Editorial
Autores
Blog!

Contacto
Librerías

 

Se vive y se traduce
Laura Wittner
90 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2021
ISBN: 978-987-1768-72-1

 
 
     
   
     
 

En tanto teoría –que en griego significa “observación”: de ahí que, en la cultura, la palabra se asocie a una objetividad con frecuencia huidiza–, la de la traducción se puede resumir en tres preguntas y un solo endecasílabo: ¿Cuándo es el deadline? ¿Cuánto pagan? ¡¿Pagan?! Eso de ningún modo significa que no sea posible teorizar al respecto. Quiere decir, más bien, que no hay teorías de la traducción que no surjan de forma muy directa de la práctica: que no sean la práctica –que es ante todo un método para observar el mundo; y, en ese mismo acto, transformarlo–.

De esa modesta alquimia, Laura Wittner –una egregia poeta, traductora y cronista del oficio– sabe mucho. Se vive y se traduce es una biografía laborable y, sobre todo, una historia de amor a las palabras, así como a los mundos cuyos límites trazan o borran en su estela, con su pequeña música. En apariencia un diario que incorpora aforismos, anécdotas, ensayos, traducciones –propias y de colegas, de manera indistinta–, Se vive y se traduce es un relato urdido en muchas voces, un coro de ventrílocuxs amigxs. También son los apuntes para una teoría, vivida intensamente pero enunciada al paso, sobre la ambigua y amorosa ciencia de traducir, que es siempre una gimnasia colectiva.

Ezequiel Zaidenwerg

 

Contratapa

 

 

 

 

 

 

 

 

     
   

El profesor Costa Picazo entra al aula y, en lugar de pasar lista como de costumbre, apoya su maletín en el escritorio, agarra una tiza, se pone a escribir en el pizarrón. A sus espaldas el murmullo sigue. Lo observo: tengo la impresión de que está haciendo algo sagrado.

Por fin deja la tiza, se limpia el polvo de los dedos y nos mira. La clase queda en silencio. Al lado suyo, en el pizarrón, hay dos versiones de un poema breve: el original –en inglés– y su traducción al castellano. “In a Station of the Metro”, de Ezra Pound.

* * *

¿Qué es traducir?

¿Cómo es que leo una oración en inglés y mi cerebro elige y ordena palabritas en castellano? A veces trato de frenar el mecanismo en algún punto para observarlo y creo enloquecer.

* * *

Y en las épocas en que no traduzco, ¿en qué empleo ese mecanismo tan específico de traspaso? ¿En procedimientos mentales que no lo necesitan, entorpeciéndolos?

* * *

Durante un año viví en Nueva York gracias a una beca Fulbright. Cada mañana me instalaba en el octavo piso de la biblioteca de la universidad. Traducía los poemas que el inglés Charles Tomlinson había escrito en Nueva York, hacía décadas, gracias a una beca Fulbright. Y como él, y como todo extranjero, escribía (¿por qué iba a escapar yo del cliché si no habían escapado Calvino, ni Lihn, ni Simone de Beauvoir ni García Lorca?) un largo poema sobre Nueva York (que era en verdad sobre mí).

Así desde los libros, los parques, los subtes y las calles iba, sin proponérmelo, tras mi traducido: Caminamos por Madison. Es el final/ de una tarde de invierno, escribe Tomlinson, y por Madison volvía yo a mi casa, y era el final de una tarde de invierno, y elegía [...] la calle/ que parece un hogar al que se vuelve, convertida/ de pronto en fiesta cuando entramos en ella/ con el olor de las castañas en los braseros de la esquina.

* * *

Traducir es pensar en una.

* * *

&: ¿gesto intraducible del autor?

Conversación con Shira sobre el ampersand, a raíz de un poema que tradujo y estamos corrigiendo: es un gesto sutil, me dice. Hagamos otro gesto sutil, digo yo. Dejar el ampersand no es tan sutil: es introducir una grafía de otro idioma. ¿Poner un “+”? Pero el + existe también en inglés. Es una intención abreviativa, dice Shira. Una notación, agrego. Pero coloquial. Sí, un gesto de rapidez: ahorrar dos caracteres de los tres del “and”. ¿Y qué hay más breve, en castellano, que el “y”?

A veces para traducir un poema intentamos meternos en la mente del autor bastante más hondo de lo que se metió él mismo.

Realmente no sé quiénes nos creemos que somos.

* * *

La preposición: ese artefacto inquieto que nos mantiene despiertos.

* * *

Todo lo que tiene que funcionar bien, dinámicamente hablando, para que una pueda sentarse a traducir: los ojos (a veces desenfocan), la respiración (a veces pierde el paso), las manos (a veces duelen), la muñeca que dirige el mouse (hay ahí una inflamación permanente), el cuello con toda esa larga y problemática continuación que es la columna.

* * *

Si la traducción se traba hay que pararse.

Ir al baño, ir a buscar agua, ir a buscar el esmalte de uñas.

Si la traducción se traba hay que destrabar el cuerpo.

* * *

Se puede seguir traduciendo mientras se llora.

 

Fragmento
     
   

Autora

 

Foto de solapa:
Xavier Martín
 
                     

Laura Wittner nació en Buenos Aires en 1967.

Es traductora y escritora. Tradujo, entre otros, a Leonard Cohen, Anne Tyler, M. John Harrison, James Schuyler, David Markson, Katherine Mansfield y Gianni Rodari.

