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  Dos sherpas
Sebastián Martínez Daniell

210 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2018
ISBN: 978-987-1768-50-9
 
     
   
     
 

Dos sherpas están asomados al abismo. Contemplan el cuerpo de un turista inglés que se ha despeñado desde el monte más alto del Himalaya. Hablan entre ellos: no mucho, apenas unas palabras. El sol ilumina la nieve sobre la ladera sur del Everest; sopla el viento. Y eso es –podría decirse– todo lo que ocurre en esta tercera novela de Sebastián Martínez Daniell.

¿Qué procedimiento se pone en juego, entonces, para que esa escena sencilla y sobria estalle en significaciones a lo largo de un centenar de capítulos? La respuesta es este libro, su textualidad, el único modo posible de relacionar a ese inglés y a esos guías de montaña detenidos en medio de una cordillera con el devenir de la historia y con su dialéctica. En estas páginas Julio César y Pompeyo coexisten con el desplome de un montacargas municipal; los hongos y las algas, con William Shakespeare; la geología del siglo XIX, con Monet y Renoir… Y la lista sigue, potencialmente inextinguible. 

La energía que logra sostener la cohesión de tal heterogeneidad proviene de la voz narrativa; una exploración del lenguaje que oscila entre poéticas del desborde y del desapego, recursividades y astringencias, según la materia que aborden. Una voz que termina por encontrar un matiz distinto, un tono pertinente, para cada una de las inagotables facetas que componen esta sólida novela poliédrica.

 

Contratapa
     
   

Uno

Dos sherpas están asomados al abismo. Sus cabezas oteando el nadir. Los cuerpos estirados sobre las rocas, las manos tomadas del canto de un precipicio. Se diría que esperan algo. Pero sin ansiedad. Con un repertorio de gestos serenos que modulan entre la resignación y el escepticismo.

 

Dos

Uno de los sherpas se distrae un momento. Es joven, un adolescente casi. Sin embargo, ya hizo cumbre dos veces. La primera, a los quince años; la segunda hace pocos meses. El sherpa joven no quiere pasar su vida en la montaña. Está ahorrando para estudiar en el extranjero. En Dhaka, podría ser. O en Delhi. Estuvo haciendo averiguaciones para anotarse en Estadística. Pero ahora, mientras su mirada se concentra hasta vaciarse sobre la oquedad topográfica, se ilusiona con que su vocación sea la ingeniería naval. Le gustan los barcos. Nunca estuvo en uno: no le importa. Le fascina la flotación.

¿A quién no? ¿Quién no envidia a las medusas y su deriva sobre el piélago? Esa sensación de dejarse llevar. Ese despliegue fosforescente y sutil, sin vanidad; que las corrientes se ocupen del resto. Flotar. Desentenderse del curso de la historia: no cargar esa cruz. La amoralidad sin excesos y sin culpas. La ceguera y la bioluminiscencia. La electricidad tentacular que revela la penumbra del océano nocturno.

 

Tres

El otro sherpa caminó por primera vez las laderas del Everest cinco semanas después de cumplir los treinta y tres. Había llegado a Nepal seis años antes. Con buena tonicidad muscular pero sin conocimientos avanzados de montañismo. Alguna experiencia previa sí, aunque inorgánica, desarticulada, sin entrenamiento específico. Desde su bautismo como sherpa trató de alcanzar la cima cuatro veces. Ninguna de esas expediciones lo logró. No siempre por su culpa, debe decirse. Pero esta recurrente postergación explica de algún modo que su gesto se deslice ahora un grado más allá: del escepticismo hacia el fastidio. Turistas..., piensa el sherpa viejo, que no es viejo ni propiamente un sherpa. Siempre hacen algo, ellos, los turistas, piensa. Y entonces habla. Señala con un ademán ambiguo el vacío, la saliente donde yace tendido e inmóvil el cuerpo de un inglés, y dice:

–Ellos...

Y así rompe el silencio. Si es que puede llamarse silencio al ruido ensordecedor del viento pasando a través de los filos del Himalaya.

 

 

Fragmento
     
   

Autor

 

   
                     

Sebastián Martínez Daniell (Buenos Aires, 1971) publicó las novelas Semana (2004) y Precipitaciones aisladas (2010). Participó además de las antologías de narrativa breve Buenos Aires / Escala 1:1 (2007), Uno a uno (2008), Hablar de mí (2010) y Golpes. Relatos y memorias de la dictadura (2016).

 


   

Reseñas

Revista Ñ
(Kit Maude)

La Voz
(Javier Mattio)

El diletante
(Juan F. Comperatore)

Atletas
(Pablo Ottonello)

Otra parte
(Manuel Crespo)

Perfil
(Mariano Buscaglia)

Revista Invisibles
(Mariana Skiadaressis)

Leedor
(Adriana Santa Cruz)

Entrevistas

Télam
(Milena Heinrich)

Página 12
(Silvina Friera)

Infobae
(Agustina Larrea)


[Revista Ñ]

Esos excéntricos lazarillos de grandes alturas

Por Kit Maude

Hay momentos en la vida de la lectura en los que un texto, un capítulo o una frase lo toman a uno de sorpresa. Vienen como una bocanada de aire fresco, que uno no sabía que necesitaba. En el caso de Dos sherpas ese aire sopla de las laderas gélidas y empinadas del Everest.

En un panorama literario en el que pocos escritores parecen querer mirar más allá de sus propias experiencias, un libro que comienza con dos sherpas en el Himalaya es en sí mismo algo inusual, pero es la forma en que evoluciona –cien capítulos más bien cortos que saltan entre tiempos, memorias, escenarios y reflexiones; no es ésta una historia de aventuras de alpinistas– lo que lo convierte en uno de los libros más originales e interesantes publicados en la Argentina de los últimos tiempos.

Los dos sherpas en cuestión están asomados a un precipicio, mirando hacia abajo: el inglés al que se suponía que iban a guiar hasta la cima de la montaña ha caído y yace en una saliente. Mientras aguardan alguna señal de vida de su cliente, sus mentes se pierden en divagaciones. El sherpa más joven pero con más experiencia –hizo su primera cumbre cuando tenía quince años– se plantea distintas opciones para sus estudios futuros mientras recuerda escenas de su niñez en Namche, un pueblo chico al pie del Everest, y recuerda, en un toque le agrega una dimensión extra a la novela, su rol menor en una producción escolar de Julio César de Shakespeare. El sherpa más viejo pero con menos experiencia –recién empezó a trabajar en la montaña con treinta y tres años– piensa en cómo ha llegado allí, sumido en las frustraciones y resentimientos que su vida le ha deparado.

Por momentos, una tercera voz omnisciente suelta información sobre la raza sherpa e incidentes importantes de la historia moderna del monte Everest, conocido en la cultura local como la "madre del mundo". En total, la "acción" descrita no dura más de minutos, o trece líneas de diálogo, pero de alguna manera encapsula dos vidas y una subcultura única y desigual: la de los escaladores aficionados que quiere subir la montaña más alta del mundo y los profesionales encargados de asegurar que su sueño se realice (o no, como hemos visto).

