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Pasaje al acto
Virginia Cosin
122 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2019
ISBN: 978-987-1768-55-4

También disponible en ebook en Amazon, BajaLibros, Google Play, Apple Store y Kobo.

+Virginia Cosin en Entropía
     
   
     
 

La protagonista de esta novela está temporalmente internada en un psiquiátrico. De los múltiples ojos que la observan, durante ese tiempo medicalizado y suspendido entre cuatro paredes, los más filosos son los suyos. Mientras repasa su incapacidad para actuar relee de principio a fin Madame Bovary hasta establecer con el personaje de Flaubert una relación que va más allá de cierta inclinación por la fantasía y la muerte.

Entre las imágenes que dibujan su encierro, una de ellas es la de la excavación. Como un preso en una cárcel de máxima seguridad, que raspa el piso duro con una cuchara. Pero adónde lleva ese pozo, ese cavar dentro de su cabeza, o qué es lo que hay del otro lado del túnel, es lo que intentará descubrir durante este viaje inmóvil.

Con la luz blanquecina de los interrogatorios, Virginia Cosin retrata la angustia de una mujer. Y lo hace con un lenguaje frondoso, sugestivo, vital, en el que las preguntas no tienen una respuesta única ni simple. Cruel y transparente, su escrutinio expone –con todo el poder de la razón– debilidades y contradicciones, hasta dejar a la protagonista de esta novela cubierta apenas por una campana de cristal.

Mercedes Halfon




Contratapa

 

 

 

 

 

 

 

 

     
   

Me hacen escribir una lista con las cosas que considero básicas para permanecer una temporada en la clínica de recuperación. Así la llaman. Preferiría que la llamaran “el psiquiátrico”, o “el loquero”, o mejor aun, “el frenopático”, como en esa novela que leí hace un siglo, en alguna de mis otras vidas. Le entrego el papel más tarde a una mujer. No están permitidos dispositivos electrónicos como celulares, laptops o tablets. Hago una lista en la que incluyo ropa, efectos personales para la higiene como shampoo, crema de enjuague y crema para la cara, varios libros, cuadernos y lapiceras. 

Antes me hicieron llenar una ficha y me llevaron por unos pasillos hasta la zona de las habitaciones. El piso es de baldosas cremita, las paredes están sucias. Pasamos por una sala de estar, o un comedor, con sillas y mesas de plástico, un televisor prendido y olor a sopa de verduras mezclado con desinfectante.

La habitación tiene cuatro camas. Colchones delgados como láminas. Mesa de luz: no. Estantes o placard o algo para guardar mis cosas: no. De todos modos no llevo nada. Sólo lo puesto. En la habitación, ocupando una de las camitas, una chica tirada mira el techo. Me saluda y me pregunta si soy nueva. Le digo que sí, pero que pienso irme esa misma noche, al día siguiente a más tardar. La chica se da vuelta hacia la pared contra la que se apoya la cama y se queda así un rato. Después vuelve a girar y me mira. Habla como un oráculo:

–Armate de paciencia, si no acá te volvés loca. Ya no sé ni cómo me llamo, todos me dicen O.

Pienso en la ventaja de los buenos modales.

O. hace un pequeño relato, como si lo supiera de memoria, como si lo hubiera dicho muchas veces a muchas chicas nuevas, a muchas compañeras de cuarto que llegan y se van. Me cuenta cómo abandonó al hijo, que quedó al cuidado de sus padres, para irse del país a trabajar de lo que fuera, de camarera, de bailarina, de maquilladora de televisión, lejos, lejos, y cómo se drogó, con cocaína, ácido, heroína, todo lo que pudo, hasta que un día se encontró viviendo en la calle, y cómo sus padres la buscaron y la encontraron y que desde hace ya unos años esta es su casa, el asilo, así lo llama ella, y que se quedaría para siempre ahí, que no quiere irse nunca. Después hace un largo silencio y vuelve a darse vuelta.

No sé dónde poner las manos. Los pies. Tengo ganas de comerme las extremidades. De tragarme a mí misma.

Con la cara contra la pared, O. habla otra vez, pero no es su voz, sino la voz de alguien de otro mundo, otro tiempo, hablando por O. y por mí y por todos a la vez: Últimamente, pero no sé por qué, he perdido la alegría, he abandonado todo hábito de ejercicio y en efecto mi disposición ha estado tan afectada que esta estupenda fábrica que es la tierra me parece un promontorio inútil.

Al principio O. me cae bien, pero más que nada me da pena. Tanta pena que me da vergüenza estar acá. Porque tengo trabajo y algunos amigos y no tuve que abandonar a ningún hijo: cuando mi marido me dijo que quería tener uno conmigo, yo dije no, no quiero, no quiero tener hijos, o no sé, o no ahora.

Siempre había querido una familia, pero cuando pude tenerla quise desarmarla, como un reloj, para saber de qué manera funcionaba. Cuando intenté rearmarla, no conseguí que volviera a hacer tic-tac.


 

Fragmento
     
   

Autora

 

Foto de solapa:
(por Adolfo Rozenfeld)
 
                     

Virginia Cosin nació en Caracas, Venezuela, en 1973 pero vive en Argentina desde los cinco años. Publicó la novela Partida de nacimiento (2011) y cuentos en varias antologías. Además, coordina talleres de lectura y escritura en el Sportivo literario, escribe sobre cine y literatura en distintos medios nacionales y es la directora editorial de la revista digital Atletas.


   

Reseñas

Revista Invisibles
(Alexandra Kohan)

Otra parte
(Juan Laxagueborde)

Kranear
(Daniela Pasik)

La Nación
(Daniel Gigena)

Infobae
(Martín Kohan)

La Nación
(Fernanda Nicolini)

Zigurat
(Leandro Diego)

La Agenda BA
(Brian Majlin)

LA Agenda BA
(Quintín)

 

Entrevistas

Cuaderno Waldhuter
(Paula Puebla)

Infobae
(Patricio Zunini
)

 

 

[Revista Invisibles]

El desahogo


Por Alexandra Kohan

Quizás habría deseado confesarle a alguien todas estas cosas. Pero ¿cómo decir un malestar inasible, que cambia de aspecto como las nubes, que se arremolina como el viento? Las palabras faltaban y, por ende, la ocasión, la osadía.

Gustave Flaubert, Madame Bovary
 
Hay tanto sufrimiento en este juego de buscar pareja, de tantear, de probar. Pero de pronto te das cuenta de que olvidaste que era un juego y te echaste a llorar.

Sylvia Plath, Diarios completos
 
Virginia Cosin registra esa modulación tan exacta, intensa en su simplicidad, de sosiego y desasosiego, tan propia de los dolientes cuando saben que el dolor es acaso necesario, y en cualquier caso inevitable.

Martín Kohan


Luego de una discusión con su madre, la narradora de Pasaje al acto, de Virginia Cosin, decide llevar al acto algo que había ensayado varias veces en su cabeza: atravesar con el puño cerrado el vidrio de la ventana. Cuando la madre escucha el estallido desde el piso de abajo, sube corriendo y la encuentra parada sobre una mancha de sangre. Mientras la lleva al baño y la limpia con agua fría, “entre espasmos de llanto”, le pregunta: “¡¿Quién te pensás que sos? ¿Madame Bovary?!” (25). Poco importa en qué la madre vio a su hija intentando emular a Emma Bovary. De lo que se trata, en esta escena, es de la disposición de las piezas con las que se va a jugar el texto. Esas piezas son las marcas en el cuerpo de los distintos pasajes, de los distintos atravesamientos, a la vez que de los modos en que esos pasajes han estado impedidos: “caí en la trampa. En mi propia trampa. Estoy impedida. No soy algo, o alguien, no hago nada, no me muevo” (14).

En ese reto de la madre, que es reto de enojo pero también desafío y palabra oracular, se cifra todo lo que vendrá: acaso no es esa la pregunta de Madame Bovary: ¿quién piensa que es Madame Bovary? Acaso esa sea la pregunta de Pasaje al acto: la narradora, ¿quién piensa que es? Porque no hay dudas: la narradora cree que es y cree que sabe quién es. Es una mujer que sabe demasiado. Ser y saber van conformando un nudo de impedimentos que detienen el paso, ese paso del pasaje, ese paso de pasar, de atravesar otra cosa que no sea una ventana con el puño.