Publicó varios libros de poesía –los dos últimos son Lugares donde una no está (poemas 1996-2016) y Traducción de la ruta– y para niños y niñas
Dime cómo vuelas, Los entusiasmos, Mi tortugo y Justo antes de dormir, entre muchos otros–.


   

Reseñas

Revista Ñ
(Osvaldo Aguirre)

El Diario AR
(Agustina Larrea)

Coolt
(Diego Zúñiga)

Virtualia
(Solana González Basso)

 

Reseñas

Brecha
(Martín Graziano)

Agencia Paco Urondo
(Inés Busquets)

Infobae
(Hinde Pomenariec)

 

 

[Revista Ñ]

El subibaja entre dos lenguas

Por Osvaldo Aguirre

¿Qué es traducir?, se pregunta Laura Wittner al comenzar sus notas sobre el modo en que se entrelazan la vida y el oficio. Las respuestas atraviesan el texto desde distintas perspectivas: proposiciones enunciadas como aforismos, citas y reflexiones tomadas de otros traductores, observaciones constantes de la propia práctica. Ninguna es definitiva, pero la incertidumbre parece justamente una de las mejores definiciones posibles porque “la traducción es siempre el nudo de un problema”.

En la casa pero también en un bar, en el tren, a la espera de que la hija salga del entrenamiento de básquet o de la clase de música; la mayor tiempo del tiempo sola, y a la vez intercambiando hallazgos y dudas en pareja, antes de dormir, y en diálogo con los autores, con colegas, con talleristas; por trabajo, por deseo, por necesidad de conocimiento; antes, durante y después del aislamiento obligatorio por la pandemia: se vive y se traduce, como anuncia el título del libro, no solo porque se trate de una actividad que ocupa tiempo sino más bien porque constituye de tal manera a la existencia y a la personalidad que, se nos cuenta, llegó a convertirse en un reflejo ante cualquier oración en inglés.

Entre las notas Wittner incluye la que escribió a propósito de sus versiones de poemas de Katherine Mansfield para una colección de literatura infantil. “Me pareció muy tentadora la idea de hablar con niñas y niños sobre el proceso de traducir, sobre algunas de las cosas que implica”, recuerda. Ese diálogo remite a una parte central en su obra, sutilmente asociada con su poesía y sus traducciones: los textos de literatura infantil.

La producción de Wittner en ese género resulta notable: en la primera mitad del año publicó Justo antes de dormir (ilustrado por Natalia Bruno) y Eureka (dibujos de Pupé), más recientemente Por culpa de un hilo (versión gráfica de Pablo Picyk) y la traducción de Amigos, de Emily Bannister y Ana Sanfelippo y antes de fin de año saldrá Si mamá canta (versión gráfica de Maricel Rodríguez Clark). Los recursos lúdicos y sonoros del lenguaje y el despliegue narrativo al modo de un juego con los lectores subyacen a esos textos tanto como la trama cotidiana en que se inscribe su trabajo. La historia de Por culpa de un hilo, así, transcurre a partir de un mínimo incidente hogareño que tiene consecuencias múltiples, como si el texto abriera una ventana hacia lo imprevisible hasta que por esa misma dinámica el orden resurge con el hallazgo de un limón que se había perdido.

Si la destreza y la sensibilidad poética sostienen al relato infantil, esos textos a la vez se proyectan en el resto de la obra (“están volviendo/ todas las historias infantiles”, escribe Wittner en un poema) y particularmente en la traducción entendida también como juego y actividad compartida, porque entre otras posibilidades “traducir es adivinar”.

Las primeras impresiones al recibir un original, algún reclamo gremial (“los traductores deberíamos viajar antes al lugar-escenario de lo que nos toque traducir”), las interpretaciones divergentes en un grupo de trabajo, el descubrimiento de las malas traducciones celebradas en las redes sociales, contienen otras revelaciones y afirmaciones tentativas. La historia personal, lo que Wittner llama su novela, surge además a través de escenas que son de traducción: el día en que el padre le propuso estudiar inglés; la clase en que el profesor Rolando Costa Picazo copió en el pizarrón del aula el poema “In a Station of the Metro” de Ezra Pound y su traducción (a la que Wittner agrega otras cinco igualmente posibles); la versión de un texto de Emily Dickinson recibida como demostración de afecto de un amigo traductor, y del modo en que las emociones y las afinidades personales se traman con la literatura.

Escritas de modo fragmentario y discontinuo, las notas de Laura Wittner exponen secretos del oficio y vacilaciones igualmente significativas. En una experiencia ejercida con inspiración y rigor, como la que se ofrece, no hay recetas ni resoluciones universales: “Traducir un poema siempre es pararse en el medio de dos idiomas y ver qué se puede hacer”. Lo que sigue es pura ganancia.

----------------------------------------------------------------------------------------------------------------

[El Diario AR]

Vida y traducción

Por Agustina Larrea

Hablábamos arriba de fiestas, de palabras, de amores y del cuerpo y este libro breve y mágico reúne, en pequeños fragmentos, todo eso como en un proceso alquímico.

En Se vive y se traduce?, la escritora y traductora Laura Wittner combina anotaciones sobre su oficio con tropezones que tiene a la hora de traducir; experiencias y traducciones propias con observaciones ajenas. Lo que consigue, entonces, como señala Ezequiel Zaindenwerg en la contratapa del libro, es “un relato urdido en muchas voces, un coro de ventrílocuxs amigxs”.

