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[Los inrockuptibles]
El paroxismo del oficio
por Martín Caamaño
“Es una gran bocanada de aire, un exabrupto, una pequeña sublevación”, dice Iosi Havilio sobre La serenidad, su nuevo libro, la nouvelle que acaba de editar por Entropía, editorial en la cual dio sus primeros pasos como novelista.
El de Havilio es un derrotero curioso. Sin dudas, se trata de uno de los grandes narradores argentinos surgidos en los últimos tiempos, algo que ya quedó claro con Opendoor, su primera novela. Lo que sorprendió de aquella historia narrada por esa estudiante de veterinaria anónima que decide irse a vivir al campo luego de la confusa desaparición de su novia no fue solo la precisión con que estaba escrita ni ese nuevo enfoque sobre una de las dicotomías dominantes de la literatura argentina desde sus inicios –la oposición entre el campo y la ciudad– sino el placer hipnótico de una trama en apariencia sin propósitos ajenos a los de la historia misma; es decir, sin gestos pirotécnicos externos al propio libro. La sorpresa fue entonces la vocación latente por la narración pura, algo que con el correr de los años y de las diferentes publicaciones se transformaría en un sello de autor. Quizás esto fue lo que provocó que nombres como Fabián Casas o Beatriz Sarlo afirmaran entusiastas que Havilio parecía un escritor salido de la nada, revelando cierto desconcierto en el elogio. Luego de Opendoor, vino un cambio de frente radical con Estocolmo, el relato sobre un chileno gay que regresa a su país escapando de un novio después de pasar más de tres décadas exiliado en la capital sueca. A esa peripecia sobre las diferentes formas que puede adoptar el miedo le siguió Paraísos, la continuación de Opendoor, que sin embargo puede leerse igualmente de forma autónoma. Para ese entonces, Havilio ya había demostrado tener el don para escribir sobre casi cualquier cosa. Cualquier cosa –la descripción de un tumor en la cola de un caballo, de un dedo deforme o del brazo flácido de una diabética; los comportamientos inesperados y al mismo tiempo posibles de los personajes; ciertas palabras, ciertas escenas– que caiga bajo el encantamiento de su pluma parece volverse automáticamente interesante.
Ya desde la primera línea queda certificada la supremacía de la conciencia por sobre el cuerpo; una conciencia que solo va a materializarse a través de la escritura.
Como si la historia (y el tono) que atraviesa al personaje de Opendoor y Paraísos lo obligara a abismarse, a asumir riesgos nuevos cada vez que la deja atrás –de ahí el cambio de registro en Estocolmo–, ahora con La serenidad vuelve a dar un salto desconcertante en su narrativa. Havilio recuerda: “Un día, alguien me dice: ‘te estoy siguiendo la carrera, te convertiste en un escritor establecido’. ‘¡Qué horror!’, pensé. ¿Qué diablos significa eso? ¡Establecido! Un escritor establecido es un escritor muerto”. En este caso, la fuga de lo establecido para Havilio es una novela de sesgo experimental, en la que los personajes son más bien categorías o funciones (se llaman: El Protagonista, La Reina De La Noche, El Gran Otro, El Filósofo De Toda Una Generación, La Madre, El Padre, así, todo en mayúsculas) y cuyo verdadero protagonista no es otro que el lenguaje mismo, al que le saca chispas, produciendo durante la lectura un efecto placentero e inquietante que se asemeja al crepitar de un caramelo Fizz en la boca.
Aunque ciertos rasgos distintivos de su literatura se mantienen –la deriva de los personajes como motor del relato, la búsqueda de la supervivencia en un mundo adverso y enrarecido– La serenidad apunta a otra dirección. Ya desde uno de los epígrafes, pasando por la odisea del personaje principal durante una jornada delirante que a su vez contiene la eternidad del tiempo novelesco, las referencias a Shakespeare (con el espectro del padre Hamlet incluido) y el monólogo de Barbarita sobre el final a la manera de una Molly Bloom del conurbano, convierten a esta en una novela en la cual resuenan constantemente los ecos del Ulises de Joyce. “Después de varios intentos fallidos, hace un par de años leí y disfruté enormemente la lectura del Ulises en voz alta, guiado por una frase que Joyce escribe en una carta cuando termina el manuscrito, donde dice temer que alguien se tome una sola línea en serio”, confiesa Havilio.
Por sus temas y ciertos juegos de lenguaje, en La serenidad se puede detectar, además del de Joyce, el influjo de una tradición de escritores locales como Roberto Arlt, Cesar Aira y sobre todo Osvaldo Lamborghini. “A los que mencionás podría agregar Gombrowicz, Sánchez, al Fogwill poeta”, coincide Havilio, aunque aclara que con este libro en realidad se propuso establecer una suerte de diálogo con cierta tendencia vanguardista de la literatura argentina contemporánea. “Lo cierto es que La serenidad es el resultado de haberme sentido interpelado por escrituras del presente, algo así como influencias del futuro. Pienso en Gracias, de Katchadjian, El Tucumanazo, de Castromán, los cuentos de Falco, los textos de Aldana Capellano, el gran Roberto Echavarren, también la danza y el teatro, por ejemplo el Ulises de Ariel Farace.”
“La serenidad es el resultado de haberme sentido interpelado por escrituras del presente, algo así como influencias del futuro.”
Mientras que Opendoor y Paraísos tienen como rasgo común no revelar información acerca del pasado de sus personajes, encadenados al presente elástico de la trama –empezando por la narradora, de la que ni siquiera sabemos el nombre–, en La serenidad –como en Estocolmo, aunque con procedimientos muy diferentes–, el pasado insiste una y otra vez más no sea para demostrar la imposibilidad de su restitución. Es de esta imposibilidad que se nutren los artilugios de la ficción. La historia se pone en movimiento luego de una aparente ruptura amorosa, cuando Bárbara deja a El Protagonista. A partir de entonces asistimos a un vagabundeo errático en dos direcciones: por una ciudad enloquecida aunque perfectamente reconocible, y por los rincones de la conciencia de El Protagonista. Es ahí que se activa la máquina fallada de la memoria: el recuerdo de una fiesta cercana, el regreso a la infancia, el pasado político, la caprichosa herencia legada por El Padre. La serenidad plantea la aventura de las diferentes posibilidades que puede asumir el yo; El protagonista se desdobla en su Yo Pequeño, en El Gran Otro (amante de Barbarita) o hasta incluso en su propia mujer en el instante del acto sexual.
En un momento se lee: “El seso es lo de menos, lo que vale es la conciencia”. Y ese podría ser el lema que rige la novela. Ya desde la primera línea (“El misterio está en La Sonrisa. Ni en la carne ni en los huesos”) queda certificada la supremacía de la conciencia por sobre el cuerpo; una conciencia que solo va a materializarse a través de la escritura. “¿Podés hablar claro, estúpido…?”, le reclama el Hermano Mayor a El Protagonista. Ya es sabido que cuando la que habla es la conciencia se suele dar paso al exabrupto lírico. “Llevar al oficio al paroxismo precisa de práctica, aislamiento, algo de misterio”, reza otro pasaje. Y Havilio bien podría estar hablando de sí mismo como autor. Porque, después de tres novelas, su apuesta con La serenidad parece ser justamente esa, llevar el oficio al paroxismo.
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[Bazar americano]
Havilio, la nouvelle y después
por Francisco Bitar
Sobre el final de la nouvelle Bonsai de Alejandro Zambra, Julio, protagonista y aspirante a escritor, consigue trabajo como secretario de Gazmuri, autor consagrado. Gazmuri “ha publicado seis o siete novelas que en conjunto forman una serie sobre la historia chilena reciente”. Es un viejo arisco y desafiante: su secretaria anterior dice estar ocupada y su mujer –algo así como una secretaria de repuesto– está cansada de él. Es difícil conversar con Gazmuri, piensa Julio durante su primera entrevista, difícil pero agradable. El viejo lo provoca sin descanso y Julio, en el fondo, parece disfrutarlo. En un momento Gazmuri pregunta: “¿Tú escribes novelas, esas novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas, que están de moda?”. No, Julio no escribe novelas. Julio no ha escrito nada digno de mención. Si el viejo escritor lo pregunta es porque desprecia la literatura que se escribe hoy en día; no le interesa conocer los proyectos de su nuevo ayudante: no le importa otra cosa que dejar sentada su posición.
