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[Rolling Stone]
Una fuente infinita
Por Damián Tullio
Un guionista joven viaja a un spa termal en la frontera argentino-uruguaya para pasar el fin de semana largo con su esposa y su familia política. Como no hay mucho que hacer excepto retozar en las piletas de agua caliente y mirar el paisaje, el narrador y protagonista de Veteranos de la guerra del día se pone a estudiar a la gente y su comportamiento.
Al principio del libro el escritor, afirma: “la mejor tecnología es la buena memoria”. Con esa oración rotunda, Pablo Ottonello busca acentuar la obsesión de su personaje por el registro. Gracias a esa mirada puntillosa, que no pierde detalle de la dinámica del hotel ni la rutina de sus huéspedes ni incluso las tensiones y peleas mezquinas al interior de su propia familia, lo que podría ser el relato anodino de un fin de semana se convierte en una historia prodigiosa sobre la idiosincrasia de nuestro tiempo, en el que no faltan hijos ilegítimos, peleas por herencias, personajes extravagantes luchando contra la medicalización y hasta un crimen sin resolver.
En poco más de cuatro años, Ottonello lleva publicados tres libros incluida esta, su novela debut. Esa prodigalidad, que puede parecer poco común para un escritor dando sus primeros pasos, se entiende cabalmente si uno se sumerge en el mundo voraz de sus personajes, donde las historias parecen brotar, siempre atrapantes, de una fuente infinita.
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[Radar Libros]
Dormir al sol
Por Fernando Krapp
La primera novela de Pablo Ottonello transcurre en un complejo de aguas termales. Veteranos de la guerra del día rinde tributo a esa dinámica del ocio dispuesta en todo su esplendor. Bajo el sol húmedo e irritante de la Mesopotamia, una familia se entrega a la acción de no hacer nada. Cuerpos cubiertos con batas blancas, hombres de mediana edad que miran nadar a las mujeres, algunos pocos niños que juegan, o buscan juegos, en un agua demasiado caliente para el calor que irradian sus propios cuerpos. A diferencia de lo que se suele esperar de una primera novela, acá no hay iniciación; no hay referentes a quienes adherir, ni aprendizajes para desdecir. Es apenas un fin de semana de relajación.
En el centro de esta escena breve y perpetua está el narrador cáustico. Un documentalista y guionista (no se saben bien qué) casado con Valeria, una abogada devenida en agente legal de una corporación. El joven matrimonio pasa ese fin de semana con Roxy, cuñada del narrador, una chica de cuarenta y dos (“Una veterana” en alusión al título) y un cuerpo ajustado a las modas elásticas y atléticas de los gimnasios. Y sus suegros, una pareja mayor, aparentemente holgada en términos económicos que transita su jubilación sin reparos. Con unos pocos elementos, Ottonello se las arregla para componer un cuadro amparado en un estilo frío y al mismo tiempo empático, cercano. La estructura es errática. El narrador salta de una observación de los movimientos dentro de las aguas termales a una historia familiar que involucra el drenaje de unos campos inundados.
Lo que mueve los hilos de la historia es la suspensión de la mirada del narrador. El hallazgo está en el tono. Celiniano en su título (Ottonello no tiembla en citar en el epígrafe el Viaje al fin de la noche), la pregunta que la novela lanza sin formularla reside en el eterno dilema de qué es lo real. Porque el procedimiento del narrador no consiste en copiar la realidad, tampoco en entender qué discurre plácidamente delante de los ojos. Esta no es una novela documental y al mismo tiempo señala desde su comienzo: “La mejor tecnología es la buena memoria. Tomo notas y soy muy cuidadoso con no arruinarlas. Quiero decir: con no arruinar la impresión original. Todo sirve”.