Por la agitación íntima que le generan (“la preposición: ese artefacto inquieto que nos mantiene despiertos”, afirma, por ejemplo) y una fascinación siempre apasionada y vital, al referirse a las palabras y las traducciones la autora pareciera estar hablando de historias de amor, que al mismo tiempo que la arrasan (“si la traducción se traba hay que destrabar el cuerpo”, dice), las deja partir (en cada traducción se trasluce un duelo), la hacen sentir viva. Al leer el libro, entonces, una se encuentra con ese testimonio doble del que da cuenta el título: vida y traducción se superponen y se funden en una fiesta interminable.

----------------------------------------------------------------------------------------------------------------

[Coolt]

Para los que siguen creyendo en la literatura

Por Diego Zúñiga

Leímos la poesía de Laura Wittner con entusiasmo y alegría, leímos sus traducciones con gratitud y fascinación, y ahora llega este libro en el que indaga en su oficio pero también donde se descubre narradora, ensayista: una escritora de un talento descomunal. Este es un libro para subrayar, para discutir, para regalárselo a todas las personas que siguen creyendo que la literatura es algo posible.

----------------------------------------------------------------------------------------------------------------

[Virtualia]

La lengua de Wittner

Por Solana González Basso

¿Cómo hacer pasar la conmovedora escritura de Wittner? No recuerdo haberme hecho esa pregunta antes de Se vive y se traduce e intuyo que la causa radica en una frase de la misma autora: "… no lo voy a negar: hago lazos de amor mientras traduzco". Milner se pregunta: ¿qué es necesario que sea la lengua, para que con ella se pueda designar tanto el objeto de una ciencia cuanto el objeto de un amor? La lengua de Wittner es un cierto amor que anuda la traducción al cuerpo: "Si la traducción se traba hay que destrabar el cuerpo" y entonces ella se mueve y con ella su escritura. Sus apostillas, pequeños fragmentos, ponen a resonar el título de uno de sus poemas "Las cosas frágiles". En esos cristales, Wittner nos dice: "La mitad de las búsquedas relacionadas con una traducción nos llevan a un lugar que no buscábamos pero que nos es, sin embargo, muy cercano. Sospechosamente cercano". Más que una traducción que se aquiete en lo calculable del pasaje de una lengua a otra lengua, afín a su gusto declarado por la natación, ella se sumerge: "La palabra problemática nos llega desde las profundidades del azar". Es su amor por la lengua la que la vuelve sensible al punto excéntrico en cada una. Lejos de una práctica discursiva, que aspira y se desvela por la sustitución, ella con esas líneas que se entrecruzan y que fallan no arma una red, se acerca más bien a lo inconmensurable:

Si recortáramos ese poema en cartulina y lo apoyáramos contra el recorte de su traducción, nos sobraría por un lado, nos faltaría por el otro. Si separáramos delicadamente cada palabra del poema en inglés para emparejarla con una palabra en castellano nos quedaríamos con huecos en algunas partes y con una pilita de posibilidades en otra.

Hace uso de ese cuerpo-objeto para situar lo que no se empareja entre las lenguas y no se entrampa en lo angelado porque es el deseo el que corrompe al purismo: "El deseo de traducir arrasa en los momentos más impensados o imposibles, incómodos. Como el deseo sexual". Aparece donde no se lo espera y ella se zambulle, "como en el mar la ola me eleva, la ola me eleva y me adelanta: el deseo de traducir". La lengua es una sustancia y la traducción corre y fluye por los estanques, los senderos, las cuestas, la gente que corre, todo eso lo vi, lo escuché. Todo eso lo olí. Y vuelvo sobre la idea: esta debería ser la manera de traducir: trasladarse al lugar. Oler, comer, caminar.

Si esa es su manera, su respuesta a la pregunta acerca de por qué se le dio por traducir, será una esperanza "que la poesía pueda generar poesía en otra lengua". Este punto de poesía, que permite decir que la lengua soporta el no-todo de lalangue, no es para Wittner ajeno al parloteo:

Charlar sobre todo a la vez, sin rigor, sin límite de tiempo y sin prejuicios, la mejor manera de traducir entre dos. Es difícil encontrar compañera o compañero de traducción; pero cuando sucede nos encendemos.

En esas "sesiones de traducción" tan próximas al parloteo en femenino la lengua se reinventa "y reencuentra su origen en lo real de la no-relación haciéndolo ex-sistir entre líneas":

¿Ya lo sabía? Hoy traduciendo a Stroud con Shira descubrí que "escalera caracol" en inglés se dice escalera espiral, y ella descubrió que "spiral staircase" en castellano se dice "snail staircase", y las dos nos reímos.

Traducir, nos dice, es ir pegada a la espalda de alguien, "una manera de percibir el lenguaje que por algún motivo se vinculaba a la manera de percibir el cuerpo". Es ese algún motivo, que deja en sombras, lo que hace a lo más singular de la lengua de Wittner:

Y en las épocas que no traduzco ¿en qué empleo ese mecanismo tan específico de traspaso?

