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Reseñas
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[Rolling Stone]
Cómo traducir temores y recuerdos
Por Damián Tulio
Amy, una niña de Oklahoma, escribe viñetas cortitas sobre su vida y la de su hermana menor, Zoe. Al principio lo único que las preocupa es el entorno: en su zona suele haber tornados y eso las asusta. Ese primer miedo resuena en el libro como el anticipo de muchos otros. En el transcurso de su historia, Amy se tropieza con el atentado de Oklahoma City de 1995, un tumor en el cerebro de su hermana, el suicidio de su primer amor y el desafío de empezar la universidad a los quince años.
La historia de Serpientes y escaleras es algo extraña. Su autora, además de ser una traductora de renombre, ganadora de varios premios importantes, vivió muchos años en Buenos Aires, donde aprendió el meticuloso español con el que escribió este libro. Como autora ya había publicado una versión de esta historia, pero escrita en inglés: Homesick.
En una frontera difusa entre la memoria fragmentaria y la novela de iniciación, Serpientes y escaleras no muestra su verdadero sentido sino hasta el final. Ahí descubrimos que estábamos leyendo una larga carta de reconciliación con su hermana, a la que por fin puede entender gracias a esa mirada retrospectiva con la que revisa su infancia. No por nada Amy confiesa sobre el final que se convirtió en traductora: ¿qué otra cosa es traducir sino aprender a ponerle palabras a lo indecible?
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[El diletante]
Un realismo de escorzo
Por Damián L. Sarro
En esta primera novela, que Jennifer Croft (Oklahoma, 1981) escribió originalmente en español, la lectura abandona los parámetros lingüísticos tradicionales para entrelazarse con la imagen, puntualmente, con la fotografía, gracias a un procedimiento de exaltación semiótica que invita a una aventura híbrida y, por momentos, rupturista. En este sentido, la novela habilita, al menos, dos tipos de lectura: la lingüística y la pictórica.
La lectura lingüística refiere sobre las complejas relaciones que Amy entabla con su entorno en Oklahoma: en primer lugar, con su hermana menor Zoe, quien padece una serie de complicaciones patológicas; en segundo lugar, con sus padres y, por último, con su círculo íntimo extrafamiliar. La relación entre hermanas constituye la centralidad de la historia y focaliza en las desigualdades cognitivas entre ambas: la voz narrativa autobiográfica presenta a una Amy ávida de conocimientos, llena de indagaciones y con una potencialidad latente por saltar los lindes de su entorno familiar; Amy como una auténtica joven prodigio que accede a la universidad a los quince años; Amy que se enamora, que sufre por amor, que se apoya en amistades universitarias, que se divierte en los previos momentos de profunda melancolía, que busca en el conocimiento del idioma ruso una excusa para socializar, para crecer, para dejar atrás la idiosincrasia familiar que se le representa como un lastre para sus anhelos, tal como experimenta María Micaela Stradolini, la protagonista de Nosotros, los Caserta, de Aurora Venturini (1992) o bien para explicitar las huellas de una familia disruptiva, tal como aparece en las novelas de Ariana Harwicz.
En esta maraña de idas y vueltas, de encuentros y huidas, de risas y llantos, Amy y Zoe se transforman en las fichas del juego hindú que da título a la novela: dos subjetividades conflictivas y en plena ebullición ?a su modo? que buscan su destino o, al menos, un punto de llegada existencial más que lúdico, aunque, en la consecución del mismo, habrá repulsiones y anhelos en el trazado de los distintos casilleros.