Y bien, esa diferencia entre las “novelas que en su conjunto forman una serie” del viejo escritor y “esas novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas” que aparecen como lo nuevo, no es una diferencia ajena a la literatura argentina. Podría decirse que, entre los últimos pesos pesados de nuestra novelística, entre Saer y Aira, la cuestión se dirime entre novelas que forman una serie, por el lado de Saer, y las llamadas “novelitas” por el propio autor, del lado de Aira.
En este mismo orden de cosas, la pregunta por qué cosa es una nouvelle no resulta ociosa, sobre todo cuando, desde Aira en adelante, encontramos una respuesta distinta por cada autor digno de atención. Una nouvelle es una cosa para Federico Falco y otra distinta para Carlos Ríos. Hay un tipo de nouvelle en Segio Gaiteri próxima a la de Falco pero diferente de una novela breve de Hernán Arias. Los poetas devenidos narradores encuentran auxilio en el género: Beatriz Vignoli, Matías Moscardi, Osvaldo Bossi. Iosi Havillo, con La Serenidad, responde a su manera a esta pregunta, y la editorial Entropía, con su nueva colección de nouvelle, actualiza la cuestión.
En términos que a esta altura podríamos llamar clásicos, hay dos maneras de encuadrar el género: la extensión por un lado y su encare dramático por el otro. En cuanto a la extensión, la medida varía de acuerdo a las intenciones editoriales; El viejo y el mar, por ejemplo, aparecería por primera vez como cuento en la revista Life pero ese mismo año Scribner’s lo publicaría en su colección de novela: un género le cabe mejor a la revista mientras que el otro calza a la perfección con el formato libro, aunque se trate en ambos casos del mismo relato. Así y todo, el lector se deja engañar aunque solamente hasta cierto punto: el mínimo puede ser de 40 páginas, según un irónico Gazmuri, el máximo con suerte excederá las 100, como ocurre con las “novelitas” de Aira. En lo que respecta al encare dramático, la cuestión merece un párrafo aparte.
Con un género fronterizo como la nouvelle, necesitamos, para adentrarnos en su mecánica, de una aproximación a los dos polos que la sostienen y la tensan: la novela y el cuento. La novela, como todo el mundo sabe, es el relato de una serie de peripecias que juntas tienen por resultado la transformación del personaje central; el cuento, en cambio, consiste en el relato de un conflicto que incide directamente sobre un número también restringido de personajes: una pareja, dos amigos, padre e hijo, etc. En la novela, entonces, el foco estará puesto en la transformación del personaje mientras que en el cuento se hará hincapié en el conflicto que media entre ellos. En uno se trata de a quién le pasó tal o cual cosa, en el otro de qué cosa fue lo que pasó. (Es en esta intención de hacer pie en el conflicto, evitando a toda costa el fárrago psicologista que necesariamente contamina la novela, que, por ejemplo, Claire Keegan prefiere hablar de cuento largo y no de nouvelle al momento de referirse a su extraordinario relato Tres luces). A fin de cuentas, para una definición clásica de nouvelle en un sentido dramático, tampoco tendremos más opción que ajustarnos al medio justo: un número reducido de peripecias ocurridas a un número también restringido de personajes.
Y bien, en La Serenidad Havilio excede ambas medidas: supera por 40 las cien páginas (un exceso que, según Gazmuri, equivale por sí mismo a una nouvelle) y rebasa largamente el número reducido de peripecias que, según el modo clásico, atraviesan los personajes. ¿Por qué entonces los editores de Entropía decidieron incluir a La Serenidad en su colección de nouvelle? Acaso por poner de manifiesto el problema y por proponer, con el libro de Havilio, una manera singular de resolverlo: ofreciendo al lector un modo de lectura que puede acompasarse con el género. Una lectura rápida.
Los indicios de esta lectura no aparecen en el tipo de lenguaje empleado (próximo al barroco) ni en la descripción de situaciones siempre susceptibles a la fuga de la narración: ambos, barroquismo y fuga, son como se sabe dos caras de una misma moneda (aquella que se ha dado en llamar pliegue) y aparecen en las antípodas del modelo clásico de nouvelle. Estos aspectos alimentan en todo caso un tipo de lengua delirante y por momentos alucinatoria que hace juego con uno de los epígrafes del libro, ahí donde se refiere al capítulo mágico del Ulises en que Leopold y Stephen vuelven a casa.
Las operaciones que habilitan una lectura rápida están en otra parte. Una de ellas hace a la estructura del relato, la otra a la estructura del sintagma. A la manera del Quijote, cada capítulo aparece encabezado por un resumen anticipatorio con el recuento de las acciones destacadas (nunca más de tres) que se ocupa de indicar al lector qué parte de los sucesos deberá retener. Una vez concentrada la atención en estas pocas acciones, se desocupa al lector: la lectura deja de trabajar para volverse flotante. El narrador puede delirar en paz.
Pero este delirio -como el delirio joyceano del Ulises, no el de Finnegan´s- todavía es capaz de encontrar su sintaxis; después de todo, hasta el delirio de John Wilkins puede codificarse. Y de la misma manera que en Wilkins, la sintaxis de La Serenidad tenderá a la enumeración. Constantemente se enumeran objetos (“Un mechón pelirrojo; Media docena de cargadores; Diez pares de guantes de gamuza; Un abridor articulado ‘cabeza de turco’; Tres bics negras”); acciones (“El Protagonista podría ensayar palabras con cenizas, balbucear el lenguaje estúpido de la reconciliación, convertirse en un ciempiés que todo lo comprende”) y hasta personajes (“El Amante Del Box. El Que No Para Nunca. El Que Deja Entrar A Todos En Su Casa. El Que No Le Teme Al Destino, El Que Cualquiera Se Comería Vivo”). La enumeración, en su desencadenamiento, produce la impresión de que la lectura no cesa de progresar. En este contexto, la misma función cumplen las comas, utilizadas no de manera recursiva, como lo hace la progenie saeriana, sino progresiva, hacia delante.
Cuando le preguntaron por qué, habiendo declarado cierta admiración por los neobarrocos, su prosa aún resultaba transparente, Aira respondió que, siendo sus tramas tan enrevesadas, no podía sino conceder al lector cierto grado de claridad. Dicha claridad, en este libro de Havilio, aparece en estos dos procedimientos que son además los que traccionan la lectura, los que recuerdan al lector.
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[Revista Vísperas]
Una novela sobre la novela
por Manuel Quaranta
Eco, la más famosa de las ninfas que habitaban en el bosque –Oréades– era capaz de proferir frases de una belleza inconmensurable, esta facultad perturbaba a Hera, esposa celosa de Zeus, e instigadora –debido a sus temores– de un terrible castigo: Eco fue condenada a repetir indefinidamente la última palabra que expresaba cada persona, de este modo, quedaba para siempre trunca la posibilidad de establecer un diálogo con otro ser humano.
La serenidad, título emblemático de la nouvelle de Iosi Havilio, parecería abrir una grieta profunda en la esperanza de construir una comunión lingüística entre las personas. El diálogo se encuentra, definitivamente, obturado: “El hermano mayor es incapaz de advertirle sobre el descontrol del lenguaje y traslada las fisuras del discurso por todos los lados de la cara”. Pero no sólo eso.
