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Hidrografía doméstica
Gonzalo Castro
192 páginas
 
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[Revista Ñ, 24 de Diciembre de 2005]

 

Flotando a los once años

Por Fermín Rodríguez

¿Qué habrá en las niñas, más que los niños, para que la literatura no deje de volver a ellas? De Alicia a Lolita, la literatura ha encontrado en las niñas superficies de inscripción dúctiles y maleables por las que deslizar con facilidad el sentido. De esa misma materia, indecisa e indiferenciada, donde la inocencia y la precocidad, la ingenuidad y la ironía, mezclan sus aguas, Gonzalo Castro extrajo a Chloé, una singular niña-adolescente que fluye a lo largo de Hidrografía doméstica. Con casi doce años, Chloé habita una franja de tiempo inestable, que se expande y se contrae de un capítulo a otro. Chloé crece y decrece, se agranda y se empequeñece a los saltos, como si el tiempo que corre del pasado hacia el futuro pasara a su lado sin rozarla. En ese pliegue de tiempo que son los once-doce años, Chloé vive sola, al fondo de la casa de los padres, entre colchones que recubren el piso por entero –“la cama más grande del mundo”. Desde esa tierra de ensueños, que la pone a distancia tanto del orden familiar como del resto de los chicos de su edad, Chloé nombra el mundo en un lenguaje fluido, no coagulado por el sentido común. Fragmentos de percepción que apenas se mantienen unidos flotan a la deriva por una novela que no avanza narrativamente ni desemboca en ninguno de los géneros que canaliza el paso de la infancia a la madurez –el bildungroman, la novela de iniciación. Es que en el país de Chloé, todo es acuático, como si el agua fuera el elemento que impregna toda percepción y ralenta todo lenguaje. Pero las aguas de Hidrografía doméstica no son aguas profundas que esconden tesoros de sentido sumergidos, sino aguas superficiales, películas líquidas que elaboran lo que se refleja en ellas –como los pensamientos de Chloé. Porosa al mundo que la atraviesa, Chloé vive empapada en bloques palpitantes de percepción donde los sentidos no están todavía domesticados por el sentido común o por la generalidad del lenguaje. Faltan allí las líneas rígidas de formación –la escuela, la televisión o la familia– que van modelando la materia blanda de la infancia. Volverse adulto significa darle dirección al pensamiento, pasar de una cosa a la otra según un orden rígido, imponerle una forma a la experiencia. Corresponde a los niños y a los artistas –al devenir niño de tantos artistas– liberar las imágenes de los conceptos que las dominan, hacer fluir el mundo y fluir junto a él, interrumpir las asociaciones más comunes para percibir el mundo desde un punto más allá de sí. “Tengo miedo al encadenamiento de cosas” –confiesa Chloé, mientras deriva por ese monólogo que sería erróneo llamar interior, porque un niño es una vida abierta hacia fuera flotando antes o fuera del sentido, una potencia de transformación que la madurez agota. Pura posibilidad abierta al futuro, Chloé es como un animalito agazapado en la inestabilidad de la edad, dispuesta a algo que no se sabe bien qué es. Porque un joven se define menos por lo que es que por lo que puede ser, y lo que puede ser Chloé es una incógnita incalculable que Gonzalo Castro se cuida de no resolver. Como una primera novela.