Pero, ¿qué es lo que, en el fondo, sirve? ¿Qué es “todo”? El narrador mira y anota, piensa en posibles películas, en posibles escenas, tijeretea la espesura que se muestra delante de sus ojos, pero el relato parece alejarse, a medida que se avanza en las hojas, de esas “impresiones”. Avanza hacia un futuro acéfalo, de descartes y notas borradas. Se suele asociar lo ominoso a cierta oscuridad, algo que no se puede comprender y se lo rodea de palabras para darle un posible sentido. Veteranos de la guerra del día es un novela ominosa que transcurre sin misterios a la luz del día: el misterio está en lo que se ve y poco importa su sentido. La potencia de la escritura de Ottonello consiste en echar luz sobre luz. Una claridad que busca desentrañar esa vieja pregunta por lo real y no por el realismo. Porque el narrador no filma, anota. Como algún viejo y querido personaje de Saúl Bellow (hay mucho de Herzog, aquel académico quejón que lanzaba al espacio cartas a personas a quienes nunca le había visto la cara después que su mujer lo abandonara), el narrador escribe lo que cree ver, hace anotaciones que posiblemente se pierdan para siempre. En el medio, entre cada anotación y posible película, está la literatura; la mirada impura que parece ver todo y al mismo tiempo no ver nada.
Ottonello estudió en la Universidad del Cine y frecuentó varios rodajes de películas independientes como asistente de dirección y segundo de cámara. El estilo de Ottonello explotó localmente en los últimos años con dos libros de cuentos. Quiero ser artistas, (2015) y, también de muy reciente aparición, El verano de los peces muertos (2017), volumen que compila cuatro cuentos extensos, y que funciona como un espejo invertido (o mismo espejo) de su primera novela. Allí, Ottonello ensayó una cruza de discursos entre la historia clínica, el reporte científico y el guion de cine. En el primer cuento (de ochenta páginas), por ejemplo, titulado “Klimowicz”, un neurólogo describe las conexiones eléctricas de un amor platónico, como un mapa de conexiones desesperadas que intenta penetrar algo imposible de someter a taxonomías. Y en el último cuento, deja la puerta abierta para Veteranos de la guerra del día: un guionista busca datos para una película entre campos fumigados y grandes extensiones sojeras de un verde radioactivo. En ambos relatos, la voz de Ottonello funciona sin giros coloquiales ni locales; su prosa asociativa conecta y despliega. Todo lo que toca lo vuelve un material ostensible para ser narrado. En definitiva, no basta con que “todo sirva”. Aquello que sirve también tiene que funcionar. Y aquello que funciona deriva en una serie de movimientos complejos que mediante el ejercicio literario, Ottonello desliza los ejes de un proyecto narrativo que cuestiona los límites del realismo como una célula terrorista en una guerra fría, sin batallas.
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[Perfil Cultura]
Una cercanía ciega
Por Mariano Buscaglia
La novela de Ottonello bebe de fuentes diversas, hay algo de La montaña mágicade Thomas Man y también un poco de esas películas sobre viejas clínicas de salud como The Road to Wellville (1994). La historia se desenvuelve durante un retiro familiar, un fin de semana largo, dentro del Hotel Horacio Quiroga en las termas de Salto Grande, Uruguay.
El argumento, de traicionera sinuosidad, se concentra íntimamente en las descripciones que realiza el protagonista. Un guionista de cine y televisión que acepta con desparpajo desvergonzado que su suegro lo invite a pasar una estadía en el Spa. El Hotel es una especie de prisión de placeres decadentes, donde las personas se pasean semidesnudas, creyendo en los beneficios milagrosos de las aguas termales. En esos pocos días juntos, el protagonista desmiembra cada detalle de los caracteres, anatómicos e intelectuales, de la familia de su esposa y de algunos huéspedes del hotel.
Ottonello abruma al lector, con una virtuosidad descriptiva envidiable, mutilando las cualidades de los personajes y de las circunstancias que los rodean. Se detiene con paciencia de entomólogo en delineamientos que remiten al Xavier De Maistre del Voyage autour de ma chambre (1794) por su grandiosidad preciosista. El personaje justifica esa puntillosidad como una necesidad profesional, el archivo que se resguarda “por si acaso”. La necesidad de albergar en la memoria detalles inútiles que luego se verán justificados una vez escritos, en este caso, la propia novela.