----------------------------------------------------------------------------------------------------------------

[Brecha]

Perdidos en la traducción

Por Martín Graziano

El sueño de la fonética produce monstruos. Entre sus compañeros del Colegio Dámaso Centeno, Charly García tenía un amigo con un apodo muy curioso: Ichina. Eran los primeros sesenta. En plena beatlemanía, los temas de Lennon y McCartney circulaban como un reguero de pólvora y los chicos se reunían para cantar o poner los discos. Cada vez que escuchaba el guitarrazo de «A Hard Day’s Night», el muchacho daba la señal de partida: Ichina jar dei nai… No era un caso aislado. Aunque todos parecían sentirse convocados por esa música, una buena parte del planeta no tenía ni la más remota idea de lo que decía. Así, de la misma manera en que circulaban cancioneros ridículos en castellano, aún hoy nadie se escandaliza demasiado cuando las películas de Hollywood son tituladas casi a la marchanta. Los libros, parece decirnos Laura Wittner, son otra cosa.

Editado por Entropía, Se vive y se traduce comienza con un epígrafe de Lydia Davis y termina con Wittner sentada junto a la cama de su padre: sosteniendo su mano y mirándolo a los ojos. En algún punto impreciso del medio, el libro hace un pase de magia y aquel ensayo sobre el oficio del traductor hace el nudo indesatable con la vida. Un poema de Ezra Pound en el pizarrón de la Universidad de Buenos Aires. Un año en Nueva York con una beca Fulbright. La conversación imaginaria con los autores. Los dolores de cintura. Los recorridos por las calles de Google Maps en busca de un restaurante o un camino de piedras o una pileta. El trabajo como fantasmas. «A veces para traducir un poema intentamos meternos en la mente del autor bastante más hondo de los que se metió él mismo», dice Wittner. «Realmente no sé quiénes nos creemos que somos.»

Aunque nunca termine de arrojarlo sobre la mesa, Wittner tiene un as en la manga: es una de las grandes poetas de su generación. Su diario sobre el oficio comienza a pedir pista a las tres o cuatro páginas y cuando queremos acordar estamos a bordo de un viaje extraordinario. Siguiendo el mapa de un escritor (Leonard Cohen, Claire-Louise Bennett, Al Alvarez, Anne Tyler, M. John Harrison), ajusta su astrolabio y recorre la zona palmo a palmo para hacer la cartografía de su propio idioma. Spoiler alert. En el final, todo es traducción. Y todo y nada, nos dice Wittner, se pierde en el camino.

—Los ghostwriters no deben estar en la presentación del libro. En términos de cábala, ¿conviene conocer personalmente al autor antes de sentarse a traducir?

—Todo contacto con quien escribió el texto original me sirve. Muchas veces incluso miro videos para ver cómo son, cómo se mueven, cómo hablan. Es una manera de encontrar pistas, quizás no de las cosas fundamentales de la traducción, pero sí para tomar pequeñas decisiones. Detalles, gestos, tonos. Sobre todo, cuando tengo que elegir entre una o dos opciones. Cuando puedo escribirles, lo que hago siempre es armar una lista con todas las preguntas que les quiero hacer para terminar el trabajo. Van desde las cosas más básicas, como el género de las personas (un montón de veces eso no está dicho en inglés, pero yo necesito saber si pongo amigo o amiga, en tanto las editoriales no me dejen poner amigue), hasta cosas mucho más generales de tono, pasando por asuntos muy idiosincráticos. Por ejemplo, un restaurante que había en Irlanda de 1970 a 1980. Es mi manera de restaurar el sistema con algunos datos más para que pueda tomar una decisión de traducción. Si el contrato incluyera un viaje a la ciudad donde vive esa persona, sería espectacular.

 

—¿Tus percepciones sobre los autores se confirman cuando los conocés?

—Hablé solo unos minutos con M. John Harrison, pero confirmé todas mis intuiciones. Al principio, no me animaba a acercarme. Estaba parada a un metro y lo miraba totalmente fascinada. Es precioso, además, un señor muy hermoso. Justo una persona se le acercó para que le firmara un libro, me señaló y le dijo: «Ella es la traductora». Así empezamos a conversar. Con Claire-Louise Bennett también las confirmé y hasta se intensificaron, porque dimos juntas un taller de traducción sobre un texto de ella y fuimos a una escuela secundaria para una entrevista con alumnos. Pero también me ha pasado lo contrario. Ponerme a traducir unos poemas y, en la mitad, ver o escuchar al autor leyendo esos versos y decir: «Ah, nada que ver». Entonces tengo que empezar de cero.

—Originalmente, la poesía estaba hecha para ser declamada. Entonces el influjo de la oralidad puede ser muy poderoso para la traducción. Uno puede relacionar esto con el vínculo entre la partitura y el intérprete.

—Es todo un tema a discutir, porque la forma en que la interpreta el autor no tiene por qué ser como la interpretamos nosotros. Si no hubiera una grabación y el autor estuviera muerto, solo tenemos lo que está en el papel. Pero, bueno, si está la posibilidad de ver o escuchar, muchas veces me ayuda a elegir. De pronto los escucho y el tono es absolutamente apagado y monótono, y quizás el poema a mí me llevaba hacia un lado un poco más expansivo o extrovertido. Entonces, si tengo tres posibilidades de adjetivo para uno que puso el autor, puede inclinar la balanza.

—Promediando tu libro, te permitís quejarte por el lugar fantasmal que les toca. ¿Cómo podría ser más justa la valoración para ese trabajo?

