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(De "El pescador")
Mi padre me relataba, una y otra vez, la muerte de Hemingway. Lo hacía con todo detalle: las horas previas, la escopeta mal o bien cargada, el trago medio vacío o medio lleno, la mirada perdida o a punto de cerrarse. Me lo contaba como si en algún punto lo disfrutara, o tuviese la capacidad de revivirlo. Y juntos imaginábamos esa mañana, o esa noche, ese instante: el momento en que el disparo destroza y mancha y pervierte el rostro para siempre.
La primera vez que me habló de la muerte de Hemingway se interponía, entre nosotros, otra muerte: el abuelo se había ido, demasiado pronto para mí, sospecho que demasiado tarde para él. Éramos pocos, tal vez doce o quince personas, y hubo durante todo el entierro un silencio tan asfixiante que no puedo recordar que nadie haya dicho una sola frase. En cualquier caso, nosotros tampoco dijimos nada. Más tarde papá convenció a un par de amigos del abuelo para que nos acompañaran a tomar unas copas en su honor. Durante un rato nadie tuvo ganas de hablar. O simplemente no hablamos. Y entonces, para que el momento tuviese algún sentido, para que pudiera ser recordado por algo más que un viejo que empezaba a pudrirse y a ser olvidado, contó para su exigua platea cómo, de qué manera tan triste, se había muerto el mayor escritor del siglo XX.
Aunque después no estuve del todo de acuerdo con él (con su exabrupto), y pese a que entonces tenía la sospecha de que lo que más le gustaba a papá de Hemingway era su modo de vida, su modo de pensar, en última instancia sólo el mito, lo cierto es que comencé a leerlo a escondidas. No quería que él pensara que era uno de los suyos, y sin embargo ese episodio aislado, su muerte, me había vulnerado por completo. Claro que, tímidamente, la muerte de mi abuelo se le parecía bastante –un arma es siempre un arma–, pero eso no alcanzaba: había comenzado a deslumbrarme con las historias, con el modo en que se replegaban hacia adentro, y sí, al mismo tiempo, con el mundo que cristalizaban.
Siguió contándome infinidad de veces su muerte. Cada vez la revestía de más detalles, y por lo tanto yo advertía gradualmente lo familiarizado que estaba con la mentira. Simulaba no escucharlo pero lo escuchaba; de vez en cuando, incluso, esa imagen, o más bien esa secuencia, no me dejaba dormir. Así que cuando un día apareció con esa foto, yo creí que la había imaginado, que simplemente era parte de mis pesadillas. La foto lo mostraba rebosante de salud: la barba canosa y tupida, el pájaro muerto sobre la mesa, el trago medio vacío o a medio llenar, la sonrisa tenue que podía significar infinidad de cosas. Pero yo sabía lo que significaba.
La foto quedó sobre la mesa de la cocina un par de días. Cuando me cansé de observarla, o cuando sentí que debía hacer algo con ella, se me ocurrió mirar el reverso. Alguien había escrito el lugar y el año: Ketchum, Idaho, 1961. Entonces volví a darla vuelta, y otra vez, y otra. Entonces me pregunté cuánto faltaba, en qué rincón de ese pálido escenario estaba escondida la tragedia. Era exactamente igual a como lo imaginaba, como lo imaginaba en aquel momento. Exactamente igual a lo que no deseaba que fuera.
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Reseñas
La Nación
(Elvio Gandolfo)
El diletante
(Tomás Villegas)
Leedor
(Adriana Santa Cruz)
Entrevistas
Télam
(Emilia Racciatti) |
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[La Nación]
Cuentos sólidos y variados
Por Elvio Gandolfo
Los diez relatos de Kamikaze, nuevo libro de José María Brindisi (Buenos Aires, 1969), tienen formatos y extensiones diversas, pero recuperan un universo que resulta central en el autor de libros como Berlín y Placebo.
En el primero de los cuentos, hay un personaje fuerte y bien real: Ernest Hemingway. Le gustaba al padre del narrador (que también pescaba, al igual que el estadounidense). Como resulta inevitable, el último momento de vida del escritor (el suicidio) tiene un peso importante en la historia.
Hay también relatos extensos: "Últimos trenes", por ejemplo, o "Las sombras", que se vuelven grupales y, en parte, generacionales. Son tramas que van dibujando un modo de madurar o de quedarse atrás, con momentos de indecisión, de traición leve o no tan leve, y que proponen cierta distancia entre la potencialidad de los elementos a favor (buena posición económica, facilidad de desplazarse a sitios como Europa) y un refinado fracaso, tanto en el campo afectivo como en el profesional. También aparece la costumbre de ocultarlo todo con una actitud entre cool e indiferente. Pero el grupo, la barra, las parejas, el narrador muy especialmente, perciben la verdad del desgaste.