La sordidez de los cuerpos derruidos de los viejos “Hay mujeres mayores que abdicaron del sexo y viejos de piel caída en colgajos blancos” se contrapone al de su cuñada y al de otra mujer, una ingeniera, madre de cuatro hijos, ambas rubias y atléticas, con el que el protagonista mantiene una tensión sexual durante toda la novela. Tensión que, por momentos, se diluye en un mero deseo onanista y desinteresado. Al hablar de su esposa en el hotel, el autor dice: “Tiene una bikini negra de tiro muy bajo, a diez o doce metros, el viejo del oxígeno la mira con la bombilla del mate en la boca. Interrumpe la succión para mirarle el culo a mi mujer”.
El logro de la novela parece estar en su potencia narrativa, en hacer tan vívidos detalles mínimos, como las arrugas del arco de un pie o las huellas húmedas de ese pie sobre el cemento, y como esos detalles, conllevan al recuerdo. Borges sostenía que el olor es el recuerdo más vívido, porque siempre que uno lo identifica, lo recupera como un recuerdo perdido, que solo puede tenerse cuando se vuelve a oler. Esos olores están muy presentes en la novela, el olor de una vagina, que el autor reconstruye con precisión química o el olor dulzón de un chico de tres años jugueteando en una pileta.
En esa suma de datos está el resultado, un argumento que se construye con recuerdos de recuerdos. El suegro que gana una fortuna comprando y drenando campos inundados, una abuela borracha que detesta a su nieta mayor o una suegra desdibujada por su falta de carácter, no por imprecisiones del autor.
Tal vez ese rigor y sobreabundancia documental maree al lector, a veces uno se pregunta por qué un autor se desvía en la descripción de documentales, visto al pasar, en un canal televisivo, en detalles tan mínimos como los números y megavatios que pesan en la charla entre el protagonista y la ingeniera o también en esa precisión naturalista cuando habla de unos pájaros carroñeros llamados jotes que recuerdan a la operación del suegro con los campos. Cifras que vistas en conjunto constituyen el mapa total de la novela, el velo que a veces recubre la vida.
Quizás, pienso, en esa cercanía, casi ciega y fuera de foco, es donde vemos el horror de lo que verdaderamente somos.
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[Atletas]
Frecuencias del espectro visible
Por Francisco Iglesias
En una de sus conferencias sobre el sonido en el cine, Lucrecia Martel propuso pensar al tiempo como un volumen. El tiempo lineal de la imagen, dijo, esconde la trampa del causa-efecto. El tiempo del sonido, en cambio, es una inmersión. Como si estuviéramos sumergidos en una pileta, todo forma parte de un mismo sistema, todo está pasando disperso y a la vez. El tiempo voluble revela la arbitrariedad de la narración. En Veteranos de la guerra del día, Pablo Ottonello (Buenos Aires, 1983) escribe desde esa inmersión: no se puede capturar la realidad del tiempo; no se puede retener lo real. Queda desplegar la lengua de los cinco sentidos, traer cuerpo y sensación de un instante presente que solo se puede escapar.
“Manejo. / Se levanta una niebla muy fina que sube de los arroyos y trepa a la ruta. Esto es perfectamente filmable. ¿En qué medida una trama puede empezar únicamente por el paisaje? Por qué no. (El desierto rojo: paisaje industrial, locura). Por las ondulaciones del camino, los faros de los autos ascienden, llegan a un cenit y vuelven a bajar, imitando crepúsculos. (Cómo me gusta Monica Vitti)”.
Un guionista pasa un fin de semana largo en un hotel termal junto a la familia de su novia. A lo largo de esa estadía de ocio y baños escaldados, lo que pasa es todo lo que entra en el registro diario de un narrador lanzado con desesperación a retener las imágenes que sobreviven en su memoria. Futuras películas. También pasará la manifestación física de una declaración de principios narrativos.
Antes de esta primera novela, Ottonello publicó Quiero ser artista (TLM, 2015) y El verano de los peces muertos(Marciana, 2017). En la residencia para escritores de Iowa City trabajó en ocho libros inéditos, un guion y un cuento largo (aunque hay un mito que cruza los talleres literarios que dice que en verdad los inéditos son sesenta y tres [!]).
