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[Perfil]
Poesía eres tú
Por Daniel Link
Leo dos libros extraordinarios al mismo tiempo, Autorretrato en el estudio y Diarios del capitán Hipólito Parrilla, y a partir de cierto punto los párrafos leídos en ambos libros entran en una harmonia austera o conexión áspera.
Lo que hace Giorgio Agamben está (¿cómo podría ser de otro modo?) a caballo entre la elegía y el himno. Se trata de su vida, de sus lecturas, de los modos de habitar los espacios en los que ha escrito. Lo que hace Rafael Spregelburd es un diario falso de una persecución (“Cuando retorne cubierto de la gloria y con la cabeza de Vicuña Porto en esta pica...”) que es, en el fondo, la persecución del amor y de la palabra.
Aunque el libro de Rafael se muestre (haga el gesto) como una novela basada en la forma “diario”, el ritmo que le imprime a cada período revela que se trata de un poema, la epopeya de la palabra perdida o imposible. Ningún rigor filológico lo mueve, sino más bien el amor mismo que la filología dice y que, por eso mismo, le permite el anacronismo más evidente pero también el más secreto.
En el otro extremo, Giorgio recuerda un libro en particular que para él significó “una suerte de despedida de la poesía en nombre de una práctica poética que ya no abandonaría nunca más: la filosofía, la ‘música suprema’”.
Giorgio y Rafael entienden, creo, la poesía como gesto. El gesto, como expresión y como gag (“un perro de verdad que hace de perro”), suspende la relación significativa de las palabras con las cosas, y por eso Giorgio sostiene que un filósofo que no se plantea un problema poético no es un filósofo. Es seguro que Rafael ha pensado: un actor que no se plantea un problema poético no es un actor.
En la dedicatoria de su libro, Rafael dice “Papá Noel me dejó este engendro para vos”.
Hay algo de impersonalidad en ese don que viene de otra parte y del cual él es solo un presunto intermediario. El engendro es un gesto poético de vuelo altísimo. Y yo se lo agradezco.
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[Mundo con libros]
El refugio en la escritura
Por Santiago Ríos
Editorial Entropía presentó Diarios del capitán Hipólito Parrilla, un libro de Rafael Spregelburd que describe los sentimientos de su personaje en medio de la película Zama (2017), dirigida por Lucrecia Martel.
A lo largo de las páginas, el autor encarna al personaje Hipólito Parrilla, líder que guía la expedición para matar a Vicuña Porto, objeto de deseo y a la vez diablo. Pero el escritor y dramaturgo argentino sufre los dotes de la actuación: suspende el yoísmo por un rato liberándose al dolor del otro, porque si hay algo que Parrilla vive a lo largo de estos días es una caída intermitente hacia un pozo imaginario donde se confunde lo real con lo mágico.
Es la historia del Capitán Hipólito Parrilla, un borracho orgulloso de palabras fáciles, holgazán y timorato que es designado para cortarle la cabeza a Vicuña Porto. Ansioso por salir a buscar al malhechor y que su nombre tenga la fama de su padre, se hace de una tropa pobre en recursos para cabalgar por los pantanos de la mesopotamia argentina. El diario es el resultado cotidiano de esa expedición.
El viaje conlleva siempre la posibilidad de una accidente, pero en este camino hacia el heroísmo los golpes se vuelven intermitentes, como la lluvia en esos terrenos tropicales y el idealismo propio del Capitán, ferviente en su lucha, se apaga con el correr de los días hasta encontrarse en su lugar más débil. Los fantasmas, los traidores, Zama, Vicuña Porto, su padre, los indios, todos estos juntos y otros más, hacen de esta historia una caída sin fondo donde las palabras escritas por el actor le devuelven la voz a este personaje olvidado por Martel.
Este diario de un actor y su personaje habla de la relación entre el cine y la literatura. Zama es una película cuyo tema principal es la espera, el viaje, la posibilidad de un acontecimiento que tormenta tanto al espectador como al protagonista. Spregelburd espera a entrar en acción para que Parrilla tome vida. Pero no aguanta al rodaje, necesita de la escritura, de ese papel que es un refugio para el actor de contar lo que está viviendo ahí, en medio del barrio y el calor, donde los sucesos acontecen sin avisar.
En estas páginas vemos la manera en que la literatura actúa de refugio y al mismo tiempo de testigo. La escritura es un lenguaje intimista, un terreno donde el yo se despoja de sí mismo, porque es la mano -izquierda o derecha, dependiendo de quien escriba- la que cuenta el mundo.
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[Bazar americano]
Lo que el cine le hace a las personas... y la novela irrumpe
Por Adriana Bocchino
La forma “diarios” del título de este texto lleva a la primera persona en forma directa. El nombre del capitán, Hipólito Parrilla, al personaje que va tras un tal Vicuña Porto en la novela Zama de Antonio Di Benedetto, situada entre 1790 y 1799, y también en la película Zama de Lucrecia Martel, estrenada en 2017. “Presunta bitácora del rodaje de Zama” reenvía a un cuaderno de viaje en medio de la filmación de una película. De la literatura la cine, del cine a la literatura, de 1790 a 2017, de Spregelburd a Parrilla o de Parrilla a Spregelburd, sin mediar explicaciones. Una atmósfera endiablada. Una marcada confusión en cada día que lleva a la risa rabelaisiana, es decir, a la flexión barroca sobre la vanidad y vacuidad de los hechos, las cosas, las personas, los sucedidos desplegados en un continuo sin fin, parecidos pero distintos.
Rafael Spregelburd es el autor que aparece con su nombre en la portada, “el actor” que hace de Parrilla” y firma el “Epílogo”, aclarando en lo inmediato que es “un prólogo”, la persona/personaje que, se supone, escribe poseso por Hipólito Parrilla estos partes diarios que van del 16 de mayo al 5 de junio de 2015. Apenas veintiún días en la “Ciudad Fermosa”, o acaso Buenos Aires o Empedrado, según declara el texto donde habla Hipólito Parrilla, al final, antes del Epílogo de Rafael Spregelburd, que es prólogo, y donde dice que las fechas no son las que figuran en los diarios sino todo junio y todo julio. De remate, el epílogo lleva fecha del “Viernes 30 de marzo de 2018”.
Comento el juego y entrevero de las fechas para ofrecer una idea del extraño mundo en el que el/la lector/a de los diarios puede sumirse.
Spregelburd, el autor de este texto, el actor que hace de Hipólito Parrilla en la película, el dramatrugo, director, cineasta, guionista, docente, traductor, metido “hasta el tuétano” en el cuerpo del personaje que posiblemente haya vivido hace unos doscientos años atrás, quien vive y muere en la novela de Di Benedetto publicada en 1956, quien vuelve apenas entrevisto en la película de Martel, escribe un texto que la Editorial Entropía cataloga entre sus Apostillas, donde va, dice Spregelburd, lo que no se sabe dónde poner y la poesía. Otra vez, otro enredo. ¿Apostillas a qué? ¿A la película (“presunta bitácora del rodaje”)? ¿A la novela de Di Benedetto (Zama se llama)? ¿A las civilizaciones que se extinguen y al cine (como dice la dedicatoria)? ¿“A lo que el cine les hace a las personas” (tal como sigue)? ¿“A lo que las personas le hacen al cine” (como termina)?
El mismo Spregelburd dice en otra entrevista que se trata de “Una puesta en escena de un hombre que escribe una novela sobre una película” (“Yo hago partícipe al lector de una creación impura”, Tiempo Argentino, 20/01/2019). En diferentes oportunidades insiste en que se trata de poesía –se alegra de que Link así se refiera a su texto (entrevista en Radio Del Plata, 13/02/19). En definitiva, si me atengo a lo que leo, casi veo, porque puedo escucharlo sobre un escenario, un largo monólogo interior que Entropía decide catalogar entre sus Apostillas porque no se sabe cómo definir desde el punto de vista genérico.
Un mundo raro, de entreveros riesgosos, alucinantes y alucinógenos. En varias ocasiones Parrilla, tomado cada vez más por la fiebre tras la picadura de una araña, no entiende bien qué es lo que pasa, lo que sucede a su alrededor: aparatos desconocidos para él y luces y maquillajes y la enrevesada cronología de los días (de un rodaje). Llega el punto de una jornada extenuante en la que será maltratado, torturado y vejado por una tribu estrafalaria cuyo fin, después, será apenas existir en la película. Tampoco entiende, extrañado, como casi muerto, vuelve a vivir para corregir errores de continuidad o luz o parlamentos. La mayoría de las veces Hipólito Parrilla no entiende. Spregelburd y nosotros no del todo pero sospechamos y entramos en el juego de la espera. Spregelburd boceta, nosotros expectantes, nos disponemos a ver qué pasa. No hay más que esperar. Y ya es bastante. Porque, precisamente, “a las víctimas de la espera” dedica Di Benedetto su novela y el texto de Spregelburd empieza esperando y esperándonos. Así las cosas, vivir, sabiendo finalmente, que “todo es en vano” y aun así “intentarlo todo” (pág. 133).
“La novela” no era tal cosa cuando se escribía sino un “ejercicio de libertad” dice el autor/actor en varias entrevistas. Contar el rodaje como si quien narrara fuera el personaje y no el autor, personaje del siglo XVIII que no sabe que está haciendo de sí en una película del siglo XXI y, para colmo de males, ni siquiera es el protagonista.
“El objetivo inmediato era liberar la mano que escribe, dejarla suelta, y al mismo tiempo, compartir el asombro del rodaje, sus aventuras, con mis compañeros de tarea. Yo escribía tres o cuatro páginas por noche […] les pedía a los productores una impresora prestada; las imprimía cuidadosamente, les ponía un ganchito y las deslizaba por debajo de las puertas de los actores, técnicos, asistentes. Era para reírme y para hacerlos reír. […] Pero las páginas se me fueron acumulando. Y como dejé de hacerlo en los primeros días, después ya no pude dejar de hacerlo. (“El proceso creativo de Rafael Spregelburd y el Capitán Parrilla”, Revista El Inconsciente.)
Desentendido del rodaje y de la película, Spregelburd encuentra su material reunido y encuadernado para la fiesta de fin de rodaje y recién ahí, dice, admite que podría ser una novela y que podría funcionar como novela. Casi sin corrección, decide no violar las reglas del juego y sacar el texto como nos llega, en forma de diarios de un personaje menor que parece no tener pasado ni futuro dentro de la película de Martel (quien, por otra parte, llamó a Selva Almada para contar el detrás de escena). Sin embargo, las indicaciones de la directora son precisas: Hipólito Parrilla hace todo lo que hace para demostrarle al padre muerto que él puede estar a su misma altura, la de un capitán heroico y admirado por su pueblo. El pobre Hipólito, con semejante responsabilidad, en la búsqueda de heroicidad, no alcanza a saber sino en su fin que el objetivo material de su búsqueda, el famoso delincuente Vicuña Porto, no es otro que un soldado de entre su propia tropa burlándose de él. La novela fue la forma de “ser Parrilla”, dice Spregelburd. Una flexión y reflexión sobre el personaje para no fingirse, o poder fingir bien, ser Parrilla. De suerte que el personaje llega a interpelar al actor mediado por el autor que escribe sus interpelaciones.
Pues hoy que no hay Parrilla, veo claramente lo que pasa. Un tipo cualquiera hace de mí […] me encarna todo y por completo, aunque por un momento de luz y acción y arte sus bordes y mis bordes coinciden plenamente para que él y yo seamos uno, me abandonará muy raudo el botarate cuando descubra que no puede con mi alma, cuando se le acabe ese entremés con el que paga su alimento, cuando le ofrezcan una de artes marciales y extranjera o un programa de arquitectos en su salsa. (65-66).