La composición de la novela apela a una fragmentariedad sostenida desde diversas aristas, entre las cuales sobresale la naturaleza intersticial de su realismo: cada capítulo propone un recorte vivencial, ciertamente arbitrario, que se configura como instantáneas fotográficas con pretensiones de detener el tiempo pretérito para indagarlo, para deconstruirlo, para acecharlo desde la memoria, desde las imágenes, desde lo visceral. Cada capítulo es una suspensión en la vida de Amy y, por transitividad, en la de Zoe; una suspensión que implica la alteración de un orden débil y laxo donde, en la mirada retrospectiva, se ha salido de los casilleros asignados; paradójicamente, esta misma suspensión es la que habilita una nueva interpretación del pasado, un pasado poblado de sensaciones familiares, de amores frustrados, de flagelos íntimos, de amistades cómplices, de viajes y de nostalgias. Otra de las aristas aludidas apunta a la estructura interna de los breves capítulos distribuidos en dos partes: “Amy extraña” y “Amy traduce”, pero también la lectura puede entenderse desde la idea de apartados diseminados en estos dos capítulos, ya que las frases que representarían los respectivos títulos se alinean a la izquierda y están en cursiva, y aquí también se aplica lo intersticial. Más allá de esta cuestión, cada apartado/capítulo posee un encabezamiento de una a cuatro líneas que, a modo de breve párrafo, anticipa la lectura del cuerpo del texto; estas frases realizan la apertura de cada apartado/capítulo apelando al intersticio como recurso estilístico y adquieren valor no solo con el texto que se presenta debajo, sino también en su vinculación con las otras frases de los demás apartados/capítulos, por lo que ?en una lectura cortazariana? es válida la continuación y el entrelazamiento de todos estos encabezados (¡queda hecha la invitación!); como última acotación, no debe omitirse su densidad intersticial dentro del universo narrativo de la novela, a tal extremo que en la página 54 únicamente se presenta el encabezamiento sin texto debajo, por lo que le otorga una pauta de valor en este sentido.
En una lectura pictórica, la novela ofrece veintiuna fotografías esparcidas a través de sus páginas y subyace en ellas un sentido intersticial: breves retazos del más puro realismo que, lejos de pretender una mirada panorámica, se detiene en el ínfimo detalle para exaltar la incompletitud del entorno, de la escena, de la situación planteada. Sosteniendo, quizás, la misma funcionalidad de los distintos encabezamientos, las imágenes expuestas posibilitan, en primer lugar, una lectura autónoma per se; en segundo lugar, una lectura intertextual con dichos encabezamientos y, en tercer lugar, una lectura integral con el espacio lingüístico. Como Amy es una amante de la fotografía y la concibe desde la conjunción de lo comunicativo y lo estético, las fotos generan un espacio de metacognición entre la protagonista y la autora, una referencialidad que indaga el mundo exterior para la reflexión narrativa. Asimismo, las imágenes permiten trazar ?tanto a nivel narrativo como pictórico? un puente entre las hermanas cuando lo verbal se diluye o se quiebra: “Y ahora, al mirar las fotos ?cada una tan equilibrada y tan perfecta?, se da cuenta de que cada foto que sacó en su vida fue, en realidad, un retrato. Y que cada retrato es un retrato de Zoe”.
Serpientes y escaleras hace explotar un realismo crudo, íntimo, confesional y fragmentado en múltiples percepciones, donde lo sensorial cobra una fuerza decisiva para erigirse como andamiaje narrativo. Esta misma naturaleza íntima y fragmentada de la superficie textual es la que se corresponde, como un diálogo silencioso y cómplice, con las fotografías en esas dos claves de lectura mencionadas anteriormente. La escritura de Croft, por último, delinea un realismo de escorzo: como técnica pictórica, propone, en su fragmentariedad, una mirada de considerable profundidad sobre los hechos, sobre los detalles y sobre las tensas relaciones humanas; una mirada siempre incompleta, soslayada, intersticial, que apela a la superación de los casilleros para la obtención del sentido, de la(s) meta(s); como término fenomenológico (Edmund Husserl), habilita una exégesis sobre las relaciones existenciales entre dos hermanas y la búsqueda constante de un destino en construcción, un destino permeable y movedizo donde cada instantánea cuenta: “Cuando te ponés a pensar en todo lo que le puede pasar a alguien a cada instante [...] te das cuenta de que es un verdadero milagro que cualquier persona viva siquiera un minuto”. Una mirada escorzada, intersticial e inferencial para leer a Croft.
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[La Nación]
Jennifer Croft: traductora de una Premio Nobel, se enamoró de la Argentina y ahora escribe en español
Por Daniel Gigena
Fiel a tres idiomas y a tres culturas, la escritora y traductora estadounidense Jennifer Croft (Oklahoma, 1981), conocida por haber obtenido el premio Booker Internacional en 2018 por su versión al inglés de Los errantes, de la Premio Nobel de Literatura 2018, la polaca Olga Tokarczuk, publicó en la Argentina su primera novela escrita en español: Serpientes y escaleras (Entropía). Protagonizada por dos hermanas, Amy y Zoe, la trama sigue paso a paso la educación sentimental de una niña genio (Amy) y los infortunios de la hermana menor en un hogar estadounidense de atmósfera salingeriana. La novela, que narra episodios íntimos, felices y dolorosos, acompaña a las hermanas hasta el umbral de la juventud.