Los cuentos de Kamikaze tienen un nivel sólido, parejo, bien construido, aunque se destacan por el tono dos relatos. Uno de ellos es el último, que alude al título del libro sin repetirlo. En él aparecen los prometidos kamikazes, referidos en un libro de cartas enviadas por soldados (que incluye algunos de Malvinas). El relato se titula, sin embargo, "El amor en fuga" -un título más adecuado- porque el eje es la posible llamada de una mujer, aguardada a lo largo de los años con expectativa, pero con horror al momento de narrar.
El otro relato, "Antes del carnaval", queda fijado en la memoria por sus variaciones: reaparece la posibilidad del suicidio, pero sin atajos literarios, con toques de novela policial negra. En él se describe el trayecto laberíntico de alguien que va y viene en las vísperas de carnaval, con un arma que lo espera en su cuarto, creciendo sin moverse. El remate, generado por una presencia infantil que irrumpe y desarticula el mecanismo autodestructivo que parecía haberse armado, funciona con una sorpresiva eficacia que Brindisi maneja con destreza e inteligencia.
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[El diletante]
La felicidad evaporada
Por Tomás Villegas
Hay pensamientos de los que no se vuelve ileso, razona el personaje de uno de los relatos de Kamikaze, el último título de cuentos del director de la revista El ansia, José María Brindisi (Buenos Aires, 1969). Las implicancias de aquella proposición, que tiene el punch y la violencia que atraviesa la psique de varios de estos protagonistas, recorren rumiantes las neuróticas travesías de los relatos.
En un vano intento por evitarle a sus personajes situaciones emocionalmente complejas, Brindisi los condena a desplazarse por países, ciudades, casas ajenas y familiares, calles, bares y plazas, olvidadizos de sus propósitos e intenciones. En esos viajes o caminatas, claro, el malestar psicológico se hace de ellos y hace con ellos, por momentos, su objeto de goce.
La angustia por la muerte de un amigo incordia al narrador de "Últimos trenes", y lo lleva a zozobrar por la ciudad, recalando en bares o cines que, de un modo u otro, le enrostran la desdicha y la culpa que lo carcomen por dentro. El de "Las sombras", para retardar o procastinar el ingreso al velorio del padre de un amigo de la infancia, zigzaguea por veredas y rememoraciones. A medida que recorre y avanza sobre el pavimento, retrocede en el pasado y se sumerge en los recuerdos de una memoria lastimada. Atrapado en una imagen de su adolescencia, el narrador admite que su pasado "siempre había sido enorme, siempre mucho más poderoso que el futuro".
En "El amor en fuga" el protagonista evita permanecer en su casa para no atender la llamada de su novia: intuye que el corte de la relación se avecina y no se siente con el ímpetu necesario para afrontarlo. El tiempo presente condensa las problemáticas (de este y de casi todos los personajes) del recorrido de una vida relativamente corta (que no supera, por lo general, los 30 años). El conflicto se suscita porque desde ese presente ?un tiempo de falta, pérdida, desangelamiento? se piensa al pasado como un terreno idealizado, siempre por-venir. En "El Dios en mí" Mauro anhela desentrañar su presente porque allí cree distinguir las "huellas" de un tiempo (imaginario) en el que fue feliz. Todo sabía de otra manera en aquella época: la amistad, irremplazable; el amor, infinito; los libros, únicos. Así, la inocencia y el entusiasmo de las primeras lecturas ?mejor aún, de las lecturas paternas, y del rito infantil de la escucha? se invisten de sentido sagrado, henchidas como están de un futuro radiante.
Todo sabía diferente en aquella época. El sexo, amoroso; el otro, descifrable; la muerte, ajena. Sobre todo la muerte, que revolotea prácticamente en todos los cuentos. En el intensísimo "Antes del carnaval", Mozzi, quizá sin saberlo, busca excusas para retardar su suicidio; deja la habitación del hotelucho de Gualeguaichú en la que se hospeda para ir en auxilio de un hombre con quien se ha identificado a la distancia ?ha quedado rezagado de la murga de la que formaba parte, y el hombre no atina a nada?. En otras palabras, se lanza a la calle ?que parece ser el recurso primero de los seres de esta poética? para interactuar con algo más que con su propia cabeza. Tal la efervescencia psíquica en Brindisi que "El otro lado de mi patio" ?el viaje en tren de un joven, quien retrasa la escritura de una postal a su novia?, con su narrador en segunda persona, suena a un diálogo interno, a una conversación del personaje consigo mismo.
