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Y me conseguí un trabajo, en bici, para ser como ellos, y hoy es el primer día que tengo que andar en bici en relación de dependencia. Llevá esto y traé aquello en la bici hasta tal lado y después hasta ese otro lado, el laburo es así, ¿viste? Te dicen lo que tenés que hacer y te vas y no hacés preguntas. Ganando dignidad, en bici con un jefe que me manda, que me da su paquete para que lo lleve conmigo y me dio mi primer paquete, ay, que es una bolsa de plástico toda rota llena de calzoncillos y medias sucias. Llevá esto a Núñez, al Laverrap de Núñez porque los del resto de la ciudad no me gustan; tiene que ser antes de las quince, ¿llegás? Y como eran las doce re llegaba y le dije sí y me dio el paquete y pensé ¿cómo lo llevo en la bici? Era grande, como el tamaño de una bolsa de consorcio, transparente y podía ver lo que había adentro, ay, mi primer paquete, cada vez me falta menos.
Pero antes de salir, tenía que elegir la música, y busqué al toque en mi morral celeste mi iPod y traté de encontrar algo de cumbia, muy necesaria para completar la transformación, y no, no era la cumbia que escuchan ellos, pero puse una música que me re flasheó y le saqué el candado a la bici y arranqué con toda.
Y en el medio del camino tuve una charla interna en la que yo actuaba de mí mismo negándome a llevar la bolsa de calzones de mi jefe por considerarlo inmoral. Lo miraba con cara de orto, y le decía yo he trabajado muchas veces en relación de dependencia, y la verdad que esto es inadmisible, realmente esto está abolido por ley desde el peronismo, o sea, no puedo encargarme de tu ropa interior, es como una violación, no sé, la verdad me parece raro, yo así no me tomo mis responsabilidades, y menos mi trabajo, pero bueno si vos te manejás de esta manera, yo ahora lo sé y voy a actuar en consecuencia. Le decía todo esto, y él me respondía cosas re capitalistas que me hacían a mí seguir en mi postura cada vez más firmemente, me respondía cosas como pero yo te dije que el trabajo iba a ser así, yo necesito a alguien que se encargue de estas pequeñas (pero muy importantes) cosas.
Pero en el medio del camino algo me distrajo, capaz alguna esquina peligrosa o una canción, pero algo me distrajo, y me olvidé de las conversaciones mentales con mi jefe, y pensé que todo era perfecto, que si recordaba este momento para siempre, no había dudas de que podía ser feliz cuando se me cantara, todo perfecto. Menos algo, faltaban luces en la escena, una iluminación acorde con la perfección, luces tipo flashes, de esas luces de los boliches, de colores, porque estaba todo: la música estaba muy bien, había llegado a un buen ritmo con el pedaleo, por lo cual estaba casi bailando, y el sol de invierno me pegaba en la cara, y no estaba cansado, ni llegando tarde y quedando mal, y todo era perfecto, me sentía muy bien, a las once de la mañana, en mi nuevo trabajo. Pero faltaban las luces, la puta madre, o sea, sólo eso, y dije ya fue, las hago yo a las luces, porque me había dado cuenta de que por haberme encandilado con el sol, cuando cerraba los ojos fuerte me aparecían luces en la cabeza, luces que no sólo brillan, sino que se mueven y cambian de colores, y les podés dar el ritmo que te gusta porque se prenden cuando cerrás los ojos, entonces las podés combinar con la música que estás escuchando, e hice eso, y ahí estuvo todo perfecto, en serio. |
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Reseñas
Radar Libros
(Maximiiano Crespi)
Bazar americano
(Carlos Ríos)
Veintitrés
(Lucas Cremades)
Perfil
(Quintín)
Centro Cultural Matienzo
(Julio César Estravis Barcalá)
Entrevistas
Revista Ramera
(Emmanuel Milwaukee)
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[Radar Libros]
La soportable levedad
por Maximiliano Crespi
Hay algo en el discurso de la frivolidad que resulta fascinante. No es, claro, su insolente disposición a hablar con desparpajo a la vez sobre asuntos complejos y banales, salvando con clichés todo nudo problemático. Lo fascinante es el vértigo con que se suceden, indiferentes, sus cambios de tema, en una arrolladora y tibia huida hacia adelante. La ficción de la frivolidad (que no tiene que ser obligatoriamente frívola) sigue un cauce de pensamiento leve (pero no por ello débil), serpentea frente a los obstáculos y cambia de curso de manera dúctil ante los accidentes de superficie. No elige los cambios; se deja llevar más bien por un impulso de apariencia neutra que la excede. Se abandona a esa “fuerza poética natural” que le permite evadir contradicciones, fantasmas, detalles y lapsus: lo ínfimo, tras lo cual asoma el rostro insoportable de lo real. En ese paso de baile aprensivo y etéreo –sobre el cual César Aira fue capaz de elaborar una obra de mérito incuestionable– se despliega la nouvelle de Martín Zícari.