“Recorro (…) Entiendo el placer del traveling: espionaje dirigido. No sé cuántas vueltas doy. Aparezco otra vez en el deck vidriado”. En Veteranos… todo se mira. Todo se registra. Hay madres —veteranas—, que conservan la belleza de cuerpos hiperescrutados por hombres decrépitos en la exposición de las piletas, hay una abuela que arma tretas para beber alcohol, un niño que arma tretas para comer colillas de cigarrillos entre las mesas, un viejo darwinista que monologa una teoría sobre el amor y la reproducción de la especie mientras fuma conectado a su equipo de EPOC, y hasta una subtrama policial abierta solamente para poner a los visitantes del Hotel Horacio Quiroga a tejer hipótesis. Todos habitando esa intimidad compartida, todos expuestos al contagio de la vida sana. Entre estos fragmentos cortos de deambulaciones que estructuran la narración, Ottonello tira del hilo invisible de la herencia y el linaje y monta capítulos como secuencias documentales, reconstrucciones de la historia familiar, su módica fortuna agraria erigida en el pueblo de Sanabria, el trauma inscripto en el árbol genealógico.
Por momentos investigador documental de una sociología del ocio que recuerda los registros desquiciados de Foster Wallace, la neurosis rizada del narrador se desliza al filo del desborde. Mientras el protagonista nos cuenta el resultado de sus observaciones, de sus censos, conteos y percepciones, de las teorías que escuchó, las especulaciones, las palabras que producen “enorme placer enunciativo” al acumularse, en la minuciosidad delirada que enrarece la percepción parece flotar la amenaza espectral de la locura. Pero eso que estalla en “Klimowicz” —la nouvelle que inaugura el libro anterior de Ottonello— con un narrador que termina dedicándole la totalidad de su día a recordar la forma de las pestañas de la mujer que amó, acá se contiene en un lamento, un consuelo: “aunque parezca exhaustiva mi descripción es imprecisa”. En esa mixtura donde las observaciones se cruzan con los discursos de la salud y la medicalización como respuestas del mercado, la feria de variedades del horror que circula en Internet, la banalidad de los diarios y la tv, lo que flota en el habla, la novela alcanza su tono, su pulso sonoro y la sustancia verbal propia.
Veteranos de la guerra del día es una novela voraz que nos toma y no nos suelta por el entusiasmo de las imágenes y su prosa hiperlúcida que presenta, sin estridencias, cómo se las arreglan unos cuantos personajes con su drama diario, la guerra de sus vidas, sin épica, filmada con la luz cálida y amable de ese momento en el que el día ya cesó su batalla.
En su arrojo desmesurado la primera novela de Pablo Ottonello lleva una ética narrativa: el intento de recuperar la experiencia contiene en sí mismo su rendición; no se puede apresar un mundo con el lenguaje, no se puede contar lo real. Pero la escritura siempre va a poder hacer el gesto atlético de abrazar el fracaso y disponerse —igual— a agotar las fuerzas en su intento de revivir eso que se sintió alguna vez. Una potencia vital puesta a contarse “por escrito, más tarde, lo visto y lo oído. Que por algo resistió”.
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[Página 12]
"Quizás sea una novela sobre el mirar"
Por Silvina Friera
“La mejor tecnología es la buena memoria. Tomo notas y soy muy cuidadoso con no arruinarlas”. El narrador de Veteranos de la guerra del día (Entropía), primera novela de Pablo Ottonello, observa el hotel de aguas termales adonde llegó con su mujer para vivir una experiencia “saludable” entre enfermos que se recuperan de operaciones y mujeres deprimidas que buscan resucitar la vanidad perdida. Mirar y ser mirado, para un narrador que trabaja como guionista y está obsesionado con el detalle, que transforma la meticulosa radiografía de sus observaciones en una compleja política de la escritura, deviene un ejercicio que le permite capturar aquello que merezca llegar al papel y pueda ser materia narrativa. En la contratapa del libro, la escritora Fernanda García Lao advierte que Ottonello es “un escritor óptico capaz de percibir el temblor que subyace, el desfasaje del mundo” y agrega que “se vale de este invernadero termal para dejar en evidencia los modos rioplatenses, y su batería de neurosis, desdicha e histeria, con una inteligencia visual y una crítica poco frecuente”.