Un texto escrito para jugar consigue la risa ante el personaje perdido en el tiempo histórico y, a la vez, en el tiempo del rodaje pero, también, una interesante flexión sobre el tiempo y la ficción y el lugar de quién vive en y crea constantemente ficción, el revés de la trama de un escritor/actor puesta en escena que confiesa aquí, más o menos, cómo está en el mundo, como a lo mejor estamos todos. Medio perdides. E igual, se ríe.
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[El diletante]
Para leer dándolo todo
Por Yanina Giglio
Quizás solo haya una razón para leer diarios ajenos: su actualidad. ¿Qué podría haber de contemporáneo en las memorias de un colono español? Diarios del capitán Hipólito Parrilla, de Rafael Spregelburd (Entropía, 2018) logra, como un F5 imprescindible, traer y retrotraer la misma idea/rutina/condena sísifa: nada ha cambiado en ese habitus esencial al ser humano. “La rutina es una sepulturera”, diría la dramaturga y bióloga Carina Maguregui, acaso la mejor descripción posible sobre el arco narrativo de esta pieza filosofal.
El tema central de la obra será la violencia, y todas sus ramificaciones prodigiosas, absurdas y posibles dentro de un ambiente natural maravilloso que dejará siempre sin las palabras justas (o estructura psíquica) al narrador. El capitán Parrilla y su etnocentrismo europeo imperante no podrá resistir ante el embate de pajonales, tierra colorada, fauna diversa, pantanosos caminos irreductibles. Todo un mundo que lo ve, a él: “al gran observador”; y le apunta: al “puntero” y lo pone en constante ridículo justamente a él: el capitán.
El hombre es un desubicado, un utilitarista del rango más extremo; el capitán Parilla, también es un hombre. ¿Qué hubiera pasado con nuestra humanidad si en lugar de servirse de la Tierra, le sirviéramos a ella? ¿Estaríamos a tiempo? Preguntas que ruedan, como las ropas inadecuadas que el capitán transpira en la actual provincia de Formosa, pero que nunca acaba por deshacerse de ellas; las ropas vuelven a su cuerpo, como la desidia en su interior. A propósito, ¿cómo se escribe en la piel de un hombre de más de 500 años? Rafael Spregelburd es también (o a su vez) actor, cineasta, guionista, dramaturgo, docente y traductor; un artista excepcional por su versatilidad y brillantez, entonces ¿qué procedimientos de escritura pone a jugar en esta memoire?
Bien, por un lado, al ser –en la “vida real”– el actor que en el filme Zama (Lucrecia Martel, 2017) interpretó al capitán Parrilla y por otro, al tratarse de una “presunta bitácora” de aquel rodaje, podemos pensar en la utilización de una técnica de las Ciencias Sociales, más específicamente de la Antropología Social, llamada “observación participante”. Esta metodología que culmina como acción participativa, es una de las técnicas más completas, ya que además de realizar un proceso de observación, elabora propuestas y soluciones. Aún más elaborada es en la descripción densa, y similares recursos se hallan en el realismo literario contemporáneo, cuando un autor/a convive en inmersión total en el mundo del cual quiere reunir vivencias para sus personajes, con la adopción de un rol; un ejemplo muy conocido es el de Mark Twain, con su libro La vida en el Misisipi. Esta obra de Spregelburd puede que sea el resultado de este procedimiento, pero en sentido inverso: devenir sujeto cargado del acervo histórico, para devenir personaje, para devenir libro, para devenir en la mirada del otro, siendo múltiples otros, porque todo lo que vemos nos ve.
Quizás solo haya una razón para leer diarios ajenos: su actualidad. Pero no, no la hay. Quizás el racionalismo, el iluminismo contaminaron la primera lectura crítica. No hay razón para leer, no seamos mercaderes del arte. Habrá que dejar pasar todo resabio cartesiano en nuestras miradas occidentales post coloniales para volver a leer Diarios del capitán Hipólito Parrilla sin fines, sino como un ejercicio rítmico (la musicalidad en la obra merece completísima reseña aparte) de empatía y desinteresado, sin primeras ni segundas intenciones, sin pedir nada a cambio, al contrario, como lo hace su autor: dándolo todo.
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[Otra parte semanal]
Tragedia y humor
Por Pablo Potenza
Como los sideshows de los grandes festivales de música o los spin-off de las series de TV, Zama (2017), la película de Lucrecia Martel que recrea la novela de Antonio Di Benedetto de 1956, también tiene ya un par de obras subsidiarias en forma de diarios de rodaje. Diarios del capitán Hipólito Parrilla, de Rafael Spregelburd, se suma a El mono en el remolino (2017), de Selva Almada. En este caso, quien escribe es el propio Parrilla, el personaje interpretado por Spregelburd, líder de la patrulla que sale a la aventura en busca del villano Vicuña Porto. Leemos aquí sus impresiones de viaje ante fronteras espaciales, temporales e identitarias que, progresivamente —tal como lo pide el relato de aventuras y mientras se pudre su brazo picado por una araña—, expanden sus límites hasta resquebrajar toda unidad y coherencia del mundo. Y lo hacen al mismo tiempo que, con ese desorden, muestran de qué se trata esa otra aventura que es hacer cine: una red de piezas sueltas cuya forma final apenas es visible mientras sus participantes la construyen.
Pero esto es literatura. Y Spregelburd refresca la narrativa argentina, más solemne y melancólica, con el aporte de una tonalidad preponderante en su dramaturgia: el humor. Parrilla narra su propia tragedia y hace humor a su pesar cuando registra anacronismos enunciativos: ¿habla el personaje, que se da cuenta de que hay otro que lo hace? ¿el autor, que agrega un epílogo para decir que escribía mientras actuaba? ¿o el actor, que va tomando notas para comprender mejor su papel? Hace humor con los anacronismos temporales cuando se queja en presente del montaje futuro que va a descartar una escena que está actuando (“Si al menos me hubieran dicho que esta escena sería cortada en el montaje me habría ahorrado algo de garra y de penurias”), y con ello no sólo exhibe la intervención posterior del autor, sino que también demuele la ficción del género diario como registro virgen de lo acontecido según la cronología de las entradas y para uno mismo: “no lo creerán”, Parrilla les advierte a sus lectores. También lo hace con los anacronismos perceptivos: el Capitán repara en los “fantasmas” que se mueven detrás de cámara y se desorienta, pero rescata un nuevo léxico y así acusa a todo lo incoherente de estar fantaseado. Lo mismo con los anacronismos lingüísticos, como cuando Parrilla fricciona una suerte de habla del Siglo de Oro español con cierta jerga porteña del siglo XX al despreciar una invitación (“Deben ser fiestas monstruosas, hediondas y sin lentos. Y como si de un asalto se tratara, acto seguido nos enrostran que debíamos procurar nosotros las bebidas”), o al chocar verbos elevados con motivos bajos (“Soy casi incapaz de abrocharme los botones, coger las riendas, blandir el sable, pelar una mentita”).
Si Martel escalonaba algunos planos de su película con acciones o sonidos secundarios que cruzaban la imagen principal y la modificaban por su sola simultaneidad, Spregelburd procede sobre el lenguaje superponiendo lenguas, espacios y tiempos. Con contraste humorístico, exhibe nuestra actualidad —en la que todo está disponible, sin la espera que era lo propio de Zama— y de algún modo la critica, al hacer de Parrilla su víctima.
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[Territorio teatral]
Indagar los límites
Por Mariano Nicolás Zucchi
Diarios del capitán Hipólito Parrilla. Presunta bitácora del rodaje de Zama es la primera novela de Rafael Spregelburd, publicada en 2018 por Editorial Entropía como parte de su colección “_apostillas”. El texto se presenta como fruto de la experiencia que el propio Spregelburd tuvo como actor en la película Zama de Lucrecia Martel (2017), la cual, por su parte, constituye una reescritura de la novela homónima de Antonio Di Benedetto (1956). Los tres materiales, más allá de sus diferencias – sobre todo, en términos formales- se concentran en narrar las desventuras de un grupo de soldados a finales del siglo XVIII que, en búsqueda de un peligroso bandido (Vicuña Potro), se adentran en los pantanos del norte argentino.
En el caso de la novela de Spregelburd, el texto presenta la acción desde la perspectiva del Capitán Hipólito Parrilla, personaje que el autor representó en la película. Para ello, la obra se vale, en principio, del género diario íntimo. En particular, la pieza pone en escena una voz, identificada con la de Parrilla, que en primera persona cuenta su travesía por el pantano. Este “relato de viaje”, si bien retoma algunos de los tópicos clásicos de la literatura argentina (la figura del indio, el “interior” como espacio hostil no civilizado, entre otros), es intervenido por la intrusión de un elemento disruptivo: la presencia del equipo de rodaje de la película Zama. Presentados como “fantasmas” y “duendes” desde la perspectiva de Parrilla, estas entidades generan una alta sensación de extrañamiento en la diégesis, la cual queda constituida como el resultado del cruce de estos dos mundos.
Ahora bien, dejando de lado el detalle de la fábula, creemos que el verdadero acierto de la novela se halla en su configuración formal. Específicamente, el texto, de fuerte carácter lúdico, constituye un espacio de experimentación, en el que Spregelburd explora las posibilidades de sentido que emergen de dislocar, sobre todo, dos aspectos del orden del discurso: el género y el dispositivo de enunciación.
En cuanto al primero, el propio título de la novela anticipa, de algún modo, el desplazamiento genérico al que apuesta la pieza. En efecto, a medida que avanza el texto, los elementos que definen el género “diario” se van debilitando en pos de la incorporación de rasgos más cercanos al terreno de la novela. Por ejemplo, se produce una alteración en las coordenadas deícticas: el presente de la enunciación ya no remite al momento de escritura del diario, sino a la acción experimentada por los personajes en el pantano. Es más, la aparición de los “fantasmas” hace ingresar en el terreno de la ficción supuestos eventos ocurridos durante el rodaje de la película y, en este proceso, en la medida en que estos hechos se presumen “reales”, la novela se desplaza hacia el género “bitácora”. En efecto, los títulos de cada uno de los capítulos (que remiten a las fechas y locaciones del rodaje) y la secuencia temporal (la acción relatada no sigue en todo momento un devenir cronológico, sino la lógica de una grabación en la que las acciones –las tomas- se repiten o se realizan en un orden no lineal) constantemente le recuerdan al lector el marco cinematográfico, el cual funciona como un orden que encuadra (y condiciona) el desarrollo de la acción. Con todo, el hecho de que el título de la novela incorpore el adjetivo “presunta” (en el sintagma “presunta bitácora”) se orienta a hacer reingresar la acción relatada al terreno de lo novelesco. En términos de efectos de sentido, la combinación de los elementos señalados en este párrafo hace que la diégesis quede ubicada en una zona de frontera, en la que constantemente se desdibuja el límite entre realidad y ficción.
En cuanto al segundo elemento (i.e. el dispositivo de la enunciación), no solo el plano de lo relatado se ve intervenido por la presencia de un elemento exterior (los fantasmas/el equipo de rodaje), sino que la propia voz a cargo del discurso queda construida con una identidad esencialmente inestable. En efecto, si bien el responsable de la enunciación es presentado como Parrilla, algunos de los elementos del discurso a su cargo (sobre todo, a nivel léxico) muestran que su perspectiva aparece fusionada con la de otra entidad: la del propio Spregelburd durante el proceso de composición de Parrilla. Así, el relato de la travesía en el pantano aparece intervenido por referencias al veganismo, al cine de Lynch, a la física cuántica, a los escritos de Foucault, entre muchas otras. En consecuencia, el hecho que de la voz quede configurada de este modo genera un sentimiento de gran extrañeza que reenvía al lector a recordar constantemente el carácter artificial de la materia narrativa.