Como se puede apreciar, la carga simbólica es importante pero no es didáctica: Martínez Daniell es cuidadoso con sus conclusiones. Aunque trata algunos temas controvertidos, por ejemplo el turismo colonialista y muchas veces racista que también es el sustento económico más importante de la zona, el encanto del libro se encuentra en las reflexiones filosóficas y personales más variadas y abiertas, y en las escenas nítidas que las ilustran.

Es una escritura tranquila, que a veces roza lo obsesivo, a veces lo caprichoso, pero que funciona por virtud de su mesura. Las muchas ideas servidas en los capítulos cortos de Dos sherpas nunca amenazan con agobiarnos, más bien nos dejan con hambre de más.

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[La Voz]

Viglia imperturbable

Por Javier Mattio

Elogio del aire, la distancia y la aparente eternidad de las alturas, Dos sherpas sitúa su narración volátil en una ladera del monte Everest, donde un dúo de guías expedicionarios del Himalaya contempla el cuerpo de un turista inglés recién precipitado al abismo. 

Será esa escena de diálogos y acontecimientos mínimos de tragedia elusiva la que se plante como roca nevada entre una nebulosa de acontecimientos emanados con misteriosa lógica de aquella inicial: cien entradas en total en las que Sebastián Martínez Daniell (Buenos Aires, 1971) refuta la llaneza del tiempo y el sentido.

En el friso perplejo de Dos sherpas –que le debe tanto a Beckett como a una tira cómica o un tratado de geología– se invocan las vidas previas del “sherpa viejo” y el “sherpa joven” (que incluyen la absurda historia de amor del primero y el ínfimo pero decisivo rol de Flavio en una versión de Julio César de Shakespeare del segundo); la llegada de la etnia sherpa a Nepal y las sacrificadas vicisitudes políticas y naturales que atraviesa para ocupar la zona; y el pintoresco desfile de personajes como George Mallory, Lady Houston, John Hunt o Edmund Hillary, que proyectan en la cima etérea hazañas tan individualistas como imperiales. 

Es ese magma latente en la exótica postal inmóvil el que explora Daniell, que a su manera sherpa conecta las perspectivas graduales, los senderos escarpados y la lejanía impertérrita de un relato suspensivo que hace pasar por silencio al ruido atronador del viento.

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[El diletante]

Un abismo inédito

Por Juan F. Comperatore

1. No muy a menudo el reseñista se encuentra con obras que desafían sus aptitudes críticas, ponen en cuestión sus herramientas (o taras) conceptuales, y pocas también son las veces que la apelación a la estirpe no logra socorrerlo. Dos Sherpas, la tercera novela de Sebastián Martínez Daniell, es una de esas saludables excepciones.

2. Condenado desde el vamos al fracaso, empecemos con el recurso de la sinopsis argumental. Veamos a dónde nos lleva.

3. Dos sherpas observan el abismo agazapados en una saliente del Himalaya. Un turista inglés acaba de trastabillar y caer por el precipicio. Los sherpas observan su cuerpo descoyuntado.

4. Más que núcleo argumental, la escena es un disparador, punto de intensidad del que parten las series: la genealogía del pueblo sherpa — la historia del sherpa joven — la historia del sherpa viejo — los ascensos (y decesos) célebres del Himalaya —. Cada una de las series se multiplica y deriva en otros tantos relatos, siguiendo no una estructura de cajas chinas o de saltos temporales, sino una lógica proliferante y acumulativa y de intersección de planos narrativos. Como se dice en uno de los capítulos: “todo trayecto encierra ya, de modo latente, la posibilidad de sus desviaciones”.

5. Un ejemplo: Entre las preocupaciones del joven sherpa está el parlamento que debe aprender para la presentación de una obra de teatro como actividad extracurricular en su escuela. La obra es Julio César, de Shakespeare. En capítulos salteados, y de forma independiente, se despliegan las indicaciones que la profesora lleva a cabo con un celo inusual en una obra escolar.

6. Intentemos otro camino. En el verano de 1889, Renoir y Monet, en ese entonces ilustres desconocidos, pintaron el mismo paisaje. O casi. Porque partiendo del mismo disparador –un rincón bucólico a orillas del Sena donde los viandantes burgueses solían pasear su alegría dominguera–, encontraron: uno, el movimiento fugaz de la pincelada y la reverberación de la luz; el otro, el espesor del follaje y el detalle de la intimidad burguesa. Los dos sherpas, entonces, como Renoir y Monet frente a una misma escena.

7. A diferencia de la pintura, la literatura inevitablemente debe lidiar con la temporalidad sucesiva. Un siglo de experimentos modernistas no ha logrado desechar la concepción de que el sentido surge de fijar un punto en el encadenamiento discursivo. En Dos sherpas cada frase viene después de otra, claro, pero tal es el sorteo de la languidez expresiva, tal (aun en sus excesos) la precisión léxica, tal el arrojo, que parece que entre una y otra mediaría un abismo. Las frases son como la infancia: “una huida permanente del marco referencial”.

8. Un ejemplo: “Ahora mismo (es decir: antes) el sherpa viejo camina y entiende que no siempre hay que dar explicaciones. Mientras recorre la península, resuelve que no es necesario justificarse de forma inmediata. Saluda desde lejos a Coneja y sigue acercándose. Ella lo ve venir, claro; pero parece más preocupada por no cejar en el movimiento mecanizado con que acuna al bebé. El perro ciego aúlla dos o tres veces pero queda claro que es sólo un sistema de alarmas, no de retaliación. Aúlla y se echa en el pasto. Pero lo piensa de nuevo, se arrepiente: se levanta y se aleja. Si el avance del desconocido tiene que desembocar en un ataque en toda regla, prefiere estar lejos antes que sucumbir a la idea de que no pudo defender el territorio. El viejo sherpa sonríe y, de vez en cuando, levanta la mano mientras camina. Cada vez menos: el saludo va perdiendo énfasis a medida que la distancia se acorta. Coneja no le responde pero su expresión tampoco es hostil. Ni siquiera demasiado curiosa, es, más bien, la gestualidad del fastidio leve: alguien que debe enfrentar un problema menor, un inconveniente rutinario. Como si acabase de llegar de la farmacia y se diera cuenta de que tiene que salir otra vez a comprar fungicida. Y así pasan los segundos. Pocos segundos. Hasta que alguien tiene que hablar.”

9. Cada uno de los capítulos rebosa de tiempos muertos y gestos suspendidos. La minuciosidad con que se narra la acción (o su ausencia), atenta no sólo a los desvíos, sino a la lentitud de movimientos, hace que toda la novela quepa entre dos gestos o en un diálogo trunco. Como se dice al comienzo: una espera sin ansiedad.