—A veces me gusta sentirme un poco fantasmal y a veces no. Para empezar, creo que eso tiene una incidencia en lo mal que cobramos. No solo muy poca gente sabe quién lo hizo, sino que muy poca gente sabe que alguien lo hizo. En las reseñas ya casi no hay lugar para el nombre del traductor, aun cuando muchas veces se diga «un estilo impecable» o lo que fuera. Uno intenta tratar de reproducir esa voz de la manera más cercana posible, mantenerse pegadito, incluso a veces para mal… porque ahí se acuerdan de que alguien tradujo. Viste que dicen que no se tiene que notar, pero, cuando el original lleva la misma palabra repetida cinco veces en un párrafo, a lo mejor yo dejo tres. En inglés molesta menos que en castellano.

—Así como los futbolistas tienen problemas de meniscos o los tenistas sufren con sus codos, hablás de los padecimientos físicos del traductor. ¿Cuáles son y cómo se manifiestan?

—En este momento hay un montón de personas cuyo trabajo implica estar mil horas sentados delante de una computadora. Pero, a diferencia de otras tareas, traducir implica una quietud suprema. Está el texto con el que tengo que trabajar a mi costado derecho y está el archivo donde se traduce en la pantalla. Esa misma posición durante muchísimas horas a mí me destroza la espalda. La cintura. La diferencia en la distancia de los textos, por otro lado, te perjudica mucho la vista.

—En un punto, el libro se termina de amarrar definitivamente a tu vida. ¿Qué significa que esté directamente dedicado a tu papá?

—Yo tomaba notas en mi diario, tenía mails donde intercambiaba cosas sobre la traducción con alguien y entradas en un blog o en mi cuenta de Twitter. De pronto, cuando ya estaba empezando a escribir partes y concibiéndolo como un libro, se reveló la enfermedad de mi papá de una manera totalmente inesperada. La vida se me detuvo, se me rompió todo. Mi papá era muy joven, una persona muy vital y muy activa, que viajaba constantemente por su trabajo. Lo único que pude seguir haciendo fue escribir y entonces se me fueron uniendo estas dos cosas. Para la familia, mi papá era la mente de todos. Contestaba las preguntas de todos. Mi papá, por ejemplo, fue la persona que insistió para que yo estudiara inglés. Lo primero que traduje profesionalmente en mi vida fue un trabajo con normas técnicas de calidad (era químico, pero trabaja como asesor de ISO [siglas en inglés para Organización Internacional de Normalización]) que él me consiguió. Casi todo lo hago de manera absolutamente espontánea y cada vez tengo menos filtros. Entonces hice lo que pude. La mente de mi papá me había explicado el mundo y, cuando estaba cerrando este libro, la estaba perdiendo a toda velocidad.

Cada uno se arma el mito que puede. Ricardo Piglia cuenta que, cuando era niño, estaba arrobado por la visión de su abuelo con un libro. ¿Qué estaba haciendo ese señor sentado durante horas y en la misma posición frente a ese misterioso objeto de papel? Agarró un libro cualquiera, se sentó en el umbral de su casa en Adrogué y repitió la operación. Unos minutos después, un transeúnte se detuvo y se lo dio vuelta. Estaba al revés. «Era Borges», especula Piglia. «¿A quién sino a él se le puede ocurrir hacerle esa maliciosa advertencia a un chico de 3 años que no sabe leer?» En el mito de Wittner, por ejemplo, todo también sucede en la casa de los abuelos. Entre la habitación y el balcón, sobre esas reposeras de tres cuerpos que siempre quedan chuecas. De pronto, su padre entra en la escena con un regalo: Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato. «Pero recién aprendí a leer», dice la niña. «Por eso mismo», le responde. «Ahora lo podés leer sola.»

En un texto llamado «Sobre una idea de Nanni Moretti», Wittner hace un inventario de lecturas iniciáticas atravesado por las circunstancias físicas de esas lecturas. A los 10, en el triángulo de sol que caía sobre el parquet de su cuarto. A los 13, quedándose dormida en un hotel del sur de Brasil. A los 15, en un colectivo de larga distancia mientras todos dormían. A los 19, en la Biblioteca Lincoln, haciendo su primera lectura completa de un libro en inglés. A los 23, con el Retrato del artista adolescente, de Joyce, tomando café frente a la pileta del Club Villa Crespo. «Conservaba, mientras leía, la sensación de blandura y bienestar, los ecos indefinidos de debajo del agua», dice Wittner. «Me parecía que ese estado me acercaba a la posibilidad de ser Stephen.»

Precisamente entonces, Wittner estaba incrustada en el núcleo indivisible de la revista 18 Whiskys: el mascarón de proa de aquello que, con el diario del lunes, llamamos poesía de los noventa. Dos números, mil aventuras, un staff. Daniel Durand, Fabián Casas, José Villa, Rodolfo Edwards, Darío Rojo, Mario Varela, Teresa Arijón, Juan Desiderio, etcétera. En el alba radioactiva del menemismo, 18 Whiskys escribió sus reglas y, sobre ese juego, se fundaron las dos editoriales donde Wittner editó sus primeros volúmenes de poesía: El pasillo del tren (Trompa de Falopo, 1996) y Los cosacos (Ediciones del Diego, 1998).

—Durante los últimos años también escribiste muchos libros para niños y reflexionaste sobre la lectura en la infancia. ¿Qué clase de lectora fuiste vos?

—Era imparable. Justo ayer, buscando una cita de E. M. Forster que aparece dentro de la novela que estoy traduciendo, me encontré con un pasaje que puedo relacionar muy directamente con lo que me producía leer. «Como todo verdadero performer, estaba embriagada por la mera sensación de las notas: eran dedos acariciando los suyos; y por el tacto, no solo por el sonido, llegó a su deseo.» Así me sentía yo: era el solo acto de tocar los libros, de posar la vista sobre las palabras y transformarlas en una idea. Leía un montón, me encantaba, era lo que más hacía: una niña totalmente sedentaria. Sentada en el sillón o tirada en la cama.

