistas, le propone ir disminuyendo el aumento de sus lentes en vez de aumentarlo. Así, los ojos deben hacer el esfuerzo de corregirse naturalmente en vez de apoyarse en anteojos de lentes cada vez más gruesos. Claro que la propuesta no es sencilla: en el medio esos ojos arden, parecen quedarse ciegos, ocultan los contornos. “Después de estudiarme las retinas, la doctora concluyó que se le había ido la mano con la disminución del aumento. Para la sesión siguiente me dio algunas dioptrías más. Empecé a entender que el estrabismo es un problema de distancia con el mundo”, escribe.

Una mujer dueña de un par de ojos obstinados en mirar para lados distintos se transforma en escritora, en crítica artística, en poeta. Es decir, hace de la distancia un atributo y evoca a escritorxs que se ocuparon de lo mismo, como Cortázar, Borges o Silvina Ocampo. Pero también ella es “paciente” que se encuentra incómoda dentro de las instituciones médicas (en este caso, oftalmológicas; como el Hospital Santa Lucía, a quien califica de “templo de la visión”). También es madre que desea que su hijo pequeño no tenga problemas. Así, durante un mes, le acerca y le aleja unos peluches para comprobar que todo esté bien. El nene fija tanto la vista que el pediatra le pide que suspenda la práctica: ese hijo, diagnostica, está sobreestimulado.

En estos días, se nos reprocha a las mujeres que estemos diseminando lógicas y prácticas feministas aquí y allá porque, parece, el patriarcado tiembla. Lo que estamos haciendo es volver a mirar con a través de lentes violetas y preciosos, legados por muchas luchadoras que nos preexistieron. En mirar y en denunciar lo que vemos radica nuestro trabajo más necesario.

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[Brando]

El brillo de los ojos

Por Alejandro Caravario

Aunque es una avezada poeta, Mercedes Halfon escoge, en El trabajo de los ojos, la dirección opuesta a los procedimientos de su oficio. Subvierte el uso metafórico corriente de la mirada -la vista, en rigor- para adentrarse en su materialidad, en los complejos dispositivos fisiológicos del ojo y, sobre todo, en sus fallas. 

El texto tiene una superficie anecdótica con la medicina en primer plano. Es, si se quiere, una historia clínica. El recorrido de una primera persona aquejada por el estrabismo que, en el penoso derrotero que imponen las enfermedades crónicas, debe lidiar con los oftalmólogos desde la infancia.

Al tiempo que se revelan los avances y retrocesos de toda una vida dedicada a enderezar los ojos, surge, como contrapunto permanente, una segunda voz en clave de diario personal que aborda el vínculo entre la visión y la experiencia del mundo. "En última instancia, la subjetividad y el punto de vista tienen un principio fisiológico antes que psíquico. La subjetividad pareciera ser objetiva".

En el mismo impulso asociativo, los problemas oftálmicos -incluida la ceguera- se conectan con la literatura. Desde la iconografía que distingue al intelectual por los anteojos -la noble marca del lector abusivo, una medalla antes que una debilidad- hasta el valor terapéutico, por así decir, de la escritura en tanto "sería una forma de orientación posible, un mapa" para los ojos que "están extraviados, no saben hacia dónde dirigirse".

Todo comienza con la muerte de Balzaretti, el oftalmólogo histórico de la narradora, cuya palabra predictiva la salvó allá lejos y hace tiempo de la cirugía, casi un rito dentro de una familia en la que los desvíos oculares han sido una herencia ineludible. Según evaluaciones posteriores, tal operación habría resultado muy perjudicial.

El apellido Balzaretti le cuadraría a la perfección a algún personaje de oficina del cine argentino en blanco y negro, al que, por caso, Ernesto Bianco, siempre zumbón, podría decirle: "¡Balzaretti, usted se la pasa de farra!". Pero no, Balzaretti no es producto de la imaginación de un guionista, sino un habitante de la cartilla de una prepaga. Como Horvilleur, su reemplazante, también relevante en la trama (de la misma índole es la enumeración sin omisiones de las quichicientas especialidades médicas que figuran en la página web de la UBA). El lazarillo de repente no está. Una ausencia inesperada que dispara el aluvión enciclopédico y, en paralelo, la reflexión íntima en torno a ver y no ver.

Por orden de aparición: las estrategias para equilibrar el trabajo de los ojos rebeldes que no se atienen a la simetría, la historia de Braille, un muestrario de patologías oculares, el recuerdo entrañable de la Chilindrina -la niña anteojuda con quien la mujer que narra ha sentido una poderosa identificación-, las prevenciones ante la llegada de un hijo. El trabajo de los ojos alterna la escala entre la historia científica y la saga familiar, igual que se modula el foco, para examinar la complejidad de un acto que, sin las privaciones que inflige una enfermedad, pasa inadvertido.

El proceso óptico (además de químico y nervioso, nos ilustra Halfon) que convierte la luz en visión es el grado cero de la construcción del mundo. La herramienta primordial de eso que llamamos culturas.

El diario personal es preciso y discreto. Una media voz que ventila apenas una vida que vemos de soslayo. Como quien describe sus asuntos cotidianos de acuerdo con el interés del interrogatorio médico. El registro, sin embargo, es austero y tierno al sobrevolar los meandros domésticos. Entrañable. Por su parte, la reseña histórica (de la oftalmología) se esmera en el detalle. La Antigüedad clásica, el belga Plateau, Santa Lucía y así. La especialidad afinca sus saberes junto a las primeras inquietudes filosóficas. Y se trata, "salvo en su vertiente quirúrgica", de una disciplina incruenta. Se maneja con cifras de medición, cristales, marcos y buenos consejos. "Los ojos son la parte más abstracta del cuerpo", nos dice la narradora-paciente abriendo las puertas, ahora sí, de la especulación poética. Acaso el verdadero brillo de los ojos.

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[Bazar Americano]

La literatura es una cuestión de ojos

Por Luis Chitarroni

Hasta que uno encuentra –después incluso de no buscar– un libro como este de Mercedes Halfon, no advertimos de qué manera la literatura es una cuestión de ojos. Desarrollos y desenlaces ópticos y oftalmológicos: destellos, miradas, fondos, continuos que actúan como pantallas. Los ojos de Joyce, cuya desventura Pound detectó en una foto, incluyeron, desde el comienzo de la amistad epistolar, la recomendación de un oculista…

Con una elegancia que no disuade la virtud del argumento, El trabajo de los ojos se ocupa de unir los puntos de una reconstrucción ineludible y anhelante. Si no fuera porque la tarea misma –la misión– tiene la forma y la fortuna de considerar entre esos puntos de contacto el que Stevenson, que apreciaba la golosina caníbal, convirtió en conflicto con victoria pírrica: “guerra al adjetivo, guerra al nervio óptico…”, y que le dictó, cuando concluía su breve vida, una narrativa más angular y restringida, el libro de Mercedes Halfon demuestra que quien se ocupa del ojo, no debe descuidar el oído. Halfon arma oraciones delicadamente eufónicas, un oficio que permite a cada uno de los fragmentos llegar a buen puerto sin, en general, las rimas descuidadamente asonantes o consonantes que afectan la mayoría de los textos, no solo colaterales, de la narrativa contemporánea (casi escribo “activa, vigente”). En fin, esos cuidados, en compañía de un uso único del rasgo circunstancial (“biblioteca temblorosa”, “camisa arrugada”) convierten al libro y a la autora en una fuente de incesante regocijo.

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[Perfil]

El trabajo de los ojos

Por Fabián Casas

En un hotel de mala muerte había un televisor blanco y negro que formaba parte del mobiliario junto a una tetera eléctrica. Me quedé viendo ahí un talk show donde entrevistaban a un negro ciego. Me acordé del cuento de Carver Catedral, donde el amigo de la mujer del narrador del cuento es negro y ciego.

En un momento le preguntaron al ciego si ser ciego era como ver con los ojos cerrados. Pero el hombre era ciego de nacimiento y contestó: “Ser ciego, en mi caso, es como tratar de mirar con la mano”. Escribe Mercedes Halfon en su libro El trabajo de los ojos que acaba de editar Entropía: “En toda casa hay cosas que se pierden para siempre. Estuvieron con nosotros y después no. Lápices negros, una media, hebillas del pelo, encendedores, paraguas, llaves. A veces creo que la vista es un bien de ese tipo. Algo que existe de forma irrefutable, muchos lo poseen, pero hay un punto oscuro, un precipicio rocoso desde donde cae un fondo de pantano inaccesible.”