La consistencia del semblante poético de Scalabritney no se apoya en la desidia de su adjetivación, radica ante todo en la sintaxis con que reproduce el flujo metonímico por el cual la narración avanza sobre una trama intrascendente, arrancando nuevas frases a frases que parecían agotadas en su monotonía y su banalidad. Partiendo tan sólo de un puñado de escenas, que no llegan más que a ser superficialmente hostiles, el relato se articula así sobre digresiones de evasión que rozan lo delirante (un sueño, una alucinación, una película de terror, un recuerdo, todo es distorsionado y transformado por la imaginación). La distinción no es siempre tangible. No porque todo se plantee bajo un mismo punto de vista, sino porque entre la percepción de lo “real” y lo imaginario no median diferencias en el orden de la ficción. Y es por eso que, más que el relato, lo que gradualmente se convierte en el centro neurálgico del texto es la imaginación sobreactuada de un personaje cuya existencia oscila entre la ingenuidad espontánea y la ridiculez. Más que lo que se dice, lo que importa es quién habla. En la recreación de esa voz y ese imaginario particular, el flujo discursivo adquiere en efecto –como ocurre a veces en Puig– un carácter casi performativo.
Sin embargo, el relato vacila a veces indeciso entre la parodia y el grotesco. Lo que ratifica el ademán paródico es el índice de un subtitulado donde el narrador cambia (o al menos se desdobla). Lo que remite al grotesco es la vitalidad de una ficción que pone en escena un narcisismo impúdico, tan exhibicionista en su frivolidad y su medianía que por momentos flirtea con lo transgresivo, ya fuere en el pavoneo de la incorrección política o en la impostura que recicla sus lugares comunes. Todo parece bastante claro: el personaje ama las fiestas privadas, los erotizantes paseos en bicicleta por Palermo Queer, las escapadas con amigos al Tigre y desprecia abiertamente a “la chusma” y a ese aburrido o amenazante “mundo hostil” del cual huye en sus dulces visiones. Pero se revela siempre demasiado satisfecho de su propio imaginario (y de su propia frivolidad) como para rozar siquiera la experiencia transformadora de lo íntimo. Scalabritney es “un espacio multisensorial, multidimensional, multimediático, múltiple” donde la infelicidad se conjura; un lugar secreto, lujoso e ilusorio –a la vez oscuro y placentero– donde la fiesta se prolonga “infinita” y donde nadie se acuerda de la bolsa de ropa sucia de su jefe.
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[Bazar americano]
El abrigo de una forma linda
por Carlos Ríos
Hay en esta primera novela de Martín Zícari (Buenos Aires, 1989) un efecto encantatorio que le llega al lector como el resultado de un dislocamiento lírico y argumental, en un fraseo incesante que da cuenta de los desplazamientos de Martu, un joven universitario, espécimen citadino o “chico urbano” que se consagra a la amistad, al fluir del presente y al amor entre pares. En ella importan menos los acontecimientos –sobreabundantes, sean reales o ficticios– que las modulaciones de un archivo sensible, a medias documental, caprichoso e irónico, a medias inventado que reproduce Martu con la sagrada potencia de un diario que se escribe en plena exploración, subido a la bici o en el colectivo, en la facultad o en el trabajo deplorable, junto a sus amigos y amigas, en incursiones más o menos salvajes o artísticas, siempre con la varita de las sensaciones en la mano.