“La novela empezó por un viaje a un hotel termal. Como maniático que soy, fue una gran excusa para escribir porque me parecía una situación muy literaria”, cuenta Ottonello (Buenos Aires, 1983), autor de los libros de relatos Quiero ser artista (2017) y El verano de los peces muertos (2017), que en los últimos cinco años escribió una veintena de libros entre novelas y relatos. “Tener obra escrita inédita es algo que me juega a favor, aunque muchos de esos libros debería quemarlos”, bromea el escritor en la entrevista con PáginaI12.
–Veteranos de la guerra del día, ¿es una novela sobre el mirar y ser mirado?
–Sí, quizá sea más sobre el mirar. El hotel termal funciona como un sistema cerrado donde tenés que aceptar la regla de que tu cuerpo va a ser sometido a un escrutinio permanente. En ese escrutinio me encuentro como autor con la posibilidad de ser un maniático, que es lo que traté de asignarle al narrador, que es un guionista y como necesita detalles puede tener una escritura maniática. ¿Qué justifica un estilo así, que puede resultar por momentos insoportable?
–¿Qué es una escritura maniática?
–Como dice Borges en “El Aleph”, hay una desesperación del escritor... Cuando el personaje de Borges baja al subsuelo y ve el universo, no lo puede contar; una paradoja que impugna al realismo, ¿no? En un plano mucho más humilde, mi narrador tiene que escribir guiones porque vive de eso y todo lo que observa en el hotel está bueno para retenerlo. Pero hay una especie de angustia por no poder retener los detalles; no quiere andar con una libreta porque parece un estúpido anacrónico, no quiere grabar porque odia su voz, no quiere sacar fotos porque va a perderlas... Entonces, ¿qué hace con la experiencia, si ve que la experiencia le puede servir para algo? Eso me parece una aproximación maniática. El personaje necesita tener un método de registro. La novela podría tener nueve mil páginas en vez de doscientas, pero nadie me la publicaría. Una escritura maniática tiende a la acumulación.
–Hay un momento en la novela que se pone en jaque la posibilidad de capturar la experiencia: si el ruido que se escuchó fue o no un tiro, si uno de los huéspedes intentó matar a su esposa. Lo que hay son múltiples versiones, ¿no?
–¿Qué son los hechos? Eso me ayudó a crear una especie de trama que decepciona, porque le di a leer este libro a una agente alemana que buscaba literatura argentina y después de leerlo me preguntó: ¿quién fue el asesino? (risas). No hay asesino; esto es sobre parodiar que las noticias se construyen y que en un hotel donde la salud es lo que predomina los gerentes salen a decir que no pasó nada. La pregunta que se plantea, al final, es si es peor que alguien se deprima y se suicide en el hotel, o que sufra una muerte súbita. Lo que importa es la salud del negocio. El hotel necesita que el agua termal siga funcionando y trabajar para reducir el estrés. Los que están en el hotel no pueden saber qué pasó, salvo que alguien se dedique a entrevistar a todos los que estaban y pueda decir si el tipo mató a la esposa o se suicidó, o la esposa lo mató a él; es como un festival de las variantes. Que es un poco lo que hace un guionista, también. Esas variantes son fruto del aburrimiento, de que no hay mucho qué hacer en ese tipo de hoteles. Ante la nada, hay que escribir algo. A la mañana siguiente del tiro, la gente está animada porque pasó algo, tienen algo de qué hablar. Aunque la relajación sea una gran mercancía, también es un embole.
–En un momento de la novela se narra la historia de cómo se compraron unos campos inundados y cómo eso que parecía una locura terminó resultando una empresa redituable. ¿Por qué le interesa la cuestión del dinero en la literatura?