Ella piensa y sabe:

“sé que los hombres son capaces de confundirse y de creer que quieren a una mujer hasta que la pantalla donde proyectan sus fantasías cae, o se oscurece, porque hubo hombres que después de amarme idílicamente decidieron dejarme. Sé que tengo el corazón destrozado. (...) sé -y saberlo no disminuye mi angustia en lo más mínimo- que el germen del dolor se encuentra arraigado en una experiencia de mi infancia ligada a mi padre, que al separarse de mi madre desaparecía por meses. Sé que el sufrimiento que me causa el abandono de un hombre es una reedición del sufrimiento causado por el abandono de mi padre. Y sé también que ya sufrí con igual intensidad otros abandonos. Sé que cada pérdida una puesta en abismo que desemboca en las peleas con mi padre (...). Sé que haber sido insultada y abandonada sistemáticamente por mi padre me pone en una posición de inferioridad y sumisión frente a los hombres. Sé que la única forma que conozco de reparar el quiebre emocional, la sensación de desamparo, vacío y desvalorización es siempre encontrando otro hombre que me quiera. Y sé que en el preciso momento de la ruptura encontrar otro me parece imposible (...). Sé que, en situaciones así, paso meses desagarrándome (...). Sé que saber todo esto no sirve para nada, ni para aplacar el dolor ni para evitar frenar mis impulsos, porque aunque lo supe siempre, igual tomé dos cajas de ansiolíticos y media botella de vodka (...) e intenté -infructuosamente- ahogarme en la bañera” (37-38).

Dice que le pasa lo mismo que a Madame Bovary, dice que no puede soportar “la meseta tranquila de una existencia apacible”. No puede dejar de leer, en Emma, su propio tedio, su propia vida. Pero, a diferencia del bovarismo, que implicaría querer ser otro del que se es, la narradora no puede dejar de ser ella misma. La lectura, lejos de extrañarla, la ratifica una y otra vez: “me pasaba lo mismo que a ella: el aburrimiento, el desconsuelo, la desilusión frente al mundo (...)”. No hay doble vida, no hay vida paralela. No hay, como en Emma, malas lecturas, no hay otra de sí.

El acto fallido de ahogarse, en ese intento de suicidio, es entonces un acto logrado: el de desahogarse. No en el sentido de la catarsis, sino en el sentido de encontrar un modo de deshacer, de desasir el ahogo que le produce el saber del abandono, el saber de la abandonada. Es un acto logrado: el de salir del encierro del saber sobre sí misma. Pasaje al acto es la escritura de un encierro pero es, a la vez, la escritura de un pasaje hacia otra cosa. El encierro no está en el psiquiátrico, sino en ese impedimento de salirse de sí, de pasar al olvido algo de esa escena que se repite siempre idéntica a sí misma.

Nunca sabemos el nombre de la protagonista; hay un sólo momento en el que nos enteramos de su apellido y es cuando ella lo lee en la historia clínica que tiene el psiquiatra. Pero el apellido está mal escrito, dice Coen en lugar de Cohen. Ella decide no corregirlo. Una letra muda está ausente en ese apellido que viene del padre. ¿Acaso no podría leerse el pasaje al acto en ese desliz de escritura/lectura? ¿En esa letra que falta y que, finalmente, escribe otro padre? Ese desplazamiento de una letra que, como dirá Barthes, puede producir una revolución, la de pasar a otra cosa; una revolución que hace del acto fallido, un acto logrado.

Dejar mal escrito su apellido en esa carpeta que contiene todo lo que de extravío puede haber, dejarse extraviar, extrañar, hacer de sí misma, otra; dejar un ejemplar de Madame Bovary en la clínica al irse: gestos que cifran ese paso: el de pasar de ese “el amor de otro” a un amor otro.

Virginia Cosin construye una narradora que no se victimiza ni pretende gestas épicas. Por eso le encanta la película La secretaria, en donde la protagonista por fin encuentra que “ya no tiene que castigarse. Hay otro que lo hace por ella, como un acto de amor. No es una tortura, sino un juego de dos personas muy muy heridas que se lastiman, pero para cuidarse” (11). Sin moralismos ni condescendencias, Cosin escribe: “si de algo estoy enferma es de deseo” (20). Pasaje al acto es la escritura de esa enfermedad llamada deseo. Se trata, también para el lector, “de aguantar la brasa con la mano” (21). Se trata de que, en la lectura, pase algo. Así como en Partida de nacimiento “lo cotidiano es el hueso de la felicidad”, en Pasaje al acto son los huesos los que están partidos. Y la escritura de Virginia Cosin sabe hacer con esas astillas.

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[Otra parte]

No hay tanta diferencia entre locura y vida

Por Juan Laxagueborde

En esta novela, una mujer cuenta su presente de encierro loco y sus recuerdos traumáticos, que incluyen los placeres. Está el pasado que circula con sus claroscuros infantiles y juveniles, sus amores o desamores adultos, sus madres, sus padres, su angustia burguesa clásica por el tedio y el mandato. Están las escenas donde uno toma conciencia que quien recuerda desde la sobriedad vive después del flash de la abulia psiquiátrica.

Palpa el lector una disyuntiva paradójica: se vive como se puede o se cuentan bien las maneras en que no pudimos vivir como queríamos. Se vive como se puede o sólo se está tranquilo en medio de la mendicidad de las instituciones de encierro, empastados y lentos, pudiendo recordar la vida dramática de todos los días, pero sentados en un comedor aséptico, sin sentir.

No elegí leer Pasaje al acto bajo las indicaciones de la bibliografía final, sino un poco colocado por el vaivén de la vida general (pálida y un poco en la saga de las epopeyas filiales) de la protagonista. Eso es lo que me atrajo y lo que me puso en autos de pensar la relación entre soledad y compañías afectivas. La novela revela algo trágico que se filtra al final, que decanta: no hay tanta diferencia entre locura y vida. La vida puede estar envuelta por el exceso de normalidad que no hace más que agotarla, o empujarla, digamos, a la locura. De ahí esa frase hermosa de la página 35: “La tradición obliga a ir hacia la vida”, que induce a pensar que una vida no tradicional pondría la muerte (y la locura) en otro lugar.

Es que “el acto” al que se pasa es la diferencia entre memoria cotidiana y el momento de la conciencia de la locura, esas descripciones de la clínica donde hay algo blanco, puro, que deja ver y escuchar toda la mugre interna, plegada, de lo que se creía era la vida de la cordura del otro lado del hospicio. La protagonista recuerda sus momentos de normalidad para recordar, como desplegando, todo lo incordioso y lo sometido que viene con la paz. Pese a todo, en esos recuerdos opacos (a veces patéticos y a veces dramáticos) hay un tono de benevolencia general con respecto al mundo de la vida y las cosas, como en las escenas finales con las ostras o las escenas con el hermanastro.

La narradora escribe, dice, con las sombras proyectadas en el papel. Ahí hay una especie de doble sentido: porque uno escribe por uno, para uno, pero sobre algo proyectado, bastante espectral; quién sabe si la conciencia o la sospecha de no llegar a saber qué hay, qué se quiere. En la estela de la comedia negra del deseo o de la afirmación, cara al psicoanálisis. Es que la novela es sobre la lectura, sobre la interpretación, sobre la relación entre esferas de la introspección: el pasado con sus peripecias y la normalidad de la locura.

Digamos que la cosa queda empatada: o estamos en el mundo viviendo, explorando, padeciendo y teniendo ganas de ser felices, o estamos tranquilos, un tanto enfrascados en esquemas rutinarios para sostener la paz. Que es lo mismo que decir que cuando no vivimos, sólo nos queda recordar lo que hicimos, estancados en el yo pero ansiosos en todo lo demás, sin poder afirmar, sin poder hacer algo mal. Vivir, pero hacer algo al menos; de ahí que esas sean imágenes de la locura.

La escritura raleada en la ficción de Virginia Cosin es el escenario para saltar al fondo y rebotar. Como si el fondo fuese finalmente una guarida, una certeza, algo concreto donde pisar.

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[Kranear]

Una novela de aventuras existenciales

Por Daniela Pasik

A Vincent van Gogh le gustaban las flores. Ahí está su serie de girasoles como botón de muestra más famoso. O Los lirios, un cuadro que hizo inspirado en los que había en el jardín del asilo mental donde estaba en 1889, un año antes de su muerte. Sobre Jarrón de gladiolos y aster chino, que pintó en 1886, le contó a un amigo en una carta que hacía estas naturalezas porque no tenía plata para pagar modelos. Muchos de sus cielos, con colores brillantes y pintura densa mezclada con blanco, amarillos y verdes, eran así porque el pigmento azul era más caro y cuando se le acababa tenía que seguir igual.

En su momento poca gente lo apreciaba. La posteridad le dio reconocimiento y también llenó su obra de (casi siempre acertadas) explicaciones. Teorías sobre la intención del artista y etcéteras elevados realizados por académicos del arte y también del psicoanálisis. Pero el motivo de muchas de las experimentaciones de Van Gogh era otro: la falta de dinero y una pulsión por seguir creando. El resultado es genial, pero el móvil siempre fue encontrar cómo jugar con ciertas ideas y técnicas solo con lo que tenía a mano.