—Me da la sensación de que, en tu caso, no hay forma de disociar las lecturas de las circunstancias físicas de esas lecturas.

—No hay forma. La lectura depende un montón de eso. Las cosas que leés en tránsito, por ejemplo: un viaje lejos donde te hacés el rato para leer o un viaje en el subte. Si está pasando paisaje por el costado, si estás realmente aislada, si no tenés todas las preocupaciones que tenés en tu casa… donde ya me es casi imposible leer. Eso nos está pasando a todos. Antes, lo que más quería era volver a mi casa para sentarme a leer y ahora prácticamente tengo que salir de mi casa para que no me encuentren. Es espantoso.

—En ese sentido, ¿cuáles fueron las circunstancias físicas de tu acercamiento al grupo que fundó 18 Whiskys?

—En la facultad de Letras. Cursaba muy tarde el práctico de Literatura Latinoamericana 2 y hacía un frío terrible adentro del aula. Éramos pocos y la profesora no lograba hacer avanzar la clase. Las palabras caían al vacío y todos nos mirábamos. Leía un poema de Vallejo, nos preguntaba qué opinábamos y nadie decía nada. José Villa y Daniel Durand tenían muchas cosas para decir, pero se habían obstinado: si la profesora no va a dar la clase, nosotros no vamos a decir nada. Éramos muy jóvenes. Ahora supongo que diríamos algo. Creo que esa incomodidad nos hizo acercar: hacíamos chistes. Después de la clase, volvíamos caminando hasta Rivadavia para que cada uno se tomara su colectivo. A veces se sumaba Fabián Casas, que estudiaba Filosofía. En esas caminatas empezamos a ver que teníamos algunos gustos en común y nos hicimos amigos. Más que nada, ellos me enseñaron un montón de cosas. Hasta ese momento, yo había leído poca poesía. O mucho, pero desde pocos autores.

—Cuando somos jóvenes, tenemos la sensación de que realmente podemos leer todo.

—Tenía un montón de tiempo y tenía la mente disponible. Creo que ni siquiera es por la edad, porque ahora la gente a esa edad tiene la mente llena de todas estas porquerías que ya sabemos. En esa época, no. Nos íbamos a comer a lo de Daniel y lo que hacíamos era fagocitar su biblioteca en vivo. Mientras pedíamos una pizza, agarrábamos un libro y entre todos tratábamos de ver esa palabra en su idioma original. Yo escribo desde que soy muy chica, pero venía más inclinada a la narrativa. Aquella fue como mi verdadera iniciación en el camino de la poesía. Ese grupo de amigos, esa situación colectiva.

—Con la perspectiva del feminismo y las últimas conquistas, ¿cómo te ves en aquel grupo mayormente compuesto por varones?

—Me da vergüenza de mí misma, porque no lo tenía tan presente. Fue toda una revisión de grande y mi participación en ese grupo es la más inocua de todas mis revisiones. Yo no era la única mujer. Otras iban y venían, y muchas de ellas siguen estando alrededor de la literatura, pero yo era la más constante. Fue una época hermosa. Si hago una revisión es más que nada para preguntarme por qué esto era así. Pero nada recriminatorio. Conmigo fue siempre todo muy igualitario, no tengo quejas. Lo que pasa es que en esta revisión encuentro que no fue el único grupo donde yo era la única mujer. Me pasó muchas veces. No me lo recrimino porque mis amigas más cercanas siempre fueron mujeres, pero sí lamento haberme perdido de algunas cosas que me habrían formado de otra manera. En aquella época había mujeres que circulaban por esos ámbitos y hubiera estado bueno saber qué cosas estaban haciendo. Quisiera haber formado parte también de eso.

—Muchos de los poemas que escribiste en esa época están muy atravesados por el desplazamiento. ¿La inestabilidad favorece tu poesía?

—Soy muy aferrada a la gente y a los lugares, pero esos momentos de inestabilidad –el nacimiento de un hijo– o de tránsito –una ciudad nueva, un país– siempre me impulsaron a escribir. No necesariamente sobre ese tema. Es una idea de viaje que no combate con la idea de rutina. A veces viajo a algún lado y voy siempre al mismo café durante una semana. Trato de imaginarme por un segundo cómo sería vivir ahí. Me gusta mucho quedarme quieta: me voy a sentar acá y ver la gente que pasa. Prefiero saber cómo es esa esquina antes que conocer la ciudad entera. Esa experiencia va filtrando, tamizando. Esto es lo que va a quedar. En unos años, con un poco de suerte, va a llegar a la escritura. Quién sabe.

 

----------------------------------------------------------------------------------------------------------------


     
     

[Agencia Paco Urondo]

“La traducción es mucho más que una teoría, es una cosa que me atraviesa físicamente”

Por Inés Busquets

Laura Wittner licenciada en Letras, traductora y autora de los libros de poesía Lugares donde una no está" y Traducción de la ruta y para infancias publicó Mi tortugo y Justo antes de dormir, entre otros. Agencia Paco Urondo conversó con ella sobre su vínculo con la literatura.

Agencia Paco Urondo: ¿Cómo comenzó tu relación con la poesía?