En suma, Diarios del capitán Hipólito Parrilla constituye un entramado de corte experimental y fuerte impronta lúdica que apuesta a la yuxtaposición de universos tanto en el nivel del enunciado como en el de la enunciación. El modo en que aparecen combinados las desventuras de un grupo de soldados en el siglo XVIII y el rodaje de dichos sucesos en 2015 produce un texto que, orientado fuertemente a la construcción de comicidad, se permite, al mismo tiempo, indagar en los límites entre realidad y ficción.
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[Tiempo Argentino]
"Yo hago partícipe al lector de una creación impura"
Por Mónica López Ocón
“Ayer, como un presagio, un no vayan, ha llovido sin parar, el cielo iluminado de mil flancos, los pajonales queriendo elevar al cielo su plegaria, y yo –mirando impotente la crecida, el retroceso cobarde de la tierra y sus dominios, parado del lado seco de esta ventana petulante, ese recorte minúsculo en lo infinito de la pampa boreal que me invoca a grito pelado- no he hecho más que rumiar mi espera aún un par último de días. Me arrancaría la ansiedad como piel vieja.”
Quien habla es el capitán Hipólito Parrilla. Le da la voz Rafael Spregelburd, en su novela Diarios del capitán Hipólito Parrilla (Entropía), título que se completa con la aclaración Presunta bitácora del rodaje de Zama. Antes, lo había interpretado en la película de Lucrecia Martel.
El texto y la entrevista al autor vuelven a probar por lo menos dos cosas: que las circunstancias y las intenciones con las que se escribe pueden no tener nada que ver con el resultado y que existen tantas lecturas de un mismo texto como lectores. Cuando se elogia la potencia narrativa de la voz del capitán Parrilla, Spregelburd contesta: “Me sorprende mucho que te haya gustado. La novela ha tenido muy buenas repercusiones y siempre me sorprenden. Está ligada a una experiencia que sólo tenía sentido para los cien tipos que estábamos en el rodaje. De hecho me tuvieron que convencer de publicarla porque me parecía más una broma interna que una novela. Quizá debería haber sido publicada como poesía y no como narrativa, porque lo propio de la poesía es encontrar una singularidad y esta novela la tiene, precisamente, porque no aspira a ninguna universalidad.”
Lo cierto es que Spregelburd, sin darse cuenta, puso a germinar una semilla del capitán Parrilla que concibió Antonio Di Benedetto y nació un brote. Es que la literatura nace de la literatura, a veces de forma explícita, como en este caso o como en el de La mujer de Wakefield, de Eduardo Berti, o de Una vida de Pierre Menard de Michel Lafond. Otras, de manera imperceptible. La experiencia no produce literatura por sí misma, si no existe una maquinaria de transformación que la procese.
-Di Benedetto no imita un lenguaje del siglo XVIII, sino que lo inventa. ¿Vos hacés algo parecido?
-Coincido en que lo que hace Di Benedetto es inventar un lenguaje, pero la invención de Zama es pura y la mía tiene necesariamente que ser un híbrido. No me atrevo a la invención pura. El lenguaje que él inventa no es aquel en el que transcurre la acción, no es el de siglo en que vive el lector de la novela. Por lo tanto, como no está en ningún lado, es absolutamente verosímil por todas partes. Yo opino sobre esa verosimilitud, pero no creo otra verosimilitud pura. La mía es una opinión impura acerca de las grandes creaciones: la novela, la película.
-Pero lográs una voz de Parrilla tan potente que resulta muy creíble a pesar de todos los procedimientos de extrañamiento, como cuando Parrilla dice que va a morir y que lo sabe porque se acerca un técnico de filmación con un arnés.
-Lo que vos llamás extrañamiento es lo único que era real. Para los actores, un rodaje está lleno de partes ficticias, casi todo es una mentira. Sin embargo, hay un momento en que encienden la cámara y te demandan un grado de verdad que es equivalente a una tajada de tu alma. No vas a salir indemne de la toma. Es tan difícil de explicar a quienes no son actores el abuso que el cine hace de sus elementos humanos, que ritualiza sin ninguna piedad porque todo es una increíble confusión de cables, de intensidades y de urgencias. El técnico que mencionás era lo único verosímil. Lo otro es un intento vano de patinarlo de literatura. Por eso hablo de la creación híbrida, de lo impuro, y hago partícipe al lector de esa impureza, algo que es muy propio del lenguaje del teatro. Es una puesta en escena de un hombre que escribe una novela sobre una película.
-¿Cuál es la relación entre Zama y el teatro?
-Lo que me parece extraordinario de Zama es que el personaje se considera muy virtuoso y en su relato no hace más que dar señas de que no lo es. Los lectores tenemos una percepción del mundo que rodea al personaje que el propio personaje no puede tener. Ese procedimiento de Zama es lo que yo llamo teatro, que es invitarte a la noción de que un objeto está siendo visto al mismo tiempo de maneras diferentes. Es el hecho más disruptivo en contra de la gramática de la literatura narrativa que suele tener un narrador omnisciente que nadie cuestiona. Zama es cuestionado todo el tiempo por su propio relato. Es como si incluyera al lector como un espectador cómplice de esa divergencia. Cuando Lucrecia me llamó por la película, me pregunté cómo iban a hacer para filmarla porque lo estrictamente narrativo, lo literario tiene que ver con un procedimiento muy difícil de trasladar al cine. Cómo hacer para meterse en la cabeza de ese personaje. Creo que Lucrecia sabiamente se mete con otros asuntos: el paisaje, los indios, la fotografía de un mundo que para los latinoamericanos es a la vez vital y desconocido. Esto también es algo que puede leerse en el diario de rodaje que escribió Selva Almada. Ella fue a escribir sobre la filmación y quedó más fascinada por el entorno en que se contrataba a los indios para que hicieran de indios en una película que no verían nunca, porque jamás llegará el INCAA al pueblo de Formosa. Es una cultura que ya está extraviada.
-¿Por qué?
-Los indios con que nos tocó filmar eran evangelistas. Cuando se les hablaba de las tradiciones de sus ancestros, ellos nos miraban las zapatillas Nike. Creo que toda esa civilización perdida es el gran motor de la filmación de Zama. En la novela, en cambio, creo que el indio es ese Otro idealizado, una especie de abismo sin frontera en el que cae esta civilización encarnada por Zama, y que es llevada a la caída por el propio capitán Parrilla que avanza en el entorno como si realmente pudiera moverse en él.
-Debe ser difícil llevar al cine una novela como Zama.
-Hay diferencias abismales entre la película y la novela y tienen que ver con especificidades y virtualidades diferentes. El primer día Lucrecia me dijo: “creo que todo el mundo está esperando ver cómo fracaso con este guión que no ha podido adaptar nadie”. Hubo intentos anteriores de filmar Zama que fracasaron como el de Nicolás Sarquís. Creo que lo que Lucrecia hizo es poner la radio con la lectura de Zamamientras ella escribía sobre otra cosa. Por otro lado, la película es muy distinta del guion que escribió. Cuando la fui a ver, constaté que no se parecía en nada a lo que yo había estado filmando. De hecho casi no estoy en la película y tuve que aclararlo en la novela porque sonaba muy vanidoso escribir una novela sobre un personaje que casi ha sido recortado por entero. En la película soy un extra arriba de un caballo, pero no fue así durante la filmación.
-¿Y la idea de tu novela cómo surgió?
-Para mí que soy un escritor compulsivo el rodaje era muy demandante, pero no sabía bien qué demandaban de mí. Por ejemplo, tuve que ir una semana antes al sitio del rodaje para conocer al caballo con el que iba a filmar. Los productores estaban muy interesados en no perder tiempo en detalles porque la película se hizo en mucho menos tiempo del que se tendría que haber hecho y con menos recursos financieros de los que tendría que haber tenido. Les dije que no se preocuparan porque yo sé andar a caballo, pero tuve que viajar igual. A la media hora yo ya había conocido a mi caballo y estaba en disponibilidad absoluta hasta que el rodaje comenzara. Tenía la ansiedad de no saber qué hacer con la energía extra que ya tenía preparada para esa aventura y que nadie me reclamaba. Durante la semana de ensayo como durante las tres semanas del rodaje, cuando volvía al hotel luego de jornadas larguísimas escribía compulsivamente tres o cuatro páginas que eran una suerte de broma interna. A la mañana siguiente se las pasaba por debajo de la puerta al resto de los actores y al equipo técnico. No buscaba más que una broma de identificación interna entre todos los que participábamos de esa aventura. Pero mentiría si dijera que no tenía nada que ver con el personaje. A Lucrecia no es fácil entenderle lo que busca y a mí me parecía que lo que ella quería era que uno fuera el personaje, no que lo actuara. Y en esa imposibilidad de ser un capitán del siglo XVIII en Paraguay, yo me iba volviendo un poco loco. Entonces me pareció que el diálogo con los antecedentes, con la historia, que favorecía mi inscripción en términos literarios dentro de esa aventura, me iba a ser útil.
-¿Cómo fue convivir con diferentes culturas y lenguas?
-Uno no se da cuenta de las reglas que imponen las culturas hasta que no se enfrenta a otra. Había una secuencia en la que el guión marcaba que los indios nos secuestran, nos roban todo, nos roban la ropa y nos echan con su ropa. Habíamos firmado un contrato en el que aceptábamos aparecer desnudos, si fuera necesario. Hay una escena en que los indios más peligrosos nos vienen a invitar a una fiesta y tenían que aparecer en bolas. Ellos no quisieron y entonces el vestuarista, que era genial, les diseña unas faldas hechas de plumas. Cuando Lucrecia los ve, les dice: “pero qué lindas están esas polleritas”. Los indios escucharon la palabra “polleritas” y se negaron a ponérselas. Culturas que están acostumbradas a estar desnudas, están totalmente ganadas por una moral que, por otra parte, es la que ha ganado el planeta. Uno reconoce en la mirada de pudor del otro, el propio extrañamiento. Yo les pedía a los indios que me enseñaran algunas palabras de su lengua pero ellos no están acostumbrados a que nadie les pregunte. Ellos aprenden el castellano, pero nadie aprende nada de ellos. Por eso no tienen la capacidad de separar una palabra de la otra. El guaraní, por ejemplo, es una lengua metafórica como el japonés es así. En chino, la palabra "barato" se representa con un ideograma que es una mujer que está debajo de un techo porque no hay nada más barato que tener a la mujer en casa. Ese es el concepto atroz que los chinos utilizan sin pensar ¿No es una locura? ¿No es el lenguaje un laberinto delirante que uno no percibe por estar dentro de él? Mi novela, como toda mi obra teatral es una expresión de ese azoramiento ante el lenguaje.
Historias de un rodaje singular
Zama se filmó en circunstancias difíciles, en una locación inundada, con el agua hasta la rodilla y un calor muy intenso. Además, convivían en el rodaje hablantes de diferentes lenguas, cuya pronunciación debía seguir ciertas pautas comunes.
Rafael Spregelburd cuenta: "El actor que hacía El Baqueano, Evandro Melo, es brasileño y no hablaba español. No nos entendíamos sino a través de un portuñol muy sofisticado y se suponía que tenía que hablar no sólo en castellano, sino también en mbayá. Era muy gracioso porque no podíamos identificar los pies en que meter nuestros textos en castellano, porque incluso cuando él hablaba en castellano, no le entendíamos nada. Además, era hipertenso, hacía mucho calor y cuando empezamos a filmar comenzó a tener problemas de presión. Era preocupante. A veces estaba en la filmación y a veces no y las escenas se tenían que adaptar a su intermitencia. Me resultaba graciosa la idea de que el único personaje que podía atravesar ese desierto de lenguas, se había convertido en una presencia intermitente como el gato de Schrödinger. Esa intermitencia era la gota que colmaba el vaso de todo ese equívoco lingüístico. Por eso hay tantas bromas de lenguaje en la novela. Por eso insisto en que es más un ejercicio de poesía que de narrativa."