Virginia Cosin, primero en Partida de nacimiento (2011) con retazos de su blog, y ahora aún más en su reciente Pasaje al acto (2019, ambas editadas por Entropia), juega con lo que tiene a mano. En su segunda novela, la materia prima que usa, porque está a mano, son sus lecturas personales, las películas que le gusta ver o terminó viendo y las anotaciones fragmentadas que fue realizando a lo largo de años. Así construye una trama narrativa para seguir creando.

Ya desde el título, Pasaje al acto, empieza la experimentación. Aunque es un término psicoanalítico, un momento extremo de hacer real la locura, Cosin no se refiere exclusivamente al acting out del que habla Lacán. Y sí, la protagonista está internada temporalmente en un psiquiátrico después de un intento de suicidio. Y claro, hay algo de actuación o representación en la narradora, que dice: “Me quiero ir. Yo no soy como el resto. Soy distinta. Estoy actuando”.

Pero ese “pasaje” también es una suerte de túnel por el que la narradora escarba en sus recuerdos y el “acto” puede ser la revisión del pasado para contrastarlo con el presente, y entonces inferir un futuro posible, distinto al esperable. También, hay un “pasaje” en el que la escritora –no la protagonista– explora el dolor, los privilegios de clase, el beneficio de la belleza que se paga con peligro y las formas del desamor como posibles trampas. Y un “acto” que hace la autora para quien lee: crear ese juego de diferencias entre la memoria luminosa superpuesta con la mugre real, contrastar para ver lo que se creía la vida en la cordura y entender desde el psiquiátrico que aquella era la locura. Y además, “Pasaje al acto” suena bien. Porque Cosin, como Van Gogh, juega. Y lo hace con lo que tiene a mano.

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[La Nación]

Tras las huellas de un arquetipo inalcanzable

Por Daniel Gigena

Luego de que su madre la rescata de un nuevo intento de suicidio, una mujer joven ingresa a una clínica psiquiátrica. La protagonista de Pasaje al actosegunda novela de Virginia Cosin (Caracas, 1973), es hija de una actriz y de un director de cine y parece cargar con los guiones de la clase media ilustrada: debe destacarse, ser alguien en la vida o por lo menos hacer algo con ella. Hasta ahora, consciente de su atractivo, solamente se ha dejado querer por los hombres con los que se cruzó (excepto, quizás, su padre). Fue amante de sus jefes (de un hombre casado, en una agencia de publicidad; de un director de cine (el personaje responde al perfil de un realizador argentino que tuvo su momento de gloria en los años 90); esposa de un profesor de filosofía, "esclava" erótica de un joven aprendiz del Marqués de Sade. En su historia no falta la escena de una cuasi violación, llevada a cabo por el hijo de su padrastro: "¿Había sido él? ¿Había sido yo? Me excitaba ser la poseedora de esa clase de poder. El poder de atraer. De gustar. Más todavía si estaba prohibido". Es posible leer Pasaje al acto como el informe clínico de los efectos que produce la desintegración de ese poder.

En el psiquiátrico, donde hay una biblioteca modesta, la protagonista decide releer Madame Bovary, clásico de la locura que provoca el deseo mimético. Como le pasaba a Emma, para la suicida fallida el amor "había sido, durante algún tiempo, un lugar cálido" que luego se convierte en una cárcel estrecha. De esa trampa, ella intentará salir mediante la escritura. Con esta terapia narrativa, Cosin hilvana una serie de recuerdos personales de la protagonista (que por momentos se vuelve abrumadora y redundante) con reflexiones in situ sobre el lenguaje, las palabras y la escritura. "Saco recuerdos de la galera como pañuelos de colores anudados, pero la verdad está en la parte que el nudo oculta". La forma de la novela rehace el aliento angustiado de la protagonista que, a duras penas, sobrevive en el tiempo sin tiempo de la clínica psiquiátrica, entre dosis de pastillas, películas insulsas proyectadas en el televisor de la sala común, visitas de familiares y sesiones conducidas por el Doctor, otro hombre al que intentará seducir, esta vez de modo grotesco. Mientras tanto, con su pose de Ofelia flotando en el río, pero aún viva, escribe en sus cuadernos como si estos fueran tablas de salvación de ella misma y de la otra que la habita.

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[Infobae]

Encierro, poder, deseo y una obsesión por Madame Bovary

Por Martín Kohan

Madame Bovary es una lectora de novelas que no leería una novela como Madame Bovary: la idea es genial, porque es de Ricardo Piglia. Y en efecto: Madame Bovary no leería una novela como Madame Bovary, porque Madame Bovary lee para evadirse, leer para sustraerse (¿evadirse de qué?: de sí misma); lo que espera de la literatura (y lo que obtiene) es que le procure ni más ni menos que eso que en su vida no hay, todo eso que en su vida le falta, lee para acceder a las experiencias de las que carece en la realidad de su existencia. De manera que, ciertamente, jamás leería una novela como Madame Bovary, jamás se prestaría al agobio del más de lo mismo. “Madame Bovary c’est moi” se tolera dicho por Gustave Flaubert; pero la propia Madame Bovary no lo toleraría: leer y reencontrarse, leer y confirmarse, ese efecto de redundancia y encierro de la literatura duplicando la vida, se le volvería fuertemente opresivo.

Pues bien: Pasaje al acto es la novela de una Madame Bovary que lee Madame Bovary. Por eso casi no da respiro. Pero antes que al lector, no se lo da a la narradora. Porque además Madame Bovary termina con un suicidio (logrado). Y en cambio Pasaje al acto empieza con un suicidio, con un intento de suicidio (fallido). Suicidarse implica concluir con todo, suprimir cualquier después; pero el suicidio de Pasaje al acto falla. Falla y es con lo que la novela empieza. Hay un después, por lo tanto. Y es ese después (además de lo que lo precedió) lo que es preciso narrar, lo que narra Virginia Cosin.

Madame Bovary lee y se evade, porque no lee Madame Bovary. La narradora de Pasaje al acto, en cambio, lo lee y se identifica (“leí el libro en tres días, con la emoción del que descubre su propia vida narrada con las palabras justas”, “me pasaba lo mismo que a ella”). Nada que calme la necesidad de dar con algo que “me sacara de mí misma”. No hay entonces evasión, sino encierro, y de hecho la novela se lee (y en verdad, se relee) en una situación de encierro, en el lugar de internación que siguió al suicidio intentado. La palabra justa flaubertiana no lo es aquí por su lugar insustituible en la frase, sino por su exacta correspondencia con la realidad de una vida. La lectura confirma el encierro, que es encierro en el “mí misma”, que es encierro en el “yo misma”.

Salirse de sí, sacarse: son las expresiones que habitualmente empleamos para definir un gran estado de enojo (un quicio: de ahí nos sacan; casillas: de ahí nos salimos). Para la narradora de Virginia Cosin, en cambio, salir de sí, que algo la saque de sí, es una necesidad vital muy profunda, es una necesidad imperiosa: “Tengo que ocuparme. Hacer. Dejarme tomar por lo otro. Lo diferente. Lo distinto de mí”. Pero ese propósito fracasa, una y otra vez fracasa, fracasa igual que el suicidio. Lee, como dijimos, buscando algo que la saque de ella misma, pero luego todo es identificación (es decir, ella misma). “Puedo salir de mí y mirarme”, arriesga; pero sale de sí tan sólo para mirarse, es decir, para volver a sí, para volverse en sí. Intenta con la escritura: “Escribo ‘yo’ pero la que escribe es otra”, frase acechada por la verdad de su reversión: la que escribe es otra, pero escribe yo. Yo: de nuevo yo. De vuelta yo. Así hasta el final: “Me detengo unos minutos a leer las notas que yo misma escribí, me resulta familiar y extraño al mismo tiempo, como si hubiese sido otra la que cubrió esas páginas, otra, alojada en mí”. A la otra le toca la suspensión conjetural del subjuntivo, el tanteo de especulación del “como si”; y acaba “alojada en mí”, esto es, encerrada en el yo, en el yo afirmado del “yo misma escribí”: me detengo, me releo, me resulta; la otra, si es que hubo otra, acaba subsumida en el yo.

Pasaje al acto es una novela de encierro. Y no solamente en la clínica de internación, porque de ahí finalmente se saldrá.

