Su pequeña mano
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¿Cómo es que las llaman? ¿Puertas plegables?, ¿puertas
tijera?, ¿de fuelle?, ¿acordeón? Son esas puertas
de ascensor antiguo; ésas que cuando están cerradas forman
versos de Marinetti. Ésas ideales para arrancarse dos o tres dedos.
Ésas que permiten palpar, aunque sea por un instante, el misterioso
universo que se esconde entre el techo de la planta baja y el embaldosado
del primer piso. Bueno, una de ésas era la puerta interna del ascensor
de mi nuevo edificio. Y así eran también las puertas externas
de todos los pisos, excepto la puerta de la planta baja. La de la planta
baja era distinta. Un biombo de siete macizos paneles de chapa verde.
No vi ese detalle cuando elegí mudarme a este departamento. Debí
esforzarme por ser más atento, debí consagrar mis sentidos
a los detalles. Siete paneles que casi impedían ver el interior
del ascensor cuando uno entraba en el edificio. Un biombo fatídico
que administraba el régimen de visibilidad inmobiliario. Pero el
sistema no funcionaría si no alentase el deseo de mirar. En la
cuarta chapa la más simétrica, la chapa rectora,
la historia torcía ligeramente su rumbo, condescendiendo el ingreso
del azar. La cuarta chapa tenía una pequeña ventanilla de
veinte centímetros de alto por unos diez de ancho. El caos introducía
por allí su pequeña mano, permitiendo que las miradas que
se posaban sobre ese vacío vieran una ínfima porción
de lo que sucedía dentro de la cabina del ascensor. Por lo general,
no ocurría nada extraordinario. Pero hoy, al regresar de la casa
de Valdivia tras deambular como zombi por las calles, por esa ventanita
vi uno de sus ojos. Y luego pelo, luego tela, y luego negro.
El ascensor fue hasta el cuarto piso. (Ahora que lo pienso creo que ese
ojo también me vio, Montenegro. Creo que lo que vi no fue un ojo,
sino una mirada. Una mirada ciclópea. El cíclope más
hermoso que se haya visto.) Luego, el mismo ascensor, por exclusiva petición
mía, bajó hasta el nivel del mar. Y luego subió hasta
el quinto piso. Y luego ya les perdí el rastro. A todos.
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