Los hechos, menores, elevados o dramáticos según los acentos que vaya poniendo Martu (¿Martín?) según sus humores en la clasificación de las cosas, con una media distancia a la vez crítica, temerosa y dotada de una carga “perspicaz” –palabra que Martu promete buscar en el diccionario– aparecen en la nouvelle filtrados por un artefacto hipersensible –una cajita hecha de colores y de música– que funciona como un acelerador de partículas emocionales, una cajita donde podrían guardarse un corazón y un set de palabras luminosas que fueran adhiriéndose, como una piel, al organismo de la novela.
El espectro sensible se derrama sobre los hechos, en especial donde se reconoce una condición de fragilidad constitutiva a un paso de lastimar, un lastre con el que ajustar cuentas luego del resplandor epifánico. Ejemplo: una canción puesta para acompañar el regreso feliz y radiante en la bici puede aportar tristeza, hacer que la gente que pasa le deje a Martu “sus pedazos de persona que ellos no querían”. El entorno, de golpe, se torna amenazante: “Los que pasaban en moto me suspiraban en la nuca, los que pasaban en auto me tocaban bocina y me encerraban para matarme, los que iban en colectivo estaban tan en la suya que no se daban cuenta de lo que sucedía alrededor. Los que manejan están tan pendientes de sus volantes que no ven la carne, los músculos y los ojos de los demás”.
La de Zícari es una prosa vibrante, plenipotenciaria, cuyo avance en apariencia errático construye, para sí misma y para quien la escribe, un sistema de esclusas que contenga y distribuya el impacto de lo real: así lo pequeño se magnifica, los enamoramientos involucran, en su belleza, el entorno, los peligros se redimensionan o se aplazan con el poder de la imaginación. Lo que se sabe sobre el mundo, entonces, resulta de una construcción selectiva. Y de una escritura poderosa. Luego eso es crecer, entrar en el mundo de otro modo.
Mientras los amigos y amigas son cuadros más o menos inmóviles, superficiales o pasivos que funcionan a pares como ciertos personajes de Kafka, el derrotero de Martu es hacia la profundidad, en un compuesto caótico detecta el brillo de las cosas y las levanta, hace de un epifenómeno un momento insuperable de la vida, o sólo superable por algo de la misma sintonía que venga después, tenga que ver con un chapuzón en el río o con los efectos de lectura que ocasiona un poema malo. Al mismo tiempo, sobreviene la sensación de que el mundo podría derrumbarse de golpe, cualquier hecho insignificante podría empañar todo el conjunto, hacerle daño (y es un daño que viene de afuera pero ya estaba, de algún modo, en uno).
Perderse en un bosquecito o en una fiesta, imaginar la película de un paseo en barco, devenir animal artístico o subhumano, ser el “susanito” que limpia su espacio íntimo para purificarse, en todo caso asentar un territorio para escaparle a las clausuras del miedo. La decepción, la tristeza o la escalada depresiva son el fusible por donde el mundo entra para reconfirmarse como ajeno; Martu se libera de estos embates con las lanzas resplandecientes de una escritura lanzada hacia adelante, arborizante o detenida, siempre a metros de la autoprotección.
¿Cómo luchar contra ese mundo que se inclina sobre uno de manera irremediable? Oponiéndole un patrón sensible y amoroso que obre como conjuro. Y en esta oposición, la novelita de Zícari condensa en su charla interna cada pretensión de resguardo y libertad con sus reenvíos poéticos, como si las miserias grises del mundo, tamizadas en la cajita ultrasensible de Martu, pudieran ser abolidas a puro golpe de belleza.