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[Revista Ñ]
Memorial de una experiencia límite
Por Mauro Libertella
Él se refiere al libro como “novela”, y es difícil determinar sin, en efecto, lo es. Es cierto que, como decía Levrero, hoy una novela es cualquier cosa que se ponga entre una tapa y una contratapa. Pero el texto que acaba de publicar Rafael Spregelburg es más bien un híbrido, un artefacto de naturaleza extraña en el que fue apuntando, bajo la estructura de un dietario, las impresiones de Hipólito Parrilla, el personaje que le tocó interpretar durante las semanas desmesuradas del rodaje de Zama, la película de Lucrecia Martel. Los conceptos de autoralidad, narrador y personaje están mezclados, confundidos, superpuestos. ¿Quién escribe estas páginas? En un vuelco luminoso del texto, Parrilla se empieza a dar cuenta de que está siendo actuado. En ese desdoblamiento, mezcla de artificio y emoción, está la clave, siempre, del trabajo de Spregelburd.
–Este libro lo escribiste desde la “cabeza” del personaje que interpretaste. Hay una tesis actoral que indica que el actor tiene que mimetizarse con el personaje. ¿Hay algo de eso acá?
–Yo no adhiero mucho a esa idea de convertirse en el personaje. De hecho, tampoco creo mucho en la existencia de un personaje. Como en una creación literaria, los personajes son fuerzas poéticas en un entramado. Lo importante es cómo construir ese entramado, y para eso hay que estar muy atento, entrar y salir todo el tiempo, manipularse a sí mismo, elegir, descartar. Lo que puede haber pasado en este caso es que la película, desde que llegamos a Formosa, que fueron los primeros días de rodaje, entró en una especie de espiral vertiginosa de delirio. El primer día de ensayo las locaciones inundadas, el agua hasta la cintura, había que decidir si se suspendía un proyecto de muchísimo dinero, de muchísima gente involucrada, o si se hacía de cualquier manera. Cuando hubo esa comprensión de que la película iba a ser mucho más excedida de lo que nosotros pensábamos, creo que a cada uno, dentro de su rol, le llegó una dosis de extraña iluminación trascendental.
–¿Cómo fueron esos primeros días de rodaje?
–Fueron de ensayo, porque no se había podido ensayar en Buenos Aires, porque requeríamos de caballos, de la locación, de los indios. Yo estaba muy ansioso, volvía por la tarde al hotel, donde no había ni señal de Internet para hablar con mi hijo o mi mujer y me ponía a escribir de manera compulsiva. Era quizás una manera de resolver un problema que no podía resolver en el terreno. Yo no sabía cómo iba a ser esta película y la escritura era un refugio donde yo me podía sentir seguro. Pero fue en su momento una broma literaria con la que nos comunicábamos con el resto de los actores.
–¿En qué sentido? ¿Ellos lo fueron leyendo?
–Sí, yo escribía tres o cuatro páginas por noche todos los días del rodaje y se las pasaba por abajo de la puerta de las habitaciones a los actores. Era el cartero de las novedades del día. Jamás pensé que esto se convertiría en una novela.
–¿Dirías que es una novela?
–Estrictamente, no. Está publicado en la colección apostillas, que reúne tanto ensayos inclasificables como poesía. Yo creo que es más un ejercicio de poesía en prosa que un diario de rodaje.
–¿Qué diferencias hay entre actuar algo que has escrito vos y algo que ha escrito otro?
–Para actuar hay que estar muy disponible. cuando es para algo que dirijo yo mismo, yo se cuál es el límite de esa disponibilidad. Yo se hasta dónde es necesario involucrarme (casi siempre, todo). En una película nunca lo sabés. Quizás para el director es más importante que no sepas lo que va a pasar. En mi caso, yo no se qué hacer con esa ansiedad de actuación, porque no soy yo quien decido cómo se va a canalizar. Esa es una diferencia clave. Esa angustia de actuación, esta vez, encontró una vía literaria.
–También, cuando vos te escribís para vos mismo, ya sabés cuáles son tus recursos, incluso tu zona de confort.
–Pero recordemos algo:cuando yo me escribo para mí mismo, siempre es en teatro. Nunca ha sido en cine. Y es diferente, porque el ensayo teatral es una acumulación, un proceso, y siempre tarde o temprano llegás a una zona de confort. Cuando estás en estado de estreno, lo tenés ya resuelto. En una película nunca podés resolver nada. Ese disconfort me fascina, no es que me queje. Me parece la aventura más grande.
–El libro es el de un personaje importante de la película, y sin embargo en la edición final no apareces tanto. ¿Eso es algo que tenías claro?
–Eso se dejaba ver un poco en el guión. Todos los personajes excepto Zama son muy secundarios. Lo que sucede es que toda la aventura de ese tercer acto requiere mucho tiempo. Para filmar 30 segundos en un pasaje entre unas palmeras tuvimos que llegar una semana antes, practicar con los caballos, reconocer el terreno. Lo que es cierto es que en el guión original y en la novela, Parrilla es muy locuaz. El 90 por ciento de mis textos desaparecieron en el montaje, lo mismo le pasó a muchos personajes.
–Hay directores que repiten mil veces una toma, y otros que apelan a la naturalidad instintiva de la toma única. Y en el teatro sucede otra variante:hacer todos los días la misma obra. ¿Cómo te llevás con eso?
–Como actor de teatro, efectivamente, estoy más preparado para disfrutar de la repetición que del repentismo, de jugártela en una sola toma. Yo me he educado en el rigor que supone la repetición y la selección. Pero el cine te da a cambio otro changüí extraordinario, que es la captación del momento. En el teatro el momento está atrapado previamente y servido en bandeja de plata para que el espectador lo vea en su temperatura más alta. En el cine uno va a la caza de cómo te puede ocurrir, de la nada, un estímulo potente. Uno no tiene más preparación que lo que ha pensado sobre la historia biográfica del personaje, y en el momento te dan las instrucciones verdaderamente importantes:a qué distancia de cámara vas a estar, con qué manos tenés que agarrar las riendas, cuántos segundos tenés para caerte del caballo. Eso lo descubrís cinco minutos antes de hacer la toma. Fue muy interesante, porque antes de la película Lucrecia nos hizo, a todos los actores, aprender a bailar el minué. Ella quería una película afeminada, donde los hombres no actuaran de machos arriba del caballo, sino de una delicadeza cortesana, propia de las cortes francesas de esa época. Entonces quería que todo se hiciera con los tiempos del minué:que todo se caminara en tres tiempos. Eso lo hicimos un tiempo, sin ensayar las escenas propiamente dichas. Y luego ella insistía en borrar todos los rasgos del castellano porteño, estaba a la caza de un neutro inventado, una suerte de fusión latinoamericana. Nos reíamos: lo que ella llamaba neutro, nosotros llamábamos salteño. Nos hacía grabarnos los textos y mandarle grabaciones, como un entrenamiento lingüístico. Pero al mismo tiempo, nos prohibía ensayar la escena, porque para ella lo bueno de la escena era que al personaje le sucedía por primera vez.
–En el prólogo del libro hablás de un “aire general de travesura que les está reservado a las grandes obras y a los grandes momentos de la vida”. ¿Cómo y cuándo te das cuenta que estás siendo parte de algo grande, de algo distinto?
–Las dimensiones del proyecto ya se podían deducir en la convocatoria. El libro, el hecho de que Lucrecia hacía ocho años que no filmaba, la participaciones de productores de Almodóvar....había una sumatoria de factores. Yo sabía que esta era una participación única en la vida. De hecho, a mí me agarró en un momento muy peculiar. Tuve que suspender cosas mías personales de parejo tenor para poder estar en la película. Por ejemplo, se estrenaba mi obra Spam en Nueva York y no pude ir. Mi mujer quedó embarazada cuando yo me estaba yendo de rodaje;un embarazo no grave pero complicado, y yo estaba en otro planeta. Es lo más cerca que uno puede estar de una aventura memorable. No se filman diez películas de estas al año: se filma una en una década. Con todo el sacrificio personal que eso tuvo.
–Hay un problema, si se quiere teórico, que es a quién pertenece un personaje. ¿De quién es Hipólito Parrilla? ¿Es de Di Bendetto, es de Martel, es tuyo, no es de nadie?
–Bueno, claro. Ante esa pregunta, que no tiene respuesta, lo primero que yo hice fue preguntarle a los productores de la película si estaban en contra de la publicación del libro, a lo que me dijeron que todo lo contrario. Luego consultamos a los herederos de Di Benedetto y dijeron que no había problema. Y Lucrecia no cuenta exactamente la historia del libro, entra en sintonía con esa historia. Junta dos o tres personajes del libro en uno, no replica los diálogos. Fue muy inteligente en eso. En esa dilución del concepto de propiedad está toda la literatura contemporánea. Pero ante la duda, consulté con todos y no hubo problema.
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[Eterna Cadencia blog]
"Todo mestizaje es una forma de pureza"
Por Natalia Gelós
Como una mancha que se expande, la sospecha de Hipólito Parrilla empieza a crecer: “En esta suspensión de mis andanzas, fantaseo con que hay otro que hace de mí y que representa mis desgracias. No lo conozco. Pero me agacho en silencio a observar qué hace, cómo vive. Sí, sé que es bizarro, que es improbable pero ¿no han sentido quizá tal certidumbre?”. Esta es la primera novela del dramaturgo, director y actor Rafael Spregelburd y no se anduvo con chiquitas, aunque todo haya nacido como un juego para pasar los días pastosos y a la espera durante la filmación de Zama, la novela de Antonio Di Benedetto llevada al cine por Lucrecia Martel. Diarios del capitán Hipólito Parrilla (Entropía) es un híbrido intenso, un diario que registró la voz del personaje que le tocó interpretar, un fluir de la conciencia que poco a poco se despabila ¿Quién termina por hablar, acaso, en esos días húmedos, de aguas turbias y vegetación rotunda en escenarios de río en Formosa y Entre Ríos? El creador, entre otras cosas, de ese coloso convertido en obra de teatro que es La Terquedad, habla de su novela pero enseguida despliega su maquinaria creativa.
“En la novela no valen las excusas así que los editores pasaron el prólogo al final para eliminar la autopiedad de por qué ésta cosa tan rara”, advierte antes de empezar. Esa “cosa rara” son entradas en un diario que avanzan en territorios brumosos por los que vale la pena dejarse llevar para disfrutar de una prosa detallista y sutil. “Yo no escribo narrativa; sólo escribo teatro. Se trata más de una singularidad de la poesía o la lírica, si se quiere, más que de una novela en los términos en la que entiendo, me gusta y leo”, vuelve a advertir.
¿Cuáles son esas novelas que leés y que te gustan?
Aquellas donde la narración ocupa un lugar privilegiado, donde los acontecimientos y la omnisciencia del narrador te permiten un montón de juegos que el teatro no te permite. En teatro no hay omnisciencia; cada personaje sólo sabe lo que quiere él. De hecho, eso es lo que les cuesta a los no dramaturgos cuando quieren escribir teatro: todo está explicado, todo dicho por una voz ajena a los personajes, y eso no vale.
¿Cómo operó en vos ese paisaje tan particular como es el formoseño?
De manera definitiva. Un hombre de ciudad en una situación de descontrol absoluto. A diez minutos del centro de la capital de Formosa estábamos. La película se fue demorando. El actor está siempre en una especie de disponibilidad ¿Qué será lo que quieren de mí? Y yo estaba un poco paranoico porque era una película que se hizo con la mitad del dinero que se necesitaba, apretadísima de fechas y horarios, entonces los actores sentíamos que teníamos que estar en disponibilidad 100%. Lucrecia filma en planos secuencia y uno tiene que transformarse porque no sabés en qué parte del día te va a necesitar. Tenés que estar en el paisaje.
¿Cómo nacen estos diarios de Parrilla?