10. En definitiva (las cursivas son nuestras): “Visto de lejos, un espectáculo magnífico, la lucha de los fragmentos por lograr una identidad colectiva, un único color pardo que defina, que permita nomenclar. De cerca, la maravilla del detalle, del matiz, de la diferencia”.

11. Entre la avidez por comprender y el escamoteo de la forma, la lectura fuerza un límite. Se siente (¿se escucha?) un crujido. Como si uno se asomara al abismo y viera no a un inglés moribundo, sino la apertura a un paisaje inédito.

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[Atletas]

Elogio del escalador

Por Pablo Ottonello

En una carta famosa, Flaubert confesó su deseo de “escribir un libro sobre nada, un libro sin ataduras externas que pudiera sostenerse por la fuerza interna de su estilo”. Es decir: solo prosa. Sebastián Martínez Daniell, que se parece poco al francés, comparte con él dos rasgos. Uno es la paciencia por encontrar la palabra justa. Otro es la voluntad de igualar prosa y poesía. En la literatura argentina fue Juan José Saer, más flaubertiano que Martínez Daniell, quien que se ocupó de hacer los honores y borronear los límites. El autor de Dos sherpasagrega otro matiz. Lo suyo oscila entre la prosa, la poesía y el ensayo.

Si hiciera un poco más de calor, y en vez de la ladera sur del Himalaya, se tratara de Colastiné, la trama de su última novela podría pertenecer a Saer. ¿Qué pasa en Dos sherpas? Muy poco: el sherpa joven y el sherpa viejo han perdido a un turista inglés, desbarrancado. Permanece a la vista, quizás muerto. En la novela, de doscientas páginas, los protagonistas apenas se preguntan qué hacer. La actividad esencial es titubear en el viento. De aparente reposo exterior, el libro se ensancha, camalotal, en fragmentos de independencia relativa, pertenecientes a un mismo sistema novelístico: el que comienza con dos sherpas en mitad del ascenso al Monte Everest. Desde ahí, la novela se escurre con libertad. Fragmentar, herramienta preferida de Martínez Daniell, que aplicó en sus dos novelas anteriores, Semana (2004) y Precipitaciones aisladas (2010), aparece nuevamente como esqueleto interino. En Dos sherpas, a pesar de la trama silenciosa, los fragmentos componen una mirada sobre el exotismo turístico, el poder, y las maniobras estatales por ejercer la geopolítica. Pero también sobre los cuadros de Monet y Renoir, la conducta imperial de los líquenes, y los descubrimientos geológicos del siglo diecinueve. Mientras los dos sherpas se debaten, casi sin hablar, sobre cómo proceder con el inglés caído, el riesgo de morir congelados aumenta. En la alta montaña, un error de cálculo puede ser fatal. Lo interesante es el rotundo oxímoron que organiza la novela: en una locación óptima para la peripecia física, Martínez Daniell acumula quietud. El libro es pródigo en dilaciones: el turismo, la fetichización de Nepal, el jocoso antiimperialismo, la larga serie de estridentes proezas inútiles a cargo de exploradores famosos, las ínfulas actorales del sherpa joven, que en su taller teatral nepalí interpretará a Flavio en Julio César (escrita por otro inglés) … Y, por qué no, la figura de Pompeyo y Julio César en historia romana, la tragedia sin glamour que involucra un montacargas municipal, y las lejanas vacaciones del sherpa viejo, cuando no era ni viejo, ni sherpa.

Como Macedonio, Rodolfo Wilcock y Felisberto Hernández, Sebastián Martínez Daniell es un escritor atemporal, virtuoso, obediente a su paladar, foráneo a épocas literarias. Su tercera novela confirma lo que anunciaban las anteriores: que cierto tipo de prosa puede prescindir de la burocracia de la narración, y dedicarse al ególatra placer de la escritura. Y, sin embargo, no sufre los problemas que acosan típicamente a los estilistas (siguiendo la premisa de Flaubert), de escribir sobre nada. Dos sherpas, cuidadosamente compuesta, es sobre el mundo, este mundo, narrado a partir de la desviación serial, recurso que en Martínez Daniell parece inagotable. El sarcasmo, la música escrita, la feliz amargura que provoca el escrutinio de la historia del imperialismo acompañan al lector en la escalada de una novela atípica, divertida, angustiosamente política. Dos sherpas es una proeza lingüística y también una mirada sobre la colonización, pasando por Roma, Inglaterra y Nepal, núcleo que el autor elige para dar inicio al libro. Difícil exagerar el desconcierto al terminar la lectura. De este libro es arduo, y peligroso, emprender el descenso.

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[Otra parte]

Una galaxia de bolsillo

Por Manuel Crespo

Dos sherpas, uno joven y el otro maduro, observan desde el borde de un precipicio el cuerpo recién estrellado de un turista inglés. La escena es de una inmovilidad casi pictórica: los sherpas no se mueven, apenas hablan. Los enmudece el silencio del Everest, uno de los pocos lugares del mundo donde el hombre todavía es un animal minúsculo e irrelevante. Quizás por eso, porque el paisaje es indiferente, la escena está impermeabilizada contra la tragedia. Lo que se despliega a partir de ella recusa el tono dramático; la trama termina componiéndose sobre una estructura fragmentaria, menos una narración que una galaxia de bolsillo.

Si se entiende la narración como una crónica de hechos y acciones, entonces la narración que ofrece Dos sherpas es magra. La escena del precipicio no promete ningún relato, al menos no un relato en el sentido tradicional, ni se comporta como el primer eslabón de una ristra de episodios. La novela de Sebastián Martínez Daniell se dispersa en bosquejos históricos de las primeras conquistas del monte, biografías de alpinistas occidentales, comentarios sobre la situación gremial de los mal llamados “porteadores”, viñetas del Julio César de Shakespeare, monólogos filosóficos resecados hasta la apostilla, comparaciones entre los dos sherpas y ciertos referentes del impresionismo francés… El etcétera se impone solo.

Incluso queda espacio para que se cuenten las vidas anteriores de los dos personajes principales. Lo del sherpa joven es apenas un inventario de pérdidas familiares, indefinición vocacional y compromisos estudiantiles. La prehistoria del sherpa maduro se extiende bastante más, a lo largo de segmentos en los que reinan la morosidad y el detalle. En este último caso, el efecto de lectura se vuelve paradójico: por transitados, por obedientes a protocolos literarios ya establecidos, los segmentos del sherpa maduro terminan dislocándose del resto y ganando extrañeza.