El trabajo de los ojos es un libro hipnótico que empieza cuando la mujer que escribe da cuenta de la muerte de su oculista. El hombre que la ayudaba a ver. El libro es tanto un relato como un poema en prosa que –como hilo conductor de la enfermedad visual– bucea en la “enfermedad espiritual”. Ya había dicho Montaigne que “toda enfermedad es primero una enfermedad del alma”. Ya sin su oculista, la mujer narra, se emancipa escribiendo. Como siempre, los mejores libros están en las editoriales independientes: hay que saber ver.

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[Eterna Cadencia blog]

Una delicada autobiografía ocular

Por Eduardo Stupía

Hay literatura sobre los grandes comienzos y grandes finales de grandes libros. Este libro tiene un gran comienzo, categórico, y un gran final significartivo. Empieza con la muerte de un oculista. Y concluye con la aparición de un editor. El año pasado murió mi oculista. Esa es la primera línea del libro de Mercedes Halfon, y en el párrafo de las dieciocho líneas siguientes ella va a citar ocho enfermedades de la vista que de un modo u otro ha padecido. Pero enseguida nos damos cuenta de que el libro va a despegarse rápidamente de cualquier demagogia de las patologías, tan tentadoras para dramatizar. Es cierto que tiene algo de exorcismo privado, como si Halfon hubiera querido establecer, a partir de ciertas felices certidumbres, de la plenitud en tiempo presente del que da cuenta su escritura, una territorio equidistante de miedos, fantasmas y fetiches para reconciliarse con su propia historia en un vademecum de espectro amplio, como los antibióticos, que incluye referencias a la ceguera, a la historia de la oftalmología y a las teorías de la percepción visual. Como sea, el tono es inmediatamente de una enorme naturalidad,como si esa primera persona que se manifiesta ahí nomas tan modicamente confesional nos propusiera que la acompañaramos en un derrotero de diario íntimo, una delicada autobiografía ocular. De hecho, puede decirse que El trabajo de los ojos tiene, como los Diarios, entradas, mas que capítulos. Pequeñas escenas muy diversas y heterogéneas, siempre de un modo u otro muy reveladoras, en las que puede corroborarse nitidamente, de hecho ya en la primera de ellas, que la infancia de la autora va a ser mucho mas que un ingrediente narrativo, para convertirse en una suerte de tono continuo, de ambientación anímica atemporal, como si la persistencia de esa enfermedad de la vista que aparece a los pocos años y que es el estrabismo implicara también en Mercedes la supervivencia de una sorpresa infantil en el sentido virginal, altamente sensibilizada, en sus maneras de ver el mundo, ecualizada no obstante con la necesidad adulta de no melancolizarse en exceso, para ser todo lo veraz que se pueda.

Tambien el libro reserva algunas hipótesis muy privadas que inmediatamente, como en los relatos detectivescos, nos inducen a otras: de hecho, aquel inolvidable oculista de nombre Balzaretti se niega a practicarle a la niña Mercedes la muy recomendada operación para corregir el estrabismo, y entonces el ojo que se pretendía enderezarle, dice la autora, se fue para afuera. La desviación, dice, se hizo divergente sin intervención alguna. Si me hubieran operado, agrega, no sé hacia donde apuntaría ese ojo. Hacia un ángulo del cielorraso. Lo que es seguro es que no hacia la pantalla de la laptop que tengo adelante. ¿Todo un destino escritural pre–visto, preconfigurado, involuntariamente, en la decisiòn de un oculista?.¿la condición oftalmológica como una teoría de la escritura? De hecho, en la siguiente entrada, o capítulo II, Mercedes explica que el estrabismo afecta la percepción de la profundidad, el tamaño y la distancia.¿Será por estar entrenada en esa lucha constante con las condiciones de su visión que Mercedes logra justamente una escritura perfectamente equilibrada en profundidad, tamaño -  es decir, proporciones y magnitudes – y distancia, es decir, el suficiente desapego para una versión de intimidad sin infección sentimental?.

En cualquier caso, no hay nada aquí de mito originario, ni las escenas de infancia y adolescencia apelan a la candidez impostada ni a ninguna forzada empatía. La nena bizca, cuidada por sus padres como una perla ovalada, la madre y el hermano operados de estrabismo cuando niños, la familia de lentes siempre gruesos, el oculista Balzaretti, el Dr. Fontana, la pediatra y oftalmóloga Dra, Horvilleur, la misma Mercedes, son personajes de una serie de viñetas tan vividamente episódicas como introspectivas, eventualmente novelescas, que se entrelazan con apuntes de datos históricos, clínicos, psicológicos, científicos, para verosimilizar cualquier exceso fantasmático que comprometa la claridad expositiva del monólogo. Ahí estamos, entonces, atrapados entre el sainete familiar, la historia, traumática y épica, secular y fantástica, de unos ojos, la tragicomedia de las salas de espera, las cegueras célebres, las penumbras teatrales de los consultorios y la femenina voz que, como delicado instrumento, examina su propia mirada como en una oftalmología de la conciencia. Porque para Mercedes Halfon, eso que se llama punto de vista es un fenomeno no sólo de la subjetividad sino tan material y físico como la óptica y la visión.

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[La lectora provisoria]

Reseñas convalecientes

Por Quintín

El trabajo de los ojos forma parte de un género que se podría llamar autobiografía Petete: el libro gordo te enseña, el libro gordo entretiene. Se usa mucho ahora. Halfon (Buenos Aires, 1980) era bizca de chica, después encontró una oculista que le corrigió la desviación y siempre se interesó por el tema. Igual que la mexicana Verónica Gerber Bicecci, cuya Conjunto vacío es otra autobiografía Petete oftalmológica. Allí se ocupa de la ambliopía, trastorno que consiste en tener un ojo perezoso o que se va para cualquier lado y que el paciente no usa para ver. No sé si Bicecci es ambliope o simplemente habla del tema a partir de terceros. Es que lo leí, lo reseñé y me lo olvidé. Lo recuerdo, eso sí, como un libro más highlife que el de Halfon, como vanguardista y un poco pretencioso. Halfon habla también de la ambliopía (¿será un homenaje oculto a Gerber B.?).

Halfon es más modesta en sus ambiciones (después de todo, el estrabismo no es tan espectacular como la ambliopía) y no apunta a ser una estrella de las artes como Gerber Bicecci. Es investigadora pero dice que le gustaría tener más tiempo para escribir (¿dice eso o lo inventé?). En 57 capítulos breves cuenta su vida sin entrar en demasiados detalles mientras nos ilustra sobre cuestiones de la vista. Por ejemplo, la biografía de Joeph Plateau, que descubrió la persistencia retiniana y se quedó ciego mirando un eclipse, o la de Braille, que se quedó ciego de muy chico y hoy tiene un monumento en Plaza Francia. Es raro cómo lo cuenta Halfon: “En Buenos Aires, en la plaza que lleva por nombre su país natal, hay un busto de Louis”. ¿Por qué esa perífrasis? Un tercer héroe francés de la oftalmología en el libro: la doctora Horvilleur, la que la cura mediante un paulatino ajuste de las dioptrías en los anteojos.

Mientras nos ilustra en cuestiones científicas e históricas, Halfon cuenta su infancia o su maternidad y se acuerda de la Chilindrina, con la que se identificaba de chica. Y así, entre pequeñas confesiones y datos precisos, el libro se termina y deja una impresión de prolijidad, elegancia y discreción. Es un poco frío, aunque toma un poco de temperatura cuando Halfon se refiere a sus héroes en el mundo de los bizcos: Jean-Paul Sartre y Néstor Kirchner.

Una lectura agradable, a pesar de ese desliz.

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[Culto - Chile]

La enfermedad de los ojos

Por Diego Zúñiga

Que no digan que no avisamos: El trabajo de los ojos (Lectura Ediciones), el primer libro de narrativa de la joven escritora argentina Mercedes Halfon, es un debut tan hermoso como delicado. Un texto que transita por lo autobiográfico con elegancia e inteligencia, y que a ratos parece una novela familiar, pero también el relato de una mujer que ve el mundo desde un lugar único.