Yo volvía al hotel muy excitado. No había Internet. En los días previos de ir a Formosa nos enteramos de que mi esposa estaba embarazada. Para hablar con mis compañeros, que eran de Brasil, tenía que chapucear el portugués. Estaba solo, entonces empecé a escribir. En esa falencia de comprensión están los hilos que conectan con el Zama de Di Benedetto. Nunca pensé en publicarlo porque creía que quien no hubiera estado allí y no conectara con la clave, no lo iba a entender. No era teatro, era un juego. Como por otra parte debe ser toda escritura. A la noche les pasaba a algunos actores, a Lucrecia, tres páginas por debajo de la puerta de las habitaciones. Era un folletín. Yo quería que fuera publicado en alguna colección en la que quedara claro que no era una novela
Pero le decís novela…
Es parte de mi paranoia… Tengo muchas piezas escritas y siempre peleo la singularidad del dramaturgo frente a otras formas de escritura, entonces me parece injusto que yo me ponga a escribir una novela, que me meta en un territorio de gente a la que admiro y que conoce un montón de cosas que yo desconozco. Siempre quise como abrir el paraguas hasta que me di cuenta de que todo el mundo que ha escrito una primera novela la ha escrito así: sintiendo que no había derecho, en territorio desconocido. También creo que hay una trampa: si uno la lee como monólogo del personaje, entonces podría pensarse como teatro. Todo el tiempo me decía: “Esto se parece a algo que yo conozco”. Hablé mucho con Javier Dualte sobre su primera novela, sobre cuánto de su teatro iba a haber en El circuito escalera y cuánto de su pasión por la lectura.
¿Y a qué conclusión llegaste después de esa charla?
Que la escritura de una primera novela puede compararse con una primera obra de teatro: en un territorio desconocido, más vale que seas ducho con el manejo de tus emociones, de tus palabras, de tus imágenes y todo lo demás se tiene que armar descubriendo las reglas
En algunas entrevistas decís que buscás la lengua perfecta, y en la novela de Di Benedetto hay una pregunta sobre la lengua también. ¿Encontrás relación entre esas búsquedas?
Di Benedetto lo hace con la maestría de quien ha encontrado una clave pura. Es un lenguaje inobjetable. Yo entro en una forma híbrida porque utilizando esa pureza, me burlo de ella, me burlo de la búsqueda de toda perfección. Está llena de anacronismos, de palabras contemporáneas, porque lo que le pasa al personaje es que está dándose cuenta de que es el sueño de un actor contemporáneo en una situación X. Yo creo que todo híbrido, todo mestizaje es una forma de pureza, en el fondo.
Recién hablabas del encuentro con otras lenguas: pilagás, qom… ¿Vos, que hablás varios idiomas, qué pensaste en ese momento?
Este primer contacto fue para mí emocionalmente extraordinario. Ellos hablan también nuestra lengua y eso te pone en una sensación de choque, de decir: “El imperialista soy yo, que no voy a aprender las palabras de estas personas”. Es lo que te pasa cuando vas a Estados Unidos y ellos no hablan tu idioma porque todos les hablamos el suyo. Yo filmé varios días con Rodolfo Prantte, que es paraguayo, y hablamos muchísimo sobre el guaraní. Es una lengua metafórica; una a la que, si le falta la palabra para decirlo, la toma prestada del castellano o del portugués. Eso me sirvió de introducción para estas otras lenguas. Nosotros teníamos unos textos escritos por fonética, y ellos se sorprendían mucho de que alguien que no era de allí hablara en qom, en pilagá. El diario de Selva Almada se convierte en el choque de dos culturas. Ella está fascinada por el descubrimiento de que dentro de este país hay naciones postergadas dentro del territorio argentino. Ellos hicieron su parte del pacto, aprender castellano, pero el Estado argentino no les da nada. Lo impresionante es cómo van desapareciendo los motivos para hablar estas lenguas. Yo trabajé mucho con Nicolás Varchausky, músico de varias obras mías, que estaba haciendo una obra sobre el último hablante de la lengua chaná, ahí actuó de un misionero que trata de corregir al indio que le explica cómo se habla su lengua. Están borrados esos pueblos, esas lenguas. Y es muy fuerte encontrarlos.
¿Ese encuentro abre la puerta para otros trabajos o es un capítulo cerrado?
Nunca está cerrado. La relación entre quiénes somos y cómo hablamos es constitutiva de mi teatro, de mi escritura y de mi pensamiento. Pedí varias veces que me enseñaran, que me pasaran libros, pero no había impresos, y no conseguí que nadie creyera en mi deseo de aprender.
Hablamos de aprender. ¿Tomaste clases de minué durante aquellos días?
Lucrecia pensaba que las películas históricas argentinas fallan porque cuentan la historia de machos a caballo que son copia del cine de western y ella quería lograr una especie de cultura andrógina muy afeminada, parecida a la corte francesa de Luis XV. Ella quería una película cortesana, no masculina.
¿Vos problematizás sobre la masculinidad o la femineidad de los personajes antes de escribir tus obras?
No, porque eso tiene que ver más con la interpretación, pero me di cuenta de que, a lo largo de mi evolución como dramaturgo, mis grandes personajes han sido mujeres. Me doy una explicación bien simple: como soy actor y hombre, siempre vivo la fantasía de querer representar todos mis papeles. Cuando estoy escribiendo, como no sé qué papel voy a encarnar, todos mis personajes masculinos son personajes que puedo interpretar yo y eso me limita. En cambio, cuando son mujeres, soy completamente libre. No necesitan de mi talento y/o de mi inoperancia. Quedan en el territorio del misterio. Los masculinos están siempre atrapados por mi propia neurosis.
Hablás varios idiomas, reflexionás sobre sus secretos, hay una charla TED en la que contás sobre tu modo de tomar elementos de la física, presentaste unos capítulos sobre Clorindo Testa y te confesaste amante de cierta arquitectura ¿Todo eso nutre tu escritura?
Busco salirme del teatro. El teatro que sólo habla del teatro es como la novela que sólo habla de novela o el neurótico que sólo habla de sí mismo. Por eso siempre traté de hibridar la escritura teatral con otra cosa. Lo que no sé es cómo llega esa otra cosa. Mi primera fascinación siempre fueron los lenguajes, pero puede ser cualquier cosa que me sirva. Mi mujer es artista plástica y cantante por lo que es natural que en casa haya una búsqueda en paralelo de los puntos altos de otras disciplinas. En arquitectura me interesa un momento particular, el racionalismo. Creo que me interesa la destrucción, el desarmado de algo, ya sean las gramáticas, la música, cómo se desarman las reglas que otros armaron antes.
¿Y cuál es tu última destrucción?
Las artes marciales.
¿Y eso se filtra en la escritura?
No escribiría para utilizar eso, pero me metí en la cuestión de los ideogramas, tengo un libro que explica su evolución en China. ¿Por qué decidieron tenerlos? ¿Cómo se lleva eso al pensamiento? ¿Cómo han enquistado metáforas de uso cotidiano en descripciones? La palabra barato en chino se hace dibujando una mujer debajo de un techo: no hay nada más barato que tener una mujer en casa. Fijate de qué manera el patriarcado se cuela en eso. Me tiene fascinado. Los chinos tienen una palabra para hermano y otra para hermano menor, pero esa palabra ahora queda sólo como recuerdo, porque no tienen más que un hijo.
¿Y llevás notas de todas esas observaciones?
No, después aparecen de a poco. Una borrasca que está debajo del café y que sube cuando voy revolviendo.
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[Infobae]
"Para muchos novelistas, los dramaturgos somos escritores con capacidades diferentes"
Por Matías Falco
Durante las semanas que insumió el rodaje de Zama, Rafael Spregelburd escribió un diario desde el punto de vista del Capitán Parrilla, el personaje que interpretó en la película de Lucrecia Martel. Fue una tarea que concretó cansado, a veces incluso maquillado, al final de cada jornada en el hotel de Formosa en el que se alojaba el equipo. No estaba en los planes llevar esta bitácora ni mucho menos difundirla, pero el texto fue publicado el mes pasado por la editorial Entropía.
"Se veía venir una película que iba a reclamar de los actores que estuviéramos siempre encendidos —explica Spregelburd a Infobae Cultura—. A diferencia de otros casos, uno sabía que no tendría tiempo para prepararse y entrar en personaje. Convenía siempre estar en personaje y a mí como un ejercicio literario me parecía divertido escribir los pensamientos de Parrilla. Era una forma de ocupar la ansiedad del tiempo libre y al mismo tiempo sentirme en disponibilidad, por lo menos en disponibilidad literaria".
Cada noche, el actor, cuyo personaje en principio tendría una participación mayor que la que se ve en la película, le dejaba al resto del equipo copias de las tres o cuatro páginas que había escrito y en las que, desde ya, aparecían todos mencionados. Cuenta Spregelburd: "Leíamos la novela como una especie de diario de viaje delirante escrito en ese castellano inventado y llenos de anacronismos que de alguna manera emula la invención de Di Benedetto, que es una invención más pura, más cristalina, esta es una especie de mezcla bizarra".
—¿Cuál era la reacción en general?
—Se divertían mucho. De hecho, fueron los productores los que me instaron a seguir. Cuando empezó la película, a la semana siguiente pensé que no lo iba a poder sostener durante mucho más tiempo. Me llevaba dos o tres horas por día. Hasta que esperaba la hora de la cena me ponía a hacer esto. A veces incluso sin quitarnos el maquillaje, nos pedían que no nos bañáramos porque había una hora y media de maquillaje. Éramos como cincuenta personas, una locura. Entonces llegabas liberado de la responsabilidad de filmar, pero estabas pintado de naranja: tenías sensación de que no terminaba nunca tu estar dentro de la película. Me tocó filmar mucho con brasileños, con lo cual a veces tenían que traducirles al portuñol lo que había escrito. También Lucrecia lo leyó, sobre todo los primeros días.
—Usted no sabía que se iba a publicar…
—No, no me parecía, porque como yo escribo teatro no tuve ni siquiera el coraje de ir a una editorial a presentarlo como novela. Pero después, una vez terminado y viendo que tenía cierta coherencia estilística, varias editoriales me lo demandaron, me preguntaron si no quería publicarlo. Cuando terminamos la película, en la fiesta de fin de rodaje los productores hicieron una edición pirata del libro y los repartieron a todos. Nunca lo pensé como algo muy en serio.
—Fue entonces una herramienta que lo ayudó a trabajar…
—Sí, lo cierto es que en la mitad del rodaje me di cuenta de que no era una herramienta verdaderamente útil para el rodaje, pero ya me sentía comprometido con lo que había empezado.
—Deslizó que no es una novela. ¿Qué es, entonces?
—Es muy graciosa la pregunta, porque también en teatro escribo unos géneros que no existen, en los bordes de lo que se puede y lo que no, pero no doy ninguna explicación. El teatro es así. Y ahora me resulta muy curioso que por pasarme a la narrativa tenga que dar una explicación que nadie sabe dar. Por suerte en la colección en la que salió publicado, Apostillas, coexisten ensayos y reflexiones de inspiración poética, así que me parecía atinado publicarlo ahí. Yo creo que es poesía, que lo que organiza el relato es más la búsqueda de un lenguaje preciso y delirante, un pensamiento de lo impreciso más vinculado a la poesía que a la narrativa. Lo que pasa es que también es deudor de una gran novela, Zama de Di Benedetto, con lo cual también parecería un epílogo a esa novela. Tiene intertexto muchas con otras cosas, también con la película. Como diario de rodaje también es fiel. Lo que yo describo es exactamente lo que pasaba en cada jornada.
—¿Le gustaría escribir narrativa?