Con una estética propia, que busca el filo del lenguaje a partir de un uso irreductiblemente personal del vocabulario, Dos sherpas persigue la estela de otros libros recientes —Bellas artes (2011), de Luis Sagasti, Nocilla dream (2006), de Agustín Fernández Mallo, y Leñador (2013), de Mike Wilson, por citar tres ejemplos iberoamericanos, cada uno con sus hallazgos y vicios específicos— que privilegian el ensamblaje nebular, la coexistencia por derramamiento de materiales narrativos sin relación aparente. El resultado de este tipo de proyectos suele oscilar entre la ampliación de las posibilidades de la novela y la denuncia, intencional o fortuita, de sus limitaciones. La respuesta que Dos sherpas da a esta disyuntiva está atravesada por la misma perplejidad que sus personajes sienten al ver el cuerpo roto allá abajo, al fondo del abismo. Una incógnita que queda lejos, un misterio que obliga a un descenso difícil y peligroso.

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[Perfil]

La metáfora de la montaña

Por Mariano Buscaglia

La visión de un escalador inglés accidentado, sobre un risco del Everest, es el disparador del texto. Más adelante se explica que ese inglés era guiado por dos sherpas, hasta que cayó (o lo arrojaron) desde lo alto. Los sherpas, uno joven y el otro viejo, reflexionan sobre sus vidas y sobre su existencia, al tiempo que deciden qué hacer con el cuerpo. Esos devaneos se entremezclan con cifras precisas, datos enciclopédicos y hechos históricos que tienen por escenario la montaña infranqueable.

Los sherpas asumen con estoicismo el ascenso y descenso al Everest y desprecian la exaltación de los montañistas al hacer cumbre, ajenos a que los sherpas que los rodean ya hicieron ese camino decenas de veces. Ese instante glorioso de los montañistas es para los sherpas sólo una cuestión
de trabajo, teñida de la desidia que tienen todas las tareas reiterativas. El libro describe a los sherpas como personajes mundanos. Capaces de reflexiones profundas y de pensamientos ordinarios. Esto sirve de escalón para criticar el prejuicio occidental sobre las culturas orientales, donde el accidente de un turista tiene más eco que la muerte de cientos de nativos. "All the whites are safe", dice la crónica de un accidente en la montaña. Incluso el sherpa anciano se autodefine como un "tractor": "maquinarias capaces de realizar mejor y más rápido el trabajo humano".

Dos sherpas habla sobre la vida de personas comunes que pueden alcanzar la gloria y la derrota y que, por momentos, esos dos extremos parecen conjugarse en uno solo, según el prisma con que se mire. A pesar de sus devaneos y su calmoso reflujo de su lectura, la novela es una muy buena
crítica a muchos de los prejuicios que carga nuestra cultura occidental. La metáfora de la montaña como epifanía absoluta, le sirve a Daniell para hablar de los sentidos de la existencia, "superarse sería prescindir de los objetivos".

En los capítulos se va repitiendo, con candencia neurótica, la frase de que no puede llamarse silencio al estrépito del viento en la cima. Ese engaño es, de alguna forma, el petrificado prejuicio occidental sobre otras culturas.

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[Revista Invisibles]

La conquista de lo vacuo

Por Mariana Skiadaressis

La tercera novela de Sebastián Martínez Daniell lleva a quien la lea de viaje por el Himalaya. Es muy fuerte la sensación de estar ahí, en los parajes gélidos y ventosos de las montañas nepalesas. Se va conformando por acumulación de capítulos diversos –en tono, contenido y extensión-  que se conectan entre sí estructurando un universo de lectura múltiple.

En los más de cien capítulos que componen la novela, hay una sola línea argumental sincrónica que, como un hilo tenso, sostiene todo lo demás y apenas dura unos minutos. Se trata de un breve diálogo que se despliega de a poco y se completa justo antes del final, entre el sherpa joven y el sherpa viejo, los protagonistas.

El delineado de los dos personajes principales aparece intercalado a lo largo del relato, va y viene entre pensamientos y sucesos de la vida de cada uno. Por un lado, el sherpa joven proviene de una familia pobre y trabaja como guía desde los quince años, su padre murió y piensa lejos de donde está porque quiere dedicarse a otra cosa: su anhelo es abandonar la montaña. También aparecen como recuerdos las acotaciones escénicas que su profesora de teatro le hizo para su papel en la obra escolar Julio César de Shakespeare. Por otro lado, el sherpa viejo, que no es tan viejo ni tan sherpa, no es originario del Himalaya sino que se mudó allí para adoptar la profesión de guía. Hace seis años que llegó y aún no pudo hacer ninguna cumbre. Se narra además una relación de su pasado con una mujer llamada Coneja con la que no llegó a concretar nada. Es un personaje marcado por la frustración y expresa un profundo desprecio por los turistas europeos.

Las otras líneas argumentales que construyen progresivamente la particularidad de esta novela nos dan una idea histórica, geográfica y política de la vida en el Himalaya. Los hombres blancos que insisten en hacer cumbre como un ejercicio de egotismo o en el caso de la corona británica, como símbolo de la expansión imperial.

Hay un sesgo social al describir las condiciones en que trabajan los sherpas  y cómo entra en juego el racismo hacia ellos. Es un mundo invertido donde los héroes son los blancos que hacen cumbre, cuando en realidad son los sherpas los expertos en subir montañas y quienes se arriesgan diariamente por poco dinero para guiar turistas.

Los montañistas que intentan reinar sobre la cima del mundo porque nada les alcanza, en su afán de conquista desprecian la vida, como es el caso del inglés que yace desparramado en una saliente de roca y cuyo cuerpo los sherpas observan para entender si está o no muerto. Nos dice el narrador al respecto: “No es autosuperación, como ellos se excusan. Todo lo contrario, superación sería prescindir de los objetos”, y con esto hace un guiño sobre los sherpas, que llevan una vida austera y para quienes lo importante se produce cuando comienzan el descenso de la montaña y no al revés. 

Dos sherpas es un artefacto complejo montado con una destreza sorprendente. La prosa precisa y detallada avanza del mismo modo que progresan los capítulos para construir un libro tan atractivo como el abismo que nos atrapa desde la primera página. Estamos frente a una proeza literaria inusual donde la verdadera conquista se da sobre la palabra. 

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[Leedor]

Bordear lo esencial

Por Adriana Santa Cruz

Dos sherpas es una novela que, en principio, cuenta dos historias. En la superficie, es la narración de un accidente en el Himalaya, pero esta es solo la excusa para ir desplegando sucesivas capas de significado.

En su origen, los sherpas fueron pueblos nómades que provenían de China y que se establecieron en las montañas de Nepal. Allí tuvieron que “reinventarse” y se dedicaron a ser guías de montaña para los turistas que quieren llegar a la cumbre del Everest. En este libro de Martínez Daniell, los dos protagonistas están frente al cuerpo de un inglés que acaba de despeñarse. Uno es joven, casi adolescente; el otro es viejo. No tienen ni nombre ni apellido porque también ellos son representativos de algo más, como pasa con todo en esta novela.