La serenidad es un quiebre –¿es verdaderamente un quiebre o las problemáticas del escritor de Opendoor y Paraísos se repiten aunque de forma diferente?– con respecto a la producción anterior de Havilio, un lenguaje exuberante atraviesa casi todas las páginas hasta llegar a un paroxismo descomunal plasmado en frases tales como “…hierve la palabra en las cavidades textuales del protagonista y la ilación es un placer inevitable” o “…llorar, llorar, llorar, por los pobres, los muertos, los violentos, los degollados, los consumidores, los poetas, los locos, los militantes, llorar juntos por los benefactores, por los críticos y los mormones, llorar por las plantas que se van muriendo, llorar por nosotros, mucho, por nuestros parientes…y contemplarnos en el lago espejo desde el sillón roto, los pies mojados, chorreantes de pellejos, con el partido de ajedrez abandonado en lo mejor, para estirar el goce”; en este contexto cobra sentido la pintura expuesta en la tapa del libro, Les Oréades de William-Adolphe Bouguereau, en tanto cifra de lo que uno encontrará apenas comience a leer: proliferación incansable de palabras expuestas al sin sentido o a volver todo un engaño.
Cada capítulo de la nouvelle de Havilio se presenta de idéntico modo que El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, por ejemplo, Segunda parte del libro de Cervantes: Capítulo LXXII. De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea; Capítulo LIX. Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se puede tener por aventura, que le sucedió a don Quijote; Capítulo XXXII. Que trata de lo que sucedió en la venta a toda la cuadrilla de don Quijote.
La serenidad: De cómo El Protagonista desembarcó en un suburbio, comió entre gitanos, subió una montaña, se perdió en el bosque y dio milagrosamente con el camino a casa; Donde se cuenta el escape en tren del Protagonista, las extrañas escenas que vivió durante el viaje y la manera en que recuperó un par de zapatillas tres décadas después.
¿Por qué la filiación? Havilio vuelve a leer El Quijote. Lo da vuelta: promesas de aventuras o historias que se deshacen, una intertextualidad presente en cada resquicio que carcome la posibilidad de un conflicto principal, la magdalena de Proust en “Queso Fresco”: “La cara de La madre se vuelve nítida de a poco. Es una reconstrucción por capas finas…Esa mujer infinita que lo conoce desde la semilla […] El Protagonista hizo lo que tenía que hacer. El sabor de ese queso consagrado por el recuerdo”.
La serenidad es también, como indica Damián Ríos, “el resultado de una feliz discusión de Havilio con los modos de novelar en el presente”, poniendo en cuestión todas las figuras representativas de la novela moderna: “El Protagonista deja correr lo que queda de tinta…el último soplo de un hábito decadente…Desmenuza Una Biografía que nunca existió en el sentido estricto. Y sin embargo, en el fondo del relato hay Tensión, Trama y Personajes que al igual que los Extras y los Decorados, cayeron en el atiborre. Todas las decisiones estéticas le resultan impracticables. Se le ocurre una genialidad: resignar el papel principal y ver si así…”.
Si cabe alguna duda de que La serenidad es una novela sobre la novela, basta citar un pasaje, “El Protagonista se siente tentado a hablar de la pelambre que evita su propio suicidio, la anécdota dentro de la anécdota”, como esas muñecas rusas que guardan el secreto de una historia dentro de otra historia, pero ¿qué es lo que en realidad guardan si nada pasa dos veces de la misma manera?; en este sentido La serenidad es “el sueño de la reconstrucción” de una historia, de una vida, de una infancia, pero con plena conciencia de que “La reconstrucción es un anhelo imposible”.
Por último, envalentonado en esta exuberancia verbal propongo un exceso interpretativo final: La serenidad es una novela sobre el lenguaje en la que se multiplican las referencias filosóficas, por ejemplo en el parágrafo “Discurso inaugural”, que cierra la nouvelle, habría una clara alusión a las famosas y polémicas palabras pronunciadas por Martin Heidegger al asumir el rectorado de la Universidad de Friburgo en 1933. Y aquí viene el exceso: Eco, en tanto prefijo significa ‘casa’, ‘morada’ o ‘ámbito vital’; Heidegger, a su vez, en Cartas sobre el Humanismo, escribió: “El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y poetas son los guardianes de esa morada”.
*Nota: Iosi Havilio corrige mi exceso, “Discurso inaugural” remite a un discurso que Heidegger pronunció en su pueblo natal en el año 1955 titulado Serenidad: “La Serenidad para con las cosas y la apertura al misterio se pertenecen la una a la otra. Nos hacen posible residir en el mundo de un modo muy distinto. Nos prometen un nuevo suelo y fundamento sobre los que mantenernos y subsistir, estando en el mundo técnico pero al abrigo de su amenaza”.
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[Revista Invisibles]
Protagónico absoluto
Por Juan Maisonnave
En un ensayo que ya tiene sus buenos años, y a partir del cual Fabián Casas acuñó un concepto de factura propia al que de vez en cuando vuelve, el poeta de Boedo decía: “(…) resulta que uno siente que el escritor debe ir siempre en contra de su habilidad. De manera que esos textos que parecen tan redondos y buenos son en realidad falsos amigos. Así que los dejo de lado o los intervengo hasta que escapan a mi control y empiezan a drenar la voz extraña. Entonces los relatos o los poemas me empiezan a dar vergüenza ajena, incertidumbre y todas esas sensaciones con las que es más difícil convivir. Ahí sé que —mas allá de los logros— estoy, como quería Kerouac, en el camino.”
Sin demasiado esfuerzo, uno puede detectar en esas palabras una crítica velada a cierto conformismo de escritor profesional, sea por el rigor y la presión editorial, sea por las necesidades siempre insatisfechas del ego, o sencillamente ante el horror al vacío que se le abre a todo narrador reconocido cuando no escribe, no publica por un tiempo o no se le conceden entrevistas ni forma parte de mesas redondas: la batalla contra la invisibilidad. Para algunos, lidiar contra eso no es tan fácil, lo que trae aparejado, muchas veces, como si no publicar regularmente causara una abstinencia de la que hay que escapar a cualquier costo, una producción sostenida, por lo general novelística, un fordismo literario que consiste en empezar a repetirse de un libro a otro, a copiarse, a trabajar como cinta de montaje que cada cierto tiempo libera otra historia eficaz, lista para que la reciban sin sorpresas librerías y suplementos culturales. Es cierto que el reproche recae sobre autores muy prolíficos, y suele hacerse la salvedad de que vale la pena seguirlos hasta cierta novela que marca su declinación, la caída en el tedioso terreno de la fórmula y el reciclaje de tonos, ideas o estructuras (Paul Auster, Andrés Rivera).
Esta pregunta -¿Iosi Havilio se cansó de su fórmula, si es que puede decirse que contaba con alguna?- surge a poco de empezar a leer La serenidad (Entropía, 2014). La ruptura con lo que venía haciendo es llamativa ya desde el uso del lenguaje y la estructura de los capítulos, con pequeños títulos-sinopsis a la usanza de la novela del siglo XVI y XVII, pero sobre todo por la intención y el juego de espejos que conforman las distintas referencias –intertextuales, culturales, filosóficas, políticas, autobiográficas- que recorren las escenas, dándole al conjunto un aire de tratado paródico cuyo punto de partida son los sucesos/aventuras de un personaje destinado a lo que parecería ser un fracaso épico, porteño y muy actual (“¿Y sobre la Década Perdida no piensa decir nada? Pero si no fue una década, sabe su Yo reidor, fueron dos años, tres a los sumo…”).
Hasta acá, la maquinaria narrativa de Havilio había utilizado ciertos ingredientes de la cultura para servirse de ellos como si fueran desechos orgánicos que nutrían al relato sin asfixiarlo, dándoles un lugar lateral pero presente, incómodo, que cada tanto regresa transfigurado o se confunde con la trama sin explicarse. En Paraísos (Mondadori, 2012) la protagonista encuentra en la basura, y se lo apropia, un tomo de la obra de Albertus Seba que perteneció a Ladislao Holmberg; en un relato incluido en la antología Buenos Aires / Escala 1:1 (Entropía, 2007), un portero tiene obras de Quinquela Martín arrumbadas en su sótano; en Opendoor (Entropía, 2006), el libro hallado es En Argentine, De Buenos Aires au Grand Chaco, de Jule Huret, con dedicatoria para Domingo Cabred.