—Nunca escribí narrativa. Siento que mi especificidad está en la dramaturgia, no siento la necesidad de salir de allí. Y la dramaturgia es una forma de arte muy completa. Muchas veces escribo dramaturgia y siento que estoy escribiendo poesía también. El procedimiento de la poesía está presente en cualquier forma de escritura. No saldría a publicar un libro de poemas porque creo que nadie me va a leer, pero no es que no escriba poesía. Y en el caso de la narrativa, mis obras son tremendamente narrativas. Hay incluso quienes piensan que podrían ser grandes adaptaciones cinematográficas porque contienen mucho relato. Entonces no siento esa ansiedad de pasarme del otro lado, del lado de los escritores reconocidos, porque para muchos de los novelistas los dramaturgos somos escritores con capacidades diferentes. Y yo adoro esas capacidades diferentes.
—¿Por qué piensa que sucede esto?
—Porque la dramaturgia siempre ha tenido una relación conflictiva con la literatura con mayúscula. Es una literatura contrahecha y comprimida. Tenés que asumir el punto de vista de cada uno de los personajes, pero solo lo que dicen. Ni siquiera es permitido el monólogo interior u otras formas libres de la literatura. Entonces hay muy poco despliegue en general para ciertos tipos de prácticas libertarias que la narrativa se toma. Pasa en el teatro y mucho más extremamente en el guión de cine, que es mucho más constrictivo porque tiene que durar una cantidad de tiempo. Cada especificidad de estas hace que los grandes escritores piensen que los dramaturgos o los guionistas nos hemos volcado a una definición técnica de un problema y no a la verdadera creación. Yo creo que no es así. Creo que lo que hay que aprender para escribir una obra de teatro es profundamente artístico y no solamente técnico. Por eso soy dramaturgo a mucha honra. Pero la discusión es eterna.
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[Revista Ruda]
“No podés permanecer en la ficción mucho tiempo porque es enloquecedor”
Por Mariano Cervini
Rafael Spregelburd escapa al encasillamiento. Es dramaturgo, guionista, director y actor de teatro. Habita las pantallas de cine ( El hombre de al lado, Floresta, El crítico, La Ronda) y las novelas de televisión (Guapas, La casa del mar). Los premios obtenidos a lo largo de su carrera son apenas un esbozo de lo que ha significado su aporte a la transformación del teatro nacional; entre sus creaciones figuran Heptalogía de Hieronymus Bosch, Remanente de invierno, Spam y La terquedad. Sus libros y obras fueron traducidos y estrenados en variedad de países. En 2018 publicó por editorial Entropía su novela Diarios del Capitán Hipólito Parrilla, una historia que si bien está basada en la experiencia del personaje que supo encarnar en el rodaje de Zama, la película de Lucrecia Martel, logra una voz y una narrativa propia, que a su vez mezcla un lenguaje castizo y bizarro, con referencias contemporáneas pero anclado en el tiempo del exitoso largometraje.
¿Por qué decidiste escribir este diario?
Nunca fue una decisión que tomé del todo. El diario de Hipólito no era esto, sino una suerte de broma interna y un ejercicio actoral. Hay dos momentos: cuando decido empezar a escribirlo y cuando decido que es una novela. El primer caso se dio al principio, cuando llegamos a la localidad de Empedrado, en Formosa, a las locaciones en donde íbamos a filmar los exteriores de Zama, con Lucrecia Martel y todo el elenco. El problema fue que estaba todo inundado; había medio metro de agua y nos dimos cuenta que las circunstancias para ensayar iban a ser extraordinarias en todo sentido. Teníamos mucho trabajo por delante, mucho ensayo, y nos preguntábamos cómo iba a ser posible llevar adelante esto en un lugar tan hostil. A la vez, no sabía bien en qué ocupar mi tiempo porque soy un poco multitasking, hago muchas cosas a la vez, y estaba en un hotel sin Internet, a la espera de que me avisaran para filmar. En ese lugar extraño, alejado de mi hijo y de mi mujer -que en aquel momento estaba embarazada de mi hija- tenía muchos espacios libres. Entonces decidí aprovecharlos. La película en su desmesura era tal que a los actores se nos necesitaba encendidos todo el tiempo para ver en qué momento la cámara nos iba a tomar. Había que estar habitando el paisaje casi igual que el ganado o el clima; había que ser parte de eso porque Lucrecia ponía la cámara en lugares muy abiertos donde se ve todo y los movimientos son enormes. Había escenas en las que los actores caminábamos un kilómetro con el caballo y después volvíamos; las instrucciones de actuación eran esas. En ese ambiente creí que una buena forma de estar encendido y en disponibilidad era escribir el diario del personaje.
Ahí tomaste la decisión de escribir…
Sí. La primera toma de decisión fue definitiva y muy consciente. Me dije a mí mismo: no voy a ser yo el que escriba; va a ser el personaje que lo ve todo como algo real, sin saber que es una película. Escribía dos o tres páginas por noche. Volvía de los ensayos, llegaba al hotel y escribía sin corregir y compulsivamente lo que había vivido durante el día de rodaje pero la perspectiva era la de mi personaje. La broma era pasarlo por debajo de la puerta de los actores y nos reíamos juntos de uno que se había desvanecido, de otro que casi lo pica una víbora y cosas parecidas. Este era un poco el tono. Al segundo día lo volví a hacer, al tercero también y al cuarto ya los actores me lo pedían en el desayuno (risas). Me decían que estaba muy bueno y que lo sostuviera hasta el final. Así se convirtió en una obligación literaria; lo escribí todos los días, incluso los que no filmábamos, que eran los fines de semana, aunque algunos sábados hubo que recuperar porque el clima fue muy malo. Tuvimos una semana de ensayos y tres de filmación y siempre escribía aunque no tuviera ganas porque pensaba que el mecanismo ya estaba activado y no lo quería traicionar.
Una escritura rápida y casi desbordada…
Para mí la situación de filmar siempre es extremadamente gozosa. Te codeás con gente sensible e inteligente y cada cena es una fiesta. No podría hacerme el vivo y decir que era tan fuerte lo que me pasaba que debía dejar un testimonio: Más bien ocurría lo contrario: el testimonio de esa suerte de felicidad absurda -mientras el mundo alrededor se derrumba, las personas se visten con trajes falsos del siglo XVIII para sostener una ilusión- me parecía vital y trascendente.
¿Qué diferencias notás entre cine y teatro a la hora de contar una historia?
En el cine los puntos de vista de los protagonistas están privilegiados de manera total. Incluso un personaje secundario puede estar en cuadro o no, sus textos pueden ser relevantes o no, pero la línea de identificación que busca el cine está totalmente atravesada de las voluntades protagónicas. En teatro esto no existe. Si vos tenés una escena con Hamlet y Laertes, si los diálogos de uno no son equivalentes en calidad a los del otro, si ambos no tienen razón en ese duelo, el universo teatral no funciona. Todos en este caso ocupan el lugar del punto de vista. No hay una cámara que te va a poner a uno de espaldas y a otro de frente. Los textos de semiótica teatral hablan de esto; recuerdo los de Anne Ubersfeld. En el teatro se diluye la ilusión del autor y quienes hablan en primera persona son los personajes; cualquier otra cosa es un adefesio. Si bien existen ciertas desviaciones estilísticas que pueden estar muy bien, por lo general todos los personajes tienen el mismo derecho a voz y voto. A mí me resultaba encantador imaginar este relato del Diario en que Zama sea un personaje secundario y a Parrilla solo le importa Parrilla. Esto también es un ejercicio literario que tiene que ver con una reflexión profunda de mis dos casas que son el cine y el teatro.
Parrilla no se lo banca a Zama, pero en un momento del relato parece haber un quiebre…
Nos llevábamos super bien con Daniel Giménez Cacho (el actor que interpreta a Zama en la película) y en el relato está presente la idea de que hasta el propio narrador lo odia pero después de tres semanas de que te la vengan poniendo sistemáticamente los indios ya éramos como amantes (risas).
Rescatás cierta comicidad muy particular en la narración…
Lo cómico es lo teatral. No hay chistes en el libro, salvo los anacronismos, que tampoco buscan serlo. Lo gracioso es pensar a Parrilla en esa situación ficcional en la que él como personaje no sabe que eso que le está pasando es una película. Entonces describe árboles que en realidad son palos con ramas en los que van puestos los micrófonos. Cosas muy divertidas que pasan siempre en los rodajes: acá todo es real porque está la cámara y atrás tuyo hay una cantidad de personas que miran y hacen otras cosas, a los que Parrilla nombra como los Fantasmas del Pantano. Tal vez nuestra realidad también esté construída por unos fantasmas parecidos. Es rescatar un poco esa idea borgeana de qué Dios detrás de Dios mueve la pieza.
Una idea muy metafísica…
Una idea muy argentina y muy inevitable de que en el ser y la existencia hay una estafa. Debe haber algo detrás porque esto solo no puede ser. Creo que eso es lo cómico. No sé si un español o un inglés se reiría como nosotros de esa interferencia del texto con lo real. Además eso lo voy descubriendo mientras escribo porque se empiezan a complicar las cosas: al principio él tiene control absoluto -en su soberbia y decisión- porque es un hombre de coraje. Lo que pasa es que es un idiota, pero su valor está intacto. A Parrilla le gustaría poder realizar esa misión y demostrarle a su padre muerto quién es y una serie de emociones que producen identificación y no son ajenas a personas comunes de este siglo.
¿Por qué elegís ese lenguaje entre castizo y bizarro para narrar?
Decidí escribir tomando distancia. Para eso utilicé un lenguaje que no existe; una falsa pantomima del castellano con una prosodia de alta temperatura solamente para indicar que el texto no es contemporáneo. No es ni fiel con la época ni riguroso con el castellano. Todo esto se empieza a corromper de a poco, de la misma manera que la existencia del relato se corrompe. Ese es un camino en línea recta. Es casi lo más simple que tiene la novela.
¿Cómo te llevás con el personaje?
Me resulta conmovedora la relación que el narrador-personaje tiene con el actor que lo va a encarnar: lo odia pero es lo único que tiene para vivir. Dice que se va a aferrar a él como al chiquero portátil en el que los trasladan de una locación a la otra. Todos estos asuntos son cómicos porque están expresados en el contexto incorrecto. No es un tratado de filosofía, es una novela de aventuras a la manera del Quijote.
Es un personaje que entra y sale todo el tiempo de la ficción a la realidad…
Esto le pasa todo el tiempo al actor de cine. No podés permanecer en el universo de la ficción mucho tiempo porque es agotador, enloquecedor. Esta película fue enloquecedora para mí.
¿Por qué?
Por varios motivos. Primero porque a partir de la picadura de la araña de mi personaje -que eso no pasa en la novela de Di Benedetto-, la confección de ese capricho genial y cinematográfico fue pesadillesco porque tenía que hacerme un brazo de látex durante tres horas cada vez que tenía que rodar. Fue un proceso muy doloroso. Me saltaban las lágrimas. Si el rodaje empezaba a las siete de la mañana, con la maquilladora empezábamos con el brazo a las cinco. Por otra parte, la escena de mi muerte -que en principio es muy simple en la película- presentaba un montón de interrogantes. A mí se me iba a matar con un lazo al cuello; el caballo tiraba del lazo y me ahorcaba. Para hacer eso seguro, tenía puesto un arnés de hierro y el lazo era falso, estaba atado a mi cintura, y cuando el caballo empezaba a correr yo tenía que simular que me ahorcaba. Eso lo ensayamos tres días seguidos tirándome de una lancha. Mi seguro de vida era más alto que mi cachet (risas). A mí me encantan esas aventuras. No todos los días te ocurre que una película se torne tan física.
¿Qué otras cosas te pasaron?