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[Veintitrés]
Bicisenda evasiva
por Lucas Cremades
En la voz de un joven estudiante universitario se aparece Martín Zícari (Buenos Aires, 1989) para narrar el discurso interior y casi invisible que parece inferir, connotar y demostrar que a través de situaciones posibles, hipotéticas, elementales y astrales, la imaginación y algunas calles de Buenos Aires son como moldes desde donde situar una escritura inquieta, real e ilusoria que logra detenerse con éxito en hechos del estilo “un Yetti Yuppie Yendo (YYY) a tomar su clase de inglés matutina antes de una jornada de diez horas de trabajo en la empresa aseguradora de capitales menos relevante de la economía argentina (…)”. A puro escape, confrontando con el rictus académico, Zícari trae en su primera novela el relato interior de la vida cotidiana, el cual puede sucederse a bordo de una bicicleta y sólo cuando cerramos los ojos. Como una carga de voces que se oyen sólo desde una escollera profunda que se adentra a mar abierto, Scalabritney arroja fantasías y demuele los letargos de la mente.
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[Perfil]
Literatura continua
por Quintín
Leo que Enrique Vila-Matas es el escritor invitado para inaugurar el Filba y también leo una reseña que Matías Serra Bradford publicó en PERFIL de Sobre cosas que me han pasado, de Marcelo Matthey. Es un libro muy extraño, un diario escrito durante 1987 y 1988 en el que sólo se anotan hechos cotidianos, desprovistos de toda interpretación: “En la micro del Cajón del Maipo, dos de los vendedores que subieron se pusieron a hablar con algunas personas de la micro. Al primero lo escuché hablar atrás. El otro se sentó al lado de la entrada”. Escrito en un chileno coloquial, Sobre cosas... es el resultado de unir dos libros breves, que es todo lo que escribió Matthey antes de decidir que ya era hora de parar y dejar que lo continuara “un gallo más avezado para seguir en eso y no destruir lo que está hecho”. Evidentemente, Vila-Matas se perdió un Bartleby para su recopilación de escritores que preferirían no hacerlo.
Y no uno cualquiera, porque en la empresa de Matthey se reconoce la literatura en una de sus variantes más radicales pero también más amables. El libro editado por Mansalva incluye una entrevista muy ilustrativa de Cristóbal Joannon y un artículo de Roberto Merino que define la textos de Matthey como exentos “del ruido anexo de los pensamientos”. Estamos en las antípodas de la “literatura de ideas”, pero lo más original de Sobre cosas... es que está articulado en torno a la idea de continuidad, entendida como la ambición de abolir la separación entre el adentro y el afuera, establecer el afecto entre la conciencia y las cosas, entre lo universal y lo particular, entre lo animal y lo mineral, entre lo concreto y lo abstracto, acercamientos que provocan en el escritor un tipo de emoción particular. “Hoy, mientras me volvía a casa, después de comprar el pan donde don Pepe, me vine tocando algunas murallas de las casas que quedan en Grajales. Así, puedo sentir cerca de mí todas estas cosas, que son parte de lo que más quiero”.
La literatura continua de Matthey se opondría así a una literatura discontinua, alterna o discreta (según que el antónimo elegido sea literal, eléctrico o matemático) de la que la novela decimonónica sería el mejor ejemplo, con su separación entre el narrador y lo narrado. Pero Proust, cuya prosa es puro pensamiento, es también un escritor continuo y acaso esa comunicación entre la mente y la materia sea la ambición de toda literatura.
Para poner a prueba esta hipótesis, intento aplicarla a otro libro que leí esta semana: Scalabritney, de Martín Zícari, una novela muy corta que resulta del monólogo interior de un joven pop-gay-universitario contento con su bicicleta verde y sus performances danzantes que transita entre cartas astrales y teorías de alguna ciencia social, cuyo lenguaje es una parodia de la jerga que se usa entre adolescentes tardíos y con onda. Pero tal vez no haya ironía y el libro de Zícari aspire a ese amor entre cosas heterogéneas para simplificar la vida y hacerla legible y próxima, de tal modo que el sufrimiento sea abolido de la prosa o, en todo caso, esté prohibido nombrarlo, aunque los libros de Matthey y Zícari dejen entrever hiatos trágicos detrás de su textura. De todos modos, Vila-Matas podría recopilar la literatura continua como alguna vez hizo con la evasiva literatura portátil.