El salto que da en La serenidad sorprende, y de nuevo es posible plantear los interrogantes: ¿el escritor, harto de sí mismo y de su prosa, que cosecha buenas críticas y no es precisamente amable ni complaciente, consideró la posibilidad de una provocación que sacuda al lector de su zona de confort? ¿Es ésta la voz extraña dictándole una novela enloquecida, catártica, compuesta de máximas, digresiones, abismada en categorías abstractas y guiños para entendidos?
Puede ser. Pero la lectura atenta de la nueva obra de Iosi Havilio sugiere también un enrolamiento –una apuesta estética- a un campo fértil aunque no tan transitado del mapa literario argentino: La serenidad es el ejercicio de una prosa poética entendida y ejecutada desde una rabiosa contemporaneidad. Sensualidad y plasticidad en las imágenes, flujo incesante de peripecias y sensación pura, discurso indirecto libre que ni una sola vez baja la calidad de las descripciones (ni cuando se trata de medialunas exhibidas en la vidriera de un bar), y que, al igual que la adjetivación rebuscada y el ritmo vertiginoso, lo apuntalan dentro de la mejor tradición de poemas narrativos, de “El fiord” en adelante.
La biografía caótica y manoseada del Protagonista –así se lo nombra- comienza con su separación, después de la cual hace un revisionismo sinuoso de su pasado y emprende el viaje inexorable hacia un futuro que lo encontrará “no tan viejo como avejentado”, un futuro tecnológico, de cataclismos y desiertos fertilizados, en el que “La moda es la desintegración paulatina del bólido social”. Sin embargo, esta experimentación formal no sólo no borró ciertas zonas de interés y ciertos vestigios autobiográficos del autor, sino que, camuflado en la piel del Protagonista, aprovechó para moldearlos a su antojo y sembrarlos a lo largo del texto mediante claves generacionales y boutades al paso (“Votaba a peronistas, radicales, al MAS, al MID, a la Ucedé. Al PI de Oscar Alende. Desmedidamente al PI”). Havilio vuelve a escribir sobre el sur de la ciudad, ya presente en Opendoor con esa escena en el puente Avellaneda y un personaje: Boca; reaparecen los piringündines y los rusos del cuento “California”, publicado en la Antología La Joven Guardia por la Editorial Belacqva en 2005 (“La antología de autores contemporáneos,¡destrócenla…!”), donde el escritor ya había despuntado esta vena poética y alucinada; otra vez, la estrella de David (“bordada a mano y con manchas de café”), como la que roban la protagonista y Eloísa en Paraísos, aunque ésta estaba adornada con diamantes.
Por otro lado, La serenidad se lee perfectamente sin saber que el título responde a una conferencia que dio Heidegger en 1955 o que el monólogo de Bárbara en el capítulo llamado “El lenguaje estúpido del amor” remeda el de Molly Bloom en el Ulises de Joyce. Lo que tal vez haga más ríspida su lectura, en especial para aquellos no habituados a este tipo de escritura expansiva y por momentos surrealista que alguna vez fue vanguardia (Néstor Sánchez), es que con el transcurrir de las escenas se vuelve un tanto agobiante, y el asombro inicial y la potencia de las frases decaen; el gesto beatnik de enunciar todo en mayúsculas deviene uno de los mayores excesos en esta novela excesiva: con el paso de las páginas el recurso pierde su efecto; el absurdo y el tono de sátira permanente carecen de contrapunto o respiro, y en ese sentido el oportuno monólogo de Bárbara ayuda un poco, cosa que no ocurre con las imágenes insertadas.
Escribir en contra del lector de Havilio, defraudarlo. A contrapelo de sus expectativas, muchas veces fogoneadas desde la taxonomía impuesta por la crítica hasta el cansancio (autor salido de la nada, en la línea de Busqued y Ronsino, etc.): escribir, entonces, en contra de él mismo, como proponía Casas. Puede objetarse que este movimiento de Iosi Havilio llega luego de haber sido elogiado ampliamente por escritores y suplementos literarios y, encima, desde una editorial de las llamadas independientes, como si les hubiera regalado un lado B, acaso inaceptable para el sello en el cual editó sus dos últimas novelas (Mondadori). Eso no quita que sea un viraje saludable, liberador, quizá bajo la influencia de algunas lecturas recientes o con un material que sólo podía ser trabajado –dicho- de esta manera; quizás, como respuesta posible a una de las tantas máximas contenidas en La serenidad: “Todas las decisiones estéticas le resultan impracticables”.
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[No retornable]
Tercera dimensión
por Anita Gómez
“Concentrarse sería una solución, un buen libro, poemas duros, modernos de verdad, una novela posta, inglesa, americana, le gustaría tener entre manos una historia que lo transportase lejos, a un paisaje nevado helador de gargantas, falsa calma en las mañana más desoladora.” Eso mismo que le hubiese gustado a El Protagonista, es lo que le reclamé a la novela. Al menos en los primeros tres capítulos.
Empecé a leerla en un momento tumultuoso. En los que todo parece suceder al mismo tiempo. Cuando toca vivir la sensación de que recibís buenas y malas todas juntas, palas de grúas, volquetes de sucesos, y uno con ganas de decir: “Ey, más despacio, amigos, uno por vez y puedo con todos.” Cuando uno es apenas conciente de lo que sucede, y subyace la posibilidad de desdoblarse y percibirse a sí mismo como el protagonista de un suceso ajeno. En medio de esas cosas, llega La Serenidad a mis manos.
Los primeros capítulos me resultaron confusos. Cuando sentía que estaba al fin entrando en el tono, la novela se enrarecía más. Hablé con el libro, me quejé. Estaba para una narración más clara, una forma más amable de contarme los hechos. Pretendía una lectura más liviana, y esta no ayudaba a aplacar mis voces. No hacía más que subir el volumen de mi mundo interno.
No podría decir que es una novela de trama. Suceden muchas cosas, en muchos niveles y en escenarios reconocibles y teñidos de un tono onírico. Acepté la propuesta narrativa y finalmente entré en el libro. La Madre es la madre, El Padre el padre. Las hermanas se unifican, aquellos del pasado vuelven para darnos alguna respuesta. Las alegorías golpean la puerta y todos somos héroes de diversos mitos.
Continué el libro con menos fastidio. Cambié el hastío por sonrisas. La historia comenzó a hablar conmigo, con mis recuerdos, con mis diálogos internos, con mis sueños, y con la realidad, con lo que tengo enfrente, desde lo más básico: teclado, pantalla, hasta lo más complejo de las circunstancias.
Empecé a disfrutarlo. La realidad se pone plana tantas veces. Olvidamos u opacamos la posibilidad de vivenciarnos en las tantas dimensiones posibles que vivimos en simultáneo. La cantidad de maneras de percibir el mundo y nuestras experiencias es tan vasta, tan rica. La novela me llevó de paseo, así como sucedía con El Protagonista, por el laberinto de mi conciencia. Desde la chance de construir mi pasado, mi presente, las expectativas, lo que potencialmente podría pasar, y todo eso que no sucedió.
“Nada de lo que había ocurrido había ocurrido, ninguna palabra había sido verdaderamente pronunciada”.
“¡Yo soy mucho más de lo que siento!”
Claro que el lenguaje es tan preciso y desbocado que hace que la experiencia de la lectura sea suculenta. Las enumeraciones son voluptuosas. “El Protagonista ve venir el tren cuando parecía que la suerte del día ya estaba echada y el futuro, una tonta inclinación a la esperanza… Hasta hace un tiempo, hubiera pensado cualquier tren como una gran equivocación… ¿Pero es eso un tren? Qué parámetros para tren tiene El Protagonista alojados en su Ser: rieles, vagones, locomotora, un furgón con asientos de papel y expresiones obscenas, el sonido típico, los chanchos, el temblor, los pasajeros, el tirín tirín tirín, Los Ringtones Más Tristes de la Historia, la fuerza indómita de La Fraternidad latiendo bajo los durmientes.”
