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Semana
Sebastián Martínez Daniell
256 páginas
 
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Su pequeña mano

[página 23]



¿Cómo es que las llaman? ¿Puertas plegables?, ¿puertas tijera?, ¿de fuelle?, ¿acordeón? Son esas puertas de ascensor antiguo; ésas que cuando están cerradas forman versos de Marinetti. Ésas ideales para arrancarse dos o tres dedos. Ésas que permiten palpar, aunque sea por un instante, el misterioso universo que se esconde entre el techo de la planta baja y el embaldosado del primer piso. Bueno, una de ésas era la puerta interna del ascensor de mi nuevo edificio. Y así eran también las puertas externas de todos los pisos, excepto la puerta de la planta baja. La de la planta baja era distinta. Un biombo de siete macizos paneles de chapa verde. No vi ese detalle cuando elegí mudarme a este departamento. Debí esforzarme por ser más atento, debí consagrar mis sentidos a los detalles. Siete paneles que casi impedían ver el interior del ascensor cuando uno entraba en el edificio. Un biombo fatídico que administraba el régimen de visibilidad inmobiliario. Pero el sistema no funcionaría si no alentase el deseo de mirar. En la cuarta chapa –la más simétrica, la chapa rectora–, la historia torcía ligeramente su rumbo, condescendiendo el ingreso del azar. La cuarta chapa tenía una pequeña ventanilla de veinte centímetros de alto por unos diez de ancho. El caos introducía por allí su pequeña mano, permitiendo que las miradas que se posaban sobre ese vacío vieran una ínfima porción de lo que sucedía dentro de la cabina del ascensor. Por lo general, no ocurría nada extraordinario. Pero hoy, al regresar de la casa de Valdivia tras deambular como zombi por las calles, por esa ventanita vi uno de sus ojos. Y luego pelo, luego tela, y luego negro.
El ascensor fue hasta el cuarto piso. (Ahora que lo pienso creo que ese ojo también me vio, Montenegro. Creo que lo que vi no fue un ojo, sino una mirada. Una mirada ciclópea. El cíclope más hermoso que se haya visto.) Luego, el mismo ascensor, por exclusiva petición mía, bajó hasta el nivel del mar. Y luego subió hasta el quinto piso. Y luego ya les perdí el rastro. A todos.