Hay un mito fundacional en todo esto, por supuesto, en esto de los ojos, en la enfermedad, en eso que lleva a la narradora de esta historia a lamentar la muerte de su oculista. Así empieza todo, con la repentina muerte del oculista Balzaretti, un hombre especializado en estrabismo, un problema ocular asociado a la infancia. Pero a la narradora de El trabajo de los ojos —que podríamos pensar que se parece mucho a Mercedes Halfon (1980), la autora— no quisieron operarla cuando era niña, por lo que ahora, cuando empieza el libro, ya es una mujer que supera los 30 años y que sufre estrabismo, astigmatismo e hipermetropía. Y todo esto tiene, cómo no, un mito fundacional, un origen algo difuso, un relato oral que traspasa el tiempo y que dice que su estrabismo se produjo por un accidente: “A pesar de que hay una predisposición genética, en mi familia se dan grandes discusiones acerca de cómo empecé con el estrabismo. Yo no nací así. Mi abuela sostenía que el ojo se me había movido hacia adentro a raíz de una caída por las escaleras, en medio de una reunión familiar. Era una historia de mi abuela, que leía permanentemente novelas de suspenso y amor…”, escribe Halfon para luego añadir más detalles: “La familia estaba distraída brindando por la vuelta de la democracia. Uno de mis tíos puso en el tocadiscos la marcha peronista, tanto tiempo acallada. Las copas se llenaron de vino, se alzaron, chocaron, gotearon sobre el mantel. Todos cantaban de pie al mismo volumen con que venían hablando, sin escucharse entre ellos. Amortiguado por la euforia de la casa se filtró el llanto de una beba que rodó por las escaleras. Ella, mi abuela, es la que intuyó algo raro, bajó despacio agarrada de la baranda de madera y me vio: llorando y bizca para siempre. Yo no tengo el más mínimo recuerdo”.

El trabajo de los ojos apareció en Argentina en 2017 (por Entropía), y hace unos meses empezó a circular por librerías chilenas gracias a Lecturas Ediciones. Por estos días, también, apareció en España (Las Afueras), y el libro se ha llenado de elogios: “Todo en este maravilloso librito atenta contra los saberes rotundos y objetivos. La escritura se mueve en zigzag, en fragmentos breves, ágiles. La mirada se deja metaforizar por los demás sentidos y se convierte en un tanteo, un conocimiento más rico”, escribía hace unos días el crítico Carlos Pardo en El País.

Es, como dice él, un libro maravilloso, sorprendente e inesperado. Elvio Gandolfo lo describe así: “Los 57 fragmentos que constituyen el delgado librito no son diario, ni autobiografía, ni prosa fragmentaria, y son todo eso a la vez”. Y Mauro Libertella añade: “El trabajo de los ojos, entonces, por su naturaleza salteada, es un libro que se sostiene sobre un castillo de naipes, que cualquier viento podría derribar. La prosa, en el sentido puramente estilístico del término, es clave en este sentido: el tono es lo que hibrida al conjunto, el hilo dorado que zurce lo que de otro modo estaría separado”.

El genial artista argentino Eduardo Stupía lo define como una “delicada autobiografía ocular” y se suma a los elogios que en distintos textos han desplegado escritores como Fabián Casas y Luis Chitarroni sobre este primer libro que no parece un debut, sino más bien otra pieza de una obra que pareciera llevar muchos años construyéndose.

Habría que detenerse en esa madurez inesperada, pero más aún en el arrojo de escribir un primer libro que atraviesa los géneros con una libertad admirable. No se escriben primeros libros así por estos lados, puede pensar un lector al llegar al último fragmento de El trabajo de los ojos: es una historia familiar, la vida de los ojos, y una protagonista que vive su maternidad con la preocupación de que su hijo herede alguno de sus males. Pero no hay queja en estas páginas, hay una ironía muy fina, un risa y una voz cómplices con el lector, que le permiten atravesar esta historia con un goce permanente. Se avanza por recovecos autobiográficos, mientras la autora convoca otras voces, otras historias que ramifican esta indagación en los ojos: Borges, Cortázar, Joyce, Sartre, Néstor Kirchner, Georg Bartisch —el primer oftalmólogo de la historia—, Louis Braille y Joseph Plateau, ese científico de la visión que perdería la vista tras mirar fijamente al sol. Un hombre que moriría años después, pasado los 80, pero que no dejó nunca, a pesar de su ceguera, de trabajar. “Es la historia de alguien tan entregado a desentrañar los misterios de la visión que queda encandilado por el conocimiento y la luz. Tal vez en su ceguera haya seguido percibiendo esos dibujos que lo intrigaban. Encontró una ley mirando fijamente al sol. No se me ocurre una actitud más persistente. La obsesión o la persistencia es eso: dibujar algo en el lado interno de los ojos”.

Se podrían citar y citar fragmentos de El trabajo de los ojos, pero ya hay que ir cerrando este texto y quizá sea bueno volver a esa idea de la libertad, a esa idea de que Mercedes Halfon escribe un primer libro asombroso, un primer libro que atraviesa los géneros con una libertad admirable. No hay, en la narrativa chilena reciente, un libro debut de estas características. Uno podría pensar en los primeros libros de algunas autoras mexicanas —Valeria Luiselli, Verónica Gerber, Jazmina Barrera— o en la argentina María Gaínza o en libros recientes como Somos luces abismales, de la colombiana Carolina Sanín, o en Permanente obra negra, de la también mexicana Vivian Abenshushan. Libros que parecieran estar escritos en una lengua privada, ajena a las convenciones, a los deseos del mercado, a la tiranía de los géneros. No hablo de relatos únicamente autobiográficos —como los que abundan por estos lados—, hablo de una suma de indagaciones estéticas, de una pregunta constante por el lenguaje y las formas, por un goce que atreviese la escritura, como ocurre en El trabajo de los ojos.

Y no deja de ser raro, pues la tradición de la narrativa chilena está llena de pequeños objetos inclasificables, de libros excéntricos, de autores rarísimos a los que quizá ya sea hora de volver: Emar, Lihn, Huneeus, Wacquez. Volver a leer a González Vera, a Marta Brunet, a Carlos Droguett.

Y la lista podría seguir, por supuesto.

Pero mejor volver a los ojos.

Quién sabe si Mercedes Halfon ha leído los ensayos del fotógrafo japonés Takuma Nakahira; seguramente la interpelarían. Hay algo en la mirada de Nakahira —y en sus reflexiones— que resuena en el libro de Halfon. ¿Qué significa mirar?, escribe en un texto el japonés, y lanza otra pregunta: “¿No consiste la acción de mirar en convertirnos nosotros mismos en nuestra propia mirada y, de este modo, desmantelar ni más ni menos que el contenido, el significado que hasta ahora creíamos estar observando y, así, derrumbar nuestro propio yo y al mismo tiempo ir creándolo indefinidamente?”.

La respuesta a esa pregunta, quizá, se encuentra en este libro hermoso que ha escrito Mercedes Halfon.

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[El Mundo - España]

El estrabismo de la escritura

Por Juan Marqués

Si hay algo difícilmente discutible respecto a la literatura es que lo que más cuenta es la mirada del autor, su voz particular, su estilo o la ausencia del mismo. El tema o la trama pueden estar mejor o peor elegidos, ser más o menos atractivos o aun adictivos, estar tratados con diferente habilidad... pero, al menos en la literatura que nos importa, lo decisivo es la perspectiva.

Así, un libro sobre los caparazones de las diferentes especies de tortugas puede llegar a ser incomparablemente más apasionante que un testimonio directo sobre la vida en el Gulag. Algunos de mis libros favoritos parten de asuntos, como la gastronomía, que no me pueden interesar menos, y hay numerosos casos en que el mejor libro de algún autor nació de un encargo estrafalario, alguna biografía inesperada, un viaje que no apetecía: libros, en fin, que no nacían de la vocación o la pasión o la necesidad sino de la profesionalidad y el afán de algo de lucro, y en los que sin embargo el escritor acertó a invertir lo mejor de sí mismo. Tal vez porque no se sabe qué decir sobre el tema en cuestión, al autor no le queda más remedio que reflexionar sobre cosas esenciales. La información está en el cuerpo central del texto, sí, pero la poesía suele respirar en las digresiones.

A la protagonista y narradora de El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon (Buenos Aires, 1980), le molesta la metáfora del "enfoque", tan utilizada en crítica de artes. Ella, demasiado parecida a la propia autora como para pasarlo por alto, padece cierto grado de estrabismo, lo cual la lleva a especializarse en asuntos ópticos, en historia de la oftalmología, en formas de enfrentarse a las enfermedades o las desviaciones de la vista a lo largo del tiempo. Sin demasiados traumas, sin grandes complejos, el yo que nos habla va contándonos su relación con sus propios ojos, y por tanto seguramente le molestaría también esa metáfora, que ya he utilizado arriba, de la mirada, pero es que la de Halfon es lo que explica el exitoso resultado de este breve y curioso tratado narrativo, una novela que no lo parece y un falso ensayo que se eleva muy por encima de la teoría para hacerse vida creíble, tejido palpitante.