La narradora de Cosin está siempre vuelta sobre sí, el ensimismamiento la define. “Yo sigo clavada a mí misma”: es su más terrible verdad: “No hay otra voz además de la mía, ni otra mirada más que la mía”. El afán de salirse y ser otra acaba por convertirse en un rasgo de identidad, y por lo tanto, paradójicamente, en aquello que una y otra vez la devuelve al yo, la reabsorbe en un yo: “Soy siempre la misma queriendo ser otra” (de nuevo, la verdad en el reverso: queriendo ser otra, soy siempre la misma).

El yo se impone. No sólo en la lectura literaria se activa la identificación, también se activa en la vida: “Ahora caigo (…): es la actriz, Clara Dis”. Y apenas en el párrafo siguiente: “Yo también quise ser actriz”. ¿Ahora caigo? En seguida me levanto, y me afirmo en el “yo también”. Una escena fundacional en la infancia, que es escena de escritura: “en los recreos me quedaba sola, inclinada, llenando las páginas de letras cursivas. Me concentraba tanto, a veces, que hasta me olvidaba de los demás”. Ensimismada: vuelta sobre sí. Por eso marcan tanto el desarrollo de la novela las acciones reflexivas, las del yo vuelto sobre sí mismo: “Me rodeo a mí misma con los brazos”, y en esa línea: mirarse, lastimarse, masturbarse. También, para el caso, aun fallando, suicidarse.

Y escribirse: “Volver siendo otra. Escribo para reescribirme”. El prefijo “re” indica un rehacer, por eso se alude a “otra”; pero se empieza diciendo “volver” y se termina en el “me” reflexivo: reescribirme, reescribirse, hacer de sí el propio objeto, ya no importa para qué, no importa si es para volverse otra. Mirarse: no importa si es para sentirse un bicho (“me veía a mí misma como un insecto hediondo”), no importa si es para no reconocerse (“No podía reconocerme a mí misma”, “Cuando me acerco al agua veo mi reflejo nítido (…). Veo el reflejo de una mujer bastante parecida a mí, pero muchos años mayor que yo”, “Estaba frente a mi propia imagen, tratando de descubrir quién era, de quién era ese rostro desconocido”). Lo que importa no es la hediondez ni es tampoco el eventual desconocimiento, lo que importa es que hay reflejo, es decir, reflexividad, el yo vuelto sobre sí, lo que importa es que impera el “yo”, el “me”, el “mí misma”, el “mi propia”. Que hieda o no hieda, que se parezca o no se parezca, es lo de menos.

La narradora de Virginia Cosin es consciente del poder que tiene. Y es consciente de que lo tiene ante todo por ser mujer. Lejos entonces de esas visiones tan despectivas que conciben a una mujer siempre a merced del poder de otro, reducida por definición a una pasividad radical de la que sólo podrá rescatarla una acción redentora, salvacional y externa, Cosin advierte que hay un poder y desde la ficción lo interroga. Hay un poder: “El poder de atraer. De gustar”. Se lo descubre ya en la infancia: “El poder de enamorar”. Claro que tener un poder no es lo mismo que dominarlo, sobre todo cuando ese poder es poder del cuerpo y no exactamente del sujeto: “Yo ya estaba familiarizada con ese cuerpo que despertaba inquietud en los hombres, pero intuía que era un poder que quizá nunca aprendería a dominar”. De esa dualidad esencial se derivará todo un motor de conflictos en Pasaje al acto, una clave de su sutil complejidad.

Tener un poder, pero sin por eso dominarlo: la narradora de Virginia Cosin tiene el poder de seducir, pero no puede parar de hacerlo. Le pasa ya desde niña: gusta y sabe que gusta; de ahí en más, seducirá (a veces sin proponérselo) a su jefe en el trabajo, al rector de su colegio, al director de cine del que es asistente, al profesor de filosofía de la facultad, al maestro de teatro, al compañero de una tertulia literaria, al psiquiatra del lugar donde la internan (“Estoy tratando de seducirlo. Es lo que sé hacer. Me sale así”). Tiene ese poder, el de gustar (como tiene su poder con el rector del colegio, precisamente porque es más chica: se aburre con la gente con la que salen y él sufre porque se siente inseguro).

Claro que este poder, siendo un arma, es arma de doble filo (¿qué arma no es arma de doble filo? ¿Qué tiro no tiene una culata por la que puede llegar a salir?). Pasa igual que con los escotes: “sólo miraba mi escote. Yo todavía no había aprendido que los escotes podían ser muy útiles, pero también podían volverse en contra, como los rottweilers”. Hay una “fuerza poderosísima” en su poder de conquista, pero eso no quita que adopte también una posición de sumisión y de inferioridad frente a los hombres, que llegue incluso a tenerles miedo. ¿Entonces? Entonces qué: las cosas no son lineales ni tienen un único plano, excepto ahí donde se impone un fervor rudimentario por la simplificación total. Pasaje al acto está en las antípodas: dominio y subordinación pueden combinarse y hasta conjugarse; la misma que se afirma en su “poder de enamorar” y en su “poder de atraer. De gustar”, es la que admite: “No puedo nada”. Poder y no poder, lo que se puede y lo que no, conquistar y someterse, desilusionarse y desilusionar: esos hilos se entrelazan en tramas nada sencillas. Virginia Cosin las narra y las piensa sin intenciones de aleccionar, de sacar o de impartir conclusiones. La literatura de mensaje, que en parte resucitó, no es la que le interesa. No va de certeza en certeza, lo suyo es la interrogación.

Por eso, en Pasaje al acto, los deseos nunca siguen una línea recta simple, ni siquiera en los flechazos, que son directos por definición. Los deseos en Pasaje al acto son algo más que senderos que se bifurcan: se bifurcan, se interrumpen, se tuercen, se enredan, vuelven sobre sí o se vuelven contra sí. Se puede, claro, desear lo malo, desear lo dañino, desear el dolor, se puede hasta desear la muerte; se puede desear lo prohibido pero solamente porque está prohibido, solamente mientras esté prohibido; se puede desear algo, incluso mucho, pero dejar de desearlo apenas parece que va a concretarse: ahogarse de felicidad y entonces echarlo todo a perder. El deseo puede padecerse (“Si de algo estoy enferma es de deseo”); el deseo no se sabe, hay que sondear, tantear, probar, arriesgar: como en la escena de la pileta con el medio hermano, cuando no se sabe desde el vamos qué se quiere y qué no se quiere: toda una declaración literaria en contra de la exigencia moral aplicada a un sujeto de la voluntad al que se supone siempre igual a sí mismo, sin opacidad y sin zozobras. La visión de Cosin es distinta, la visión de Cosin es opuesta: se permite la duda (“Y yo, ¿que quería?”), se permite la contradicción (“Querer y no querer eran fuerzas opuestas que me oprimían”; “No quiero dar lástima. O sí. Quiero dar lástima”), se permite no saber (“No estoy segura de lo que quiero”).

¿Quiero? No estoy segura. Quiero y no quiero. La narradora de Virginia Cosin expone y se expone a esa forma de la intemperie, la incerteza, que hoy a menudo se quiere anular a golpe de reglas, pretendiendo garantías (en el sentido en que hay garantías en los contratos de alquiler), certificaciones (en el sentido postal de la expresión: que lo que se emite, llegará), que no haya riesgos (en el sentido en que hay pólizas contra todo riesgo en el opaco mundo de los seguros), fijación establecida de los pasos a seguir (como en los protocolos médicos).

Virginia Cosin se permite esa intemperie. Pero la lleva en su novela hasta el límite. Por eso reclama un refugio casi con desesperación. Sólo que lo otro del refugio, en esta novela, más que la intemperie es la trampa. Refugio o trampa: es una oscilación fatídica en Pasaje al acto.

“Quiero un refugio”, escribe Virginia Cosin.

“Ya no era un refugio, sino una trampa”, escribe Virginia Cosin.

“Caigo en todas las trampas”, escribe Virginia Cosin.

“Caí en la trampa”, escribe Virginia Cosin. “En mi propia trampa”.

La reflexividad, en su punto crítico: yo tiendo la trampa, yo caigo en la trampa, yo me tiendo la trampa, yo me hago caer.

Lo que queda pendiente, lo que espera Pasaje al acto, es el refugio, es un refugio.

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[La Nación]

No hay amor sin falta

Por Fernanda Nicolini

Desde el título, Virginia Cosin (1973, también autora de Partida de nacimiento) propone diversas capas de sentido. Pasaje al acto es un término psicoanalítico que remite a la propia protagonista-narradora. Internada después de un intento de suicidio, su presente se sucede amorfo en el psiquiátrico, mientras su pasado se ilumina en cuadernos que completa con escenas de la adolescencia (padre ausente, familia ensamblada, iniciación sexual) y de pareja (el deseo y la imposibilidad), a la par de que lee Madame Bovary.