Es abundante, una inundación de palabras de una preciosa composición. Escenas geniales como la aparición de El Padre muerto en el baño de un bar. El trío con su mujer, La Reina de La Noche y El Gran Otro. El monólogo de Bárbara, La Madre y los recuerdos de
infancia. La novela tiene todo: peligro, viajes, desamor, sexo, violencia, misterio, humor.
Dialoga con imágenes y gráficos, el Diagrama de R de Lacan, por ejemplo, que plantea lo real, lo imaginario y lo simbólico, uno de los temas de la novela. Comparte título con un texto de Heidegger. Y la manera de nombrar los capítulos cual Quijote de la Mancha.
En la solapa, la foto del autor con una partitura de John Cage en sus manos. En medio de la lectura me crucé con esta cita de Cage: “La palabra experimental es válida, siempre que se entienda no como la descripción de un acto que luego será juzgado en términos de éxito o fracaso, sino simplemente como un acto cuyo resultado es desconocido.” La frase hizo eco en mí, y en la experiencia de lectura de La Serenidad.
De no ser por esta reseña, tal vez, hubiese dejado la lectura para otro momento, para más adelante. Qué bien que no lo hice.
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[La Voz del Interior]
Palabras inesperadas
Por Javier Mattio
Tal vez el escritor argentino más prometedor y secretamente reverenciado de la nueva generación, Iosi Havilio (Buenos Aires, 1974), desplegó un veloz in crescendo con la seguidilla Opendoor (2006), Estocolmo (2010) y Paraísos (2012). De la contención preciosista de la primera al exceso desfondado de la última, Havilio exploró las posibilidades de la novela con una autonomía y tenacidad elogiables, levantando un mundo no muy distinto al real en extrañeza, volubilidad y encantamiento.
El agujero negro en el que se abismaba la planicie urbano-grotesca de Paraísos es una posible clave para entender La serenidad, la nueva nouvelle de Havilio, a primera vista un giro desconcertante en su trabajo. Divertimento satírico y metanarrativo con aires de folletín dieciochesco, La serenidad avanza con libre pulso experimental en las andanzas de El Protagonista, quien con su nombre parece revelar el entramado que subyace a toda historia. Suerte de compendio no ya de la obra de Havilio sino de la humanidad y la literatura enteras en sus poco más de 140 páginas, La serenidad incluye filosofía –el título del libro replica al de un texto de Heidegger–, triángulo amoroso, autobiografía, referencias que van de la Biblia al Ulises, juegos con el lenguaje, mucho humor y un radar pícaro de lo contemporáneo que siempre caracterizó al autor porteño: la militancia, el country, el barrio, los noticieros, el vaivén ciudad-campo siguen murmurando entre bastidores.
“La serenidad irrumpió como una tromba entre medio de otras escrituras, digamos, más conscientes –cuenta Havilio–. Me resulta difícil precisar un tiempo, fue lo más parecido a escribir dentro de un sueño. Reconozco una serie de orígenes: una conversación trasnochada, entre la filosofía y la frivolidad, que dejó su huella en el párrafo inicial; un texto más o menos homónimo de Heidegger que estudié allá lejos y hace tiempo; el cuadro de Bouguereau (la tapa del libro), una pintura clásica nacida a destiempo, entre las vanguardias. Por último, atravesando estas memorias desmembradas, hay una frase atrapada en el aire que le escuché decir a mi hijo menor que se convirtió en epígrafe, faro, película aglutinante de todo este mundo: ‘Soy una mala historia’”.
–¿Parte “La serenidad” del escepticismo o de la confianza en toda historia?
–En la novela trama y voz son una misma cosa. Más que del escepticismo, el libro es fruto de un convencimiento: sea cual fuera el universo en cuestión todo termina rindiéndose o revelándose a la voz que lo perfora. Y no hablo de la voz del escritor, nada más triste y lejos, sino de las voces que germinan desde el interior de determinado mundo para horadarlo. Esa esencia es la que me interesa. Ocurrió igual con las novelas anteriores, las publicadas y las no. Pienso en La serenidad como un eslabón en carne viva de una misma cadena.
–¿Es este tu libro más humorístico?
–Me dejé llevar y entretener por este Protagonista que se distancia de sí mismo para retratarse, sin escalas, entre la humillación y la gloria, como un stand upper desaforado y barroco inmolándose en un gran teatro de operaciones que incluye la tragedia pero también el sketch, la realidad más berreta, lo onírico. En esa falsedad donde gana el absurdo él destila sin embargo algo de humanidad. Visto desde afuera seguramente podría decirse que se trata de una parodia, de una gran farsa. Desde la mirada del Protagonista/Narrador, es la crónica y la elegía de un tremendo nopodermiento.
–¿Lo contemporáneo guía tu obra?
–Escribimos, decimos, nos movemos, ensayando una doble coreografía. Interpelados e interpelando aquello que llamamos real, lo que nos rodea. Ahora bien, y aquí anida un equívoco grande, lo real no se reduce a lo tangible, lo palpable y mensurable. También está hecho de lo que no es, del pasado, del futuro, de la imaginación, de las potencialidades y, fundamentalmente, de los misterios, cósmicos y minúsculos que, arrinconados, siguen gobernándolo todo.
–¿Marcó “Paraísos” un límite? ¿Qué te llevó a dar el giro de “La serenidad”?
–Entiendo la escritura como un viaje espiralado al fondo de algo, de un todo, con aproximaciones y alejamientos hacia un núcleo que, en el mejor de los casos, conseguimos olfatear, tantear, vislumbrar de a ratos. Como fogonazos. Paraísos fue sin dudas una buena curva, una curva peligrosa, en las vueltas de ese caracol sin fin. En ese giro hubieron muchas lecturas, músicas, películas y experiencias que fueron avivando el mundo de La serenidad.
–Además de las fotos, hay un diagrama misterioso en “La serenidad”, ya había uno en “Paraísos”. ¿A qué se deben?
–Opendoor también estaba poblada de imágenes, diagramas, bocetos. De hecho, durante toda su escritura alimenté una suerte de collage que permaneció en la cocina narrativa (fotos, recortes, líneas de tiempo, acuarelas, culos, manchas de café) donde seguramente estaban cifradas las bases de La serenidad. Sólo que aquí sucede al revés: la historia y la trama quedaron en casa y la trastienda tomó el escenario llevándose todo puesto. Creo que uno de los puntos esenciales de la escritura es el trabajo del pretexto, del paratexto. De eso se trata: escribir es, ante todo, explorar el imaginario que nos convoca más allá de los símbolos, al margen de la anécdota y los personajes. Ahí está el goce.
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[Página 12]
"El verdadero protagonista de esta novela es el lenguaje"
por Silvina Friera
Las raíces están en el misterio. De la sonrisa inicial al desenlace con el discurso de Heidegger –“la creciente falta de pensamiento reside en un proceso que consume la médula misma del hombre contemporáneo: su huida antes de pensar”– intervenido por la lengua florida del Protagonista, que pronuncia el texto frente a una multitud de ratones. La serenidad (Entropía), la cuarta novela de Iosi Havilio, es un extraño artefacto, tan teatral en sus excesos como barroco en su torrente lingüístico. En esta aventura narrativa que pone en tela de juicio los modos de representación, el escritor no deserta. El puñado de imposibilidades y problemas que despuntaban en sus anteriores novelas, acaso en estado larvario, ahora son llevados al paroxismo. La anécdota dentro de la anécdota, para el héroe de esta ficción, sería su propio suicidio. “La reconstrucción es un anhelo imposible –se afirma hacia el final del libro–. El Protagonista deja la horizontalidad y se abalanza sobre el escritorio para dejar correr lo que queda de tinta: ‘el último soplo de un hábito decadente’. Desmenuza una biografía que nunca existió en el sentido estricto. Y, sin embargo, en el fondo del relato hay tensión, trama y personajes que, al igual que los extras y los decorados, cayeron en el atiborre. Sus frases fueron frívolas y sentimentalistas. Todas las decisiones estéticas le resultan impracticables. Se le ocurre una genialidad: resignar el papel principal y ver.”