Desde Los Ángeles, Croft anuncia que acaba de terminar de corregir su traducción al inglés de la obra maestra de Tokarczuk, Los libros de Jacobo, una novela de 1200 páginas que transcurre en el siglo XVIII. “Es un libro brillante que me llevó años de investigación”, dice a LA NACION. Su próximo proyecto de escritura es una novela en la que ocho traductores asesinan a una autora famosa con la que están obsesionados. “Todo sucede en un bosque, en la frontera entre Polonia y Belarús”, adelanta. También tradujo a varios autores argentinos contemporáneos, como Romina Paula (que firma el texto de contratapa de Serpientes y escaleras), Pedro Mairal y Federico Falco. En 2019 publicó Homesick, un libro de memorias con el que ganó el premio internacional William Saroyan en la categoría de no ficción y que se relaciona con la novela que escribió en español.
Enamorada de un cordobés, Croft viajó a la Argentina y se instaló en Buenos Aires por un largo tiempo. Con las escritoras Pola Oloixarac y Maxine Swann y la traductora Heather Cleary creó The Buenos Aires Review, una revista literaria bilingüe. En su primera novela se devela otra pasión de la autora y traductora: la fotografía. Entre capítulos aparecen imágenes que acompasan el relato. “La fotografía era una obsesión para mí cuando era chica pero después empecé a ver mis fotos como bastante artificiales, forzadas, tal vez, y ahí empecé a dedicarme más a la literatura -dice-. Las palabras me parecen más honestas. No pretenden ser reproducciones fieles de nada. Son palabras, son abstractas, cambian de significado todo el tiempo, algo que significa una cosa en Barcelona significa otra cosa por completo en Trelew. Me gusta jugar con eso, me parece más dinámico y más verdadero, paradójicamente”. Ese laberinto mental y verbal se insinúa en Serpientes y escaleras, donde cada capítulo, breve y subtitulado, se asemeja a una Polaroid.
-¿Cómo fue escribir en español tu primera novela y cuánto tiene de autobiográfica?
-Decidí viajar a Buenos Aires porque había leído a Witold Gombrowicz y había conocido, en Cracovia, a un chico cordobés que me gustaba mucho, dos hechos que me bastaban para generar todo un paisaje imaginado poblado por gente linda e interesante. Cuando fui por primera vez no hablaba nada de castellano; igual la ciudad superó aun mis expectativas más delirantes, y apenas pude, volví para vivir, primero en Palermo, después en Almagro, finalmente en Villa Crespo. Estudié castellano y empecé a leer a escritores argentinos y a querer formar parte yo también de esa comunidad que tanto admiraba. En ese momento escribía mi tesis de doctorado y todo lo que intentaba escribir en inglés me salía medio académico, seco, complicado; una mañana empecé a escribir en español lo que más quería contar a mis conocidos argentinos: mi infancia en Oklahoma, tema que nunca se me hubiera ocurrido tocar en inglés pero que de repente me parecía algo exótico, por lo menos menos aburrido de lo que había pensado toda mi vida.
-Qué relación guarda con Homesick, tu libro autobiográfico?
-Homesick es la versión en inglés de Serpientes y escaleras, que empecé a escribir en el medio porque quería compartir lo que estaba haciendo con mi hermana, que no habla castellano. Para mí, como traductora, ninguno de los dos libros es una traducción. La versión en inglés fue tomando otra forma y al final se publicó con una gran cantidad de fotos en color y en blanco y negro. No sé cuál prefiero, creo que la versión original, o sea, la que escribí primero, en español, aunque obviamente no tengo el mismo nivel de control sobre el lenguaje de la historia. Me pregunto si eso importa.
-¿En qué momento viviste en Buenos Aires y cuál es tu relación con el ambiente literario local?
-Viví en Buenos Aires por siete años, entre 2010 y 2017. Me gustaría volver a vivir allá. Me fui por compromisos laborales, y después obviamente no se pudo viajar por la pandemia. En todo caso me encanta que se publique mi novela ahora aunque no puedo estar, y como al mismo tiempo acá en los Estados Unidos salen dos traducciones mías de literatura argentina, La uruguaya de Pedro Mairal y Un cementerio perfecto de Federico Falco, siento que de alguna manera sigo conectada, aunque sea a distancia.