En cien pequeñas páginas divididas en breves secuencias obtenemos, intuyo, un libro de libros, todo lo que la autora ha ido necesitando decir a lo largo de su vida, que por fin brota en la forma adecuada, la más elaborada sin que por ello se pierda nada de naturalidad, gracia o verdad.

De Homero a Borges y Sartre, de su infancia a su presente, de ser una niña a ser una madre, escuchamos aquí a una mujer observadora y paciente que, con delicadeza incisiva, consigue explicarnos una de las trayectorias subliminales de su propia vida, esa que nace de los ojos, que es probablemente lo más ávido e insaciable que hay en la Creación. Nada de lo que existe tiene más apetito que la vista, que es por donde principalmente entra el mundo en nosotros, y por eso intenta hacernos ver a los videntes "normativos" que "la disminución visual, cuyo último eslabón es la ceguera, es una caída hacia adentro de la persona. [...] El estrabismo es distinto, porque los ojos pueden ver, pero están extraviados, no saben hacia dónde dirigirse. La escritura sería una forma de orientación posible, un mapa, una suerte de prótesis que conecta el interior con el exterior".

Ya sabíamos que la ceguera, el daltonismo o la prosopagnosia de algunos creadores fue decisiva para entender lo que hicieron o descubrieron, pero cuando nos fijamos en taras más leves, como el estrabismo, hay que afinar más, y Halfon lo consigue: el hecho de que la suya sea en principio una disfunción menos condicionante hace que haya que ser más sutil a la hora de valorar qué puede aportar a quienes la sufren, y en ese sentido la autora da una lección magistral: ese pequeño desvío visual nos permite vislumbrar una vida nueva.

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[Babelia - España]

La dictadura de los ojos

Por Carlos Pardo

Aproximadamente a mediados del siglo XVII nuestra cultura se vuelve eminentemente visual. El desarrollo del método científico, los primeros compendios naturalistas con láminas, la propia difusión del libro como modelo de conocimiento hacen que nuestra inteligencia comience a estructurarse con metáforas visuales: la verdad se atisba, se geometriza, se entiende según una perspectiva, se realizan esquemas y se alcanzan conocimientos “objetivos”. Esta supremacía de la visión respecto a otros sentidos supone a la vez una nueva toma de posición de la conciencia y un cambio radical en nuestra literatura, como han estudiado, entre otros, Lucien Febvre y el Foucault de Las palabras y las cosas. Un ejemplo: si en la literatura medieval el corazón devorado aún es un tópico supremo, a partir del Renacimiento la comunicación se hará a través de unos ojos cada vez más espiritualizados y abstractos. El italiano Ezio Raimondi llegaría a definir este nuevo realismo como una “neurosis de la atención”.

Pero a la vez que nuestra literatura se vuelve visual y textual, sacrificando otras dimensiones, una tendencia minoritaria de la modernidad juega a subvertir estas limitaciones; bien mediante la exacerbación de la falibilidad del ojo, de la descentralización del punto de vista, o, como en el caso de la poesía, reivindicando una manera más orgánica (y a veces sinestésica) de percibir la realidad. Claudio Rodríguez lo definió en uno de sus versos más conocidos: “Porque no poseemos, vemos”. Lo que también puede significar: puesto que vemos, no poseemos.

Con apenas 100 páginas y a pesar de su aparente modestia, El trabajo de los ojos, primer libro en prosa de la excelente poeta Mercedes Halfon (Buenos Aires, 1980), se inscribe en esta línea dura de una crítica de la visión como órgano del conocimiento. En un sucinto ejercicio de memoria personal, la autora narra la crónica de su estrabismo hereditario. El material autobiográfico es tratado con una atinada mezcla de exhibición y pudor, y sobre todo con una ironía que le permite narrarse como un síntoma cultural: de las visitas a su oftalmólogo, las relaciones familiares, la maternidad o la identificación con el personaje televisivo de la Chilindrina, la niña “gafotas”. Pero El trabajo de los ojos también es una genealogía de la escritura en un sentido más amplio, de los ojos dañados de Borges, Sartre, Cortázar, Joyce, Homero… Y un paródico tratado de oftalmología en las anécdotas de sus pioneros: la ceguera del científico experimental Plateau al mirar al Sol fijamente, los aparatos de tortura de los primeros médicos de ojos, la invención de una “lengua de ciegos”, el braille.

“Como en todo proceso de construcción —en este caso del mundo—, cuando empezamos a notar los procedimientos es porque algo se está malogrando”, escribe Halfon. El ojo comienza a mirarse a sí mismo como un órgano sospechoso. La “falla” personal se transforma en el signo de una presunción epistemológica. “La subjetividad y el punto de vista tienen un principio fisiológico antes que psíquico. La subjetividad pareciera ser objetiva”.

Todo en este maravilloso librito atenta contra los saberes rotundos y objetivos. La escritura se mueve en zig­zag, en fragmentos breves, ágiles. La mirada se deja metaforizar por los demás sentidos y se convierte en un tanteo, un conocimiento más rico. Unas gotas en los ojos dejan a la autora como si le “hubieran recetado un estado de melancolía”.

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[La copa del árbol]

Mirar las profundidades

Por Guadalupe Faraj

Podría ser todo una cuestión de iluminación. De medida de luz. Que la vista –o la vida- gire alrededor de eso. ¿Cuánta luz necesitamos? ¿Qué ve el ojo? ¿Cómo se construye la mirada? ¿Se construye?

Hay un libro simple y precioso, de 78 páginas, que tal vez haya sido escrito a la luz de esas preguntas, y que yo leí como fotógrafa –o lo miré como se miran los libros de fotografía-. El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon. 

Lo hizo a lo largo de diez años y fue publicado por editorial Entropía en 2018. Empieza con una cita de Jack Kerouac, “El centro del interés es una piedra preciosa. El ojo dentro del ojo”. Luego la narradora habla de una enfermedad que tiene desde la infancia, el estrabismo, de las infecciones que sufre en los ojos por tocarlos todo el tiempo y los tratamientos que debe hacer. A veces esos tratamientos devienen en estados de ánimo. “…consistía en untarme un gel que me dejaba mirando a través de una nube densa. Como si me hubieran recetado un estado de melancolía”. Un mirar desenfocado igual a las fotografías de Bernard Plossu, el francés que dijo, “no pasa nada, una imagen puede ser borrosa, también el alma puede ser borrosa a veces”. Suponiendo que podemos encontrarla en alguna parte, Plossu hizo del alma una nube adensada. Él es el fotógrafo de la melancolía.

Más adelante, en El trabajo de los ojos, se hará un paralelismo con la cámara analógica, “Usamos la cámara como metáfora para entender el funcionamiento del ojo, aunque obviamente ocurrió al revés. Se llegó a la invención de la fotografía buscando fabricar imágenes tan nítidas como nuestras visiones”.

Si la cámara es el ojo, la mirada podría ser lo fotografiado. Eso que sucede cuando tomamos la caja oscura y hacemos que la luz confluya en la película sensible –en la retina-. Pero lo que confluye, ¿es solo luz? O hay más cosas que llegan hasta aquella superficie sensible que es la película. Que es la mirada. El ojo dentro del ojo. ¿Qué es?

“No todos reciben de la misma manera los rayos lumínicos y eso hace que la construcción de las imágenes también varíe. Hasta en visiones normales hay diferencias entre lo que cada uno ve. La pupila puede cerrarse o abrirse por el miedo, la ira o la atracción. En última instancia, la subjetividad y el punto de vista tienen un principio fisiológico antes que psíquico. La subjetividad pareciera ser objetiva”. Pareciera. Igual que el lente de la cámara, el objetivo que permitirá hacer fotos. Aunque tal vez haya bemoles. Con un mismo lente –con un mismo objetivo- se consiguen tantas miradas como ojos que fotografían. ¿Esto es así? ¿Se consiguen tantas miradas? El miedo, la ira o la atracción harán que nuestras pupilas cambien de tamaño, aunque no todos tendremos el mismo sentimiento a igual experiencia. ¿De dónde vienen el miedo y la ira? ¿Cómo sucede ese movimiento?

“El estrabismo se define como la desviación del alineamiento de un ojo en relación al otro. Implica la falta de coordinación entre los músculos oculares… Esta desconexión impide fijar la mirada de ambos ojos en el mismo punto del espacio, lo que genera una visión incorrecta que puede afectar la percepción de la profundidad, el tamaño y la distancia” “La profundidad no es sencilla”, leemos en el libro de Mercedes Halfon. Pero en ese recorrido -el que debe hacer el ojo extraviado para volver a su lugar, el esfuerzo obligado para quedarse en el punto correcto- el ojo ya vio. El ojo dejó de ser ojo-objetivo para convertirse en mirada. He aquí el trabajo de los ojos.