“Yo tengo una relación difícil con la palabra personaje, como la palabra trama y estructura”, confirma el escritor a Página/12. “Entiendo que existen, pero en el trabajo de la escritura, cuando esas palabras intervienen, termina notándose. Y el texto se va deshilachando. Uno de los tantos corrimientos que supone La serenidad es pensar qué es eso de un personaje. Y aparece, en mayúsculas, El Protagonista.”
–¿Cuál sería la diferencia entre protagonista y personaje?
–El personaje es una función que puede volverse carne. Y ése es el intento: pensar el personaje como una verdadera entidad, sin distancia.
En Paraísos, tengo un personaje que se llama Eloísa y yo prefiero llamarla siempre Eloísa, no nombrarla como personaje. El Protagonista es el modo en que el narrador se nombra a sí mismo, así se sublima, pateando sus funciones de personaje. Esa es su aventura. Si me apurás, te diría que en ese movimiento cobra vida.
La aventura narrativa se le escapa de las manos al Protagonista en un juego donde es héroe y antihéroe. “Yo pienso La serenidad como una descarga, como una reacción casi orgánica –reflexiona Havilio–. Hay un momento en que El Protagonista se pregunta: ¿y yo qué hago en todo esto? Yo me sumo a esa pregunta en términos literarios. La descarga se volvió un texto y apareció una posible estructura y cronología. Hay un rechazo y a la vez un homenaje a ciertas formas de representación. De hecho cuando vi la palabra ‘fin’ al cierre de la novela, me di cuenta de que debía ir ‘telón’. Yo creo que es un texto que está interpelado e inspirado por expresiones no necesariamente literarias, sino más bien musicales, teatrales, audiovisuales. Es un texto puesto en escena en la distribución, en la inclusión de imágenes. No sé si la palabra es homenaje, pero sí tiene cierto vínculo con la teatralidad. Incluso el uso del adjetivo es claramente teatral y no contemporáneo.”
–Sin embargo, hay ciertas marcas de contemporaneidad, como “los ringtones más tristes de la historia” que aparecen mencionados.
–De tan contemporáneo me sale esto (risas). El Protagonista es un pobre hombre que realmente está atrapado en un círculo de expresiones previsibles. Y le sale esta descarga, este desborde. Yo lo siento como un pedido de auxilio por fuera y por dentro. ¿Qué es esto de escribir?
–¿Y qué es?
–Hay un momento en que empecé a preguntarme por el oficio, eso que para mí era una palabra de viejos, cuando estaba terminando de escribir mi anterior novela, Paraísos. ¿Quién está escribiendo? ¿Yo, el oficio, el narrador? Se produjo un conflicto muy interesante que dio origen a esta reacción. Escribir tendría que ver con acercarse y asomarse al misterio del mundo. Y el oficio puede que atente, que domestique el misterio. Eso me dio cierto pavor. En algún momento escuché que pasé de “escritor joven” a “escritor establecido” en un chasquido. Esa palabra, “escritor establecido”, me llevó a preguntarme por la materia de la escritura. Y el verdadero protagonista de esta novela es el lenguaje.
–¿Qué importancia tiene la filosofía en La serenidad, que ya desde el título remite a Martin Heidegger?
–Gelassenheit –la serenidad– fue uno de los textos de Heidegger que más me impactó en mi paso por filosofía. Yo estudié muchos años la carrera; fue un paso largo y frustrante. Antes de entrar a la carrera, pensaba la filosofía como una ficción o como parte de un universo donde no discrimino qué es ficción o ensayo. La academia me mató porque no supe adaptarme y se fue fagocitando mi vínculo con la filosofía. La génesis de mi placer filosófico está en ese texto de Heidegger, que fue quedando como un recuerdo de infancia, como uno de esos espacios que vas revisitando. Como Opendoor, mi primera novela, fue en otro sentido. En un momento, mientras estaba escribiendo esta descarga, apareció la palabra serenidad y volví a leer el texto de Heidegger, un discurso bellísimo que pronuncia en su pueblo natal, en 1955, en ocasión del aniversario de un compositor. Y tuve una imagen que sucedía en un futuro bien remoto. Me imaginaba los restos de la civilización y se me vinieron un conjunto de roedores o ratones, rescatando el texto de Heidegger. El Protagonista es un sobreviviente; es un hombre ya vencido que comparte irónicamente el texto de Heidegger, uno de las materiales más brillantes de siglo, con estos ratones que se mofan y se enternecen del hombre y sus meditaciones. También está (Jacques) Lacan, que lo abordé de una manera desprejuiciada, libre, descarada. Hay un texto en el que define las tres esferas del imaginario, donde piensa la expresión artística, que me resultó muy inspirador. La serenidad me permitió reconciliarme con el discurso filosófico y rescatarlo en el lugar de la ficción.
–Le permitió producir ficción con la filosofía, ¿no?
–Sí, y más que ficción: escritura, expresión. Tuvieron que pasar casi unos veinte años para poder reencontrarme con la filosofía. Yo hice varios estudios, estudié filosofía, composición musical, guión de cine. En todos fracasé. Después, con los años, estos estudios me supieron dar una recompensa. Hay un famoso poema de Fogwill, “Llamado por los malos poetas”. La serenidad es un llamado a los malos poetas, pero también a los malos filósofos. Se necesitan muchos malos filósofos dando vueltas permanentemente para rescatar la flor del pensamiento. El Protagonista es un mal poeta y un mal filósofo, pero de eso hace su pequeña epopeya.
–Hay también en la novela una cita bíblica sobre el buen ladrón y el mal ladrón, algo que no es ajeno en su narrativa.
–Es cierto. Pero no tengo un programa que establezca que en cada novela tengo que meter una cita bíblica. En este momento estoy escribiendo una novela y tengo una Biblia al lado. No he tenido una educación religiosa ni nada parecido, pero la Biblia es un texto fascinante. Ahora estoy trabajando con descaro las distintas versiones que hay del momento de la Resurrección; son cinco o seis ficciones en una. Es una especie de “elige tu propia aventura”, según Mateo, Lucas o el Evangelio que sea. Hay un texto que descubrí sobre el camino a Emaús, que es donde Jesús en carne y hueso se disfraza de caminante y se les acerca a dos incrédulos y camina con ellos hasta Emaús, tres días después de la resurrección. Lo que estoy escribiendo es el reverso de La serenidad, pero forma parte de la misma pregunta, del mismo barajar y dar de nuevo. Y está inspirada, en parte, por Resurrección de Tolstoi.
Más allá del dispositivo quijotesco en el que cada capítulo es presentado a la manera de la célebre novela de Cervantes –por ejemplo: “De cómo El Protagonista rompió con Bárbara, se enredó en discusiones ontológicas y fue humillado por la presencia del Gran Otro”–, La serenidad está intervenida también por otras escrituras. “Algunos que la leyeron me dicen que reconocen a (Witold) Gombrowicz, a (Osvaldo) Lamborghini, a (Roberto) Arlt.” “Sí, es probable. Pero si hay una influencia viva, tiene que ver con las escrituras corridas del naturalismo y del realismo del presente –subraya el escritor–. La literatura suele estar con la mirada puesta sobre las grandes obras y las grandes influencias. Me tomó trabajo liberarme y sacarme cierto lastre literario de la solemnidad que tiene que ver con algo que está entre tapa y tapa, y que todavía sigo sin entenderlo mucho.”
–El Protagonista queda en medio de una movilización y está tan perdido que no entiende muy bien lo que está pasando. Es como si todo le pasara por el costado.