-¿Vos elegiste traducir a estos autores o fueron encargos editoriales?
-Hasta ahora siempre elegí a los escritores que traduzco, y siempre me pasó algo parecido: iba a la librería (en general en Buenos Aires esa librería era Eterna Cadencia) y hojeaba libros de cuentos y novelas, y muy de vez en cuando veía algo que me encantaba, que me daba cuenta de que tenía que traducir y compartir.
-¿Cómo fue tu experiencia de traducir a Olga Tokarczuk y ganar el premio Booker Internacional?
-Traduzco a Olga desde 2003, cuando por primera vez leí sus cuentos, que acababan de salir y con los que me topé un día en la biblioteca universitaria de Iowa. Me enamoré y ahí empezó todo. El gran problema horrible de mi manera de elegir textos para traducir es que después me cuesta convencer a los editores estadounidenses de tomar el riesgo de publicarlos. La novela de Olga con la que ganamos el Booker en 2018 me llevó diez años de reuniones, llamadas, mails, fragmentos que publicaba en revistas, mientras que todo el mundo me decía que no, que nadie iba a apreciar esa obra que era tan poco tradicional, tan lenta, tan rara. Cuando de repente Olga logró tanta fama mundial, me puse muy contenta.
-¿Tenés una opinión sobre la literatura argentina actual?
-Me encanta la literatura argentina actual y me encanta traducirla. Me parece muy necesario para la literatura estadounidense, que quedó un poco empobrecida por la comercialización extrema de la ficción y no ficción que empezó en el siglo pasado.
-¿Te gustaría ser considerada una autora argentina o estadounidense?
-Me gusta pensar que logré escribir una novela argentina. Sinceramente eso es muy importante para mí. Soy una persona tímida y Buenos Aires me dejó desarrollar una vida plena con muchos amigos que quiero muchísimo y este libro tan personal también es parte de eso. Pero por supuesto no puedo decir que no soy estadounidense.
-¿Por qué elegiste contar la vida de dos hermanas?
-Me interesan las relaciones que son menos comunes en la literatura, como la hermandad, la amistad, la relación entre profesor y alumno. Los hermanos son muy importantes para nosotros cuando somos chicos y me parece raro que después no se hable tanto de eso. Le di la voz narrativa a la mayor en Serpientes y escaleras porque quise escribir sobre los peligros de la empatía, la manera tan sutil en que la enfermedad se generaliza, en este caso algo que empieza como un tumor en el cerebro de la pequeña Zoe y que paulatinamente afecta también a Amy.
-¿Qué representa para vos la tarea de traducir?
-Ahora solo traduzco del polaco y el español; antes también trabajaba con el ruso y un poco con el ucraniano. Pero me parece que hace falta estar en el país, poder sentir los ritmos del habla cotidiana para realmente ser fiel a los textos y siento que en este momento solo tengo espacio mental para tres literaturas y culturas: la argentina, la polaca y la estadounidense. En algún momento voy a dejar el polaco. El castellano nunca, obvio.
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[Ámbito]
"Tomar distancia es otra forma de amor"
Por Máximo Soto
Su perspicacia e inteligencia hacen que Amy, a los quince años, esté en la universidad y empiece a ganar beca tras beca que la llevan a viajar por el mundo y así alejarse de su desafortunada hermana Zoe, que acumula enfermedades. “No entiendo cómo no se escribe ya sobre las relaciones fraternas que son tan importantes para la vida”, dice Jennifer Croft, que escribió sobre ese tema un libro en dos versiones. Apareció en inglés como “Homesick: a memoir”, ganó el Premio William Saroyan de no ficción e hizo decir “uno de nuestros traductores más destacados entrega una historia poderosa con un lenguaje absolutamente propio”. La primera versión en español fue “Serpientes y escaleras”, que publicó Entropía, novela que se desafió a “escribir en argentino”. Croft tiene un doctorado en Literaturas Comparadas de la Universidad de Northwestern y un Master de Traducción en la de Iowa. Recibió el Premio Man Booker de traducción al inglés por “Los errantes” de Olga Tokaczuk. Si bien decidió pasar su vida entre Estados Unidos y la Argentina, en este momento reside en Los Angeles. Dialogamos con ella.