Laura Wittner: No tengo del todo claro con la poesía, si con la literatura. Tengo el recuerdo de que me leyeran de muy chica y supongo que ese fue el comienzo. Nos compraban libritos para niñes cuando éramos chicas. Recuerdo que cuando aprendí a leer y a escribir en primer grado fue casi en simultáneo con intentar, el ver qué se podía hacer con eso. Mi papá alentaba mucho hacia la lectura, por lo menos en mí, vio que me gustaba. Así que me regaló Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato, el primer tomo de esa saga larguísima. Ahí arranqué a leer y me acompañó siempre. Cuando había poesía en los libros de la escuela me gustaba particularmente. Las aprendía, hay ritmos y partes que me quedaron para siempre. No fue como un descubrimiento o algo que pasó una vez. Lo que si, después, cuando me di cuenta que quería escribir, no escribía poesía, lo hacía con algo que llamaba cuento, pero que claramente no es la clásica noción de cuento. El reencuentro más formal con la poesía tanto leída como escrita fue ya en la facultad cuando me hice amiga de lo que sería mi grupo de aprendizaje con quienes hicimos la revista 18 whiskys: Daniel Durán, José Villa, Fabián Casas. Con ellos empecé a escribir poesía con una noción más clara de que lo estaba haciendo.

APU: ¿Qué leían, a quiénes?

L.W.: De todo. Todavía conservábamos esa voracidad de quien lee desde siempre y quiere recuperar lo que no leyó en el pasado, pero también estar atento a lo que se escribe en el presente, en otros países. Lo que cada cual tenía en la biblioteca lo compartíamos. Un día leíamos Pavese, otro John Keats, otro día a César Vallejo y nos leíamos mucho entre nosotres y a personas de nuestra generación o una generación más, a eso que mirábamos más de cerca como Daniel Helder, Jorge Aulicino, Martín Prieto, Mirta Rosenberg. Eran un poco maestros para nosotros.

APU: ¿Cómo fue pensar, en esa época, tu primera publicación o la revista, ese momento de empezar a mostrar?

L.W.: Había publicado un libro de cuentos cuando tenía 17. Lamentablemente, a veces lo veo en Mercado Libre o alguien me muestra que lo vio en alguna librería saldos. Fue en una editorial de verdad, Grupo Editor Latinoamericano. De los 13 a los 17 iba a trabajar lo que escribía con un escritor que se llamaba Juan Carlos Martini Rial que, como coincidía con el otro Juan Carlos Martini, se puso Real. Es un escritor de ficción y ensayos. Cuando mi familia notó mi afición por la lectura me propusieron hacer algo como un taller, aunque él no tuviera taller para adolescentes. Iba yo sola, como si fuera un taller individual. A veces consistía en trabajar sobre lo que yo escribía y otras en leer o trabajar con otras cosas. Fue la base de todo lo que usé para escribir. Obviamente después vinieron todas las otras capas de aprendizaje, pero Juan Carlos es el que me enseñó métrica, a contar sílabas aun para escribir prosa, que era lo que escribía en ese momento. Al final de todo ese proceso, con unos cuentos que escribí en toda esa etapa publiqué un libro porque él me lo propuso, que salió cuando yo estaba en quinto año. Si bien no lo presenté, a mí me gustaba mostrarlo. A mis amigas, a mis padres, a mis tíos, no es que escribía en secreto. Cuando armamos este grupo, lo primero que publiqué en poesía fue una plaqueta que se llama El pasillo del tren, que la hicimos bastante artesanalmente, con poemas que estaba escribiendo en esa época. En el medio, hubo otros que descarté para siempre, no se si alguno habrá salido en Diario de Poesía

APU: Está AHIRA, el archivo de revistas que tiene todas las revistas en general. Está 18 whiskys y también Diario de Poesía.

L.W.: A los Diario de Poesía los tengo a casi todos en papel, en una caja acá en el pasillo porque todavía no sé dónde guardarlos. Igual, está buenísimo ese archivo.

APU: Existe un mito sobre la poeta, el poeta, de esta solemnidad y la escritura solitaria y vos hablaste desde el lado colectivo ¿Crees que la escritura es colectiva, solitaria o qué concepto tenés con respecto a eso?

L.W.: Ese grupo de amigos y amigas que armamos en ese momento de los 90 fue mi primera experiencia de abrir eso de la escritura. En realidad, fue una compañera de cuarto año que sigue siendo mi amiga y fue la primera persona con la que pude intercambiar lecturas, experimentos de escrituras y cosas así. Hasta ese momento la escritura me había parecido algo no secreto, pero sí muy íntimo. Me sigue pareciéndolo. Lo que fue más colectivo en aquella época fueron las lecturas y el momento de compartir lo que cada uno había escrito, no es que escribíamos de manera colectiva. Sé que se puede hacer y que hay gente que lo hace. Nunca me pasó y al momento de ponerme a escribir, la sensación es de meterme en la cueva. Compartir, que circule lo que escribo nunca me molestó, tener que leerlo en voz alta delante de gente me llevó años no sentir que me desmayaba de pavor.

APU: ¿Cuál es tu materia prima a la hora de escribir?

L.W.: No sé si lo sé decir… Seguro que tiene que ver con lo sensorial, con los sentidos mucho más que con las ideas. Dentro de los sentidos está la parte de percibir y en la parte de producción, sin duda, el sentido que se me impone es la música. Un poco se fusionan la percepción y las ganas de escribir. Cuando surgen, casi siempre tiene que ver con algo que miro, que veo o escucho. Algo que se me manifiesta en forma de palabras, en un orden y con un ritmo que me da ganas de decirlo. A veces sale y, a veces, no.