El sherpa joven recuerda su infancia, evoca la figura de su padre ya muerto y proyecta una vida fuera de la montaña. El sherpa viejo solo parece rememorar un solo momento significativo, cuando conoció a una mujer llamada Coneja. Los dos dialogan muy poco entre ellos, postergan la decisión de bajar de la montaña y pedir ayuda: “Flotar. Desentenderse del curso de la historia: no cargar esa cruz. La amoralidad sin excesos y sin culpas”. Es así como el tiempo de la historia y el tiempo del discurso se bifurcan. En el primero pasan minutos y no ocurre demasiado; en el segundo es donde la narración se expande para proponerle al lector nuevas interpretaciones.

Imposible no establecer relaciones entre el libro de Martínez Daniell y Nadie nada nunca de Juan José Saer, no solo en cuanto al tratamiento del tiempo, sino también al manejo del punto de vista y a la relevancia que adquiere el silencio como motivo. Con relación al punto de vista, Dos sherpas nos ofrece una narración cinematográfica, en la que un narrador en primera persona mira a los dos protagonistas que, a su vez, miran al inglés que yace inconsciente: “Desde esta altura, ni exagerada ni cercana, la perspectiva reordena las prioridades. Lo importante desde acá parece ser la nieve (…) Las tres figuras inmóviles son parte de esa fauna”.

El narrador, además, reordena el material de los recuerdos y posibilita la polifonía en un diálogo intertextual. Shakespeare, Goethe, el arte, el discurso de la historia y el de la ciencia se entrelazan. Hay en la novela un contraste entre todas estas voces y el silencio que, entonces, termina siendo aparente, como lo es también el del Himalaya descripto con unos oxímoros bellísimos: “Si es que puede llamarse silencio…” “al ruido ensordecedor del viento pasando a través de los filos del Himalaya”, “al silbido estruendoso y monocorde de innúmeras ráfagas de aire cortando las altas cumbres del Himalaya”, “a la furiosa carrera de los vientos monzónicos atronando los perfiles de la cordillera nepalí”, “al zumbido atronador de cientos de turbinas del inframundo soplando aire helado entre las cumbres del Himalaya”.

En estas sucesivas capas de sentido que se van desplegando, surgen los opuestos como otro eje alrededor del cual se construye el relato. Por un lado, están los dos sherpas que comparten su profesión, pero no su cosmovisión. El narrador los compara con dos pintores: el sherpa viejo sería Renoir, y el joven, Monet. El primero es más detallista, “está, contra su voluntad, demasiado adaptado”. El segundo “no pretende retratar ni inmortalizar lo que está frente a sus ojos, sino su idea, el concepto, esa capacidad para expandir los límites de la representación hasta desgarrarla y darla por muerta”. Todo este apartado es una reflexión sobre el arte en torno a dos cuadros Bain à la Grenouillère, de Monet, y La Grenouillère, de Renoir, lo que nuevamente ensancha el tiempo de la historia.

Siguiendo con los contrarios, es evidente el contraste entre “nosotros” (los sherpas) y  “ellos” (los ingleses), y esto se conecta directamente con los capítulos que hacen referencia a la tragedia Julio César, de Shakespeare. El poder, el cuestionamiento a quienes lo detentan, las desigualdades manifiestas son motivos que recorren el texto bajo la superficie. Los sherpas son solo porteadores para ese otro que se autodenomina “turista, escalador, visitante o montañista”. Hay una cosificación del nativo, un asemejarlo a un animal de carga: hasta sus muertes son menos importantes y sus logros menos espectaculares.

A partir de todo esto que venimos analizando, es claro por qué el lector se siente interpelado por esta novela. Es revelador el capítulo dedicado a la relación entre el sherpa viejo y Coneja, que adquiere un carácter metafórico. Ella le cuenta su historia, pero omite lo más importante, y en esto se cifra la concepción de la escritura de Martínez Daniell: un bordear lo esencial sin terminar de decirlo nunca, una invitación a que el lector transite las numerosas caras de esta “novela poliédrica”, como se la denomina en la contratapa del libro.

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[Télam]

"Celebro los textos que lanzan al lector afuera de lo recurrente"

Por Milena Heinrich

Dos montañistas que contemplan el cuerpo de un turista inglés sobre el Himalaya son el disparador de "Dos sherpas", la tercera novela del escritor Sebastián Martínez Daniell estructurada de manera poliédrica, como en planos, que transfieren al lector a situaciones donde predomina la extrañeza.

Publicado por Entropía, el libro parte de una escena potente que funciona como primera puntada para perderse en otras situaciones que se hilvanan entre sí y que siempre, de algún modo, regresan a esos dos montañistas del pueblo sherpa, uno viejo y otro joven.

Con un registro que a veces toma vuelo en clave erudita, "Dos sherpas" agrega a la biografía de Martínez Daniell (1971) una tercera novela tras "Semana" y "Precipitaciones aisladas", también publicadas por el mismo sello donde es editor junto a Valeria Castro, Juan Nadalini y Gonzalo Castro.

- Télam: ¿Cómo nace el libro?
- Martínez Daniell: Surge de otra novela que estaba escribiendo hace muchos años. Aquella contaba la historia de un ornitólogo inglés que viajaba a una península en el Báltico para estudiar a los cormoranes. Ese inglés tenía un hijo, que crecía y, para demostrar su valía, intentaba alcanzar la cima del Everest solo. O no exactamente solo: contrataba a dos sherpas. Y en el momento en que aparecieron todo lo anterior quedó de lado y nació este libro. No exactamente su trama, ni su estructura todavía, pero sí lo que tenía para ofrecer, su agalma, dirían los griegos.

- T: Es un libro que propone una distancia, como una forma de correrse del punto de vista común ¿fue intencional?
- M.D.: Hay, por un lado, una distancia cultural, histórica y los dieciséis mil kilómetros entre Buenos Aires, donde fue escrita la novela, y el Everest, donde pivotea la trama. Creo que me interesaba abolir esa distancia. Comprobé que era imposible. Pero esa imposibilidad quizás habilitó la escritura: ¿cómo apropiarse de lo remoto?, ¿qué hay que romper para acercar lo ajeno? El extrañamiento o desconcierto es parte de la
búsqueda. Celebro los textos que lanzan al lector afuera de lo recurrente, del solazarse en el lugar remanido.

- T: La novela parte de una escena disparadora para narrar otras situaciones ¿qué te interesaba contar?
-M.D.: Como casi todos los libros, este también es un informe, o un parte de guerra, sobre una subjetividad arrojada al mundo. Con mucho de serendipia, se me apareció la figura del sherpa, su peculiaridad proletaria, su experticia infravalorada, la montaña, el budismo, el viento. Después fue cuestión de dejar que ese germen creciese y se multiplicara. No hubo un plan programático; más bien acondicioné un terreno para que proliferara algo orgánico.