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[Web del Centro Cultural Matienzo]
Baby One More Time
por Julio César Estravis Barcalá
En la solapa de su primera nouvelle, Martín Zícari está leyendo un libro de Blatt & Ríos. Se acepta la declaración estética: Scalabritney no habría desentonado en el catálogo de esa editorial desenfadada e impredecible. Sin embargo, Entropía la publicó como segundo título de su nueva colección de relatos largos / novelas cortas a continuación, nada menos, de un experimento idiomático como La serenidad de Iosi Havilio.
A hombros de gigantes, entonces, llega este relato de iniciación cuyo primer rasgo es el registro poético. Zícari proviene de ese campo, con un par de plaquetas publicadas y su propio proyecto editorial de poesía, Hoja de trabajo. Desde ahí asistimos a la cotidianeidad de su protagonista (de una cercanía sospechosa al autor) en su devenir por la facultad de Puán, los trabajos no calificados, las fiestas y los viajes con amigos. El indie sale hasta por los poros: Toro y Moi, bicicletas de caños hermosos, casas en el Tigre, Cynar con pomelo.
Lo que diferencia a Scalabritney de tantas novelas tipo "un-día-en-la-vida-de-un-intelectual-aburrido" es que encuentra la trascendencia de esas vidas en su potencial poético. Además de construir un narrador cáustico y engreído hasta la ridiculez ("yo he trabajado muchas veces en relación de dependencia, y la verdad que esto es inadmisible, realmente esto está abolido por ley desde el peronismo"), Zícari parece decirnos que el único sentido de esta vida cortoplacista llena de licencias es edificar un punto de vista hermoso y definitivo. Aunque dure hasta que venga el 141.
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[Revista Ramera]
Prefiero estar con mis amigos
por Emmanuel Milwaukee
“Es que estamos todos cada vez más locos”, me dice Martín Zícari, haciendo referencia al paso del tiempo, mientras caminamos al lado de las vías del tren atravesando el predio de Agronomía; la tarde cae lentamente alrededor nuestro, la luz se vuelve cada vez más naranja y se filtra entre las hojas de los enormes árboles que nos rodean. Martín es escritor y editor; entre tantas otras cosas, claro. Tiene 25 años y creció en Bella Vista, partido de San Miguel. Editó los libros de poesía Dragón de agua (Hoja de trabajo, 2012), El problema de la droga y los días lindos (Tammy Metzler, 2013) y el ebook de relatos eróticos Papus (De parado, 2013). En 2014 Entropía publicó su primera novela, titulada Scalabritney, en la que narra la vida de un pibe de veintipocos en Buenos Aires, abordando tópicos varios como la amistad, el trabajo precarizado, el ocio y el constante roce entre la realidad y la fantasía. “Es medio la visión de un pendejo provinciano, puto, que cae a capital y quiere experimentar la ciudad, flashar y tener amigos”, resume.
Martín vive actualmente en Villa Urquiza, lejos del bardo, cerca del club Argentinos, donde va a nadar casi todos los días. Una zona agradable. Al entrar a su departamento, en un primer piso al que subimos por escalera – aunque hay un ascensor –, lo primero que se ven son libros: arriba de una mesa, arriba de otra mesa, en los estantes, en una mesita frente a un sillón y así. Mucha poesía: Obra Completa de Héctor Viel Temperley, Antología de Juan L. Ortiz, Trabajo Nocturno de Juan Manuel Inchauspe. También aparecen los tres tomos de Nueva corónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala. “Es que estoy haciendo mi tesis”, explica Martín, que está terminando la licenciatura en Historia en la UBA.
Ya instalados en su casa -y con alguna cerveza sobre la mesa- charlamos acerca de Scalabritney, de su proceso de escritura y de su paso por distintos talleres (entre ellos los de Gabriela Bejerman y Alberto Laiseca) hasta dar con el de Damián Ríos y Mariano Blatt, donde la novela terminaría de tomar forma. “Yo empecé a escribir la novela en el 2011 y la terminé en el 2012. La terminé en el taller de Damián, ahí se terminó de armar. Yo había empezado a hacer algunos talleres antes y había escrito algunas partes, la fui escribiendo de a fragmentos. Cada parte de la novela nació por separado”, relata Martín en relación al origen de Scalabritney. “Algunos capítulos nacieron de consignas que me habían dado, como toda la primera parte, por ejemplo.”