Detené tu movimiento, se le pide al ojo estrábico, al ojo que se distanció. Hold still (quedate quieto), se llama uno de los libros más conocidos de Sally Mann, la simple y por eso enorme fotógrafa norteamericana que vio como ninguna la belleza en el cotidiano. Es probable que le haya conferido a ese cotidiano, belleza extra con sus fotografías. Sensualidad, luz excesiva que un ojo humano jamás podría ver sin cegarse. También es posible que el cotidiano, al momento de ser fotografiado, se haya convertido en un objeto alejado. La distancia necesaria para fotografiar y escribir. “Lo cierto es que esos no son mis hijos«, dice Sally Mann, «sino figuras capturadas para siempre en emulsión de plata. Son mis hijos durante una fracción de segundo de una tarde concreta con múltiples variables de luz, expresión, posturas, tensión muscular, estados de ánimo, viento y sombras. No son para nada mis hijos; son niños en una foto”. 

Hold still -además de ser un libro autobiográfico de fotografía y narrativa-, es tal vez la frase más escuchada por un niño. Quedate quieto, detené tu movimiento. 

Hold still, Keep going (quédate quieto, sigue adelante), es lo que hizo Robert Frank, el fotógrafo suizo amigo de Jack Kerouac. Un libro mezcla de collages, fotos intervenidas con texto, palmeras, paisajes y edificios armados de a partes, planchas de contactos donde el mismo rostro se repite diez veces variando el gesto mínimamente. Robert Frank podría haber dicho lo mismo que la narradora de El trabajo de los ojos, “Tengo la impresión de que la disminución visual, cuyo eslabón es la ceguera, es una caída hacia adentro de la persona”. Él no era ciego, pero cayó hacia adentro con una cámara de fotos. Y en esa caída el objetivo se rompió, dejó de ser un objetivo. Hizo fotos con fragmentos de vidrios rasgados y sucios, allá en lo oscuro.  Él es el fotógrafo de las profundidades. 

“En toda casa hay cosas que se pierden para siempre”, dice el libro de Mercedes Halfon. “A veces creo que la vista es un bien de ese tipo. Algo que existe de forma irrefutable, muchos lo poseen, pero hay un punto oscuro, un precipicio rocoso desde donde cae a un fondo de pantano inaccesible”. Ese punto oscuro, ese pantano inasequible, ¿será lo que escapa al ojo? El momento en que la mirada se apropia de los rayos lumínicos que llegan a él -además de rayos lumínicos pienso en otras confluencias-. En ese pase, ese desplazamiento del ojo hacia afuera o hacia adentro (el ojo en movimiento), la mirada es. La mirada hace con lo que escapa al ojo.

Evgen Bavcar, el fotógrafo esloveno que perdió la totalidad de la visión a los once años y que se identifica más como iconógrafo que como fotógrafo, dice, “Me siento muy cercano a todos aquellos que no consideran a la fotografía como una “rebanada” de la realidad, sino como una estructura conceptual, una forma sintética de lenguaje pictórico”. Por eso Evgen Bavcar fotografió los pájaros blancos que sólo él podía ver, para que también los vea el mundo.  

“Es una noche húmeda, el cielo parece una bolsa de plástico que flamea con el viento”, leo en alguna parte del libro, o veo una fotografía. 

El trabajo de los ojos es una ruta de imágenes, un camino visual a través de palabras, no solo por lo que se ve, sino por el diálogo que permite con aquello que no se nombra, como sucede con los libros hermosos. “Vi pasar espíritus. Las calles hasta allá, como uno de esos sueños en los que las cosas son y no son”. Confluimos con la luz, somos los que desaparecemos detrás del parpadeo, los que nos separamos del ojo y vamos hasta la noche húmeda. Esa es la mirada –y el trabajo de los ojos darle paso-, la piedra preciosa que amplía el mundo con las imágenes que encuentra y que solo ella ve, porque así ve ella.

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[Télam]

"Los ojos son trabajadores calificados"

Por Emilia Racciatti

En "El trabajo de los ojos", Mercedes Halfon traza un itinerario de interrogantes y reflexiones sobre la mirada, sobre cómo el desplazamiento y la condensación implicados en ese ejercicio construyen un estilo y una identidad, que en este caso toma cuerpo a partir del estrabismo de la escritora.

En "El trabajo de los ojos", editado por Entropía, la narración empieza cuando muere el oculista de la protagonista y eso dispara un recorrido por sus vínculos familiares, desde las enfermedades y cuidados heredados hasta el fantasma de lo que puede pasar con la vista de su hijo, sin dejar de pensar en la mirada como insumo para su trabajo de periodista, crítica de teatro y escritora.

"¿Hasta qué punto los anteojos me generaron entonces una «forma de ver»? ¿Hasta qué punto generaron además una narrativa de mí misma?", se pregunta Halfon durante la entrevista, en la que asegura que "los ojos son trabajadores calificados".

—¿Cómo surgió el trabajo del libro?

—Hace ocho años me invitaron a un ciclo de lecturas organizado por Cecilia Szperling donde la propuesta consistía en producir un texto que diera cuenta de algo privado, íntimo, una confesión. Se me ocurrió escribir sobre mi estrabismo. Un tema que me daba pudor nombrar. Mis problemas en la vista siempre fueron varios, tengo astigmatismo e hipermetropía en escalas elevadas desde los tres años, pero el estrabismo es el que rige todo lo demás. El uso de anteojos desde antes de tener una "forma de ser" me resultaba intrigante.¿Hasta qué punto los anteojos me generaron entonces una "forma de ver"? ¿Hasta que punto generaron además una narrativa de mi misma? Había algo ahí. Toda la cuestión me incomodaba.

—¿Cómo fue el proceso de escritura?

—Me costó escribir, encontrar las palabras, ir al fondo y por eso mismo me di cuenta de que existía un núcleo al que tenía que acceder lentamente. Ese texto tenia cuatro páginas y a partir de ahí pasaron muchas cosas. Tuve distintas hipótesis de lo que el texto podía ser, tuvo momentos en que la ficción era más fuerte, después eso fue como adelgazando y otros aspectos se fueron robusteciendo, fui encontrando un tono, una forma, una estructura. Y a la vez fui leyendo sobre oftalmología, nutriéndome de un lenguaje específico. Mientras estaba en ese trabajo fui madre y abandoné el texto algún tiempo. Después también atravesé la cursada de la Maestría de escritura creativa de Untref donde seguí pensando el texto desde distintos enfoques. Un año después de terminar la maestría quedó esta versión.

—La narradora dice que existe una vinculación entre mirar y escribir. Hay algo de eso que persiste en el libro.¿Cómo explicás esa relación?

—Creo que todo el libro intenta responder esa pregunta. En realidad esa afirmación nace de mi dificultad para mirar y la reflexión sobre por qué, siendo que me cuesta ver, lo que quiero hacer es eso: mirar, leer, escribir, cosas que se hacen con los ojos. Mientras estaba escribiendo este texto, leí en algún lado que el estilo nacía de la debilidad. Todo lo contrario de lo que el sentido común indicaría: que la posesión de un estilo en el arte sería alcanzar una cierta perfección en la ejecución de las formas. Acá se proponía pensar que el estilo está en la falla, en el síntoma, el error convertido en programa, y la escritura como lo que hace cuerpo ese error. La idea me resonó profundamente por el modo en que se inició el proyecto de escritura de este texto, el estrabismo, una falla que me había marcado desde siempre. Esa debilidad constitutiva de mi cuerpo había sido el motor de mi escritura.

—¿Por qué elegiste la cita de Kerouac como introducción? ¿Puede funcionar como anticipo del cruce entre el relato y el ensayo que propone el libro?

—La cita la elegí porque me encanta ese poeta y cuando leí la frase me pareció que anticipaba un poco la idea de obsesión que está en el libro. El ojo dentro del ojo, la piedra dentro de la piedra. Es uno de "sus principios", una lista de 30 ideas sobre literatura que está en el libro, La filosofía de la Generación Beat. Cuando la leí me resultó muy inspiradora, muy graciosa esa lista, principios para abrir, para estimular, no para cerrar nada. Lo cierto es que yo soy poeta, es de ahí de donde vengo y lo que leo la mayor parte del tiempo. No sé si este libro haya terminado siendo de "prosa poética" como en algún momento pensé, pero sin duda la estructura se da por suma, por adición de elementos disímiles, más que por consecución. La narración adelgazada, la metáfora como modus operandi permanente sobre la visión, son elementos que traigo de la poesía, mis armas, digamos, para abordar el texto.