- T: ¿Cómo trabajaste la escritura?
- M.D: Fui escribiendo entre el entusiasmo y la ceguera. Construyendo por bloques que quedaban en barbecho, a veces por años, antes de ser retomados. Tuve casi desde el inicio una idea de cuáles eran los elementos que quería poner a circular y sabía que iba a trabajar sobre la hipótesis del collage, la yuxtaposición de planos o la colisión de imágenes. Que el sentido naciese frente a la coexistencia de elementos disímiles pero no arbitrarios.

- T: Hay un trabajo con el lenguaje muy preciso, depurado y a la vez complejo ¿qué te importaba en este terreno?
- M.D.: Supongo que hay ideas en mis novelas. Enunciadas con más oído y cariño que rigor, seguramente. Y me gusta eso que dice Agamben, citando a Cicerón, sobre el "canto oscuro" de la prosa, el lamento por la música que perdió cuando se escindió absurdamente de la poesía. Hago intentos por explorar y entender esa letanía y esa inteligencia.

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[Página 12]

La digresión infinita

Por Silvina Friera

Quizá sea uno de los mejores comienzos de la literatura argentina escrita en los últimos diez años. La escena más potente desde lo visual y lo simbólico, aunque no transcurra en el país, sino en la cordillera del Himalaya, en el continente asiático. “Dos sherpas están asomados al abismo. Sus cabezas oteando el nadir. Los cuerpos estirados sobre las rocas, las manos tomadas del canto de un precipicio. Se diría que esperan algo. Pero sin ansiedad. Con un repertorio de gestos serenos que modulan entre la resignación y el escepticismo”, revela el narrador de Dos sherpas (Entropía), la tercera novela del escritor y editor Sebastián Martínez Daniell. Lo que contemplan el sherpa viejo y el sherpa joven es el cuerpo inmóvil de un turista inglés, que se ha despeñado desde el monte Everest. A la manera de un Big Bang literario, emerge toda la materia digresiva que fusiona a Julio César y Pompeyo, el pueblo nómade que trashumaba la provincia de Sichuán, un accidente en un montacargas, el alpinista británico George Mallory, precursor en el ascenso del Everest; los partidarios del rol fundante del fuego versus los que defienden que “lo viviente nació de lo húmedo” y los pintores impresionistas Renoir y Monet, entre otras historias, que expanden en múltiples direcciones el universo narrativo.

Martínez Daniell (Buenos Aires, 1971), autor de Semana (2004) y Precipitaciones aisladas (2010), recuerda la genealogía de Dos sherpas. “Yo estaba escribiendo otra novela en 2008, una novela que debe tener unas treinta páginas y que nunca terminé. En esa historia había un ornitólogo inglés que se iba a una península en el Báltico a estudiar una especie de cormoranes. Mientras el ornitólogo estaba ahí, la península se desprendía del continente y empezaba a flotar a la deriva por el mar Báltico, entraba en aguas finlandesas y estallaba una guerra. Cuando estaba escribiendo esa novela, empiezo a escribir la historia del hijo de ese inglés, que para demostrarle a su padre que él valía se propone escalar el Everest. Cuando está escalando el Everest, se cae y dos sherpas se quedan contemplando su cuerpo. Esa escena y la peculiaridad de la función que cumple el sherpa en la montaña me atrapó. Y abandoné lo que venía escribiendo y me dediqué a construir una segunda novela a partir de esa escena”, cuenta el escritor en la entrevista con PáginaI12.

–Dos sherpas es una novela que gira en torno a esa primera escena de dos sherpas que contemplan el cuerpo del turista inglés. ¿Qué concepción de tiempo se trabaja en esta narración? ¿La del tiempo detenido?

–Es la única escena que vertebra la novela o toda la novela orbita en torno a esa escena. Me interesa el efecto un poco Aleph que tiene el hecho de que sea algo muy mínimo y que eso pueda disparar una digresión infinita, donde cualquier cosa del universo cognoscible se puede incorporar a la trama; jugar entre el minimalismo de la escena y el maximalismo del alcance de la narrativa. Eso me llevó a tener que trabajar mucho con el desarrollo del tiempo; es una novela que tiene muchísima detención y cuidado en el detalle, que trabaja sobre un tipo de lenguaje, un tipo de experiencia narrativa cercana a lo que puede ser (Juan José) Saer, (W.G.) Sebald o Marcelo Cohen también; escritores que tratan de agotar las posibilidades del lenguaje en torno a algo muy minúsculo. Esto te lleva a cierta desaceleración absoluta de la narrativa. Pero trato de jugar con lo contrario; hay una escena muy breve que se estira durante doscientas páginas y al mismo tiempo hay un período de quinientos años contado en un párrafo, como la inmigración de los sherpas, lo que pasó en la Segunda Guerra Mundial, o el proceso de colonización británico en Nepal y el Tíbet, procesos históricos muy largos que son resumidos en pocos párrafos. Ese contraste entre desaceleración y aceleración también me interesa.

–“Cuando la palabra cambia de propietario, la razón se va con ella. Pero no hay que confundir: pocas cosas más alejadas de la idiosincrasia nepalí que el consenso. Nunca hay acuerdo, cree el sherpa viejo. Lo que ha habido en una discusión entre sherpas es nada menos, nada más, que una expansión de la experiencia del lenguaje”, dice el narrador de la novela. El hecho de detenerse en los detalles y detener el tiempo, ¿le permite ampliar la experiencia del lenguaje?

–Yo creo que sí, que permite cierto abordaje de las herramientas lingüísticas que uno tiene a mano para expresarse. Hay ciertos recursos como la afirmación y la puesta en cuestión inmediata de esa propia afirmación que te llevan a detener el instante, que no es del tiempo ni del espacio, sino de la lectura. Te permite detenerte y reconcentrar la tensión ahí. Cuando escribí ese fragmento, estaba pensando más en ese lugar común tan extendido en torno a que la solución de los problemas pasa por el consenso y ese tipo de expresiones bien intencionadas que tratan de dejar el conflicto de lado. En la novela siempre aparecen las perspectivas del sherpa joven, que es más pragmático, y el sherpa viejo, que tiene un idealismo más desencantado. ¿Qué pasa cuando hay un conflicto que no se puede resolver? El conflicto va a perdurar; lo que va a hacer es evolucionar en una tercera instancia, en la que hay una expansión del lenguaje. Las dos posturas confrontadas lo que hacen es crear una tercera. Quería discutir con la posición algo ingenua que postula que si la gente se pone de acuerdo los problemas se resuelven. No voy a ser el guía de lectura de mi novela porque sería insoportable, pero hay muchas cosas de la novela que tienen que ver con ese diálogo. 

–¿La intromisión de Julio César de William Shakespeare?