Si para la protagonista la escritura es un espacio de lucidez casi insoportable, es en esos recuerdos donde construye una suerte de elegía al dolor como contracara inevitable del amor. O, mejor dicho, la idea de que no hay amor posible sin la falta. Ágil y a la vez intensa, sin una palabra de más y con imágenes bellísimas, esta novela apuesta a una literatura que conmueve, sin ser condescendiente.

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[Zigurat]

Disolverse escribiendo

Por Leandro Diego

Internada en una clínica psiquiátrica, después de un intento de suicidio, la narradora y protagonista de Pasaje al acto escribe. Explora ciertos aspectos de la reclusión, describe algunas escenas de su infancia y repasa eventos clave de su pasado vincular.

En este racconto, la inclusión de argumentos de películas y series, la relectura de Madame Bovary y la distancia desde la que se observan algunos episodios de la niñez, al principio parecen aportar algo de aire a un repaso más bien doloroso. Pero como lo que leemos es también un auto-relato donde la protagonista se construye a sí misma, ese aire no tarda en espesarse.

La superposición de elementos volcados en el espacio confesional del texto sugiere el irremisible determinismo de las relaciones familiares, los primeros vínculos y la cultura de masas. Expone, además, la emergencia de una doble-traición: a las expectativas de los otros (madre, padre, hermano, los hombres) y a la propia experiencia de ser. En esa zona, en ese hiato entre los roles, los modelos, las relaciones y el ser, la autodefinición -a veces al filo del delirio– irá sumergiendo a la narradora en un limbo por momentos desesperante.

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Ahora escribo en mi cuaderno, escribo para salir a flote.
Saco recuerdos de la galera como pañuelos de colores anudados, pero la verdad está en la parte que el nudo oculta. Escribo que estoy acá pero no estoy acá sino que escribo que estoy acá. Escribo ahora, pero ahora ya pasó. Escribo “yo” pero la que escribe es otra.
Escribir es un desahogo.

La novela trata sobre la inevitabilidad del dolor, en especial cuando se lo entiende. Aborda la incapacidad para cerrar heridas demasiado tempranas y la consecuente disposición a sufrir una y otra vez sus secuelas adultas. Ensaya sobre lo cerca que está el punto de no-retorno y del escaso margen de acción que se tiene para decidir si se lo cruza o no. Y habla, también, de cómo los relatos a los que la protagonista fue expuesta le fueron imponiendo modos de ser que a veces vive con orgullo (A los cinco años me veo por primera vez disputada por dos hombres), a veces con obediencia (Esperé al día siguiente para contestar (…) Estaba siguiendo el manual de la chica digna. En realidad esperaba que insistiera un poco) y otras con la autocompasión de no dar la talla (Ya se dio cuenta de que no soy lo que él pensaba. Parezco la mujer ideal, pero cuando empiezan a desenvolver el paquete se produce la desilusión.).

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Hay una escena en la que la narradora, todavía niña, se asoma a las habitaciones de los hijos del que luego será el segundo esposo de su madre. Es un encuentro directo con los estereotipos: la habitación de Cony (a la que luego rechazará) es un cubo rosado lleno de cosas de nena; la de Alejo (por el que sentirá diversos tipos de atracción), una cueva llena de posters de rock y actitud iniciadora (Esto es John Coltrane, princesa. My favorite things. ¿Te gusta?). Hay otra en la que se describe a sí misma, junto a su hermano, con los bolsos armados, asomándose a la ventana para ver llegar el Citroën de un padre que ya no vivía con ella (No jugábamos, no mirábamos televisión, no conversábamos. Como si ese tiempo no hubiera podido transcurrir de otro modo una vez que estaba prometido a él).

Junto con algunos pasajes en los que el personaje reflexiona sobre su encierro y su condición en la clínica, estas fotos de la infancia son las instancias que más disfruté -y que más me conmovieron- de la prosa de la autora. Con el auto-relato y el lenguaje (casi siempre metafórico) con que la narradora se autodefine e imprime sus sensaciones, en cambio, no pude matchear. Es el caso de ciertos incisos -más comunicativos que expresivos- que parecen apelar a quien haya compartido algunas vivencias o sensaciones: se enuncian más como un acto identificatorio que como un intento por interpelar al otro. Aunque es más que probable que esto se deba a una limitación propia de mi lectura (Mercedes Halfon, en la contratapa, lo advierte: Virginia Cosin retrata la angustia de una mujer), en mi opinión, estos pasajes le confieren al texto una pátina gregaria que va en desmedro del tenor expresivo del resto de la obra e, incluso, de la singularidad que la protagonista pretende reivindicar frente al trato genérico que ha recibido -y recibe- del mundo.

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Con toda intención me senté de modo de quedar enfrentada al Doctor; creo que tenemos cierta complicidad, que sabe que, aunque estoy acá, soy como él, que fuera de la institución seríamos amigos, incluso amantes, que compartimos un mundo afín; podríamos hablar de libros, de películas, ir a cenar, pedir sushi, tomar vino.

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«Pasaje al acto» es un concepto de la psiquiatría francesa que se refiere a los actos impulsivos, generalmente de naturaleza violenta o criminal, que pueden señalar el comienzo de un brote psicótico. Luego, Lacan lo entendió como un acto -violento- que aunque puede estar dirigido a terceros es siempre un autocastigo, una pulsión auto-punitiva proveniente del superyó. Según Lacan, el pasaje al acto podía tener efectos «curativos» o «apaciguadores» porque implicaba, al menos por un momento, la disolución del sujeto en puro objeto.

Si bien es claro el vínculo entre el término que da título al libro y la tendencia suicida de la protagonista, el pasaje al acto también puede vincularse con esa otra instancia -no menos violenta- en la que el sujeto puede convertirse en puro objeto: la escritura. De hecho, parafraseando la célebre conversación entre Jung y Joyce, será la propia narradora quien destaque la escritura como un elemento clave en su condición (… la diferencia entre Emma, la protagonista del libro que estoy leyendo, y yo, es que ella no puede hacer eso: escribir. Emma sólo fantasea y se ahoga. Pero yo sí. Yo puedo. Donde Emma se ahoga, yo nado, o trato de nadar).

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¿Cómo se relacionan las palabras con la tristeza? ¿Estar demasiado triste es estar loca? ¿Cómo se relacionan las palabras con la locura? ¿Se puede decir la locura o la locura es no poder decir? Pienso en todos los poetas encerrados en psiquiátricos. En todas las escritas suicidas. ¿En qué momento se les trabó la lengua?

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En las historias violentas o autodestructivas, lo usual es hallarse frente a personajes que sufren sin saber muy bien por qué. Suele haber una distancia entre la motivación y el acto de lastimar o lastimarse. Una distancia que el lector/espectador puede borrar pero que el personaje no: no sabe del todo por qué hace lo que hace. Por el contrario, en Pasaje al acto la protagonista tiene plena consciencia de las motivaciones de sus sentires y haceres.

Esta hiperconsciencia impregna particularmente los fragmentos del texto en que el personaje se refiere a sí mismo. Por otro lado, tanto las instantáneas de la infancia como los argumentos de películas y series (que siempre vienen a prologar o epilogar la narración de un vínculo) están narrados en presente como eventos y situaciones que nunca dejan de suceder, que permanecen en la actualidad de la protagonista.

El efecto acumulado de estos recursos nos deja la sensación de alguien que asiste al involuntario espectáculo de sus acciones -dirigidas por un determinismo biográfico hecho de familias rotas y ficciones catódicas- mientras, recluida, padece la consciencia de un infierno propio al que nadie quiere asomarse y del que acaso, si hay una fe, pueda emanciparse despojándose de sí, disolviéndose en puro objeto a través de la escritura.

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[La Agenda BA]

De lo que no se habla

Por Brian Majlin

Sabemos, al menos desde 1897 cuando Emile Durkheim publicó su estudio sobre el suicidio como un hecho social, que la muerte autoprovocada no es únicamente un reflejo de demonios internos y causas sin explicación. Sabemos que la componen múltiples factores, que hay motivos o detonantes sociales, que se imbrican con inclinaciones individuales y rasgos psicológicos, y que es difícil dilucidar cuál es el elemento, el click que hace de una idea, de una angustia o dolencia, un apretar el botón de salida.

La última novela de Virginia Cosin se llama, precisamente, Pasaje al Acto (Entropía, 2019) y en ella remite al concepto lacaniano que excede la voluntad o comprensión del sujeto. Ese pasar al acto, como acto de exclusión ante la ilusión de pertenencia rota o la angustia imposible, es el que enfrenta a la protagonista de la novela desde el primer minuto: se trata del diario de una internación psiquiátrica, tras un intento de suicidio, de una mujer joven de clase media progre porteña.