–No podría contar el borde inferior o lo marginal porque sería falso. Vengo del medio, y tengo más que ver con los colegios privados y cómo una clase entra en crisis. Hay crisis y decepción en los que tuvieron todo servido; eso es algo que conozco y que puedo contar. No quiero impugnar a la clase media o a los colegios privados, pero me gusta sacudir un poco esos ambientes. Toda la energía puesta en el empresariado, en las carreras corporativas, en las hordas de administradores de empresas: eso lo conozco porque lo viví de muy cerca. Pero yo me dediqué a la escritura. Narrar de manera lateral la situación del hotel, donde los asistentes a ese hotel provienen de determinado sector social, es una forma de abordar algunos temas políticos.
–¿De qué manera se articulan arte y política?
–El gran genio de esta articulación es (Manuel) Puig, que parece que te está contando conversaciones superfluas entre dos amas de casa y te contó la dictadura argentina o el exilio. Puig logra narrar temas gravísimos con un tono leve. Quiero escribir novelas donde la política esté presente, sin que sean un panfleto.
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[Télam]
"Tomé la decisión de exponer el machismo de mis personajes hombres"
Por Emilia Racciatti
En "Veteranos de la guerra del día", la primera novela del escritor y guionista Pablo Ottonello, que acaba de publicar la editorial Entropía, la trama se desarrolla en un hotel de aguas termales donde el narrador asiste como testigo privilegiado a percibir cómo las familias alojadas se descomponen, ante su mirada, en personajes que intentan sobrevivir a sus neurosis, sus miedos y sus enfermedades.
Autor de los libros de cuentos "Quiero ser artista" y "El verano de los peces muertos", Ottonello (Buenos Aires, 1983) estudió Ciencia Política en la Universidad Di Tella, cursó la Maestría de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Iowa y actualmente vive en Chicago, donde está haciendo un doctorado.
"A la hora de escribir las profesiones laterales no existen", asegura en diálogo con Télam sobre sus facetas como escritor, guionista y académico que, asevera, lo llevan a desdoblarse: "Una parte lee como una cosechadora. La otra escribe novelas y lee por placer, como un horticultor".
- Télam: ¿Cómo se fue hilvanando esta historia?
- Pablo Ottonello: El disparador fue un viaje familiar a un hotel como el que aparece en el libro. Y como cuento en la novela, en este en particular se daba una curiosa intimidad entre extraños a partir de las piletas de agua termal. Todo el mundo merodea en bata. Opera un doble placer benévolo: el que produce el agua caliente y el que produce estar haciendo algo por el propio organismo. La salud es una de las obsesiones contemporáneas. Yo soy un hipocondríaco perdido. Fue imposible no escribir sobre ese hotel.
- T: Esta es tu primera novela pero no tu primer libro publicado. ¿Cómo fue reencontrarte con el texto al momento de la publicación?
- P.O.: Siempre estoy escribiendo algo nuevo. La primera versión, de 2012, es casi irreconocible. Reescribí el libro cuatro veces desde cero. Después entró al microscopio de Entropía. En el medio me gané una beca para ir a la Universidad de Iowa exclusivamente a escribir. De esa etapa, fecunda y algo maníaca, salieron ocho novelas nuevas y un libro de cuentos. No lo digo para pavonearme sobre mi estado atlético, sino para responder a la pregunta con coherencia. No había pasado mucho tiempo pero sí unos cuantos libros. Las reescrituras se debieron a eso. Urgencias nuevas.
- T: ¿Por ejemplo?
- P.O.: En esos años descubrí el feminismo y entonces tomé una decisión narrativa: exponer el machismo de mis personajes hombres, que no lo notan, como una forma legítima de tocar el tema. Me parece una buena pregunta para hacerse: ¿cómo puede un escritor hablar de feminismo? No fue fácil encontrar el tono. Además, la productividad es engañosa. Venía de escribir monólogos larguísimos, sin pausa, y este libro necesitaba otra cosa. La productividad es embustera. Gianuzzi tiene unos versos magníficos en el poema "El poeta standard": "En resumen un frenesí creador, de resultado artístico dudoso". A veces me siento un novelista standard. ¡Adicto al frenesí, que no asegura la calidad de la obra!
