|
Y el que queda sufre hasta que se le pasa
Daniel Auteuil diciendo que él vive en el número 22 de una calle –una métafora, se entiende, para chamuyarse a una mina que... ¡vaya que vale la pena el chamuyo!– y mira por la ventana y ve las casas de los números impares y a sus habitantes y cree que son más felices, que sus habitaciones son más luminosas y más bellas, hasta que tiene oportunidad de entrar en una de ellas –qué suerte la de Daniel– para darse cuenta de que no lo son tanto, ni tan distintas ni tan felices, ni tan nada otra cosa, ni las casas ni la gente.
Pienso en Norma y en sus ocurrencias y conclusiones, la recuerdo arriesgando que hago un entrenamiento constante de la distancia; que ejercito la distancia constantemente. Río entre dientes, me ruborizo y asiento, intimidada, sorprendida y agradezco. Y asocia, supongo que algo del distanciamiento o el frío de la distancia, asocia ese comentario acerca de los alemanes y los austríacos, que dice algo así como que para los alemanes nada nunca es grave y sin embargo todo siempre es trágico a diferencia de los austríacos, para quienes todo siempre es grave, pero nunca trágico. Dejo risueña atrás la casa y mastico aún la comparación sobre mi bicicleta. Una vez más sonrío cuando una bola de viento me sostiene entrando a Honorio Pueyrredón y las hojas de plátano se enredan en los rayos. Sonrío y recuerdo tras las lágrimas la máxima “enterrar a la trágica”. Y sí. Hace poco nomás, meciéndome en una cuña de ramas de eucalipto, me preguntaba. Eso, nada, simplemente nada. Un tronco de pino caído, las raíces de un tamarindo y el sol en la cara. Eso y el sol en la cara. Pienso acerca de una posibilidad, Möglichkeit de unificar las dos cosas: una urbe más natural o una naturaleza con algo de urbanidad accesible, ajá, porque, ¿qué valor pueden tener las artes escénicas en el medio del campo? Rien, rien de rien.
Entonces, la tarta con tu nombre y las promesas de un futuro encuentro en un contexto tan distinto que da miedo, pecando de irreal, imposible, y el temor a imaginarlo y no poder hacerle justicia, y el camino que difiere de uno a otro, el trajín de la partida y la ilusión de la llegada y el que queda sufre hasta que se le pasa, qué le vamos a hacer. No hay futuro y no hay más que futuro, la suma de horas libres, el metro y las distancias que albergan, esos encuentros furtivos (que no llegan a serlo) con esa gente que no se sabe encontrada, que supo ser vista muy lejos de acá, todas esas experiencias impronunciables y compartidas con ese único otro que no deja de alejarse y que ha sido propio durante un período de tiempo... Depender o no depender... Ésa es la cuestión. ¿Qué pensarás ahora? ¿Cómo será tu habitación? ¿Y tu cama? ¿Y tu dormir? ¿Y tu despertar? Puedo amar en general pero no en particular. Puedo amar en general pero no en particular. No puedo hablar, no tengo nada que decir, realmente nada que decir. Al tratar de explicar o describir algo, el ejercicio se trata solamente de ponerle palabras a algo que no (las) tiene, es decir, inventarlo en el momento mismo en el que uno lo nombra. Es ahí donde algo empieza a existir; creo estar creyendo en algo que las palabras mismas me acaban de sugerir. Pero es pura retórica, nada más que eso. Un engaño lingüístico retórica retórica retórica. Me pregunto si todavía será posible el momento acá me quedo para mí, si existirá para mí todavía la posibilidad de sostener algo en el tiempo, es decir: de sostener algo. Me permito dudar y a la vez, hope. Insistime hasta convencerme. Por favor, insistime hasta convencerme. |
|