–Sí, la intromisión de la obra Julio César de Shakespeare se produce a partir de que uno de los personajes tiene que interpretar un papel para una representación escolar. Elegí esa obra de Shakespeare porque me interesa el choque que se da entre las figuras de Julio César y de Pompeyo. Hay dos capítulos que quedaron afuera de la novela, donde contaba la biografía de Julio César y de Pompeyo; pero finalmente los saqué porque terminaban siendo muy enciclopédicos. Julio César siempre fue considerado por la historia el tirano que concentró todo el poder, pero al mismo tiempo fue un líder muy popular. Hay ciertos personajes históricos como Julio César, Napoleón, Robespierre, que condensan una gran cantidad de contradicciones históricas y que suelen ser simplificados. Pompeyo siempre quedó en la historia como el republicano que venía a preservar las leyes del imperio romano y Julio César como el tirano que se apropió del poder. Y no fue así. No lo quiero trasladar a términos tan obvios como republicanismo y populismo; pero hay una tensión entre el cesarismo y el republicanismo. Cuando uno se pone a ver microscópicamente lo que pasó en la historia romana, había una aristocracia que cuando le convino lo apoyó a Pompeyo, pero antes lo habían boicoteado, una aristocracia a la que Julio César perteneció porque era de una familia patricia. Esa tensión en las formas de representar el Estado me interesa, dentro de una novela que no trata sobre eso, sino que es una novela sobre dos sherpas que contemplan el cuerpo de un inglés caído en la montaña. Cuando escribo, estoy muy atravesado por lo que está pasando y trato de algún modo de que las novelas que voy escribiendo sean como una especie de informe de los discursos que están circulando y que me interpelan subjetivamente.

–¿Por qué tiene tanta importancia en la novela la intertexualidad con Shakespeare? 

–Shakespeare está en la novela no por su aspecto canónico en la cultura occidental, sino porque logré encontrar dos elementos que para mí eran importantes: que era el autor de Julio César, y me interesaba como figura histórica; y el hecho de que era inglés y que el Reino Unido había sido la potencia que colonizó el territorio en el cual se desarrolla la novela. Que el personaje que cae en la montaña fuese inglés tampoco es arbitrario. Inglaterra fue una potencia imperial colonial y además la cuna de la Revolución Industrial, que un poco estamos viendo caer, ¿no? Cierta etapa del capitalismo, basado en la producción de bienes industriales, es lo que se está derrumbando ahora. Todo lo que alimentase la cultura de lo inglés -una cultura que admiro muchísimo- y la crítica a esa cultura me sumaba en la novela. 

–La imagen de esos dos sherpas viendo al turista inglés podría interpretarse como que los “atrasados y sometidos” miran al imperio derrumbado, representado en el cuerpo del turista.

–Es linda la lectura (risas)… Ellos ven caer el imperio, más que el imperio lo pensé como el capitalismo industrial; pero lo ven con resignación y escepticismo porque no creen que la cosa vaya necesariamente a mejorar; no es que cae por una revolución. Pero al final, cuando se repite esa escena, el narrador dice que “sus gestos recorren una panopia de sutilezas que tratan de eludir tanto la culpa del verdugo como la indignación de la víctima”. Ahí trato de ponerle un mínimo de optimismo a la situación; ellos, que han sido históricamente los sojuzgados por el sistema, van a tratar de asumir un protagonismo. En el caso del sherpa joven es más explícito, en el sentido de que va a tratar de tomar las riendas de su destino. 

–En Dos sherpas se cuentan historias que sucedieron en realidad, pero que parecen producto de la fabulación del narrador.

–Eso es muy borgeano, pero está bien que sea así. En el libro se mezclan a veces una cosa medio ensayística y medio poética con lo narrativo; están los tres niveles jugando. Todo lo que tiene que ver con la historia de la etnia sherpa, con la historia de llegar a la cima del Everest, de George Mallory, y Andrew Irvine, está documentado. Si la historia la inventaron, no la inventé yo (risas). Hay una idea de lo exótico que trato de impugnar en la novela, aunque eso vaya en desmedro de la verosimilitud. Yo no quería que mis sherpas fuesen exóticos, no quería que los lectores lo sintiesen como lejanos idiosincráticamente. Las particularidades culturales siguen existiendo, son fuertes y hay movimientos que las defienden, pero al mismo tiempo la explotación que sufren dos sherpas en el medio de una montaña en Nepal no es tan distinta de la explotación de alguien que está cortando caña de azúcar en Tucumán. En contextos culturales muy distintos, fenómenos como la explotación tienen raíces similares.

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[El diletante]

Dos hombres del Himalaya y una aventura infinita

Por Agustina Larrea

"Se diría que esperan algo. Pero sin ansiedad. Con un repertorio de gestos serenos que modulan entre la resignación y el escepticismo", escribió Sebastián Martínez Daniell en el comienzo de Dos sherpas, su última novela.

Como si se propusiera cumplir con la premisa casi clásica que indica que todo buen relato debe comenzar poniendo a sus protagonistas ante un abismo, aquí todo está dicho desde las primeras líneas: dos sherpas -los pobladores característicos de las regiones montañosas de Nepal- están en las alturas del Himalaya mirando para abajo. Un turista británico acaba de despeñarse desde las alturas.

Con un juego al filo de la precisión a la hora de exponer las palabras certeras, a lo largo de sus cien capítulos breves la novela pivotea entre una serie de digresiones, comentarios y entramados que van desde Shakespeare y Julio César, hasta la obra de los impresionistas y la idea de autoridad en la Roma Antigua.

Martínez Daniell, autor también de Semana (2004) y Precipitaciones aisladas (2010), ya había mostrado ese rigor que juega al fleje léxico en sus libros anteriores. Pero en su último trabajo parece haberse corrido a las alturas del Everest -y de esa manera a un extremo- en una novela usa al precipicio como excusa.

-¿Por qué te corriste "paisajísticamente" hablando en este libro? ¿De dónde salió la idea de escribir sobre sherpas?

-Hay una suerte de anécdota sobre esto. Antes de publicar Precipitaciones aisladas yo estaba escribiendo un proyecto de novela, que era más extraño aún. Tenía que ver con un ornitólogo británico que se iba a una península del Mar Báltico a estudiar una especie muy rara de cormoranes. El argumento de esa novela fallida o que finalmente nunca terminé era que esa península se desprendía del continente y empezaba a flotar por el mar. Entonces los finlandeses, que estaban enfrente, tomaban esto como una agresión o invasión y se armaba una suerte de conflicto bélico. Mientras escribía esa novela me desvié hacia el personaje del hijo del ornitólogo, alguien que quería probarle a su padre su valía, que quería demostrarle que él tenía cosas para hacer en la vida y por eso decidía escalar el Everest. Cuando empecé a desarrollar esa línea se me presentó esa imagen, la del hombre que en este libro se presenta como el inglés. Él se despeñaba y quedaba tendido en el risco, en la cadena del Himalaya, con dos sherpas que lo contemplaban.

-Y ahí aparecen estos personajes tan particulares.