Después vino el tema de la picadura de la araña. A mi personaje lo pica una araña al comienzo de la película y tiene fiebre. Cuando arreglamos la composición del personaje con Lucrecia, se me ocurrió que la fiebre esté expresada por medio del llanto. Desde que empieza la fiebre el personaje está llorando todo el tiempo. Lo que pasa con eso en rodaje es que a lo mejor vos pasás nueve horas del día llorando porque te dicen: vayan allá, a ese pantano y nosotros les avisamos con una seña cuando empecemos a rodar. El asunto es que nunca sabés si te están filmando o no. Los asistentes de dirección venían a preguntarnos si estábamos bien. Igual no me quejo, me parecía parte de la aventura. También pasa algo con el resultado final: en la película hay un noventa por ciento de escenas que filmé que no están; aparezco muy poco. Ese fue otro tema: cómo hacer para publicar una novela que me reclama tan vehementemente cuando el personaje es prácticamente un extra arriba de un caballo en el montaje final.
¿Qué tal tu experiencia con Lucrecia Martel?
Admiro mucho el cine de Lucrecia. Estas cuestiones de rodaje me parecía que eran una forma de demostrarle mi disponibilidad absoluta. Era como decirle: hacé conmigo lo que quieras. Hablé con ella antes de la película pero poco. Me llamó y me dijo que le parecía bueno que al personaje lo hiciera yo, me dijo que iba a ser difícil, ensayamos mucho. Los ensayos eran raros. Ella quería una película afeminada o andrógina en todo caso. Decía que las películas históricas argentinas son ridículas y fracasan porque muestran machos a caballo con espadas. Ella quería una película con un comportamiento afeminado pero en el sentido cortesano. Que se parezca más a Luis XV que a San Martín con la espada. En vez de ensayar los textos nos mandó a estudiar minué.
¿Minué?
Sí, los ensayos eran bailar el minué. Es un baile que tiene tres tiempos. Teníamos que realizar todas las acciones en tres tiempos: desde agarrar un vaso hasta caminar. A mí me parecía fantástico hasta que me encontré con que mis escenas son casi todas a caballo. ¿De qué me servía a mí saber el minué si el caballo era el que decidía mis tiempos? (risas). Todo el tiempo la película estaba llena de obligaciones imposibles de satisfacer. Es muy del estilo de Lucrecia: poner al actor en una ocupación distinta de la habitual para el cine. En el cine el actor está pensando en sus rasgos psicológicos, en el antes y después, en el foco y cosas similares. En este caso era crearnos una serie de problemas para que quizás no nos ocupáramos de esas cosas que ella creía que llevaban la actuación al fracaso.
¿Cómo es ella en el rodaje?
No la podría definir. En principio porque esta película no creo que se parezca a ninguna otra de las que filmó. Zama fue una superproducción que se hizo con muchísimo dinero pero no con todo el que hubiésemos necesitado. Por lo tanto había que ahorrar tiempo en situaciones que requerían mucho más. Había muy pocas tomas de cada escena. Poquísimas. De mi muerte hay una sola toma. Ahí dije: me parece que se puede hacer mejor, deberíamos probar de vuelta. Con esa escena pasó lo que yo describo en la novela. El caballo había sido mi caballo en todo el rodaje. Los caballos son inteligentísimos: cuando el tipo se dio cuenta de que me tenía atado y tenía que correr para matarme, se detuvo. Miró para atrás y se quedó quieto. Yo -que estaba abajo del agua- pensé: ¿qué hago? ¿arruino la toma y salgo? Cuando estaba decidiendo si estaba muerto o no, salto de manera espectacular y me quedo flotando arriba del agua. Termino la escena y aviso: perdón, el caballo no me tiró. Y Lucrecia me dijo algo espectacular: esta película no es de esas en que las tomas tienen que quedar demasiado bien. Hasta casi se arrepentía de haber concebido una escena de acción. Y la toma quedó así. La cámara está a cien metros. Ves a un tipo que cae al agua. Ahora, vos te preparaste tres semanas para filmar algo y decís: no, hagámosla de vuelta. Pero yo no tengo la película en mi cabeza; confío en la mirada del director.
¿Qué te pasó cuando viste la película en el cine?
En principio cuando veo que mucho de lo que hice no quedó en la película digo: bueno, no le debe haber gustado y por eso no está. Si me hubieran dado otras opciones a lo mejor le gustaba. Es una película en la que no entiendo muy bien porqué estoy yo y no cualquier otro porque no hay nada mío allí, salvo el hecho de haber escrito esta novela. No me coincidía para nada la película que estaba viendo con la que había filmado. Esto pasa habitualmente en cine pero en este caso me ocurrió de manera extrema. Lucrecia tenía material como para una película de cinco o seis horas y sabía que la iba a dejar en menos de dos. Evidentemente habrá tenido que tirar el noventa por ciento de las escenas que le gustaban. Cuando estábamos rodando ella sabía que no quería una película larga.
Más allá de la película, el texto puede leerse con independencia propia…
Me alegra que se vea así. Si lo digo yo parece que me estoy ufanando de haber logrado algo que no me propuse. Insisto: el texto era una broma de uso interno. La independencia viene porque el tema es universal: qué es existir. Cómo existo y qué decisiones puedo tomar si la existencia es esto. Siempre pensé que la gracia tenía que ver con su referente. Por ejemplo, cuando el tipo describe sistemáticamente la escena de la orgía de los indios que no sabe si los van a matar o se los van a culear; no queda claro qué va a pasar. En la película, esta escena la íbamos a hacer en una toldería. Estuvimos esperando a que el agua bajara porque la locación estaba inundada por las lluvias. Era una escena con cien extras desnudos, pintados de naranja, que se atrasaba por cuestiones de fuerza mayor. Un día, como la situación seguía igual, Lucrecia dijo que íbamos a filmarla en el desayunador del Hotel Provincial de Formosa y lo justificó con una frase genial: si un signo se resiste tanto a ser filmado, no hay que corregirlo, hay que cambiarlo. Entonces el marco pasó de ser una toldería a un hotel en el Siglo XX, con dejos de fiesta de quince y en medio, una orgía de indios anaranjados. Y en la película no se iba a dar ninguna explicación al respecto. Fue una excitación enorme saber que íbamos a hacer eso. Filmamos desnudos, mezclados entre cuerpos anaranjados y sangrantes y a un personaje le cortaron el pelo en vivo. Lamento que eso se vea tan poco en el producto final. Lucrecia tiene mucho de eso de afirmar ideas geniales, dejarlas crecer y luego retirarse. Por ejemplo a la gente de Arte les había pedido que crearan una raza de gallinas; que a unas gallinas reales las vistieran con unas plumas falsas y que les pusieran unas colas que no existen para crear una raza de gallinas del siglo XVII. Después dijo: “bueh, lo dije en joda”. Ella es una máquina de convencerte de que estás en otra realidad. Es bueno eso, porque el actor lo compra.
¿Qué pensás a la hora de mirar hacia atrás y ver que esa experiencia motivó que hagas un libro?
Estoy muy contento de haber escrito el libro. Cada vez que vuelvo a él me ubico en lugares que había olvidado. Era la nota al pie de página de lo que pasaba en el rodaje que abarcaba una cantidad de estímulos inmejorables.
¿Te gusta Zama de Di Benedetto?
Mucho. Es una novela irónica y divertida; no la siento para nada solemne. Hay una premisa fundamental que es que Zama se cree virtuoso y todo el tiempo habla de su virtud en oposición a las indias del prostíbulo, a las que igual se coge. Los personajes de Zama se creen virtuosos y en el relato que hacen de sí mismos no hay un sólo signo de virtud. Me parece muy cómica la novela. Que el tipo esté esperando un traslado que en realidad le llega a uno de sus subordinados como castigo. Todo eso me parece muy gracioso. También que Parrilla no sepa que el ladrón al que busca es uno de sus soldados y que no existe como tal, eso es genial y cómico. Zama se publica el mismo año que Rayuela de Cortázar. Si hubiera sido el año siguiente o el anterior, sin dudas sería la gran novela argentina.
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[El Inconsciente]
El proceso creativo de Rafael Spregelburd y el capitán Parrilla
Por Raquel Tesone
Tengo en mis manos la novela de Rafael Spregelburd y es como tener una brasa que quema mis dedos y desearía ir pasando las páginas para devorar con mis ojos sus palabras, así como suelo hacerlo con los autores que sigo porque me capturan desde los primeros párrafos. Y si bien tengo la certeza que eso va a ocurrir, debido a que confieso, no pude contenerme de leer la contratapa que me atrapó, existe en mí un deseo mayor que me circunda: saber qué pensaba este personaje cuando la mano del autor se apropio de su mente. Quizá, porque esta novela intitulada “Diarios del Capitán Hipólito Parrilla” es la ópera prima de Rafael, un escritor que admiro profundamente y que EL INCONSCIENTE lo sigue en cada una de sus obras, quién se ganó el prestigio internacional como dramaturgo, uno de los más reconocidos en el mundo ya que sus obras de teatro se vienen traduciendo a muchos idiomas y se presentan en una gran cantidad de países, donde además, brinda sus cursos de teatro, es que me interpela con la misma pasión, el proceso previo de creación de su novela tanto como mi propia lectura de su libro. Así que acá estoy indagando la mente del autor, Rafael Spregelburd, como a su protagonista, el Capitán Hipólito Parrilla. Seguramente cuando luego de este reportaje me consagre a su lectura, intuyo que lo leeré sintiendo el sabor de haber obtenido un plus que nunca he experimentado antes de leer un libro y que es una pregunta que muchas veces me ha interrogado frente a muchos escritores: ¿Qué motivó al autor a escribir esta novela? Con esta pregunta comenzaré e iré viendo a donde me lleva para hacer una experiencia inédita para mí contando con el interlocutor válido que se presta para esta aventura. En el après-coup de ésta experiencia y ya una vez que haya leído la novela de Rafael y realice mi reseña, sé que mi mirada se encontrará iluminada y enriquecida por este gran escritor y por un personaje que, con su ficción, nos habla e historiza su verdad.
Primero, felicitaciones por tu primera novela publicada. ¿Cuáles fueron los resortes que dispararon tu deseo de realizar esta novela y por qué no surgió una obra de teatro como es lo habitual que te surge escribir?