Hace pocos días, también, se reeditó el clásico de Sylvia Plath, La Campana de Cristal (1963), otro profuso monólogo interior combinado con diario de internación psiquiátrica en la que la protagonista, una joven estudiante universitaria del interior estadounidense, que llegaba a Nueva York para comerse el mundo, era devorada por el contexto: lo que aparece como novela iniciática y de transición acaba en intento de suicidio e internación con electroshocks.

Se trata de la única novela de Plath que, con más o menos precisión, combinó allí ficción y altas dosis de autobiografía. En La campana de cristal el alter ego de la autora acaba internada tras un intento de suicidio -lo que la escritora había vivido 10 años antes-; y en la vida real Plath se suicida solo 28 días después de la publicación del libro, el 11 de febrero de 1963. Las crónicas de la época y las infinitas reconstrucciones posteriores hablan de depresión crónica, de las disputas con su marido el poeta británico Ted Hughes y de una tétrica -y teatral- escena final: la escritora preparó el desayuno para sus hijos de uno y dos años, se encerró en la cocina, puso la cabeza en el horno y encendió el gas.

Lo que la reedición de esta novela pone en juego es, a la luz de la revolución feminista que se desató en los 60 y sacudió la mayor parte del mundo occidental durante la época en que la novela fue publicada por primera vez -y que hoy vive su cuarta ola en todo el globo-, una furiosa crítica social al lugar de la mujer en el mundo. La campana de cristal es, a la vez, una denuncia de las exigencias y falta de libertades que padecía una mujer intelectual y deseante de mediados del Siglo XX. Entre el desarrollo individual, la osadía del deseo, la arrogancia de la capacidad, el peso del género en un mundo de hombres y la inevitable reproducción de una familia tipo que se desmoronaba. Si las sufragistas habían pedido por el voto tantos años antes, Plath pedía por la vida: que la igualdad fuera tanto en el plano público como en el privado. Que a la libertad profesional la acompañara una libertad personal.

Pasaje al acto comparte, con el clásico de la autora norteamericana, una potencia que radica en lo que no manifiesta: ninguna de las dos se postula como un tratado de la angustia epocal ni una lectura de las presiones de la mujer en el mundo de hoy, pero sirven como modelos de lectura, como tipos ideales. La novela de Cosin revela entonces la angustia de la mujer que todo lo tiene, que, ya liberada, puede ser lo que quiera. Y que debe serlo. Debe cumplir con el éxito, con el deseo de éxito, con el mandato del éxito. Debe ser alguien. Debe serlo profesional y socialmente. Pero el sujeto, si es mujer, también es objeto: de deseo, de manoseo, de manipulación. El pasaje al acto, volitivo o no, nos deja en el abismo de la angustia de la mujer y nos regresa a una pregunta posible: ¿qué hacemos en cada momento para sostener ese mundo que oprime y angustia?

La protagonista de Pasaje al acto tiene éxito profesional, es deseada por los hombres, ha tenido educación, viajes, experiencia. Su angustia proviene de allí, pero la excede. Ha cumplido con lo que la época demandaba de ella y con lo que ella creyó que podía tener de su época. Y cuando se despertó, la angustia todavía estaba allí.

Hay una salvedad necesaria, que Cosin se encargó de dejar en claro en varias entrevistas: su novela no es una autobiografía. Si bien dice que es imposible escribir por fuera de la subjetividad, la experiencia personal y las angustias u obsesiones de cada une, poco tiene que ver eso con la ficción como forma de expresión que escapa incluso a la voluntad. Hay, ahí, en escribir, otro pasaje al acto.  

Aunque la publicación casi en simultáneo de estas dos novelas ponga en escena otra vez al suicidio y a la angustia como hechos sociales, hay una denuncia que no es buscada pero que es necesaria: el suicidio, así como la angustia, siguen siendo estigmas y tabúes. Eso es lo que llevó a Nicolás ‘Zabo’ Zamorano a publicar a fines de 2019 Yo adolescente, una recopilación de los textos que había subido previamente en fotolog y blog hace casi 15 años. Allí, Zabo recupera la época pos Cromañón en la que, atravesando una furiosa y negada depresión adolescente, guiado por la pulsión de muerte y rebeldía, se pasó de los clausurados boliches a las fiestas clandestinas.

Zabo quiere, en este gesto, desandar algo que no comprendió hace 15 años pero que ahora sí: la angustia adolescente y el suicidio adolescente son grandes tabúes sociales. Durante años recibió la consulta de miles de anónimos desconocidos que se sentían menos solos al leer sus angustias o que creían que había allí una posibilidad de sentirse mejor. Él, sin armas ni herramientas, guardó su impotencia hasta hacerla libro para acabar en una pregunta: ¿cómo te sentís hoy?

La denuncia y pedido de Zabo sí tienen una manifestación evidente y no hay otra cosa. Los números de la Organización Mundial de la Salud son elocuentes y le dan entidad a su idea: hay, por año, casi 800 mil suicidios en el mundo y, aunque se puedan dar a cualquier edad, es la segunda y tercera causa de muerte -según cada país y cada año- entre jóvenes que van de 15 a 29 años. Y un tercer dato llamativo: si alguien piensa que los suicidios son cosa de países escandinavos y niños ricos con tristeza, se equivoca, el 80% es en países de ingresos bajos.

En ese universo es donde Zabo planta bandera y pregunta: “¿Cómo puede ser que no haya una línea oficial y estatal de atención al suicida?”  

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[La Agenda BA]

Sufrir para contarlo

Por Quintín

?L?a narradora está en una clínica psiquiátrica después de un intento de suicidio. Entre sesiones de terapia y largas horas vacías, Coen (así se llama, aunque aclara que al apellido que ve escrito le falta una hache) cuenta su vida pasada como una larga serie de sufrimientos en cuyo centro hay una constante: el dolor de ser abandonada. Por un padre, por una madre, un hermano, una amiga y una variada colección de amantes. Con los amantes hay además un ida y vuelta que se repite: Coen habla de su capacidad de seducir, de haber sabido desde muy chica que generaba atracción en los hombres. Pero también que los enamoramientos incondicionales de su parte terminaron en un desengaño insoportable. La otra característica de los personajes de la novela es que son invariablemente odiosos, aunque los amantes lo son en un menor grado que los parientes. En lo personal, no puedo recuperarme de haber estado en contacto con su padre director de cine ni con su madre devenida psiquiatra ni con su hermano empresario que la exigen, la desprecian, la maltratan, la niegan. Coen es muy elocuente al respecto. Nunca perdonaremos a su familia.

Hay un personaje menos amenazador en la novela y es la literatura. Al principio, Coen cuenta su encuentro con un ejemplar ajado de Madame Bovary en la biblioteca de la clínica y aprovecha para releer una novela que la ha marcado. La narradora se identifica con Emma Bovary: es una mujer que quiere otra cosa de la vida: “Aunque Emma fuese una provinciana francesa del siglo XIX, me pasaba lo mismo que a ella: el aburrimiento, el desconsuelo, la desilusión frente al mundo, esa necesidad de recibir la descarga de un voltaje tan alto que me sacudiera, que me sacara de mí misma.” Pero dice algo más, que sirve también para entender al personaje de Flaubert: “Pero la corriente no alcanzaba. Era preferible hacerme daño, sentir las reverberaciones del dolor, antes que esa nada uniforme a la que llamaban vida”.

Emma Bovary, parece decir Coen, elegía sufrir y eligió matarse. No solo porque su vida y sus desengaños fueran insoportables sino, sobre todo, porque la alternativa era peor. En esa idea reside buena parte de la grandeza de la novela de Flaubert: para Emma, lo peor no son los amantes que la usan o la traicionan, es el boticario Hommais, que no la toca ni la desea pero está sobreadaptado a su tiempo. Se podría pensar que el Hommais de Coen es su hermano, el personaje más burgués, inhumano e imperturbable de su novela familiar.

Pero la literatura no es solo el lugar de la identificación. En otro momento, Coen lo explica de este modo: “Estoy leyendo un libro [Madame Bovary] sobre lo que te puede pasar si tu vida no te gusta y te gustan más las vidas de los personajes, aunque sean incluso personajes que sufren, que sufren más que vos misma, y que te gustaría ser un personaje para gustarte más de lo que te gustás como persona.” Pero aquí viene otra vuelta de tuerca, que establece una dialéctica entre la identificación y la distancia: “este lugar húmedo y pestilente sería atractivo, incluso por su fealdad, gracias a su fealdad, a su decadencia, si fuera un lugar inventado, si fuera un lugar que alguien, yo, por ejemplo, estuviera imaginando, estuviera traduciendo a un idioma de signos, si esta silla fría de metal, por ejemplo, que me hiela el culo ahora, más adelante, cuando esté frente a mi cuaderno, dejara de ser lo que es ahora mismo y se transformara en otra cosa cuando lo escriba”.