—¿Lo definirías como un ensayo?

—No creo que sea un ensayo, pero sí que tiene elementos ensayísticos, también algunos de crónica, autoficción, otros ficcionales. La verdad es que el género de este libro es un poco misterioso, por eso también los editores de Entropía decidieron publicarlo en la colección Apostillas que sencillamente no responde a esa pregunta, si no que ubica cosas raras, un poco inclasificables, experiencias literarias donde el horizonte es más bien la disolución de los géneros.

—¿Cómo hiciste el título?

—Apareció al final. Como dicen los poetas: bajó. Releyendo uno de los capítulos, el dedicado a Georg Bartisch, de pronto me apareció en relieve esa frase. Porque el trabajo de los ojos ¿cuál es? mirar, analizar, distinguir, ubicar, orientar, percibir/se, conectar, leer, tal vez también escribir. Igual se puede escribir sin ver. Se puede leer sin ver. Pero no siempre fue así. Los ojos realizan un trabajo que es natural, fisiológico, pero también es cultural, emocional e individual. Los ojos pueden dejar de cumplir alguna de sus funciones. Cada ojo puede apuntar a un lugar diferente. Uno puede funcionar y el otro no. Los ojos son trabajadores calificados.

—Trabajás como periodista, poeta y crítica teatral, entre otras labores con las letras ¿Cómo definís tu relación con la escritura?

—Antes me peleaba con esa dispersión, esa condición híbrida, envidiaba a los que podían hacer una cosa y abocarse totalmente, pero al final acepté que eso no me iba a salir nunca. Igualmente creo que en las artes no hay caminos separados y paralelos. El periodismo es mi profesión y me encanta, porque fue lo que a lo largo de los años me permitió seguir investigando, pensando y vinculándome con las cosas que más me interesan. Claro que mi relación con la escritura es central, es siempre el principio y el final de las cosas que hago, el medio por el que mejor me expreso, pero tampoco tengo una idea muy conclusiva de eso. Periodismo, narrativa, poesía se contaminan. Por ejemplo, en mi poesía también está ?-quizás estuvo- muy presente la idea de registro, lo documental. Claro que los procedimientos poéticos ahogan cualquier atisbo de realidad palpable, pero detrás de ellos está lo verdadero, lo auténtico, lo confesional. Me costaría mucho hacer una poesía puramente lúdica, pero nunca se sabe.

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[Los inrockuptibles]

Las miradas de Mercedes Halfon

Por Malena Rey

El bellísimo y breve libro El trabajo de los ojos publicado por Entropía a fines de 2017 es la excusa para conversar con Mercedes Halfon (Buenos Aires, 1980), una mujer que a fuerza de estudio, investigación y práctica se escapa de los encasillamientos, porque se mueve cómoda en las aguas de distintas disciplinas, de la crítica teatral al periodismo cultural, de la poesía a la curaduría.

El trabajo de los ojos cuenta, con un estilo elegante y depurado, la relación de Mercedes con su propia visión: su diagnóstico infantil de estrabismo, los recuerdos familiares alrededor de los ojos de sus distintos integrantes, y a la vez la importancia omnipresente de los ojos y la visión en nuestras vidas, tanto como en la cultura universal. De allí que su libro presente distintas formas de ver y tocar el mundo y de observarse a sí misma, registros íntimos, pero también vocabularios técnicos de oftalmología, la jerga médica. Entre los registros de la memoria y los préstamos de la ficción, la prosa de Mercedes sorprende por la precisión de sus reflexiones, al tiempo que conmueve por el peso de algunas anécdotas.

En esta conversación, nos cuenta además los pormenores de su experiencia como curadora en distintos proyectos, entre ellos el fértil y necesario Ciclo Invocaciones, que revitalizó la cartelera de teatro porteña por medio de una propuesta conceptual específica: que distintos dramaturgos y directores contemporáneos recrearan las biografías deformes de otros dramaturgos del siglo XX, que por diversos motivos entraron en el canon (Alfred Jarry, Artaud, Brecht, Pasolini, etc.). Los resultados pueden verse desde 2014 en el Centro Cultural San Martín, y en la recientemente estrenada Fassbinder. Todo es demasiado, la Invocación VII, a cargo de Lisandro Rodríguez.

El libro comienza con un disparador anecdótico como es la muerte del oculista al que visitabas desde niña, el doctor Balzaretti. ¿Pero ese fue el germen de la escritura? ¿Cómo se fue armando en vos la idea de escribir sobre tu propia historia y tu “linaje de ojos”?

Hace ocho años me invitaron a un ciclo de lecturas donde la propuesta consistía en producir un texto que diera cuenta de algo privado, íntimo, una confesión. Se me ocurrió escribir sobre mis problemas en la vista, fundamentalmente sobre mi estrabismo. Un tema que era algo border para mí, me daba pudor nombrar y al mismo tiempo no quería escribir algo que fuera autocompasivo… Esa era mi contradicción. Mis problemas en la vista siempre fueron muchos, tengo bastante astigmatismo e hipermetropía desde los tres años, pero el estrabismo es el que rige todo lo demás. Uso anteojos desde antes de empezar jardín de infantes. El uso de anteojos desde antes de tener una forma de ser me resultaba algo central en mi vida. ¿Hasta qué punto los anteojos me habían generado una forma de ver? Y también me preguntaba hasta qué punto generaron además una suerte de narrativa de mi misma. Había algo ahí. Toda la cuestión me incomodaba. Me costó escribir, encontrar las palabras y por eso mismo me di cuenta de que tenía que hacerlo. A la vez, como decís, hay un linaje. Mi madre y mis hermanos –en el libro aparece uno, pero tengo tres–tienen problemas en la vista. En mi casa había unas fotos de la operación y la recuperación de mi hermano mayor. Le habían puesto un parche negro durante algún tiempo y después lo hacían hacer ejercicios de mirar para un lado, para el otro. Era como un piratita bizco. Tendría cinco o seis años. Para mí esas fotos eran una locura: algo entre morboso, científico, tierno, intrigante…

¿Y cómo fue el proceso de escritura? ¿Qué te produjo meterte con la memoria de otros, con tus propias anécdotas infantiles?

El texto original tenía cuatro páginas y a partir de ahí tuve distintas hipótesis de lo que podía ser. Tuvo momentos en que la ficción era más fuerte, había personajes inventados, incluso históricos, pero después eso se fue como adelgazando y otros aspectos se fueron robusteciendo. Hubo algunas lecturas muy fundantes del tono especulativo y a la vez personal: Levrero, David Markson, Berger. A la vez fui leyendo sobre oftalmología, nutriéndome de un lenguaje técnico específico. Grabé a mi familia, hice visitas al Hospital Santa Lucía, pero no se cuánto quedó de eso. En definitiva, este texto fue algo que mantuve durante muchos años, como un secreto en mi computadora, una promesa, mientras iba haciendo otras cosas. Por alguna razón no lo terminaba, y eso me parece que le dio este formato un poco raro. Todo lo que fui pensando y aprendiendo está. ¡Hasta fui madre en el medio! Realmente muchas cosas. Creo que no volvería a pasar por un proceso tan largo con un libro porque por momentos se va de la cabeza y volver lleva un enorme trabajo.

Ya habías publicado poesía y una novela en colaboración y El trabajo de los ojos es un texto que se desmarca de los géneros. El libro puede ser leído como memoria, como autoficción o como ensayo literario. ¿Qué vertiente te interesa más? ¿Sos lectora de esos géneros?

Soy lectora ávida de esos géneros. Y el libro es una mezcla de todo eso. Tiene elementos ensayísticos, también algunos de crónica, otros de autoficción, otros ficcionales. El género de este libro es un poco misterioso para mí, por eso también los editores de Entropía decidieron publicarlo en la colección Apostillas que lo que hace es no responder a esa pregunta, sino abrir un marco para experiencias literarias raras, un poco inclasificables, experiencias donde el horizonte es más bien la disolución de los géneros.

Además de escritora y periodista, en los últimos años asumiste otros roles transversales en el campo de las artes escénicas como dramaturga y curadora. ¿Cómo conviven en vos todas esas facetas? ¿Cómo se retroalimentan creativamente estos intereses o profesiones?