Periodista: ¿Él encierro que impone la pandemia lleva a pensar en los seres fraternos?
Jennifer Croft: A mí mucho porque tuve que quedarme acá, en Los Angeles, aislada de mis amigos y amigas, y de mí hermana que está en Iowa. Cuando estaba en Buenos Aires y escribía “Serpientes y escaleras”, la novela sobre mi relación con mi hermana, me habría gustado tenerla cerca, lo mismo que ahora. Esta peste lleva a algunos a ser fraternales. A algunos. Eso se da más en la Argentina, en Buenos Aires; acá, en los Estados Unidos, tenemos otra cultura, estamos en general más distanciados. Acá se habla muchísimo de empatía, de que tenemos que tener esa actitud todo el tiempo, pero para mí eso tiene un lado peligroso. Si uno es sensible corre el riesgo de contagiarse de los males del otro. En “Serpientes y escaleras” se habla de enfermedad, suicidio, depresión y cómo todo eso nos influye. Lleva a Amy, la protagonista, a irse a vivir sola. Que una chica de quince años se largue a vivir sola es algo cultural, muy estadounidense. Yo lo hice, abandoné a mi familia; no creo que eso ocurra en otros países.
P.: ¿Cómo la marcó el haber vivido en la Argentina?
J.C.: Viví allí siete años. Cuando me instalé en Buenos Aires, me resultó una ciudad tan atractiva que, por más que pensaba en viajar, no pude irme a ningún lugar. Me marcó muchísimo. No hubiera escrito esta novela de no haber vivido en Buenos Aires. Extraño mi barrio de Villa Crespo, a mis amigos que están allá. Pienso en los lugares que amo de Buenos Aires y me duele no poder ir por la pandemia.
P.: ¿Por qué su novela tiene el nombre del juego de mesa “Serpientes y escaleras”?
J.C.: Porque ese juego muestra la falta de control del destino. Es un juego horrible, de avances y caídas, pero es algo que la protagonista tiene que aceptar para poder vivir su vida. Siente que tiene que vivir lejos de su querida hermana Zoe, que tiene un tumor en el cerebro, entre otras enfermedades. Todo eso que le ocurre a su hermana tiene efecto en Amy, una chica superdotada. No sé porque ahora se escribe tan poco sobre los hermanos si son tan importantes en la vida.
P.: En “Serpientes y escaleras” la protagonista hace a su hermana una descripción lírica de Buenos Aires.
J.C.: La idea de la carta que Amy le escribe a Zoe, tras haber contado todo lo que las une, proviene de sentimientos de lejanía, separación y nostalgia. Eso lo escribía en argentino. Y a la vez en inglés porque quería compartir con mi hermana, que no habla español, lo que escribía, y así le fui mandando fragmentos para ver si le parecía bien lo que decía de nosotras. El libro se llama “Homesick, a memoir”, apareció hace dos años en inglés con muchas fotos en blanco y negro y en color, y se lo presenta como una autobiografía. Pero yo lo pensé más como novela, como ficción. Así es “Serpientes y escaleras” donde cambié mucho, inventé mucho, el personaje es distinto aunque se me parece. Sigue siendo una carta de amor a una hermana que está lejos y, ahora que estoy lejos, también a Buenos Aires.
P.: Usted llegó aquí siguiendo los pasos de Witold Grombowicz.
J.C.: A él un premio lo llevó casualmente a Buenos Aires, y se fue quedando. A mí una beca me llevó a investigarlo y llegué así a Buenos Aires. Fue un escritor muy raro, un genio total. Me resulta extrañísimo que no escribiera en español, él que odiaba a Polonia y a los polacos.
P.: ¿Su novela sigue la senda de los de Louisa May Alcott, Mark Twain, Salinger?