Las influencias salvajes
Scalabritney tiene un devenir vertiginoso y esquivo, la narración de cada capítulo parece no detenerse jamás ni establecer jerarquías entre qué es importante narrar y qué no, pareciera ser un caudal desaforado, una correntada que lleva al lector muy lejos. Cualquier detalle mínimo puede ser el disparador para una gran digresión: el poema de una canción imaginaria, los ojos negros de los caballos, un recuerdo de infancia o animales ficticios movidos por el viento. Martín reconoce en ello una gran y potente influencia de Copi: “En una época empecé a leer mucho Copi. Me acuerdo de ‘La ciudad de las ratas’. El libro es como las peripecias de una familia de ratas por los suburbios de Paris, la narración avanza siempre. Me gustaba eso de la narración que sigue y sigue, él tenía mucho de eso y me encantaba. Con Scalabritney yo quise hacer algo así”.
Martín habla de Copi con fervor, confiesa la admiración por su obra y también por la excentricidad y lucidez que emanaba de ese escritor y dramaturgo argentino que a pesar de la distancia supo convertirse en uno de los acontecimientos más originales de nuestra literatura. “Me interesaba mucho la figura de Copi y lo que generaba él. El chabón era puto, tenía HIV, su familia se exilió por problemas con el peronismo, él se radicó en Paris después, hizo la suya, todo eso”. Martín se incorpora y camina hasta su biblioteca, revisa los estantes con la mirada. Finalmente encuentra lo que busca. Se acerca y trae en las manos el libro Habla Copi. Homosexualidad y creación, de José Tcherkaski, una extensa entrevista a Copi en la que responde con humor punzante a un largo cuestionario. Leemos juntos algún fragmento. Sin duda un gran tesoro que Martín guarda con cariñoso recelo.
Hurgando en torno a influencias contemporáneas aparece en la conversación Pola Oloxiarac, cuya novela Las teorías salvajes (editada por Entropía, al igual que Scalabritney) parece haber dejado huella en la escritura de Martín. “También venía pensando mucho en ese libro de Pola Oloxiarac, justo había salido por esa época. Ese fue un libro que me marcó mucho para escribir Scalabritney. Ella escribe desde Puan, yo también estudié ahí, su protagonista es una universitaria que se dirime en teorías. Yo sentía que quería generar un diálogo” . Martín se detiene un momento y piensa, abre mucho los ojos y señala con determinación otro detalle que considera importante destacar entre ambas novelas: “Pola usa mucho neologismo, mucha jerga. Yo también hice eso. Entropía resaltó esas palabras en el texto de ella. Con Scalabritney quisieron hacer lo mismo, lo querían marcar con itálicas, y yo dije que no, que me parecía que eso cosificaba el lenguaje. Pienso que al marcar tanto las particularidades del lenguaje se termina perdiendo mucho de lo que hay ahí, se vuelve medio estático, no tiene sentido.”
Alt-Lit, ellos y nosotros
La publicación de Scalabritney significó el hito de mayor exposición dentro de la obra de Martín. Sin embargo, un puñado de reseñas y entrevistas poco comprometidas con el texto lo interpelaron en torno a su labor como escritor desde interpretaciones que no lo dejaron demasiado satisfecho. “Siento que la gente la lee mucho en línea con el Alt-Lit y toda esa boludez de la literatura norteamericana actual. Puede llegar a tener algo de eso porque es un acto de escritura y la escritura se hace en soledad, pero nada más. En varias entrevistas que tuve que hacer sentí que nadie había leído la novela, repetían la contratapa, te preguntaban cosas muy superficiales. Me parece una falta de respeto. Un panorama medio deplorable de la crítica cultural”, se lamenta Martín.