Hay una ruptura ahí entre el tiempo de la narración y el tiempo de la escritura. Del mismo modo que Coen es y no es Emma, es y no es ella misma cuando piensa y cuando escribe. Hay una hendidura entre la escritora y la protagonista de su novela y por allí entra el dolor, del mismo modo que se cuela el frío de la silla. Creo que ese conflicto de la literatura con el tiempo presente, es decir consigo misma, puede llegar a ser insoportable. “Escribo que estoy acá pero no estoy acá sino que escribo que estoy acá. Escribo ahora, pero ahora ya pasó. Escribo ‘yo’ pero la que escribe es otra."

Y por eso, Coen cierra, aparentemente, la grieta: "Que la diferencia entre Emma, la protagonista del libro que estoy leyendo, y yo, es que ella no puede hacer eso: escribir. Emma solo fantasea y se ahoga. Pero yo sí, yo puedo. Donde Emma se ahoga, yo nado, o trato de nadar”.

El destinatario de este pasaje es el psiquiatra de la clínica, al que Coen intenta seducir y que le da su aprobación. Cerrar la grieta por un lado y establecer la separación entre Coen y Emma es un modo de ahuyentar el fantasma de la locura, de matar a ese bicho que a Coen le hace acordar al monstruo de Alien que se aloja en el interior del cuerpo para irrumpir brutalmente. Dice Coen: “no soy un personaje sino una escritora que sufre.” En ese punto, la paciente sabe que eso va a sonar bien a los oídos del médico, aunque sea parcialmente cierto pero también sea un maquillaje.

Es que la literatura presenta también otro problema, que se expresa en otros pasajes del libro. Uno está al principio de todo y es una cita del Libro de los pasajes de Benjamin, que habla del contraste entre el orden diurno y la acechante oscuridad nocturna. Es atingente, como también lo es una cita de Lucio V. Mansilla, contemporáneo de Flaubert, que escribe: “Digan lo que quieran, si la felicidad existe, si la podemos concretar y definir, ella está en los extremos. Yo comprendo las satisfacciones del rico y las del pobre; las insatisfacciones del amor y del odio; las satisfacciones de la oscuridad y las de la gloria. Pero quién comprende las satisfacciones de los términos medios; las satisfacciones de la indiferencia; las satisfacciones de ser cualquier cosa”. Es un hallazgo de Cosin que vibra en consonancia con Flaubert y con la sabia insatisfacción de Emma.

Pero también es parte de un juego, de un paradigma que atraviesa la autobiografía de Coen: la permanente, dolorosa, desmedida exigencia familiar de ser alguien, de hacer cosas importantes en la vida. La literatura es, casi por excelencia, ese juego en el que se debe demostrar competencia y pertenencia produciendo las citas adecuadas, recurriendo si es necesario al je est un autre de Rimbaud. Benjamin, Mansilla, Flaubert, Plath, Pizarnik, son las piezas que un escritor argentino contemporáneo de Coen debe utilizar en el tablero de la exigencia literaria, las piezas que deben ser exhibidas como contraseña del habitar en un lugar premiado, la contrapartida de la clínica. Pero ¿no es ese también un lugar frío, que hiela el culo? Escanciar los nombres prestigiosos es un modo de conjurar el sufrimiento, pero el sufrimiento proviene, como bien lo mostró Flaubert y lo entiende Coen, de un mundo organizado para ocultar el sufrimiento. Y la literatura, entendida al modo del boticario y sus frascos con etiquetas eruditas, ese mundo de rituales y jerarquías, es un circuito perfecto para que el dolor no circule. Pero el dolor sigue ahí, está en el texto de Pasaje al acto.

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[Cuaderno Waldhuter]

Una artista del montaje

Por Paula Puebla

Una tarde de carnaval, con el sol buscando cobijo en el oeste, Virginia Cosin recibe a Cuaderno Waldhuter en un Villa Crespo vestido de feriado. Partida de nacimiento (Entropía, 2011) y Pasaje al acto (Entropía, 2019) son dos novelas fragmentarias que pueden leerse en tándem con la seguridad de estar abordando una obra y no, simplemente, dos libros. En estas historias, tan profundas como breves, la mujer es siempre protagonista, la responsabilidad toma el lugar de la culpa y los personajes danzan en la trama librados del pie de plomo que imponen los deberes de la época a través de sueños, recuerdos, alucinaciones y las más crudas descripciones de los escenarios cotidianos. Ajena a los tiempos editoriales e indiferente a la autoconstrucción imperiosa del escritor como sujeto de explotación, Cosin sirve una infusión humeante en dos tacitas coloridas. Sin la enunciación de una primera pregunta, se da por comenzada la charla sobre los problemas que acarrea ese sintagma de confusiones nombrado como “literatura del yo”.
— En esta última novela, me meto con temas complicados y me da la sensación de que hay cosas que son difíciles de leer y que me gustaría que se leyeran. Obviamente uno no puede controlar qué se lee y qué no: uno escribe, lo tira al mundo y es precisamente por eso que uno elabora una obra abierta, porosa y, en un punto, medio rota. No hay mucha clave de por dónde leerla pero, hasta ahora, siento que las lecturas que tuvo justamente apuntan mucho a descifrar si es un trabajo autobiográfico o no. Me parece super interesante cómo se pone uno en el texto, cómo juega el yo y la experiencia en lo que uno escribe. Me interesa a mí en lo que leo. Pero no para cotejar de modo policial.

— Me parece que hay una tendencia a leer al autor en lugar de a su literatura, ¿no?
— Sí, hay una tendencia a tratar de sacarle la ficha del autor.

Partida de nacimiento y Pasaje al acto  son dos novelas distintas, publicadas con ocho años de diferencia. Sin embargo, son muchos los hilos que las conectan. Mientras la primera podría leerse como un manifiesto del dolor y trabaja sobre eso, la segunda lo hace sobre el daño. En una historia hay una mujer doliente, dolida, tratando de hacer algo con eso que le pasa; en la otra, el daño y el autodaño todavía están muy presentes. ¿Qué podrías vincular vos entre ambas historias?
— No sé muy bien cómo se vinculan, pasó mucho tiempo entre una y otra. Soy muy lenta para escribir y, por ahí, cosas que quedaron afuera del primer libro terminaron siendo parte del segundo. Escribo más fragmentariamente y voy guardando cosas en archivos. Después los rescato, los reciclo, los coso. Nunca sé muy bien qué estoy escribiendo hasta que empiezo a hacer una especie de copy paste. Trabajo con un sistema parecido al del montaje, en ese momento siento que me pongo a escribir. Empiezo a tomar decisiones, a enterarme de cosas, qué estoy contando, para qué lado está yendo la historia. Ni siquiera ahora que terminé y publiqué la novela lo tengo muy claro. Pasaje al acto habla del daño aunque no necesariamente del autodaño. Habla de lo que significa para una mujer de cierta clase social, con cierto aspecto y en cierto entorno estar expuesta. Es un caso singular de exposición, como puede haber otros de mujeres, hombres, en otras clases sociales, pero a mí me interesaba contar esta porque es la que yo conozco y porque son experiencias que yo tuve o tuvieron amigas. También me gustó como lectura algo que me comentó una amiga y es el peligro de la belleza. Lo expuesta que queda una mujer joven cuando es bella. Hay algo de eso que me di cuenta que me interesaba explorar.

— Del mismo modo que se vinculan dolor y daño, ocurre algo similar con las narradoras. Si uno leyera ambas novelas en continuado, puede quedar la sensación de que podrían ser el mismo personaje en diferentes momentos de la vida. ¿Qué tienen en común la mujer de Partida de nacimiento y la de Pasaje al acto ? ¿Qué las diferencia?
— Una diferencia bastante sustancial es que una es madre y la otra no quiere serlo. Se pregunta si quiere, lo tiene negado, le da miedo ser madre, no sé muy bien qué le pasa. Eso por un lado. Después, hablando de esta cuestión de cuánto de mi biografía está más adherida a la trama, la mía coincide mucho más con la protagonista de Partida. Si bien no es un diario íntimo y nunca lo fue. En todo caso, si tuvo un origen de diario íntimo, se fue escribiendo en archivos durante años y años pero después hubo un copy paste.

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[Infobae]

La literatura como una forma de seducción

Por Virginia Cosin

Virginia Cosin es una de las escritoras más potentes de la actualidad. Aunque la palabra potente se pone en cuestión en sus novelas, y es porque esa fuerza, esa potencia, paradójicamente viene de la incertidumbre de la voz narrativa. Cosin explora los huecos de la mente y sus fantasmas y lo que devuelve siempre es elegante, profundo, irresistible.