J.C.: Los libros que traduje me formaron más que las que leí en inglés. Grombowicz, por caso. O “Agosto” de Romina Paula que habla de un suicidio, de extrañar mucho a alguien, de viajar; fue la primera novela que traduje del argentino al inglés. Y, claro, las obras de la Premio Nobel polaca Olga Tokarczuk. Cada vez que traduzco a alguien elijo momentos de su escritura para incorporar algo de eso a mi propia obra. Tokarczuk es brillante, creativa, muy original, siempre escribe en géneros distintos, siempre está probando algo nuevo y eso me encanta de ella. Creo que le robé bastante. Pero a ella eso le parece bien, le encanta que sus traductores también escriban. La traducción de “Los errantes” me llevó unos diez años, con charlas, encuentros, mails con Olga. Recuerdo que cuando me entusiasmé con su libro me costó convencer a los editores para que lo publicaran. Me preguntaban a quién le podía interesar una escritora polaca, rara, difícil, que mezclaba tantas cosas. Ahora, después que ganó el Nobel, me sonríen.
P.: ¿Ahora que está escribiendo?
J.C.: “Amadou”, una novela sobre ocho traductores que se encuentran en un bosque, en la frontera de Polonia y Bielorrusia, para traducir a una escritora polaca muy famosa, que no es Olga Tokarczuk. De pronto la escritora desaparece y los traductores tienen que encontrarla, y mientras deben traducir su libro sin que ella intervenga, sin que los ayude. A la vez estoy escribiendo “Postcards notes”, un libro sobre las tarjetas postales. Y debo entregar varias traducciones. Salen acá mi traducción de “La uruguaya” de Pedro Mairal y “Un cementerio perfecto” de Federico Falco. Y “Los libros de Jacobo”, lo más reciente de Olga Tokarczuk, una novela histórica de más de mil páginas, que a mí me llevó siete años de investigación.
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[Télam]
"La traducción transforma un monólogo en una conversación"
Por Ana Clara Pérez Cotten
Ganadora del Booker Internacional por su traducción de la Nobel de Literatura Olga Tokarczuk y también traductora al inglés de autores como Romina Paula, Federico Falco o Pedro Mairal, la escritora y fotógrafa estadounidense Jennifer Croft publicó "Serpientes y escaleras", una novela autobiográfica concebida en San Telmo durante los años que vivió en Buenos Aires en la que entrelaza la infancia de las hermanas Amy y Zoe en Oklahoma con la incertidumbre que sobreviene en la adultez.
"Me gustaría ver la novela en el estante de Literatura argentina de las librerías. Estaría muy orgullosa si lo pusieran ahí", asegura la autora, quien nació en Oklahoma en 1981 y vivió siete años en Buenos Aires, sobre "Serpientes y escaleras".
La novela retoma el nombre de aquel juego de mesa que se basa en avances y retrocesos, lo lúdico puesto al servicio de la falta de control del destino. La llama del vínculo entre dos hermanas ilumina una historia sencilla: la lucidez y la inteligencia llevan a Amy a la universidad a los quince años y a una sucesión encadenada de becas que le permiten viajar por el mundo mientras se aleja de Zoe, menos agraciada, a quien le detectan un tumor cerebral y comienza a acumular enfermedades.
A pesar de que gran parte de la historia transcurre en el terreno de la infancia y del proceso complejo que implica aprender y crecer, el registro lejos está de ser naíf. En párrafos cortos que recortan escenas intercaladas con fotos, "Serpientes y escaleras" aborda la mirada de dos niñas sobre la enfermedad, la depresión y el suicidio.
El libro publicado por Entropía es, además, el espejo de "Homesick: a memoir", la autobiografía con la que la autora ganó el Premio William Saroyan de no ficción.
Télam: ¿Qué relación hay entre las dos novelas?
Jennifer Croft: "Homesick..." es la versión de la historia de Amy y Zoe que escribí en inglés. Tiene otro lenguaje, más sencillo, más puro, más infantil, y está lleno de fotos en color y en blanco y negro, puntuado por las líneas de la carta que escribe Amy a Zoe al final del libro, entonces tiene otro ritmo y no tiene que ver con la Argentina. Yo considero "Serpientes y escaleras" la versión original y la más importante para mí. Pero "Homesick..." me enseñó a mezclar medios y a innovar un poco más con la forma: a arriesgarme más. Ahora siempre incorporo imágenes y sonidos en lo que estoy escribiendo; incluso ahora escribo un libro que se llama "Apuntes sobre postales" que se trata del choque de la imagen con la palabra en la correspondencia entre personas en distintas partes del mundo, un proyecto que no se me hubiera ocurrido sin "Homesick...".
T: ¿Por qué decidiste escribir "Serpientes y escaleras" en castellano? ¿Podría estar en el estante de Literatura argentina de las librerías?