Desesperados por dar con un símbolo trascendente que irradie seguridad y sentido, los protagonistas de Kamikaze chocan con la erosión que el paso del tiempo produce tanto en los objetos como en la psique. Atolondrados por esta corrosión, por la decepción que filtra toda observación y experiencia presente, deambulan anestesiados ya sea en Buenos Aires o en China, como "fantasmas" o "sombras". El narrador del último relato, en referencia a un libro de cartas escritas por kamikazes y soldados antes de entrar en combate, percibe que esa escritura se da "desde la intuición del fin". Y algo de eso hay en Brindisi, en la nostalgia por recuperar una felicidad evaporada y que condena a sus seres a un desplazamiento sin fin, a un aletargamiento rumiante.
John Donne, de acuerdo con Sábato, sostenía que "nadie duerme en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo, (...) sin embargo todos dormimos desde la matriz hasta la sepultura, o no estamos enteramente despiertos. Una de las misiones de la gran literatura: despertar al hombre que viaja hacia el patíbulo". Los personajes de Brindisi, casi como marionetas o puros efectos de sus propias emociones, recuerdos, culpas y deseos, divagan de aquí para allá sin atreverse a cargar enteramente con las responsabilidades de sus acciones y del peso de su vida. Necesitan de ese despertar ?así lo afirma el narrador de "Últimos trenes" retomando a Fellini? para abandonar de una buena vez su ilusorio camino adolescente, en busca del tiempo perdido.
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[Leedor]
El viaje
Por Adriana Santa Cruz
En Kamikaze, José María Brindisi narra historias en las que la interioridad de los personajes se impone a una realidad subjetivamente descripta desde la mirada de seres atravesados por la tristeza.
Ya desde los epígrafes, hay una tensión entre lo que pasa en la mente de los personajes y lo que transcurre fuera de ellos. El viaje, en este sentido, es una metáfora de la búsqueda en la que están inmersos: viajes largos y hacia lugares lejanos de Europa o de Asia; o viajes mínimos, cotidianos, como puede ser un recorrido por las calles de Buenos Aires, todos espacios “infinitamente tristes”. Los personajes deambulan constantemente, y ese recorrer se transforma en una excusa para que su pensamiento se vaya construyendo, para que vayan tomando conciencia de lo que les pasa. De ahí que la realidad se diluya y adquiera contornos fantásticos: “Después es como si las fuerzas pacatas y amorfas del universo iniciaran un viaje suicida, como si todo se mezclara y tomara otra forma”, piensa uno de los protagonistas. Hasta la belleza puede ser algo fantasmagórico, como la nena que aparece en “Los entrópicos”, cuya “belleza inverosímil” causa perturbación.
Hay entonces un predominio del pensamiento sobre la acción, lo que se traduce en una evasión de los personajes, en una procrastinación. En “El otro lado de mi casa”, un narrador en segunda persona increpa al personaje y a su inacción: “Escribís la primera postal en el preciso momento en el que el tren arranca. Comenzás a escribirla, en realidad”, y esa escritura es una metáfora de la indecisión, que es la misma de Martín Monzi, que aplaza su suicidio en “Antes del carnaval”. Estos cuentos están poblados de seres que imaginan lo que harán, lo planean, pero dan vueltas: por eso caminan, viajan, se trasladan para no enfrentarse con aquello que saben que tienen que hacer.
La muerte, la culpa, la amistad, la traición, el deseo son los temas en torno a los que se construyen las historias que se entrelazan a partir de la repetición de los personajes, de una superposición del pasado y del presente, y de la narración de los mismos hechos desde diferentes puntos de vista. Hay un narrador protagonista que se repite en varios relatos y cuenta más de una vez la relación con sus amigos, la muerte de su madre, el viaje con su hermana, como si en esa repetición también hubiera un deseo de encontrar la verdad o de enfrentar la culpa.
Más allá de lo que cuenta, José María Brindisi es un gran narrador que maneja a la perfección la relación entre el mostrar y el decir haciendo uso de la elipsis y mezclando lo que podría ser una narración exterior a la manera de Ernest Hemingway o de Raymond Carver, con otra más interior propia de William Faulk?n?er. Esto resulta en una excelente combinación que da como resultado descripciones como esta: “Afuera el viento silba con suavidad, pero también con método; después de unas horas es imposible no pensar en él todo el tiempo, no escuchar su murmullo y esperar que regrese una y otra vez, y otra. Es como una caricia, pero una que traspasa la piel y se ciñe al corazón con celo, cubriéndolo por completo”.
Como lectores, arrojados en medio de la vida de los personajes, también realizamos un viaje, el que propone toda lectura y que, en el caso de Kamikaze, nos envuelve en una atmósfera que permanece aún después de terminar el libro, como pasa con la buena literatura.
