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«Leonor se muda con Leticia, su madre, a las sierras de Córdoba. Y desde ahí se cuestiona: ¿Qué hace de una casa un hogar? Esa pregunta impulsa su relato y la lleva a contar, por un lado, la historia de Leticia, la historia que fue escuchando durante su infancia, la de una mujer que fue actriz y viajera. Por otra parte, a medida que narre a su madre, irá construyendo y reconstruyendo su propia biografía. Porque Leonor, que ya vino con ese nombre y que –como ella dice– con ese nombre pasó “de brazo en brazo”, tiene otra madre, una biológica, a la que nunca conoció y a la que va a querer conocer.
Romina Paula desmonta aquí una hija biológica, para, a través de la narración, de la potencia que tiene una narración en la trayectoria de una vida, construir una hija biográfica. Y lo hace con una voz que nace del territorio: enhebradas en cada hilo de estas páginas, están las sierras, con sus árboles, sus pájaros, sus perfumes, con la forma en la que el sol atraviesa la copa de los árboles, con el frío crudo y el amparo del arroyo. La lengua que encuentra Leonor es la lengua que nace de ese paisaje.
Como todas las novelas de Romina Paula, Hija biográfica inventa una nueva forma narrativa: un monólogo que teje un territorio abierto a la exploración, una infancia sostenida por un lazo de amor, y una identidad biográfica forjada al calor de las historias compartidas.»
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Otoño
Este es mi momento favorito del año: los primeros fríos. El primer frío, que baja de la montaña como un manto, un alud, y se queda por unos días, aunque el sol lo espante un poco cuando pega fuerte pero que vuelve renovado cuando el día se va. Después ya, en semanas, el frío de las cosas con estalactitas a la mañana, de la fuente con una capa de hielo, del pasto blanco; el de la nariz con dolor: que duela respirar. Pero antes que eso, esta transición.
A mí no me costó acostumbrarme, ni siquiera pensaba que era algo a lo que uno se tenía que acostumbrar, como si fuera malo. Leticia dice que es porque los chicos no sufrimos las cosas: tenemos frío, tenemos calor, hacemos algo al respecto o no, nos sacamos la ropa o nos abrigamos pero no hay nada más allá. Ni ese frío ni ese calor nos hacen sufrir, es casi sólo una observación; hace frío, hace calor. Y las particularidades de cada una de esas cosas, como que los dedos se endurezcan con la helada y ya no respondan a las órdenes del cerebro, como la costrita en la piel quemada de más…: nada de eso está ni bien ni mal. Sólo es lo que es. Igual a mí me gusta más el frío, porque en el verano hay que sacarse la ropa y a mí no me gusta eso, que se vea tanto todo, no me gusta que se me vea tanto la piel. No me molesta la piel de los otros pero la mía prefiero no tener que mostrarla porque sí. No me gustan ni las mallas ni las musculosas, me parecen prendas bobas, tontas, casi imposibles de lucir. Es muy poco probable salir airoso de un bañador. En cambio sí me encanta ser la fogonera de la chimenea de casa. Ocuparme de todo eso: de entrar la leña, de ordenarla junto al hogar; de juntar ramitas y piñas, cosas para encender la chispa, armar las torres de fuego y mantenerlo después. Poner otro leño si me despierto de madrugada, ir descalza, con los pies ateridos, poner el leño y volver a la cama sin saber cómo camino hasta que los pies vuelven a entrar en calor friccionándolos contra las sábanas, como si traccionara una zorra sobre las vías de un tren, pero debajo de la manta. Y si no me desperté en ningún momento de la madrugada, la mañana es bien bien fría, más aún. Por mí habría que mantener el fuego vivo todo el día, pero Leticia dice que es mucho consumo si no vamos a estar, así que recién vuelvo a prenderlo cuando vengo de la escuela. En la escuela misma tenemos de esos radiadores viejos que están arriba, que son como una rejita que se le va prendiendo la luz y que dan un calor raro porque viene de arriba y te calienta mucho el pelo pero el resto no y entonces vas estando cada vez más frío hacia abajo y ya los pies quedan completamente fuera del campo de calor y con eso de estar quieto y sentado para escuchar, en un momento dejo de sentir los pies y a veces las piernas también. Se me ocurre que en invierno deberíamos tener todas las clases en movimiento, aprender las lecciones pero caminando en círculos o saltando en el lugar, no entiendo lo de estar sentado en escuadra para aprender. De tan poco que te circula la sangre te vas quedando dormido, ya la posición invita al aburrimiento y al sueño, no sé cómo nadie lo pensó. En el jardín de infantes todavía pasamos la mayor parte del tiempo parados, las mesitas siempre contra las paredes, con mucha actividad. Y después, de un año a otro, páfate, te confinan al banco, te retan si te movés o si hablás y así se te empieza a atrofiar todo, excepto en la clase de gimnasia que al revés, te retan si te sentás y ahí todo junto en una hora no podés parar de saltar y así no hay corazón que aguante. La educación y la coherencia no son cosas que vayan tan de la mano, eso sí que es algo que se aprende muy al empezar.
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Romina Paula (Buenos Aires, 1979)
Publicó las novelas ¿Vos me querés a mí?, Agosto y Acá todavía, el libro de relatos Archivos de Word y crónicas en Otra cosa es permanecer. Como dramaturga y directora estrenó las obras Si te sigo, muero, Algo de ruido hace, El tiempo todo entero, Fauna (estas últimas reunidas en el libro Tres obras), Cimarrón y Sombras, por supuesto. Además, realizó el largometraje De nuevo otra vez).
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