J.C: Me gustaría verlo en ese estante, estaría muy orgullosa si lo pusieran ahí. Para mí sí, es una novela argentina. Concebí la trama y la forma una mañana en un bar de San Telmo, como resultado directo de lo que leía de la literatura argentina contemporánea, de las charlas que tenía con mis amigos argentinos, para quienes escribí la novela, para compartir algo de mi vida anterior, o sea, mis orígenes, con ellos.
T: El epígrafe de Diane Arbus que abre el libro es sobre la fotografía ("Una fotografía es un secreto sobre un secreto. Más te cuenta, menos sabés") y late en toda la novela alrededor de los secretos que las hermanas tienen con el resto del mundo y entre ellas. Pero la cita de Arbus bien podría ser sobre la literatura, un secreto que trasciende a la letra. ¿Cómo se relacionan en vos la fotógrafa y la escritora?
J.C: En "Vivir entre lenguas", Silvia Molloy habla del idioma secreto que tienen las hermanas: "Mezcla (cuando no te oyen) entre hermanas, como una suerte de lengua privada". En su caso era mezcla de castellano e inglés, pero mi familia era monolingüe, así que al principio inventé idiomas, casi sin entender que existían otros de verdad. Después, a los trece, descubrí el ruso y estudié todo el tiempo mientras mi hermana estudiaba el ucraniano y ahí empezamos a entender los secretos de las palabras de otra manera. Es cierto que cada palabra tiene sus secretos, su historia y su historia con uno mismo, las veces que la usaste con tu novio, con tu mamá, la vez que alguien te la dijo con enojo o con ternura. Eso hace que el lenguaje sea mucho más rico que cualquier otro medio, o por lo menos así lo siento yo. La fotografía es más simple: es el punto de vista del fotógrafo que mucha gente se confunde con el objeto en sí.
T: "Tal vez sería mejor perder ciertas cosas en la traducción", reflexiona Amy. ¿Qué cosas se te pierden cuando traducís y en qué medida sos o no consciente de eso?
J. C.: Me gusta perder cosas mientras viajo. Cada país nuevo es un nuevo comienzo, tal como cada idioma te deja empezar de cero y poner en movimiento palabras sin esas asociaciones personales, palabras totalmente libres para uno. Me parece sano deshacerse de las pertenencias cada tanto, también de las palabras. Me refería más a ese proceso que a la traducción. Si lo pensás, te das cuenta de que en realidad una buena traducción gana mucho más de lo que pierde.
Mientras Croft cursaba un doctorado en Literatura comparada en la universidad de Northwestern, investigaba a Gombrowicz. Así fue que decidió viajar a la Argentina por unas semanas, se enamoró de Buenos Aires y se quedó siete años. Aprendió el idioma y empezó a traducir al inglés a muchos autores argentinos como Romina Paula, Federico Falco y Pedro Mairal. Además fundó, junto con Maxine Swann y Pola Oloixarac, la revista digital Buenos Aires Review.
T:: ¿Qué aportan las traducciones de autores como Falco o Mairal al mercado editorial anglosajón?
J.C.: En general, traduzco libros que son muy diferentes entre sí, que sólo tienen en común el hecho de que me haya enamorado de ellos. Acaba de salir mi versión en inglés de "Un cementerio perfecto", de Federico Falco, una colección impecable de cuentos hermosos, bastante cinemáticos, llenos de personajes que con cada lectura formaron más parte de mi vida, que se convirtieron en mis amigos: eran (y son) reales. Falco escribe con tanto amor por las personas y los paisajes de Córdoba y las plantas que también hablan en sus cuentos; un mundo entero que tiene una magia sutil, un mundo doloroso y alegre a la vez. No hay nadie parecido acá en los Estados Unidos, pero tampoco creo que haya otros escritores comparables con Falco en Argentina.
Lo que sí me parece más o menos constante entre los libros que me atraen para traducir es un ritmo más contemplativo, algo que da paso a los recuerdos y las asociaciones del lector mientras lee. Son cosas que no suceden en la ficción literaria que publicamos en Estados Unidos, ya que la cultura se quedó atrapada en una obsesión con la eficiencia y el dinero. Trato de insistir con mis editores en dejar esos espacios blancos en mis traducciones, esas pausas para que el lector pueda respirar.
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