Nunca fue pensado como una novela mientras la escribía. De allí un montón de libertades que normalmente no puedo tomarme. Mi mujer es dibujante. Mientras habla por teléfono boceta con la mano libre en el papel, boceta como ocio y como aire mientras piensa en eso o en otra cosa. Yo siempre he pensado que el escritor debe tratar de hacer lo mismo con las palabras, los sonidos, las rimas, las insolencias, los pensamientos impensables, las imágenes en su cabeza. Así que supongo que en el rodaje se dieron ciertas coordenadas para ese bocetar insólito que normalmente envidio y que no tengo tiempo ni espacio para hacer. Pero lo cierto es que la novela no era tal cosa mientras la escribía: era un ejercicio de libertad. Quizás porque actuar en la película de otro no te ofrece tantos espacios para ser libres fue que se me ocurrió inconscientemente que yo podía fabricarme ese otro mundo paralelo. Las jornadas eran largas y agotadoras, porque la secuencia que me tocó filmar en “Zama” es muy física. Levantarse a las 5 de la mañana porque te esperan dos horas de maquillaje, trasladarse en grupos enormes de gente, esperar en el pantano, meterse en el pantano, parar para comer cuando a lo mejor ni tenés hambre, tener hambre cuando todavía no es la hora de comer, en fin, un rodaje es una cosa enorme en el que los tiempos se deciden en función de lo más conveniente para la película y uno se adapta como puede. Algo de la voluntad se suspende; debe quedar suspendida en beneficio del proyecto. Esto siempre es así, no cambia de una película a otra. Durante las horas que la película te contrata tiene vía libre para usarte todo, de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro. La entrega es total. Así es que uno se va haciendo un poco adicto a todo eso: a la entrega, a la suspensión del yo que desea otras cosas, a diluirse en un grupo de tareas cuyas funciones varían enormemente de un técnico al otro. Yo volvía se esas jornadas embadurnado de barro y de anécdotas entrañables. ¿Cómo es posible que todo esto se pierda?, pensaba, ¿cómo puede ser que esto desaparezca con la primera ducha? Así que me dediqué a escribir mis impresiones. Eran un chiste, lo reconozco. Decidí contar internamente las jornadas del rodaje como si quien las narrara fuera mi personaje y no yo. Mi personaje no sabe que está en una película. Para él, todo lo que ocurre, es. Y es real. No puede distinguir la ficción de la técnica ni el celuloide del tiempo. Eso me pareció un eje interesante sobre el cual bosquejar. ¿Cómo describiría la literalidad de lo que pasa en un rodaje alguien que –por los motivos que fuere- no sabe que es un rodaje? Esos motivos que fueren, en este caso son bastante singulares. Parrilla es un personaje del último año del siglo XVIII en una zona invisible para el ojo de su época, un agonizante en el Paraguay colonial. Además, es un personaje totalmente secundario de una trama mayor y ejemplar (la de Zama), que desconoce, y que además poco le importa. ¿Cómo podría este personaje dar cuenta de la arbitrariedad de un rodaje, donde el tiempo es alterado, las locaciones son trucadas, los indios evangelistas son travestidos, y los fines de semana son calientes suspensiones de un plan desorbitado? Se trataba, sin duda, desde el comienzo, de un bocetar lúdico, lleno para mí de elementos teatrales, o al menos, de lo que en mis obras yo considero elementos teatrales. Pero no iba a escribir teatro. El objetivo inmediato era liberar la mano que escribe, dejarla suelta, y al mismo tiempo, compartir el asombro del rodaje, sus aventuras, con mis compañeros de tarea. Yo escribía tres o cuatro páginas por noche (no había internet para hacer otra cosa en el hotel donde nos hospedábamos en Formosa) y luego les pedía a los productores una impresora prestada; las imprimía cuidadosamente, les ponía un ganchito y las deslizaba por debajo de las puertas de los actores, técnicos, asistentes. Era para reírme y para hacerlos reír. No mucho más. Pero las páginas se me fueron acumulando. Y como no dejé de hacerlo en los primeros días, después ya no pude dejar de hacerlo, como los neuróticos obsesivos que creen que el mundo se les viene abajo si pisan las rayas de las baldosas o no se lavan las manos después de lavarse las manos. Así que seguí escribiendo, de un solo tirón, hasta el final, hasta que me liberaron y me metieron en un avión de vuelta a casa. Ahí el juego había terminado. Y estaba bien que así fuera. No sé quiénes leyeron efectivamente la novela mientras la escribía. Mis compañeros de elenco eran mayormente brasileños y nos defendíamos y atacábamos en un portuñol apenas decente. Los demás estaban todos demasiado ocupados con la película, que fue titánica. Yo rodé sólo en las tres primeras semanas y algo más, pero luego la película siguió en otras locaciones. Me desentendí de ella hasta la fiesta de fin de rodaje. Los productores, con quienes conversaba mucho de mil cosas en esas jornadas, tuvieron la feliz idea de juntar todas las hojas, encuadernarlas de manera artesanal y regalarlas a todos en la fiesta de fin de rodaje. Fue un gesto hermoso, que me impulsó a creer que la novela podía funcionar como novela. Hasta ese momento no lo hubiera pensado en serio. Me dispuse a corregir todo lo que fuera necesario para que funcionara. Y no corregí más que alguna coma, alguna rima, alguna repetición. El proceso era intocable. No valía violar las reglas caprichosas de juego que me había creado antes de echarme a jugar. Claro que me hubiera convenido más escribir teatro, pero no lo hice. Esto no me convierte en novelista y dudo mucho que me vuelva a volcar al género en el futuro. De todos modos, si se lee con atención, se puede ver fácilmente que se trata de un monólogo larguísimo; es posible que siga siendo teatro después de todo. Una pieza de teatro que nadie representará nunca, ya que parece que el único que la podría encarnar sería yo mismo y yo ya hice de la experiencia esta otra cosa, así que es altamente improbable que lo haga. No obstante, la singularidad de su prosodia (parte de la broma es que no estuviera escrita en un castellano que nos resultase cómodo) la convierte primeramente en alguna forma de poesía. La editorial Entropía tiene esta sección especial a la que llaman Apostillas y que publica exactamente todo aquello que no entra en ningún género puro. Así que no siendo ni teatro, ni novela, ni poesía, ni mucho menos ensayo, me pareció que publicarla allí sería la mejor conclusión posible para este juego, que –insisto- no fue más que un ejercicio de libertad en un contexto más bien destinado a otra cosa.
En la contratapa, que es lo único que leí hasta ahora, escribís estas palabras muy conmovedoras: “…Y es probable que yo, el actor que debía interpretar al chambón del capitán Parrilla, sintiera que tal vez la pluma pudiera acudir en mi rescate cuando las cosas se me hicieran tan turbias que no supiera ya que dar de mí. Así me aferré a ella como un salvavidas, como al estribo que me mantuvo provisoriamente en esa mula retobada…” Personalmente creo que nuestros personajes al escribir o actuar, como nuestros sueños, son formaciones y productos (deformados o disfrazados) de nuestro Inconsciente. ¿Qué tenía para decirle el Capitán Parrilla a Rafael o viceversa?
Qué buena pregunta. El cine es cruel para con los actores que no encarnan a los protagonistas. No porque uno pretenda darse más importancia que la que le corresponde, sino porque los pequeños personajes son el colmo de la incompletitud. Es natural sentir técnicamente una enorme sensación de vacío cuando uno encarna algo pequeño en cine. La mayoría de las veces no le importa a nadie, ni al actor que va y hace su bolo un día o dos, ni al director, que obtiene de él lo que necesita y tira el resto. Los personajes pequeños no parecen tener pasado ni futuro, no vienen de ninguna parte ni van necesariamente hacia su destino; a veces incluso están hechos de requechos, de ideas sueltas que no entraron en otros personajes, de pequeñas arbitrariedades; hay personajes que sólo son un chiste retórico en el punto de vista del protagonista. El cine, a diferencia del teatro, que sigue con rigor el punto de vista de todos los personajes y donde cada uno de ellos es el centro de un sistema solar entero que organiza a los demás personajes, se concentra en cambio en la identificación con los motivos de uno o dos protagonistas. Pero Lucrecia Martel no concibió así su guión; tampoco parece estar concebida así la novela de Di Benedetto. Lucrecia se reunió con cada uno de sus actores y les explicó una larga batería de rasgos a desarrollar. Algunos pueden resultar invisibles en el film finalmente, pero te aseguro que esa batería de motivaciones y frecuencias te mantiene muy ocupado durante las escenas. Así que yo no hice más que imaginar desde las consignas que inventó Lucrecia para Parrilla. Parrilla tiene un problema con su padre, que ha muerto hace unos años siendo un capitán heroico y admirado por todo el pueblo; Parrilla teme no estar a su altura. Sus misiones como capitán son pocas y esquivas; la sombra de su padre lo nubla todo. Parrilla hace todo lo que hace (Salir a la caza del ladrón Vicuña Porto) para demostrarle a su padre muerto que él puede estar a su altura. Hay una carencia afectiva enorme, una orfandad resentida, y –sobre todo- una torpeza afectiva que dificultan hasta decir basta la misión de Parrilla. Sus decisiones son todas torpes, su uso y abuso de la autoridad lo tornan odioso y risible; pero para Parrilla mismo, él no es ni odioso, ni risible. Él es el único ser posible que le ha tocado en suerte. Ojalá hubiera existido el psicoanálisis en 1799. Nos hubiésemos ahorrado muchas víctimas.
No hace falta aclarar que ninguna de estas características están naturalmente en mí; yo debía “actuarlas”. Pero las películas de Martel, creo yo, funcionan como un paisaje muy autónomo y muy coherente: no hay lugar para la actuación, sólo hay que “encarnar” y caber en la foto general. Así que la película me demandaba “ser” Parrilla todo el tiempo; hablar en otra lengua (inventada); perseguir un objetivo fijo (Vicuña Porto); ignorar los motivos importantes (el hambre, la inhabilidad, la desgracia); y cultivar una fiebre de 40 grados, producto de la mordedura de una araña. Es decir que a mí, como actor, me convenía fabricarme esta novela y habitarla lo más naturalmente que se pudiera para estar allí, y disponible, cada vez que se cantara “acción”. Pero esta tarea, lejos de ser tortuosa, es muy feliz. Me iba a dormir muy contento y soñaba con mis cosas. Ni yo era Parrilla ni Parrilla era yo, ni hacía falta.
En cuanto a lo otro, que tenía Rafael para decirle a Parrilla, es poco y nada lo que uno puede hacer: uno le presta todo el cuerpo. Que no es poco. Las escenas de Parrilla son exigidas. La de la muerte la ensayé tres días seguidos, para divertirme, en el agua del Paraná, improvisando remolques y zambullidas, y luego duró 5 segundos en el film y se acabó. Supongo que el actor siempre quiere que el personaje esté pleno; es más bien el personaje el que no quiere decirte todo y no quiere que lo conozcas mucho. Pero los personajes no existen; no son personas. No tienen psiquis; hay que inventarlas con lujo de detalles como quien construye un mapamundi.
En otro párrafo de la contratapa escribiste: “… me pegué a la escritura porque probablemente el dolor era tan grande como la risa y si uno no se da cuenta de ello solo queda la vaga sensación de un dolor mal formulado. Hacer Parrilla duele de mil formas diversas, más no me quejo, los actores buscamos el dolor tanto como las personas el placer o los directores de fotografía un cielo sin nubes movedizas”. ¿Qué dolor removió Parrilla en tu subjetividad y que te enseñó este personaje?
Parrilla es un hermoso personaje trágico. No sabe qué es lo que lo está arrastrando al fondo. Pero todos los demás espectadores sí lo saben: en su tropa viaja escondido el traidor. Así que cada una de sus acciones es bastante desopilante. Su soberbia es de pacotilla; su autoridad impostada no asusta a nadie. Parrilla se comporta como un político contemporáneo; miente y se miente, a todos, a sí mismo, alrededor, hasta que la post verdad funcione como vida silvestre. Toda esa construcción es realmente muy cómica. Tanto en la novela como en el guión de Lucrecia. En la película finalmente de mi personaje quedó muy poco y es posible que no sea vea casi nada de esta construcción que a mí me resultaba muy divertida y muy estimulante. Pero la película viaja por otras prioridades y casi ninguna de ellas es totalmente del orden de lo narrativo.
Lo que aprendí de la experiencia de la película no me lo enseñó un personaje que se llama Parrilla; me lo enseñó la experiencia técnica y humana de filmar un proyecto de estas dimensiones tan desorbitadas. Ninguna de las discusiones a las que asistí durante el rodaje fue extra-artística: todo lo que se discutía era interesante y artístico, es decir, del orden de una lógica fantástica, algo inútil para la vida y riquísima para el universo de los mitos. Ese entorno es híper estimulante. De allí surgió esta novela.
¿Qué fue lo que al interpretar este personaje, el capitán Parrilla, rebasó la ficción y te llevó a esta puesta en palabras?
No es que rebasa la ficción; esta novela fue mi forma de “ser” Parrilla, en vez de tener que fingir “Parrilla” mientras durara el rodaje. Las reflexiones nocturnas sobre el papel me ayudaban a entender ese mapamundi desconocido que es un personaje de ficción. Ese personaje es la suma de una serie de voluntades; las del actor son importantes pero no las más importantes. La película fue decidiendo por sí sola con qué quedarse y qué desechar. Pero el actor que está encarnando difícilmente pueda deshacerse de nada.
Entonces el libro tiene doble valor para mí, porque le dio al personaje una palabra plena que ni la historia ni la película le dieron. Me voy a leer tu novela con muchos más deseos que antes. |
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