APU: Yendo al tema de la traducción, hiciste un ensayo hermoso que se llama Se vive y se traduce en el cual contás lo que significa para tu vida, ese poder complementarla con la poesía.

L.W.: Empecé a estudiar inglés más o menos de grande, como a los 15 años y tenía cierta resistencia y no pensé que me iba a gustar. Sin embargo, inmediatamente descubrí ahí algo que me hacía muy feliz y me sorprendí. Me di cuenta que casi no había diferencia entre lo que ya estaba haciendo que era leer y escribir, se me unió en un mismo fluir. Como a los tres, cuatro años de haber empezado a estudiar inglés, estaba en mi casa y me dije voy a probar qué pasa, cómo será traducir. Me da gracia recordarlo porque mi primer intento fue con los Sonetos, de Shakespeare, y lo hice intentando traducir con la métrica, la rima, una cosa formal. Cuando se me hacía muy difícil alguno, dejaba y pasaba a otro. Demencial ¿no? Nunca empezar por algo más sencillo. Pero fue lindo empezar por ahí, porque marcó lo que después sería mi manera de traducir. Muy atenta a la música y el ritmo de lo que tradujera fuera o no fuera un poema, fuera o no fuera un poema con una métrica regular. Volviendo a lo de lo colectivo, la segunda vez fue cuando estábamos haciendo el segundo número de 18 whiskys y tradujimos, junto con José Villa, unos poemas de Yeats. También súperdificil y lo hicimos diciendo “a ver qué sale”. Creo que esa fue la primera vez que de verdad me puse a traducir algo que además salió publicado. Nunca lo quiero volver a ver, lo que deben ser esas traducciones, pero lo hicimos con mucha voluntad. Aunque sea de esa manera tan amateur, las dos primeras veces que traduje fue poesía.

APU: ¿Qué nos podés decir de ese proceso que reflejás en el ensayo, porque es poner la voz de otro, pero de alguna manera es también poner la propia y el cuerpo y todo lo que implica?

L.W.: A mí me cuesta mucho afirmar sobre una respuesta o en esas frasecitas de “traducir es”. Lo que está en el ensayo eran cosas que yo iba subiendo en Twitter, en mi blog, antes de pensar que eso iba a ser un libro. Como sensaciones del momento, que no siempre después puedo sostener. Si me preguntan por qué dijiste traducir esto… No sé, fue la sensación que me dio en ese instante. Igual, muchas de esas creo que sí podría defenderlas, llegado el caso. La traducción es mucho más que una teoría, es una cosa que me atraviesa físicamente. Era lo que me interesaba poner ahí después de tantos años de hacerlo (No la parte más académica, tampoco es que haya estudiado tanto, yo no soy traductora recibida, yo estudié letras) sino la parte más subjetiva, más íntima, cotidiana de lo que significa traducir. Nunca había pensado en nada en cuanto a cómo la gente que no traduce percibe sobre la traducción. Sí sabía que no hay una atención demasiado puesta. En las reseñas, un montón de veces, ni siquiera sale el nombre del traductor y ni siquiera que es una traducción. Sale la reseña y se habla del estilo y las palabras que la autora eligió y el ritmo y es un poco gracioso. Ok, tratamos de ir con todo eso de lo que la persona eligió, pero también está ahí la voz propia. Cuando salió el libro, mucha gente me escribió porque se leyó mucho más que los libros de poesía, la poesía da pánico (risas) cuando yo creí que esto iba a ser mucho más de nicho que la poesía, me sorprendió porque sí llegó a otra gente que al ver que los versos no se cortaban, dijeron “ah, mirá, un libro de Laura que sí puedo leer”, se percataban de que no prestaban atención a la traducción, como si fuera automática, medio robótica. Es algo obvio y sin embargo veo que no lo es. Si es divertido porque dio pie a un montón de conversaciones sobre traducción con gente con la que nunca en la vida habría hablado de otro modo sobre ese tema. Mi tía, mi mamá, cosas así (risas). Gente cercana que me dice “no me imaginaba que era así lo que vos hacías”.

APU: Creo que hoy se le da más importancia a la voz del traductor.

L.W.: Creo que de a poco hay un interés, una conciencia mayor, no sé si en ámbitos muy extendidos, pero sí, un poquito más. Como dije, Se vive y se traduce son notas tomadas en 25 años de trabajar traduciendo para editoriales. Cuando apareció la idea de que eso podría llegar a ordenarse y aumentarse y volverse libro, los tuve que buscar. Mientras lo hacía, estaba traduciendo Bocetos de natación, que yo pensaba se iba a publicar antes, pero salió recién ahora. Eso sí, cuando salió todos salieron a felicitarme. Yo no me lo atribuyo para nada, pero me puso contenta como si saliera un libro mío, me preguntaba qué pensará la autora, porque no es un libro mío, es de Leanne Shapton. Lo nombre tanto que alguien dirá “ah, mirá, es este”. Es como si te contaran sobre alguien y después la conocés a esa persona. Me causa gracia porque Leanne no tiene idea de todo esto. Igual, le pedí permiso, como a todos los que aparecen en el ensayo citados.


----------------------------------------------------------------------------------------------------------------

[Infobae]

“Yo traduzco leyendo en voz alta, igual que como escribo poesía”

Por Hinde Pomenariec