-Sí, así me encontré con la figura de los dos sherpas. Y de los dos sherpas, por lo menos en un comienzo, en tanto un tipo muy particular de proletario. Un sherpa es un tipo que tiene una experticia, un conocimiento muy cabal del territorio que tiene que explorar y que, sin embargo, es tratado como un sirviente medieval. En general, dentro de sus enormes desigualdades, a la gente que tiene una gran experticia desarrollada se la reconoce. Pero al sherpa no. Ese punto me interesó, me quedé enamorado y prendado de esa figura y de esa imagen. Entonces descarté todo lo que venía escribiendo.

-¿Partís de imágenes a la hora de comenzar a escribir, como hacen otros autores?

-A veces sí y a veces no. A veces el disparador es una imagen y a veces el disparador es algo sintáctico. Quizá sea una frase cuya sonoridad me queda rebotando en el oído y que empiezo a tratar de desarrollar. En este caso, con la imagen de los dos sherpas contemplando la figura del inglés caído lo primero que escribí a partir de eso es un capítulo donde los dos sherpas discuten en silencio. Hay uno está pensando que los occidentales que llegan a la montaña los tratan como si fueran animales de carga, mientras que el otro se ve a sí mismo como un profesional que ofrece sus servicios a cambio de un beneficio económico. Inmediatamente, escribiendo sobre estas cosas y dejando permear la realidad, también fue muy inmediata la influencia de visualizar esa caída del inglés como la caída de cierto tipo de capitalismo originario que tuvo su cuna en Inglaterra y que pareciera que está llegando a su fin para dar paso a otras formas de explotación.

-El libro se dispara hacia varios lugares muy distintos a partir de capítulos muy breves, que son pequeños fragmentos. ¿Qué te lleva a escribir así, fragmentariamente?

-Es una tendencia que tengo desde la primera novela, esto de descomponer cierta trama en pequeños parches que van componiendo una urdimbre más general. En el caso de esta novela lo llevo más al extremo. Quise trabajar con una idea más de collage. De hecho hay una parte que creo que saqué (risas) donde yo mencionaba a (Sergei) Eisenstein, el cineasta ruso. Me interesaba esta idea suya de que el montaje lo que provoca es generación de sentido por antísesis, por síntesis y antítesis de imágenes. Me empezó a interesar esa idea de despertar sentidos y lecturas posibles a partir de estas colisiones de imágenes muy distintas. De hecho en la novela hay un enorme porcentaje de hechos ficcionales pero también hay un componente de hechos históricos.

-Se mezcla una parte más bien informativa con observaciones, por ejemplo, sobre la obra Julio César, de Shakespeare.

-Naturalmente tiendo a la digresión y a empezar a acumular informaciones muy dispares que me parece que suman en la lectura, en la subjetividad del lector a encontrar nuevas interpretaciones de lo que está leyendo. Hay un académico norteamericano, que da clases en New Jersey, que leyó la novela. Él me decía que la vinculaba mucho, en su modo de escribir, con el Aleph, en el sentido de que a partir de una escena mínima, un punto donde no ocurre prácticamente nada, se dispara un universo múltiple. No infinito como el del Aleph pero sí múltiple. A partir de algo que ocurre en el Everest una tarde de verano se disparan líneas hacia Shakespeare, hacia la Antigua Roma, hacia los impresionistas, hacia la geología. Todo confluye en ese punto. Es una manía que tengo, quizá con el tiempo me cure (risas).

-Alguien que reseñó tus libros anteriores señaló que en ellos la política aparece pero no como un manifiesto sino como sensación térmica. ¿Coincidís con esa definición?

-No estoy muy seguro de esto que voy a decir porque siempre reniego de las definiciones que dicen "la literatura es tal cosa". No tengo idea de qué es la literatura o de qué es escribir. Pero tratamos de hacerlo. Sin embargo sí me parece que cuando uno se pone a escribir ficción, ensayo, poesía o lo que fuese, lo que uno está escribiendo en cierto modo es un cierto informe sobre lo que está ocurriendo en la subjetividad propia. Es una especie de informe de situación, de memorándum hacia el mundo de lo que está ocurriendo dentro de la psique propia. Y es inevitable que haya una permeabilidad a lo que ocurre alrededor si uno es un ser lanzado hacia el mundo. En este caso creo que la reflexión -aunque es una palabra que suena pretenciosa- o el pasmo ante lo que ocurre en el mundo está más descarnadamente expuesto que en mis anteriores novelas, donde también estaba pero si se quiere cubierto de capas retóricas que lo ocultaban un poco.

-En tus novelas previas y en particular en este se percibe una especie de arquitectura de la oración, de elección para que cada palabra que elegís que provoque un sentido especial al leer. ¿Le das el tiempo al material para que lo que querés escribir finalmente aparezca?

-Se me ocurren dos perspectivas desde donde responder. Por un lado, desde la vida del escritor: no sé qué idea glamorosa tendrán de la vida del escritor quienes no escriben pero obviamente yo no vivo de lo que escribo. Tuve períodos de actividad laboral muy intensos entre 2011 y 2015 que me dejaron muy poco tiempo para escribir. De hecho yo tenía armado un 60 por ciento de la novela allá por el 2012 y después iba sumando por goteo capítulos o imágenes o apuntes y recién cuando se me liberó el panorama en 2015 pude retomarla con cierta regularidad la escritura.

-En el propio texto pareciera no haber un apuro de publicación.

-Es medio tonto pensar cuál es el período ideal entre novela y novela para publicar. Será el tiempo que tenga que llevar. En cuanto al tiempo interno de la novela, sí, soy bastante meticuloso. Releo mucho, reescribo mucho y tengo todo un ejercicio de ir puliendo y de ir buscando la forma que me satisfaga de cómo decir algo. Hay una frase de Marcelo Cohen que a mí me gusta mucho. Él dice algo así como que los buenos poetas saben que la palabra siempre es un intento fallido de encontrar la afinación perfecta. Pero siempre es fallido. Uno trata de acercarse a aquello que está tratando de expresar y nunca lo logra. Pero esa insatisfacción supongo que es el motor de la literatura. Yo un poco trato de apropiarme de ese mandamiento, de intentar encontrar la palabra que realmente sea. Sé que me arriesgo porque a veces terminan siendo obras que requieren de diccionarios a mano.

-Hay un revoque muy fino, se nota. ¿Incide el hecho de que además seas editor?

-Creo que el oficio de editor un poco me atraviesa en ese sentido. No soy el mismo escribiendo a lo largo de los años. Creo que eso le pasa a todos. Y en estos últimos 14 años lo que ocurrió es que puse una editorial que tiene casi 70 títulos. El hecho de enfrentarme con textualidades ajenas y tener que trabajarlas y pulirlas está. Cuando te sentás a escribir ese es un fantasma que tenés. No un fantasma amenazante, pero es como una especie de hada madrina. Un fantasma que está ahí todo el tiempo. Escribís e inmediatamente te autoeditás. Lo hacen todos, supongo que lo hacemos todos los autores. Pero teniendo que trabajar de editor creo que se me desarrolla cierta obsesión particular con ciertas cosas.

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