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«Los relatos de Teoría del tacto son cuerpos palpitantes; sus palabras son carne encendida. En estas páginas resuenan las escrituras de Clarice Lispector, de Marosa di Giorgio, de Margaret Atwood, la de Quiroga, ¿la de Felisberto Hernández?, ¿la de Edgar Allan Poe? Como ellos, Fernanda García Lao consigue la crueldad a través de la belleza, o al revés, o las dos cosas. Hay, de frase en frase, de una imagen a otra, la continuación de un impulso tan voraz como el de una célula, y los textos se bordan así, como extrañas mórulas, criaturas particulares: “Cada latido, una pezuña”, leemos.
García Lao viaja hacia el centro de la tierra interior de sus personajes para luego, como una exploradora antigua, traernos el corazón de esos seres ultrapasados que vamos siendo.
Sólo podremos cerrar este libro para volver a abrirlo. Porque está construido para que seamos testigos de la consistencia de las palabras con frases que aparecen después de dar la vuelta al mundo, o de atravesarlo, frases de saliva fresca que dibujan las entrañas de los pensamientos de sus habitantes.
Es un libro-criatura que parasita los ojos, que los convierte, o los desvela. La escritura de su autora es feroz, inclemente y también orgánica: como el deseo, que no puede terminar de definirse nunca.»
Daniela Tarazona
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Las crueles
Esos lirios del viejo mundo enloquecieron acá. La señora Arnaud los trajo en barco desde Francia. Se creía tan especial ella, que viajar con objetos finos le pareció poco y llenó un par de valijas con brotes dormidos. Flores altivas de sangre azul, que respiraron bien en el camarote del barco, donde la domestique las rociaba cada atardecer. Así dijo la señora. Ma domestique.
La furia alcanzó a las crueles en cuanto recuperaron la conciencia. Este mundo tan plebeyo y húmedo de Buenos Aires no les habrá resultado interesante. La casona de Grasse de donde provenían no se parecía en nada a este edificio esquinero con olor a puerto, que la señora había mandado reconstruir. Yo debía recibirlas en lugar de mi primo, el arquitecto.
La cocinera renunció en cuanto vio el barrio, que no era digno de sus ollas, dijo. El ama de llaves había quedado en Francia. Las tareas de la única doméstica eran varias. Debía atender la limpieza y el servicio mientras se ocupaba en despertar a las flores y plantarlas en los maceteros de cada balcón a la calle. Por fortuna, se me permitió conservar dos habitaciones en la planta baja. Un hombre siempre es de utilidad, dijo la Arnaud. Yo asentí. Me encargo del mantenimiento de las zonas comunes. Puedo ocupar el resto del tiempo en mis asuntos, sin pagar una renta.
Los lirios crecieron rápido, se trenzaron a las rejas de las ventanas, ávidos de colonizar. La flora autóctona de los canteros, unas clavelinas extenuadas, pereció en cuestión de días. Las crueles se asimilaron a las plantas fantasmales de las rejas que imitan seres híbridos, seres de raíces indóciles y garras, en lugar de dedos. El gesto atroz, esculpido en hierro, se acopló bien a la violencia de las mediterráneas. Se trenzaron a tal punto que era indistinguible el metal de los tallos vivos. Pronto observé que en mi presencia las mediterráneas bajaban la cabeza. Bastaba con enseñarles la tijera para que temblaran. Soy criollo.
La doméstica vivió hasta la primavera, ni siquiera supe su nombre, pero tuvo tiempo de ver florecidas las plantas. Me había comentado de manera tangencial que le costaba respirar desde su llegada, pero lo atribuía al cambio de clima. Murió la muchacha sin oponer resistencia, en su cuarto, desvanecida junto a la ventana. Yo había comprobado que la humedad la dejaba sin fuerzas, pero no imaginé que el tema de las flores fuera tan efectivo. Al fin y al cabo, eran de su país de origen.
Si la rocé fue pensando que dormía, le dije a la señora Arnaud, en la mañana. Ya eran las diez y el desayuno no había sido dispuesto. Hasta hoy no había tenido que tocar a ninguna doméstica, menos que menos muerta.
Me acompañó a verla, desconfiando del deceso. Fue al sacudirla cuando un aroma dulce contradijo lo azulado de aquellos labios, y sus dudas. Señaló la señora, en la ventana, un tallo erecto de aquellos lirios que parecía más altivo de lo habitual. Era un misterio tieso, como de pestañas solas. Gritó, la Arnaud, sin mirar a la muerta de nuevo. Había un gesto impúdico en esa boca. El deseo parecía haberla sorprendido en mitad de la expiración.
Como si la muerte hubiera interrumpido una cópula. O la muerte fuera eso, una cópula desesperada por interrumpir.
Tuve que sacar el cuerpo helado de la muchacha y subirlo a la terraza, según indicaciones histéricas. No avisemos a la funeraria, mejor no despertar sospechas. Quién creería que fue víctima de las flores, dijo la Arnaud. No vayan a tomarme por loca.
Ardió esa noche la doméstica en pira improvisada, confundida con los asados dominicales de las casas linderas. |
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Fernanda García Lao (Mendoza, Argentina, 1966) es narradora, poeta y directora escénica. Ha recibido, entre otros, el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes por su novela Muerta de hambre, el Tercer Premio Cortázar por La perfecta otra cosa y la Beca Antorchas por su obra teatral Ser el amo. Además publicó las novelas La piel dura, Vagabundas, Fuera de la jaula, Nación Vacuna y Sulfuro; y los libros de cuentos Cómo usar un cuchillo y El tormento más puro. También ha escrito los libros de poesía Carnívora, Dolorosa y Autobiografía con objetos. Ha sido editada en Latinoamérica, España, Francia, Italia y Estados Unidos. |
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