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Invierno de impacto
Bob Chow
163 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2019
ISBN: 978-987-1768-54-7

 
 
     
   
     
 

Recién separado, con dos hijos que prefieren evitarlo, un hermano con problemas psiquiátricos y varios libros de ciencia ficción que han vendido unos cuantos ejemplares pero no logran seducir a los productores cinematográficos, a Alexander “Lee” Tremols todavía le falta atravesar lo peor: la imprevista muerte de su madre, la eximia pianista y compositora Virginie Katu.

Será precisamente a partir de esta pérdida que la vida del esquivo protagonista comenzará a desplegarse en un juego de cajas chinas, de tramas dentro de tramas: una epifanía hallada en un manuscrito de Borges, un congreso de literatura en Lisboa, una ambigua temporada en una casa tunecina junto a las ruinas de la antigua Cartago. Y de fondo, como motivo recurrente, uno de los interrogantes fundamentales de la ficción científica actual: ¿qué pruebas tiene la humanidad de que no vive en un universo simulado? O, como dice “Lee” Tremols, en un mundo concebido por “un dios infantil, avergonzado de una ejecución deficiente”.

El resultado de esta premisa es Invierno de impacto, una urdimbre caleidoscópica en la que Bob Chow vuelve a desplegar su prosa corrosiva para crear un mundo inestable y fascinante.




Contratapa

 

 

 

 

 

 

 

 

     
   

En las buenas épocas se podía encontrar Porsches y Jaguars estacionados frente a la casa de Virginie Katu. Este verano, la luz estroboscópica de dos patrulleros rebotaba sobre una ambulancia Mercedes Benz del siglo pasado. Dos policías en la calle dejaron de mirar sus celulares para estrecharle la mano y darle el pésame a Lee. Un médico, testigos y más policías con caras de esperar al dentista envolvían la puerta principal de la casa como una ristra de ajos. A Lee se le antojó que un túnel lleno de policías podía ser una excelente representación de la muerte. Un olor muy particular emanaba de la casa de su madre. Habían logrado destrabar la cerradura con una radiografía, pero Charles, el hermano psicótico de Lee, había vuelto a cerrar la puerta y se negaba a abrir. 

–Charles –dijo Lee, apoyando la cabeza contra el alma de la puerta.

Charles abrió ni bien escuchó la voz de su hermano. Vestía sólo un pantalón de jogging gris ceniza y tenía puesta una sola chancleta. Sus ojos, muy abiertos, redondos como los de un oso de felpa, casi no parpadeaban. El calor dentro de la casa era selvático. Lee abrazó a su hermano. 

–¿Qué pasó? 

En el tiempo en que Charles balbuceaba una respuesta desopilante, el médico forense caminó sin rodeos hacia la fuente del olor, actor repulsivo de la mañana. Los testigos se quedaron en el vestíbulo como candelabros, queriendo estar en otra parte, tapándose las narices –no por el polen–, mirando las paredes cubiertas de plantas, objetos de arte y libros, en ese orden. Lee siguió al médico. Un charco negro se había arrellanado frente a la puerta del baño. Lee vio los pies descalzos de su madre cubiertos de moscas. El cuerpo desnudo de Virginie se hallaba decúbito dorsal, como dicen los forenses, con las piernas abiertas como una marioneta. La compositora aún no había cumplido los cincuenta años, y tampoco aparentaba cuarenta, pero no había manera de embellecer esta parte de la historia, su cuerpo de maniquí había sido reemplazado por el de una foca. Pasivo ante los fenómenos ambientales, el cadáver estaba hinchado y había adquirido un rebrillo verde sobrenatural. 

El zumbido de moscas, una musicalización nada compleja, y las voces solapadas de los policías eran todo lo que había para escuchar en esa casa. La madre de Lee había sido una compositora genial pero no había nada, absolutamente nada genial en su muerte. 

–Tres o cuatro días –dijo el médico forense, con su cara sin rasgos, difícil de retratar. Desapareció de la escena como un insecto que sale de una baldosa.

Lee intentó entrar al baño, donde “no se veían signos de violencia”, aunque el cuerpo-esponja de su madre lo impedía desde esos silenciosos tres o cuatro días. El abismal olor de la muerte, que Lee pasaría a reconocer en todos los rincones de la ciudad, era apenas un dato folclórico. El cuerpo de su esbelta, delicada y vegetariana madre yacía, como un muñeco inflable, sobre la alfombra de sus propias heces y líquidos en descomposición. Si Virginie Katu había sido una santa, ese cadáver no se parecía en nada al perfumado e imperturbable, y con la eterna apariencia de haber muerto apenas unas horas atrás, que dejan los santones asiáticos para la posteridad. “Putrefacto” era el adjetivo al que, en estos casos, recurrían los especialistas. La chancleta desparejada de su hermano apareció detrás del inodoro, como si la hubiera arrastrado una fuerza mayor, por ejemplo un implacable tsunami. Lee, sin pisar la escena –se sintió tentado porque la policía se lo había prohibido expresamente–, estiró el cuello para ver el rostro de su madre famosa, encajado como la pieza de un rompecabezas entre la pileta del baño y la bañadera. Apenas alcanzó a ver bien sus labios y le siguieron pareciendo hermosos. Le hubiese costado toda una vida digerir que la última mueca de su madre hubiera sido de irritación, horror o tristeza.

Fragmento
     
   

Autor

 

Foto de solapa:
Gisela González
 
                     

Bob Chow (Buenos Aires, 1963) es escritor y músico. Ha publicado las novelas El momento de debilidad (2014), El Águila ha llegado (2016), La máquina de rezar (2016), Todos contra todos y cada uno contra sí mismo (2016), Chocar el mono (2017) y cuentos en Mañana será diferente (2018).