- T: Al comienzo el narrador dice que "la percepción se entrena" y parece lograr, a través de su percepción, ver de qué manera se van configurando los vínculos familiares de los visitantes del hotel, pero sobre todo los de de la familia de Valeria, su mujer.
- P.O.: No soy fenomenólogo, y creo que no serlo me obsesiona un poco. Todo escritor tiende de alguna manera al realismo, porque es lo que tiene más a mano. James Wood lo explica mucho mejor que yo en "Cómo funciona la ficción". Mucha de la literatura argentina contemporánea cae en esta categoría. Yo me pregunto por qué. El problema es dar por sentado que el mundo material existe, y que solo hay que describirlo. Borges tiene su posición sobre este tema, y por eso se burla del género en cuentos como "El Aleph", donde Carlos Argentino Daneri es un pobre idiota que se cree capaz de enumerar el universo cantándole versos. Otro ejemplo es Juan José Saer, que prácticamente escribe para investigar el acto de percibir. No sé qué significa percibir. No sé qué es el "mundo material". Mi protagonista, al menos, se pregunta sobre el limitado acto de tomar nota sobre lo que ve. En esta novela hay realismo, pero no por default, sino por un desvío casi patológico del narrador. Eso me da tranquilidad. Yo elegí al género, y no al revés.
- T: Esa diferencia entre lo relatado y lo que sucedió está presente también en un episodio que irrumpe en la rutina de tranquilidad del hotel. Ese interés por descubrir qué fue lo que pasó le da un tono de suspenso a la trama.
- P.O.: Me encantaría que eso se leyera así, como un suspenso irresuelto, del que no habrá solución. Cuando este libro todavía no tenía editorial, se lo mostré a una editora alemana que me preguntó por qué no se resolvía la trama. ¡Por el placer que produce la decepción! Es cierto: no toda omisión narrativa te convierte en Lucrecia Martel o en Beckett. Pero quise probarlo.
- T: ¿Cómo fue la decisión del título "Veteranos de guerra del día"?
- P.O.: Por culpa de un excelente taller de poesía en una época me convencí de que los mejores títulos debían ser endecasílabos. Este es medio fallido, porque no lleva los acentos correctos. Dos ejemplos notables: "La máquina de hacer paragüayitos" o "El amor en los tiempos de cólera" (que tiene acento en la novena, y no sé si pasa la prueba). Sobre el contenido, me quedo con tu expresión: el deterioro de la salud como disparador para hacer unas mini-vacaciones curativas. El estrés y sus patologías parásitas son todas nutritivas para escribir. Sobrepeso, ansiedad, depresión, insomnio, palidez, ira: fiesta literaria.
- T: Hiciste cine, tenés un recorrido académico. ¿Cómo influyen esas facetas a la hora de escribir ficción?
- P.O.: A la hora de escribir las profesiones laterales no existen. Trabajé años en la industria del cine en más de un rol. Hace unos años encontré un equilibrio saludable, que es escribir guiones. Gracias al cine aprendí a usar una cámara de fotos. Soy un fotógrafo mediocre, pero es todo lo que necesito para lo mío. La relación entre imagen y texto me interesa mucho. Mi recorrido académico es tardío. Después de Iowa me mudé a la Universidad de Chicago, donde empecé estudios doctorales. Me tengo que desdoblar. Una parte lee como una cosechadora. La otra escribe novelas y lee por placer, como un horticultor. La academia en este país es perfecta para volverse ermitaño: loco ante la vastedad del saber. Estoy rodeado de gente que controla grandes porciones de literatura universal. ¡Es muy intimidante! A veces me siento un bufón de circo con su mesa de trucos. Mi plan es borgiano. Aprender a leer. Usar las horas y las bibliotecas. Tengo clarísimo que es un privilegio. La literatura, el parásito perfecto, siempre se las arregla para sobrevivir. |
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