Algunas reseñas hablan de banalidad, de reivindicación de la frivolidad, de enajenación urbana, de pibe ensimismado perteneciente a una generación desinteresada. Otras rozan la homofobia refiriéndose a un narrador infantilizado hasta la lobotomía, homosexual y ocioso. “Lo que me interesa a mí es lo formal, cómo está construida una oración, quiero que se me juzgue por eso, no por los temas que toco. Si son medio inmaduros es porque tenía 19 años cuando lo escribí. Igual todo bien, ¿por qué la gente tiene que entender tu flash? La gente está leyendo las cosas pensando en su vida. Entonces vos te relacionás con eso si tiene algo que ver con tu vida. Ponele, estos héteros que escribieron estas críticas están hartos de los putos tomando control de la cultura, entonces escriben esas críticas antiputos súper machistas porque tiene que ver con su vida, no tiene que ver con el texto, tiene que ver con cómo ven el mundo ellos”, concluye tajante.
En relación a los vínculos que se intentan establecer – desde la crítica literaria porteña – entre cierta literatura joven argentina y la movida Alt-Lit de Estados Unidos, Martín irradia tirria. Se levanta y busca una nota publicada en Revista Ñ, en la que se presentan a los principales exponentes de la literatura de internet estadounidense y se intenta encontrar un paralelismo argentino en la narrativa actual, entre las novelas elegidas como posibles referencias se encuentra Scalabritney. “Me parece una paja que busquen representaciones de la Alt-Lit en Argentina, con esto del centro y la periferia, y nosotros siempre escribiendo como lo que escribe Estados Unidos, que me parece que nada que ver, me parece que Argentina tiene un desarrollo literario particular que no tiene nada que ver con Estados Unidos. Odio la Alt-Llit, y que lo comparen con la Alt-Lit me parece una pelotudez.”
Viajes en auto a Brasil
La noche ya está bastante avanzada, los envases de cerveza ya están vacíos hace rato. Ambos nos desplegamos sobre un enorme sommier. Nos rodean los libros, por supuesto. Nos acompaña también una botella de agua, cada tanto algún colectivo pasa frente al edificio, debajo de la ventana, y nos hace retumbar los oídos. Le pregunto a Martín que qué sigue ahora, si se encuentra escribiendo algo nuevo. “Si, estoy escribiendo. Ahora estoy escribiendo la tesis, pero de vez en cuando escribo algunos poemas y un poco de prosa. La prosa es medio rara. Estuve estudiando sobre la comunidad campesina en el siglo XIV y empecé a escribir sobre eso, sobre el campesino que vuelve de trabajar las tierras del señor feudal, un poco de cómo era esa sociedad, sobre las leyendas, el misticismo del bosque.”
Martín piensa en la escritura como algo que siempre estuvo en su vida. Del interior de un cúmulo de cosas, a un costado de la cama, saca un cuaderno anillado de tapa dura con una imagen del Demonio de Tasmania. Es su cuaderno de infancia, me cuenta, el que le reglaron sus padres cuando era un niño para que escriba y el cual lo acompaña hasta estos días. “Siempre tuve a la escritura como algo medio de la imaginación y el escape. Empecé a escribir porque me aburría en el auto con mi familia. Nos íbamos a Brasil en auto con mis viejos y con mis hermanos nos portábamos como el culo. Mis viejos se hincharon las pelotas y me compraron un cuaderno y me dijeron ‘escribí historias’, así me quedaba callado un rato”, recuerda entre risas. “Después escribía historias y me mareaba escribiendo en el auto, me la pasaba vomitando todo el viaje”, agrega y ambos largamos una carcajada.
Pienso que si hay un tópico que recorre la novela Scalabritney, es el de la amistad. Es una novela sobre pasarla bien con amigos, sobre los rituales de la amistad, por sobre todas las cosas. “Yo siento que la amistad es medio la forma de salvarte de este mundo de mierda. A cualquier edad. Vivimos en un mundo alienado, donde todo el tiempo hay que hacer algo. Nos la pasamos trabajando, ganando dos mangos, con gente de mierda, alquilando un departamento que se te cae abajo. Siento que la única forma de vivir y sobrevivir a eso es tener buenos amigos, haciendo cosas con ellos que te diviertan. Muchos me dicen que eso es algo generacional, y para mí no es algo generacional. Creo que tiene que ver con una forma de encarar la vida”, asegura Martín, que cabecea y no tardará en quedarse dormido.
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