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Hidrografía doméstica
Gonzalo Castro
192 páginas
 
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Escuela
[página 120]

Los árboles me tienen completamente sola, y de los timbres que se escuchan ninguno me llama a mí. El sol se fue en algún momento, mientras yo escarbo primero una capa de hojas pero ahora escarbo la tierra. Me tapo los zapatos con tierra y con hojas. Lo que parecían ser bultos entre las hojas ahora parece que son gatos serpiente. Me tapo los zapatos antes de que quieran arañarlos.
Miro el árbol que tengo adelante, que yo sé que es un cedro. Lo miro fijo en un nudo del tronco y trato de hacerle una pregunta. No se me ocurre qué preguntarle.
¿Le gustaría moverse, árbol? (Se lo pregunto mentalmente, porque los árboles no tienen órganos auditivos.)
Me acarician la cabeza, debe ser alguien del otro lado de la reja, alguien desde la vereda, cosa que debe estar prohibida, pero es lindo. Bajo la cabeza hasta apoyarla en las rodillas. Me sigue acariciando el pelo y sabe cómo me llamo. Me siento bien.
–¿Te sentís bien?
–Sí, mientras no se le ocurra hacerme nada malo.
–¿Eh?
–Está prohibido entrar en los colegios.
–Mi amor, ¿estás bien?, soy Daph, mirame un poquito.
Giro la cabeza y quedo mirando para su lado, pero el pelo me tapa los ojos. Con una mano plana me corre un poco el pelo y sí, es Daph, bastante de costado. Pensé que era otra persona.
–Chloé, ¿qué hiciste con tus zapatos?, están tapados de tierra. Sacalos de ahí.
–Dejá, dejá, así estoy bien. ¿Cómo te fue en la prueba?
–Bien, cómo me va a ir, contesté todo perfecto.
–Tenés que estudiar más.
–Qué vocecita que tenés, Chloé, me parece que vos estás enferma. A ver, vení que te doy un beso en la frente.
–¿Me querés?
–Sí, tarada, a ver si tenés fiebre, a ver. ¡Chloé, tenés cincuenta grados de fiebre! ¡Levantate que te llevo para Secretaría que llamen a tu mamá!
–No, no, dejame pensar un poquito –Daph no entiende que yo estaba hablándole a los árboles, que por fin me estaba comunicando con el árbol de ahí adelante–. No quiero ir a Secretaría, por una vez que me copio –ahora las cosas están más lejos, pero igual escucho.
–¡Ey, Juan, Juan, estúpido, vení!

Escucho pasos en mi rodilla, vienen crujiendo desde bastante lejos.
–Ayudame a llevarla a Secretaría que está enferma, se nos está por desmayar.
–Uy, está muy blanca.
–A Secretaría no –digo, pero parece que no se escucha.
–No, así no, mejor la cargo toda yo solo así.
–¿Podés?
–Sí, si es livianita. Opa, ahí va, no pesa nada.

No peso nada.
Voy colgándome de las ramas de los árboles, como esos monos de brazos largos que nunca tocan el suelo.