La verdad es que desde mi formación estas cosas ya estaban unidas. Soy licenciada en artes de la UBA (estudié ahí cine, teatro, danza, literatura) a la vez que pasé por talleres de dramaturgia, actuación, puesta en escena. Durante mucho tiempo me identifiqué plenamente con el rol de periodista cultural y crítica de teatro, pero en un momento dado empecé a sentir un cierto hastío con la tarea y me pareció que mi trabajo como crítica podía adoptar otros formatos que no fueran el escrito. A raíz de la observación de la carencia o la sobreabundancia de ciertas cosas (temas, formatos, estéticas, estrategias, etc.) en las artes escénicas de Buenos Aires, se inició una inquietud acerca de qué me gustaría ver a mí, si pudiera imaginarlo o proponerlo. Y así nació el Ciclo Invocaciones, que desde el 2014 está en el Centro Cultural San Martín y ya lleva siete obras estrenadas.
Pero también hice otros trabajos de curaduría en artes escénicas (un ciclo en Fundación Proa, unas intervenciones en ArteBA), siempre desde el presupuesto de que la curaduría es para mí un pensamiento muy específico sobre un lenguaje y sus modos de producción, sumado a una necesidad de intervención sobre ese campo. Esa tarea me llevó de a poco a realizar también acciones yo misma. Entre 2016 y 2017 integré un colectivo interdisciplinario con artistas latinoamericanos llamado Traficantes, con los que nos mandamos cartas. Llegamos a estar juntos en España el año pasado, en una residencia en Matadero Madrid, durante un mes que fue realmente un delirio de intensidad. Volví energizada, con muchas ganas de seguir trabajando. Y allí se armó la experiencia de la intervención sonora en la exposición de fotografías de Diane Arbus en Malba que se llamó Emergencia en cámara lenta. No podría haberme sentido más atraída por el marco donde iba a desarrollar esa acción, amo mucho las fotos de Arbus. Trabajé con un músico, Diego Vainer, y con una actriz, Carla Crespo. Y la curadora de esas actividades paralelas a las muestras era en ese momento Lucrecia Palacios, con quién tuve un dialogo que fue muy estimulante y agudo, más allá de lo institucional. Ahora voy a hacer un trabajo en el espacio de la Bienal de Performance en ArteBA. Y es la primera vez que la acción es íntegramente mía. No hay un marco condicionante, ni una consigna. Estoy en eso.

Volviendo al Ciclo Invocaciones, ¿podés contarnos cómo es desde adentro el proceso de trabajo? ¿Por dónde pasa la selección de lxs directorxs a los que convocaron?

El trabajo se va resignificando con las ediciones, siempre con el equipo de Carolina Martín Ferro y Gabriel Zayat en la producción y yo en la curaduría. Las propuestas las pienso en función del trabajo previo de los directores y cierto nombre del pasado escénico que me parece interesante traer al presente. Fassbinder. Todo es demasiado, de Lisandro Rodríguez, se acaba de estrenar y va a estar en cartel hasta fines de abril. Es una obra muy hermosa y melancólica y no podría haber sido hecha por otro director sin la sensibilidad que él tiene para trabajar lo espacial. La sala B del Cultural está como nunca antes se había visto. Parece una dependencia pública de Berlín Oriental después de la caída del muro. Es muy interesante y conmovedora, y no es un trabajo cerrado. En ese sentido nos interesa sostener Invocaciones, más allá de todas las dificultades que atraviesa la cultura pública en nuestro país en este momento, porque es un espacio de investigación, un laboratorio, que intenta sacar a los directores de su lugar de comodidad, pero a la vez les ofrece ciertas condiciones para producir que son distintas a las del teatro independiente. Con todo lo bueno y todo lo malo que eso pueda tener. Ya hay propuestas para 2019 y, si tenemos suerte, serán dos invocaciones más.

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[Culto / Chile]

Memoria de la luz

Por Javier García

“El año pasado murió mi oculista”, se llamaba Balzaretti y era especialista en niños. Es la información inicial que entrega la narradora y periodista argentina Mercedes Halfon (39) en su novela El trabajo de los ojos publicada originalmente en 2017.

“A pesar de que hay una predisposición genética, en mi familia se dan grandes discusiones acerca de cómo empecé con el estrabismo”, escribe Halfon en su elogiado ejemplar autobiográfico que vas más allá de su problema a la vista.

“Todo lo cercano se aleja, escribió Goethe en un poema”, anota la autora en El trabajo de los ojos, volumen que ahora llega a librerías chilenas publicado por Lecturas Ediciones.

“Breve, bello y elegante texto”, apuntó la revista Los Inrockuptibles del título de Halfon. Mientras que el escritor Fabián Casas escribió: “El trabajo de los ojos es un libro hipnótico (…) El libro es tanto un relato como un poema en prosa”. Otro autor argentino, Mauro Libertella, subrayó que solo en primera persona “se puede escribir un libro así, y si uno tuviera que recordar una sola cosa de este libro, lo que persiste es justamente ese tono, al mismo tiempo elegante e incisivo”.

Autora de los poemarios Dormir con lo puesto (2008), Un paisaje que nunca vi (2010) y Un fuego cualquiera (2015), Mercedes Halfon alcanzó el reconocimiento de la crítica con El trabajo de los ojos, un libro igualmente poético, fragmentario y luminoso.

“No me imaginaba qué recepción podía tener el texto, por su carácter híbrido, esquivo a los géneros. Pero fue muy bien recibido, encontró, como se suele decir, a sus lectores”, dice Mercedes Halfon a Culto desde Argentina.

¿Qué significó escribir El trabajo de los ojos?
–Me habían invitado a un ciclo de lecturas donde la propuesta consistía en producir un texto que revelara algo íntimo, privado, una confesión. Se habían leído cosas que hablaban de incestos, muertes de seres queridos, cuestiones complicadas, algunas directamente tabú. A mí, más modestamente, se me ocurrió escribir sobre mi estrabismo. Un tema border, que hasta ese momento me daba pudor apenas mencionar. Mis problemas en la vista son varios, tengo astigmatismo e hipermetropía desde los tres años, pero el estrabismo es lo que rige todo lo demás. El uso de anteojos desde antes de tener una “forma de ser” me resultaba intrigante. ¿Hasta qué punto los anteojos me generaron entonces una “forma de ver”? Había algo. Toda la cuestión me resultaba muy incómoda. Me costó escribir, encontrar las palabras y por eso mismo me di cuenta de que existía un centro al que tenía que acceder lentamente. Ese texto tenía cuatro páginas y a partir de ahí pasaron varias cosas.

–¿Cómo fue indagar en su propia memoria y también en la memoria familiar?
–Hice algunas entrevistas con grabadora, un poco siguiendo el oficio periodístico que es mi primer oficio, más que nada para reponer sucesos que habían ocurrido antes de que yo naciera. También revisé cajas de fotos que en la casa de mis padres hay a montones, porque a mi padre siempre le gustó tomar fotos. Pero claro, es una tentación enorme perderse ahí, porque se abren miles de narrativas posibles. Después abandoné la búsqueda más documental, porque los materiales se iban a ir moldeando según las necesidades de la historia, por decirlo de algún modo. En rigor, todo es ficción. Los recuerdos y los relatos que recibí son una masa flexible que luego fui acomodando a conveniencia… Lo cierto es que no soy exactamente yo la de la historia, aunque se me parezca bastante.

–Libros como El nervio óptico, de María Gainza y El cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel abordan el tema de la mirada en sus historias… ¿Por qué cree que la autoficción se ha masificado?
–Al leer el texto antes de su publicación otro editor me dijo: “Las narrativas del cuerpo ya pasaron de moda”. Yo no sabía ni que había algo llamado narrativas del cuerpo. Siempre y en todos lados hay alguien diciendo cómo se tiene que escribir. El libro de Nettel no lo leí, el de Gainza sí, pero me parece un texto más ligado a la crítica de arte y al relato clásico, que a los diarios íntimos. Es cierto que el contexto actual nos fuerza a la exposición de la intimidad, como si fuéramos los protagonistas de un documental que se filma todo el tiempo. Terminamos siendo como las copias malas de nuestras fotografías. Al mismo tiempo, yo vengo de la poesía y el periodismo cultural. Y en mi poesía también está, o estuvo, muy presente la idea de registro.

–¿Cómo ve el panorama actual de la narrativa latinoamericana?
–Lo leo con mucho entusiasmo. Creo que se están produciendo cosas sumamente interesantes en la joven y no tan joven narrativa de Latinoamérica. Cuando estaba empezando a escribir este texto fue El material humano, de Rodrigo Rey Rosa el libro que me abrió la perspectiva de que algo así se podía hacer. También Valeria Luiselli con Los ingrávidos y varias cosas de Alejandro Zambra. Textos que van de lo cotidiano a lo ensayístico, y que se abren a experiencias de los escritores. La verdad es que soy una lectora ecléctica, no sistemática. Y en esos recorridos encuentro en escritores latinoamericanos contextos de escritura similares. A veces se ve y a veces se intuye la precariedad, la escritura al borde de la supervivencia económica, el pluriempleo.