–Podría decir que después de escuchar sobre la narradora de Opendoor, a la que le pasaba todo por el costado –en la que hay cierta indiferencia, ya que así como se droga hasta la médula va a recoger moras–, me pregunto si será un poco eso. ¿Es indiferencia? Yo estoy convencido de que uno escribe por dos razones: para preguntarse quién es el que habla, qué le está pasando a ese protagonista, y para preguntarme quién soy yo. En un momento descubrí que había una estrategia. Ese desapasionamiento tenía una contracara en la vehemencia del lenguaje y la expresión. Todo esto que a ella parecía resbalarle en Opendoor lo expresaba necesariamente en la escritura, en el decir. Esto estalla por los aires en La serenidad. Si al Protagonista pareciera que la novia lo deja y está en la plaza desorientado, y viene un hombre que le dice que es su hermano y de-spués se acuerda de que no tiene hermano, él grita su libertad de una manera barroca, visceral y también cursi. El relato de ese momento en la plaza es muy sentido, aunque él esquive las pancartas y las columnas. Su revolución pasa por el decir, por el relato mismo.
–El Protagonista recuerda que sus convicciones eran aleatorias, que podría votar, como cuando jugaba de niño, a la UCedé, a los peronistas, al MAS. ¿Este desconcierto admite una lectura generacional?
–Sí, en un momento El Protagonista, cuando recuerda la urna de cartón que había hecho para celebrar la vuelta de la democracia, dice: “Su izquierda, su derecha; su letanía desamorada”. Para mí fue enorme escribir eso. Hay una mirada en relación con lo vivido que hace que esté plagado de contradicciones, que en este desboque salieron un poco a la luz, ¿no? Yo nací el mismo año en que murió Perón. Mi madre es artista, pintora; mi padre, comerciante, un hombre criado en cierta burbuja de clase media. Siempre me quedé en un lugar conformista y cuando quise superar eso me sentí fuera de juego, algo que coincide con el momento en que empiezo a escribir y publicar. De preguntar y recibir respuestas medio abstractas sobre la década del ’70, en la que pasé mi infancia, que es donde se cuece todo, pasé a un desayuno brutal y a ver las esquirlas del otro. Eso sucede políticamente, pero también en la literatura. Así como uno celebra ese desayuno brutal, también de algún modo me silenció. ¿Qué puedo decir yo en ese concierto? No soy ni hijo de militantes ni hijo de desaparecidos. Ahí aparece ese “revisionismo” de plantear que yo tengo de todas formas un relato para contarme. En La serenidad está graficado en esa urna de cartón que me hice. Nos habíamos ido a vivir a París por un año y volvimos en el ’83. Y yo en esa urna votaba por todos, jugando. “Era su izquierda, su derecha.” El desconcierto de dónde estaba parado lo pude pensar un poco en esta novela. Me acuerdo de que Fogwill, a su modo brutal, decía que para triunfar en España con una novela había que poner cada 50 o 60 páginas la palabra “desaparecido”. Más allá de lo brutal, tiene también un costado que te permite pensar y tomar prestada una herencia que no tengo. Escribir es una actividad imparable que te toma en la vigilia, en el sueño. A los seis o siete años, cuando salimos de Buenos Aires para hacer un viaje a Chile, vi un cartel que decía “Opendoor”. Y le pregunté a mi padre qué era. El me dijo que era un pueblo donde había un hospital para locos de puertas abiertas. Yo le pedí y le rogué que bajáramos, que lo quería ver. Pero, ante la negativa de mi padre, tuve que imaginarme ese lugar. Y no fui consciente entonces de que eso sería una novela veinticinco años más tarde. Yo tengo la idea del escritor como médium y hay que trabajar ese médium. La escritura es un acto de liberación del ego y del yo para entregarse al narrador.
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[Diario Registrado]
Una novela sobre la novela
por Mariana Kozodij
Iosi Havilio nos trae una nouvelle que juega con nuestra paciencia. Comenzar e internarse en "La Serenidad" es un desafío. No es para cualquiera. Hay tramas y cabos que se atan de manera sutil, un Protagonista que se llama de manera impersonal "El Protagonista", mafia rusa, una mujer que representa todos los deseos contenidos en el nombre Bárbara, una "misión salvadora", el lenguaje de las ratas, una madre descalza, filosofía, psicología e historia, entre otras cosas.
"La Serenidad" no brinda una lectura fácil, es de esos textos que no se centran tanto en las continuidades de una trama clásica sino en la forma en que se narran aconteceres. Una forma que puede generar disfrute en esta "fábula del yo" pero que también puede perdernos en una intertextualidad que está en la cabeza del autor pero no siempre en la del lector.
Dialogamos con Havilio e intentamos un acercamiento a ese universo tan particular que supo construir en "La Serenidad".
¿Cómo describirías al Protagonista de esta nouvelle? Por que si bien uno puede ir descubriendo pequeñas cosas de su persona, hay mucho misterio e impersonalidad, ya desde el hecho de llamarlo Protagonista a secas.
Ioisi Havilio (IH)- El Protagonista de La Serenidad es un maniático de todas las manías. Empezando por la palabra. El tipo va y viene de la exaltación al derrumbe, de nombrarse héroe de la nada a regodearse con sus decadencias. Yo creo que se sabe mucho sobre él, demasiado, el narrador, que es él mismo, encuentra en el exceso la estrategia para que la disección no sea tan cruda. Sus circunstancias son de lo más ordinarias, se pelea con la novia, escribe poemas malos, vagabundea por la noche, se enfrenta al duelo paterno, el pasado se le viene encima a cada rato y él se escapa, lo exorciza con palabras, alucinándolo. Llamarlo "El Protagonista", es una ironía, claro, pero también la posibilidad de armar tu propia aventura. -
Hay un uso de mayúsculas muy particular a lo largo de todo el relato ¿Por qué?
IH- ¿Qué nombramos con mayúsculas? Los nombres propios, los lugares, las divinidades, el título de una obra. En el mundo fabulesco y fabulero de La Serenidad, el juego se abre y se entroniza con mayúsculas al pretencioso pero también al que se arrastra, que muchas veces es el mismo. El Protagonista no podría sostenerse en pie si no fuera por esas muletas que son las mayúsculas, igual que el padre muerto, la madre baqueteada, el filósofo pusilánime, El Gran Otro o El Zar de La Milonga. La mayúsculas es un pedido de auxilio, un Aquí estoy, ¡rescátenme de este pantano!
Cuando uno escribe y cuenta una historia también propone una lectura y "La Serenidad" resulta por momentos un tanto encriptada ¿sentís que es así?
H- Entiendo que es un texto que desde el vamos propone tomar distancia de la letra, desde el momento que anuncia las peripecias de El Protagonista antes de cada capítulo y ensaya una narración atiborrada y engañosa. Justamente, porque la palabra acá es una excusa, un síntoma de la neurosis. Al pie de la letra, la serenidad es imposible. La comprensión cede su terreno en favor de la experiencia, de todo lo que constituye lo real.
La novela ofrece una prosa que juega con lo poético, lo ensayístico y también se acerca a lo político y la militancia ¿cómo te surgieron todos esos cabos en la trama? Lo pienso en términos que incluso decís que el Protagonista "está dado a la intertextualidad".
IH- La trama está atravesada por esa manía oral del narrador/protagonista. Y en cada aventura, a cada paso, lo interpelan fantasmas, situaciones, que traen consigo discursos de todos sus tiempos, canciones de cuna, textos filosóficos, cuadros lacanianos, cánticos políticos, lecturas de todo tipo, noticias, grafitis… todas esos símbolos que lo agobian. Se tira la cultura por la cabeza con la vana esperanza de que en el desboque aparezca la calma.
La Madre descalza es una figura que se repite de manera constante y que va ganando profundidades ¿cómo surgió?
IH- Al comienzo de la noche, El Protagonista está en una fiesta y recibe un mensaje: La Madre se escapó descalza. La imagen genera una pulsión, el hijo sale al rescate, la madre huye, de un hospital, de la casa, de la oscuridad, de la muerte, como una mártir. Se la imagina en camisón con los pies desnudos caminando por el medio de una avenida porteña en la mitad de la noche, es su modo de redimirla, su manera de verla resurgir. El Protagonista corre en su auxilio, pero sobre todo corre tras esa imagen, repitiendo en su presente la historia de la madre para volver a ocupar el lugar de la niñez. La madre que encuentra en casa está en paz, tiene algo de monje. Un monje que lo arropa, le lee, le da de comer queso y unos pesos para seguir adelante.