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[Télam]
"Es muy de nicho o mezquino decir que no se puede enseñar a escribir"
Por Emilia Racciatti
El nuevo libro de José María Brindisi, construye relatos en los que los personajes atraviesan duelos, piensan en el suicidio y reflexionan sobre las decisiones tomadas en la adultez, no con una nostalgia que los paraliza sino con una melancolía que les permite resignificarse.
Brindisi (Buenos Aires, 1969), también autor del libro de cuentos "Permanece oro" y de las novelas "Berlín", "Frenesí", "Placebo" y "La sombra de Rosas", explicó en diálogo con Télam cómo fue el proceso de trabajo del libro, editado por Entropía, en el que los protagonistas trazan, con sus universos, una mirada generacional.
Editor y director de la revista "El ansia", docente y periodista, el autor también dio cuenta de cómo dialogan esos oficios con su proceso creativo a la hora de escribir ficción.
- Télam: ¿Cómo se fueron construyendo los textos que componen "Kamikaze"?
- José María Brindisi: Son cuentos que escribí a lo largo de quince años. Creo en el concepto de libro. Nunca escucho un disco haciendo random la primera vez. Lo mismo me pasa con los libros de cuentos. El tercer cuento y el segundo vinieron uno después de otro por algo, se buscó un efecto y me gusta leerlo de esa manera. El todo es mucho más que la suma de las partes. Cuando la literatura pasa a ser tu vida empezás a pensar en el concepto de libro. Fue revisar textos anteriores, algunos que me gustaron, otros que no.
- T: También está la muerte desde distintas perspectivas: los hermanos que atraviesan un duelo, el que piensa en el suicidio, la muerte de un amigo.
- J.M.B.: Evidentemente hay cosas que se repiten. Si me apurás los temas son el amor, el poder y la muerte. No me parece casual. ¿Cuántos temas hay que puedan competir con esos? Un amigo decía que la escritura es un modo interesante de ganarle a la muerte porque te evita pensar en eso, al menos en términos pasivos.
- T: En ese marco, la lectura aparece como legado, como modo de salir de la melancolía.
- J.M.B.: A mí la lectura me cambió la vida y ¿por qué no voy a permitir que se la cambie a mis personajes? Un amigo decía que la literatura construye posibilidades futuras y me gusta pensar la lectura desde ahí. La lectura es la posibilidad de dialogar entre líneas con otras posibilidades. A su vez, distingo la melancolía de la nostalgia, que me parece un sentimiento pasivo. En cambio, la melancolía es un sentimiento muy diferente, es un estado de ánimo, ambiguo por excelencia, es una suerte de epifanía sostenida, evoca un sentimiento, pero no de modo masoquista.
- T: Decías en una entrevista que eras un fundamentalista de la primera versión.
- J.M.B.: La novela que voy a recomenzar en el verano la empecé a escribir quince veces, escribo lento. Es difícil medir el tiempo de la escritura porque hay varios tiempos: uno, en el que creo muchísimo, es en el que una historia decanta. A veces uno pelea con cosas que le interesaron quince minutos. Estos cuentos llevaron mucho tiempo. Es muy difícil que escriba un tercer párrafo si no me gustaron el primero y el segundo. Hablo de la primera versión en una escritura, como la mía, que es muy lenta. Digo que defiendo mucho la primera escritura porque lo poético se está jugando de entrada, no viene después a revestir mejor. La escritura es la cosa, el cómo me apropio de eso y hago algo nuevo.
- T: ¿Cómo dialogan tus otros oficios: el de docente y el de periodista con la escritura de ficción?
- J.M.B.: No soy nada enemigo del oficio y las herramientas que aporta el periodismo. Hay muchos escritores que se pelean con eso. El periodismo me ayudó a ser más preciso, a ser más consciente de ciertos aspectos estructurales. Cada vez soy menos periodista y más editor, además hago crítica literaria. La docencia me dio un montón de cosas: hablar en voz alta de los cuentos me aportó herramientas. Lo único que me aburre o me violenta es el desgano. Es muy de nicho y muy mezquino decir que no se puede enseñar a escribir. No hay un manual, cada uno será quien es pero hay una gimnasia, hay cuestiones técnicas.
- T: ¿Qué lecturas acompañaron el proceso de escritura del libro?
- J.M.B.: Miguel Briante dijo que las influencias tienen que ver con el momento de escritura en el que uno está parado. Hay varios textos a los que vuelvo seguido, por ejemplo, Hemingway, nadie describe como él, es el mejor ejemplo de lo que dijeron tantos: "cuando hablo de la cosa hablo más de mí que de la cosa". Hay escritores a los que vuelvo siempre y trato de leer en paralelo con otras cosas: Graham Greene, Rubem Fonseca y hay otros que aparecieron por épocas como Fitzgerald.
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