Su nueva novela, Pasaje al acto (Ed. Entropía), esta narrada en primera persona por una chica que intentó suicidarse y ahora está internada en un psiquiátrico privado que ella imaginaba iba a ser parecido a spa y, en todo caso, tiene un ambiente lúgubre. Los días en ese lugar y las relaciones que va sosteniendo —en especial con un médico— llenan las páginas a la vez que abren un pozo, un vacío.

En los títulos de sus dos novelas, Partida de nacimiento y Pasaje al acto, se juega buena parte de la interpretación: si bien “pasaje al acto” tiene algo más que ver con una definición del psicoanálisis, ambos títulos plantean una polisemia y pueden leerse, entonces, desde muchos sentidos y significados.

La poética de las historias mínimas

¿Qué explota la polisemia de los títulos?

—Lo primero que se me ocurre es el título. A partir de ahí organizo el texto. Uno siempre tiene un caos en la cabeza cuando se pone a escribir, y tiene que descartar y recortar. El título vertebra por dónde va a pasar la historia o el texto. Son historias mínimas, en realidad, no sé si puedo hablar de historia o de argumento.

Una historia mínima también es una historia.

—Sí, totalmente. Y son las que más me gustan, por otro lado. Soy hija de un creativo publicitario y en mi familia siempre hubo un juego con las palabras y con los sentidos a partir del eslogan. Si bien no me siento identificada con eso —que ver con vender o con convencer—, hay algo de la creatividad en el sentido más literario del término que me hace pensar en los títulos como una caja que puede contener otras cajas. Ya la palabra “partida” en Partida de nacimiento tiene un montón de significados. Pasaje al acto también: me gustaba la idea del “pasaje” como caminito, como fragmento de un texto, como cambio. “Acto” también contiene varias posibilidades: actuar en el sentido más actoral, actuar en el sentido de la acción. Si bien hay una referencia psicoanalítica, yo soy una lectora de psicoanálisis arbitraria y poco sistemática, pero me gusta leerlo y Lacan me parece híper poético. No puedo explicar profundamente el término de “pasaje al acto”, pero me encanta como suena. Me gusta mucho robar términos y usarlos como en una especie de reconversión poética.

Escribiste bastantes artículos sobre el suicidio y, por supuesto, el narrador de una novela no es el autor, pero evidentemente hay algo en el tema que te convoca.

—Cuánto hay de mí: la pregunta siempre me parece complicada y a la vez fácil. No es una novela autobiográfica en el sentido de que lo que le pasa a la narradora no es algo que me haya pasado a mí. Pero el tema del suicido siempre me pareció bastante fascinante, como una pulseada entre eros y tánatos. Para esta novela leí sobre todo a mujeres pero también hombres que terminaron suicidándose o que bordearon el suicidio. Lo que me llama la atención es cómo esas personas tienen, en realidad, una pasión por vivir. Un desborde del deseo, casi como un amor no correspondido con la vida. Personas que esperan demasiado de la vida, que se sienten traicionadas y eso las convierte en artistas. Me interesa el arte de vivir en peligro; la relación entre el artista, la escritura, la curiosidad por la vida, la desilusión, la infelicidad.

En El dios salvaje, Al Alvarez dice que Sylvia Plath en realidad no quiso suicidarse sino actuar un intento de suicidio. ¿Cuánto de actuación tiene un acto tan, por decirlo en términos de Alvarez, salvaje?

—Eso me resulta súper interesante, porque todos estamos actuando todo el tiempo. No hay una verdad, no tenemos una forma esencial o única de ser que tapamos cuando actuamos. En realidad, cobramos distintas formas, de acuerdo a los distintos modos en que actuamos. Incluso en esos actos extremos o pulsionales también estamos actuando. En la soledad todavía más. En ese ser dividido que somos, por ahí estamos representando un papel para el otro que somos. Puede parecer un poco esquizofrénico lo que digo, pero creo que permanentemente estamos actuando. Se piensa en el deprimido como alguien sin ánimos ni fuerza, pero en el pasaje a esos actos uno está tomando una decisión fuertísima de vida, incluso para matarse. La potencia que tiene que tener una persona para tomar una decisión así.

Ser escritora, escribir

En 2020, Cosin incursionó también en el mundo del cine y dirigió uno de los cuatro cortos que conforman la película Edición limitada junto a Edgardo CozarinskyRomina Paula y Santiago Loza. Cada uno de ellos abordó la tensión entre la escritura y la lectura, y el proceso creativo. La película se exhibió en el festival de cine de Mar del Plata y en el de San Sebastián. También puede verse desde la plataforma Cine.ar.

La protagonista de Partida de nacimiento se parece mucho a vos y la de Pasaje al acto comparte tus obsesiones. ¿Cómo es la protagonista de “Edición limitada”?

—Con las limitaciones del cine, se me ocurrió partir del momento en que sentí que podía decir que era una escritora. Es un tema que siempre me preocupó; es el día de hoy que yo no creo ser escritora. Si me preguntás “Qué sos”, diría que escribo, pero no que soy escritora. Entre los libros que publiqué hay ocho años en el medio. Pero puedo pensar como un momento bisagra de mi vida cuando se publicó Partida de nacimiento. No es que en la película se muestre lo que digo, pero en mi cabeza, la chica del corto toma apuntes para escribir algo que podría ser esa novela.

Siempre traigo a cuento una frase de Fabián Casas, que dice “soy un escritor cuando escribo”. Se podría pensar que se es escritor en acto.

—Sí. Lo interesante de escribir es que uno después se puede leer. Hay cosas que no sabías y que te enterás una vez que las escribiste. Y hay un tema con respecto, no sé si llamarlo vocación, pero con lo que te apasiona. Mi hija tiene 18 y terminó el secundario, y es la edad en donde todo el mundo le empieza a preguntar qué querés hacer, qué querés ser, a qué te vas a dedicar. ¡Es una pregunta re jodida! Que haya un momento de la vida en donde uno tiene que decidir qué quiere hacer... Alguna gente lo tiene clarísimo desde muy chico, pero otros no. Eso me parece muy interesante y muy conflictivo. Yo fui haciendo las cosas como surgieron, fue todo recontra azaroso, como un camino en zigzag. Pero esos caminos me gustan, me interesan.

La protagonista de Pasaje al acto es una chica muy seductora. ¿Se puede seducir con la escritura?

—Me encanta lo que dice Barthes sobre la escritura y cómo lo relaciona con el amor. El dice algo así como: “El libro que leo me tiene que seducir”. Y habla de leer como un acto amoroso. Uno puede levantar la vista del libro y seguir enamorado de esa escritura. Uno se enamora de lo que lee muchas veces: está la sensación de que ese libro está escrito para mí. Como si fuera el amante: sólo él me entiende, sólo yo lo entiendo. En la escritura también hay toda una relación con el deseo porque siempre hay algo pero también falta algo y leer, de alguna forma, es completar eso que está escrito. Me interesan son los textos agujereados.

La protagonista de Pasaje al acto está fascinada con Madame Bovary (creo que era Piglia el que decía que Madame Bovary justamente no leería Madame Bovary). ¿Por qué la insistencia con esa novela?

—Yo tengo una fascinación con Madame Bovary. La empecé varias veces de chica, porque estaba en la biblioteca de mi vieja, y cuando finalmente la pude agarrar me dio vuelta. En parte, lo que me fascinó es el juego de espejos en donde Emma, para poder vivir su vida tiene que actuar que es otra, tiene que imaginarse que es otra, tiene que imaginarse que es la protagonista de esos libros rosas. Porque ella no leería Madame Bovary, pero lee novelones como si fueran telenovelas de Andrea del Boca. En el blog de Eterna Cadencia escribí una notita sobre un artículo de Freud que se llama “El poeta y los sueños”. Emma no pasa nunca a la etapa adulta; se queda con la etapa del niño que juega y se queda en su mente. Eso me interesa porque es algo que me costó muchísimo dejar de hacer. Yo era muy fantasiosa; no digo imaginativa, sino fantasiosa. A veces me pasaba del colectivo porque me armaba películas en la cabeza fantaseando vidas. Hay un mundo de ficción que difícil de abandonar para ser justamente un adulto que, en todo caso, haga algo con eso: escribir, por ejemplo.

Emma Bovary no leería Madame Bovary. Pero ¿la protagonista de Pasaje al acto leería Pasaje al acto?

—Sí. Tal vez sí. No lo sé. Su mundo empieza y termina donde empieza y termina la novela. No sé nada más de ella.