–¿Le interesa la literatura chilena?
–Me encantan Zambra y Roberto Bolaño, pero lo que más leo de Chile es su poesía. Obviamente Gabriela Mistral y Nicanor Parra, me gusta mucho José Ángel Cuevas a quien escuché leer en Buenos Aires varias veces. Raúl Zurita me fascina y Enrique Lihn. Este año conocí a un detective salvaje, poeta y personaje inspirador de la novela de Bolaño, se llama Bruno Montané, vive en Barcelona y me interesó mucho.

–¿Escribe algún nuevo trabajo?
–Estoy con un texto nuevo, con estructura de diario, pero mucho más ficcional que El trabajo de los ojos. Avanza y me tiene bastante tomada, no me puedo quejar, este es el momento del vértigo, la mejor parte.

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[Samoa / Costa Rica]

"El enfoque es el que decide qué se escribe y cómo se escribe"

Por Diego Jioménez F.

¿Se puede aprehender el sentido de la visión a través de la escritura? Desde luego que no, y cualquier intento por conseguirlo resultará en un ejercicio errante. Justo esa es la naturaleza de El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, un libro que salta de género en género, intentando atrapar lo inaprensible, con un entramado y una prosa que convierten ese fracaso en un viaje altamente placentero.

En El trabajo de los ojos, Halfon (Buenos Aires, 1980) cuenta la historia de su estrabismo hereditario y cómo este ha condicionado su forma de relacionarse con el mundo, incluida su escritura. Aunque el libro puede describirse de muchas otras maneras, pues esa aparente línea argumental se traza entre fragmentos confesionales, crónica, ficción, ensayo... Y no puede dejar de decirse que todo esto ocurre en apenas 100 páginas, lo que da pistas del estilo de Halfon en su primera aparición en la narrativa, luego de cinco libros de poemas.

Conversamos con Halfon sobre El trabajo de los ojos, publicado en 2017 por la editorial argentina Entropía y en 2019 por Las Afueras, en España.

El trabajo de los ojos un libro muy corto, pero entiendo que empezó a gestarse hace unos diez años. ¿Es así? ¿Cómo sucedió?

Hace cerca de diez años me invitaron a un ciclo que se hace en Buenos Aires, se llama Confesionario y en él invitan a artistas, escritores, personas de la cultura… a contar algo que tenga que ver con una confesión, algo que de alguna manera les dé vergüenza nombrar. En ese momento escribí un texto que tenía que ver con mi estrabismo, porque me di cuenta de que era algo de lo que nunca había hablado explícitamente y que me daba pudor nombrar. Empecé a escribir y me di cuenta de que era difícil encontrarle el tono a eso, para que no fuera muy autocompasivo y tampoco excesivamente humorístico. Había una zona ahí en el medio que me interesaba explorar y a la vez me resultaba difícil. Me di cuenta de que había algo ahí que daba para seguir desarrollándolo. Para esa vez escribí un texto breve y empecé lentamente a desplegar ese universo. Fue algo que me costó mucho porque en ese momento yo no tenía el hábito de escribir textos en prosa, escribía más que nada poesía… Después fui madre, entonces se prolongó muchísimo la escritura, y tiempo después, con algunas lecturas, volvió a aparecer este texto que tenía completamente abandonado y lo retomé a la luz de lecturas de no ficción y autoficción que llegaron a mí y me hicieron darme cuenta de que ese texto podía enmarcarse en algo de ese estilo. A partir de ese momento fue un proceso de escritura más breve, unos dos años o año y medio, en el que terminé el texto.

Es un libro con muchas referencias. ¿Qué lecturas te fueron ayudando durante el proceso de escritura?

Hubo muchas lecturas que me fueron ayudando. Cuando uno está escribiendo algo, generalmente ese algo se convierte en un imán que atrae lecturas, películas, cosas que te cuentan… Todo comienza a tener relación con eso que uno está escribiendo y con lo que se está de alguna manera obsesionado.

Hay dos textos que me fueron bastante reveladores. Por un lado, El discurso vacío, de Mario Levrero, que es un texto aparentemente muy sencillo, una no ficción en la cual él hace unos ejercicios para mejorar su letra, porque cree que si mejora su letra va a poder mejorar su carácter. Invierte la máxima de la grafología que dice que la letra revela el carácter, entonces dice: «Bueno, si yo logro volver mi letra pareja, continuada, esas mejoras se van a aplicar en mi vida». Es un ejercicio en el que, aunque parece que no importa lo que dice, esos acontecimientos aparentemente anodinos de su vida comienzan a ser sumamente reveladores. Ese texto me sirvió mucho, la manera en que él se obsesiona con la letra me revelaba mucho todas esas metáforas posibles que surgen sobre la vida, sobre la escritura, algo paralelo con lo que me pasaba a mí con la vista. Esa obsesión que él vuelca sobre la letra es un poco parecida a la que yo estaba volcando sobre los ojos.

El otro texto que fue muy importante fue El material humano, de Rodrigo Rey Rosa, que es un texto también muy libre en su forma, una especie de diario de unas visitas que él hace a un archivo de la policía de Guatemala donde va a investigar ciertas cosas sobre su familia. En el texto se mezclan fragmentos del archivo, sus visitas al archivo, la investigación que está realizando, con hechos que no tienen nada que ver y que son también totalmente anodinos. Esa mezcla de elementos documentales, de investigación, de narración, me sorprendió mucho porque no sabía que algo así se podía hacer. Fue un texto que me dio un permiso para pensar una estructura de libro.

Estos dos textos fueron padrinos, por así decirlo, pero también me sirvieron textos por ejemplo de Lina Meruane, de Valeria Luiselli y otras escritoras que fueron inspiradoras por su escritura.

Es además un texto lleno de autorreferencias. ¿Cómo fuiste eligiendo qué incluir, qué evadir, qué inventar?

No tengo una respuesta muy clara. Simplemente te diría que lo que me venía bien entraba y lo que no me servía quedaba fuera. Yo tengo una familia más numerosa que la que se cuenta en la novela, y me sirvió condensarla toda en las figuras de mi mamá y mi hermana. El personaje principal no es exactamente yo, sino alguien que se parece a mí, pero que está desplazado en función de lo que quería contar, la historia de esta mujer y sus temas con la vista.

Decís en el libro: «Se da por sentado que es posible elegir entre un enfoque u otro para lo que sea que se haya decidido hacer. Pero es el enfoque el que nos elige a nosotros». Llevado a la escritura, ¿es el enfoque el que elige lo que se escribe o cómo se escribe?

Sí, creo que el enfoque es el que decide qué se escribe o cómo se escribe, y no al revés. Para darte un ejemplo, yo durante mucho tiempo intenté que El trabajo de los ojos tuviera una parte de novela más clásica, con un personaje ficticio que era el primer oftalmólogo de la historia. Lo escribí, investigué un montón para construir un oftalmólogo en la Buenos Aires del siglo XIX, y finalmente no me gustó lo que quedó. Me pareció que no tenía que ver con el resto del texto, y quedó fuera. Quizá ese era un intento de escribir algo que realmente no tenía que ver conmigo, con mis intereses de ese momento, por más que yo creyera que sí.

El texto durante mucho tiempo también me hacía dudar, pues pasaba de la divulgación científica al ensayo y luego a partes más sencillas de la vida del personaje. Me parecía que esa mezcla no terminaba de cuajar, y después me di cuenta de que en realidad sí, de que no había una relación de consecución aristotélica de principio-desarrollo-fin, sino que esos fragmentos se iban adhiriendo por una cuestión más de imantación, y que iban construyendo una constelación de pequeños destellos que tenían que ver con lo que yo hablaba. Esa forma yo la encontré con el trabajo, y podríamos decir que es mi forma de enfocar la que terminó encontrando esa manera de contar.

¿En qué estás trabajando ahora?

Estoy trabajando en un texto que es una especie de diario ficcional de un personaje femenino que se va a Berlín a buscar a su pareja y cuando llega allá se da cuenta de que su pareja está totalmente pendiente de otra cosa, de una beca, y ella está allá sin una beca y no sabe muy bien qué hacer en la ciudad. Entonces son los paseos y las aventuras de esta chica que está un poco decepcionada del amor y con muchos problemas para orientarse. Es como el diario de la novia del becario.

¿Qué estás leyendo?

Acabo de terminar Claus y Lucas, de Agota Kristof. Me parece el libro más hermoso que leí en mucho tiempo. Es muy duro y muy perfecto. Una prosa depurada, es impresionante.