Hay una épica que se destaca a partir de las enunciaciones clásicas, casi como en el cine mudo, de aquello que va a acontecer ¿presentarlo de esa manera te ayudó a organizar las ideas, los textos? ¿O hay otro tipo de intencionalidad?
IH- Hubo un momento en que pude ver el derrotero del protagonista en esta noche/día como una película de aventuras tan palpables como alucinadas y las bajé al papel; estas indicaciones fueron tomando esta forma de didascalias que cumplen la doble función de organizar el relato y declarar el género. Exaltan situaciones de lo más banales, que el narrador se encarga de enmascarar.
Damián Ríos presenta "La Serenidad" como una discusión tuya con los modos de novelar el presente ¿coincidís?
I H- La escritura de La Serenidad irrumpió entre otras escrituras, digamos más conscientes, planificadas. Una expresión más orgánica que literaria, de algún modo molesta, difícil de aprehender, caótica y deforme. Más tarde, a medida que fui tomando distancia, entendí que en efecto venía a problematizar con cierto modo de concebir la novela que había cultivado en los otros libros. Ahora, no se trata de una discusión exclusivamente estética, te diría que en buena medida se trata de una discusión muy personal, en relación a qué es esto de escribir, en la actualidad, en nuestras circunstancias, pero también política: ¿qué lugar tiene esto que llamamos literatura?
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La Serenidad nos ofrece una lectura particular que puede generar el disfrute entre reflexiones y diálogos muchas veces ontológicos o puede perdernos entre aconteceres y prosa. Iosi Havilio sirvió la mesa de La Serenidad, quedará en usted- estimado lector- decidir si disfruta o se abstiene de ese festín.
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[Télam]
"No hay nada peor escritor que un escritor inteligente"
por Pablo Chacón
En La serenidad, el escritor Iosi Havilio explora una trama que en sus palabras es capaz de implosionar en las manos del Protagonista permitiendo así que los fragmentos que multiplican el texto se transformen en una máquina de efectos hermenéuticos múltiples, como múltiples son sus referencias.
El libro, publicado por la editorial Entropía, a la manera de un artefacto retórico de diversas dimensiones, opera como una onda expansiva después de una detonación, siguiendo las palabras del autor. Havilio publicó, entre otros libros, Opendoor y Paraísos.
Esta es la conversación que sostuvo con Télam.
T : ¿Qué tipo de artefacto retórico es La serenidad? Hay un protagonista pero podría ser el ensayo sobre algún grado cero.
H : La palabra artefacto se me cruzó en el camino cuando empecé a nombrar La Serenidad como un todo, mientras armaba el rompecabezas que tenía entre manos. Es probable que se lo haya tomado prestado a Parra y sus poemas visuales. El asunto es que cuando tuve una primera mirada de conjunto entreví una máquina, explosiva, o mejor, implosiva, eso mismo, un artefacto que implosiona en las manos del Protagonista. Un artefacto lingüístico, por supuesto, que es el modo en que el Yo se materializa... el artefacto estaría compuesto por todo eso que El Protagonista, es, fue y será/quisiera ser, un conjunto amorfo de experiencias sin bordes. La Serenidad es, lenguaje mediante, el desiderátum, vendrá más tarde, o nunca, en todo caso, será posible cuando se despoje de símbolos y metáforas; la serenidad no es un estado de gracia sino la onda expansiva que provoca el estallido, los instantes que siguen a la detonación.
T : El efecto que producen las mayúsculas (Mujeres, Hija, etcétera) es el de cierta impersonalidad. ¿Cuál es tu opinión?
H : Hay algo de arma tu propia aventura en el uso de las mayúsculas. Serían algo así como entidades de identidades múltiples. ¿Impersonalidad? Puede ser, o también, todo lo contrario, hiperpersonalidad. Todos esos nombres, del Protagonista a los Ratones, pasando por Padre, Madre, Bárbara (que es otra categoría, a pesar de sí misma) están subidas a los hombros de los personajes. Los mandan, los adoran y los pisotean, son sus pequeños genios. Es probable, se me ocurre ahora, que esa distancia sobreactuada, al igual que el tono de farsa emperifollada, funcione como una estrategia, la coartada de una autobiografía mal simulada, la manera de despacharme con la historia personal que como en un juego de encastre algún otro podría intercambiar por sus propias piezas.
T : ¿Cómo es una prosa dónde alternan lo real, lo simbólico y lo imaginario, si entendemos a esa trinidad como la entendía Jacques Lacan, que justamente -introduciendo lo real- evitaba toda visión del mundo?
H : Ya no sé cómo Lacan se metió en la escritura de este mundo, pero así fue. Y se coló en la enunciación de las partes, longitudinal y verticalmente, también en un sentido plástico, incluso en el argumento. Es probable que haya sido leyendo la interpretación de Zizek sobre su teoría, así llegué a la fuente, un texto maravilloso donde Lacan distingue y relaciona con el arte los tres registros de lo psíquico: real, simbólico, Imaginario. Y lo hace dándole un sentido a las palabras que me resultó revelador porque a la vez que traducía el universo, describía el proceso que venía transitando en la exploración. Lo real para el Protagonista es todo eso que es y no es, lo que le está dado y lo que permanece oculto más allá de su realidad... sucede algo similar con el termino ficción que suele reducirse a lo inventado, un facilismo espantoso. A partir de ese texto, llegué al esquema R que desde el vamos pensé como una constelación, una suerte de mapa astrológico del yo, donde está cifrada una historia, su forma y el procedimiento que utiliza para narrarlo. Es un cuadro maravilloso, una invitación al juego. Esos tres registros circulan permanentemente en la escritura, en cualquier escritura, más allá del género o el estilo; La Serenidad hace de eso su trama.
T : Entiendo que La serenidad es una pieza ajena a los protocolos narrativos más convencionales, que por defecto podrían orientar la lectura de tus otras novelas. ¿Esto es así?
H : Entiendo una buena novela, así sea experimental, costumbrista o histórica, como un texto que puede valerse por sí mismo, fundando, si algo así existiese, sus propios protocolos a partir de un entre autor y narrador... Siendo así, una buena novela podría ser una novela malísima. Las lecturas orientadas, como cualquier expresión que venga con brújula incorporada, son tristes y penosas, difíciles de querer. Estamos plagados de ejemplos de este tipo; prefiero el riesgo y la zanja, al gps y la huella. La Serenidad es un poco el resultado de una patinada.
T : ¿Qué poéticas de las que leés en la Argentina contemporánea te interesan más, o con cuáles creés tener mayor afinidad?
H : En las afinidades que cuentan, el que escribe es un fusible, un mero espectador. El que trae y lleva. Lo que me interesa y cautiva es el dialogo que se da entre las obras, esos diálogos arbitrarios, desenfadados y urgentes, movimientos centrífugos que van desde adentro hacia afuera. El control de las influencias es exasperante y malintencionado. Ahí está la verdadera pedantería. No hay peor escritor que un escritor inteligente. Claro que puedo reconocer una serie de vinculaciones pero cada vez sospecho más de que se trate de una imposición mía. Las relaciones profundas que se tejan entre una novela y otras obras incluyendo expresiones no artísticas, por supuesto, no están en la superficie ni son inventariables fácilmente. Detectarlas toma tiempo y exige introspección, ahí está la diferencia entre el ojo crítico y el ojo vigilante. Pero ya que nombraba a Parra y sus artefactos y para no esquivar el bulto, durante la escritura de La Serenidad frecuenté y conviví con cierta poesía visual que me interpeló de manera contundente. Pienso en Amalia Boselli, en Milton Laufer, en Arnaldo Antunes y en el propio León Ferrari.
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