   

Reseñas

Perfil
(Omar Genovese)

Otra Parte
(María Eugenia Villalonga)

La contiunidad de los Borges
(Aquiles Zambrano)

Metacultura
(Martín Chiaravino)

Leedor
(Adriana Santa Cruz)

Entrevistas

Eterna Cadencia blog
(Luciano Lamberti)

Télam
(Emilia Racciatti)

Artezeta
(Walter Lezcano)

 

 

[Perfil]

Lo escrito en pérdida

Por Omar Genovese

Escribir un árbol, plantar un hijo, tener un libro. Escribir un hijo, plantar un libro, tener un árbol. Cuando el mandato agota toda posibilidad de expresión, y su enorme ancla nos deja inmóviles, ocurre el destino con su macabra coincidencia. Esta novela inscribe otro momento en la obra de Bob Chow, ya no débil ni arriesgado en experimentar qué es eso del estilo. Tal vez por eso le sugiere al lector: tomo su mano con seriedad y vamos a pensar en la escasa dimensión del futuro humano. Invierno de impacto, entonces, es una novela de ideas argentinas operando en escenarios donde el exotismo conmueve como la tercera persona de Alain Robbe-Grillet, pero de manera generosa, pactando con ciertos saberes, tendiendo laberintos tecnológicos e influencias fantásticas más borgeanas, también impuras. Lo imperfecto, entonces, es eso de escribir una novela dentro de otra novela que bien puede ser un ensayo filosófico sobre la imposibilidad de escribir.

Aquí es donde afloran dos aspectos autobiográficos constitutivos del escritor Bob, y de su alter calígrafo: Lee (que podemos pronunciarlo como el apellido del general confederado, aunque la trampa de la trama sugiere que además de escribir, el sujeto acomete el acto de lectura), también escritor pero de ciencia ficción, que se separa de su esposa (no es lo más grave) y a la vez de sus hijos, también pierde a su madre, occisa en la cama con su hermano esquizofrénico custodiándola durante varios días. Tales sucesos, cada uno cruento en la dimensión empírica del dolor, impulsan la expulsión de ese mundo que ya no volverá a ser el mismo (aquí el lector se pregunta si su propio mundo es el mismo comparado con qué, de ahí la lectura de Lee tomándolo de la mano), y ocurre el ya clásico viaje del escritor a una geografía extraña, distópica en su singularidad: Túnez, o Cartago, con su densidad histórica que se corona con el sacrificio bestial de niños.

¿Qué es lo terrible entonces? ¿Qué tipo de mal aqueja a lo humano o realmente lo constituye como el mal en sí? ¿Los dioses vulgares? ¿Alguna deidad intergaláctica? ¿Qué es el siglo XXI a un hombre con estilo entre palabras? ¿O todo se trata de una simulación de inteligencias mal entretenidas, acaso siniestras? De allí surgen contrastes, una larga lista de acontecimientos, a veces microscópicos, otros fuera de toda dimensión o escala. El refugio de Lee ante los interrogantes es la ciencia ficción donde imagina que la Tierra emana anillos similares a los de Saturno pero de una inestabilidad esquiva, como la gravedad entre galaxias distantes. O como el interrogante que despierta una escritora de éxito cuya felinidad resulta tan misteriosa como lúgubre. Justamente allí es donde la filosofía cunde en el amor, ya no por la mujer (desterremos a Lacan, al retruécano que nos aleja), sino por qué hacer con la pulsión ante la ausencia. ¿Se trata de escribir o de inscribir? Con el mandato alterado ya nada es lo mismo, ni para el que lee.

“La simulación –es decir, el universo conocido– también podía ser una obra de arte. Belleza y misterio no le faltaban; sentido, lo que no tenía, entonces no necesitaba.” Tal el bunker frente a la vulgaridad contemporánea, a lo que sigue una cita de Kafka: “Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado en nosotros”. El efecto de las palabras es un fenómeno de debilidad extrema, ni medicamento ni catalizador onírico. Más bien la novela ejerce cierta mutación de la exploración de territorios vírgenes: Conrad marítimo y selvático; Borges entre tigres y globos; Bob Chow en aeropuertos, aviones incendiados, perdiendo amores. Luego, esa soledad compartida entre el que lee y es leído, escribe y es escrito; entre ruinas, tan circulares como helicoidales, casi abismo hacia el espacio donde ni Kant ni sus categorías quedan, o la nada y su simpleza.

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[Otra parte semanal]

Un mundo al borde de la desintegración

Por María Eugenia Villalonga

Una lluvia de meteoritos de dimensiones estelares como la que acabó con los dinosaurios en nuestro planeta es lo que llaman invierno de impacto. Pero también la muerte inesperada de la más maravillosa de las mujeres —la eximia pianista internacional y madre del protagonista— puede vivirse de la misma forma. Porque para alguien “que está siendo escritor” de ciencia ficción, lo infinitamente pequeño y lo inmensamente grande se corresponden, y de lo que se trata es de construir mecanismos —virtuales, simulados, defectuosos o entrópicos— que, mientras se preguntan por el sentido de lo real, juegan a proyectar escenarios futuros.

Y en el pequeño universo de quien está siendo escritor, Alexander “Lee” Tremols, hay una madre estrella —en todos los sentidos posibles—, un hermano perdido en tiempo y espacio, dos hijos pequeños y distantes, un escritor fantasma ultra esnob, una mujer de una belleza imposible, una estatua reconvertida en tótem, un artista plástico profanador de tumbas y algunos personajes oscuros, guardianes del orden internacional, que enturbian una trama que se despega, apenas, de lo real, para construir una figura circular que encuentra en el número 666 su imagen más lograda. Una figura circular y laberíntica que recorrerá tanto la historia de las guerras púnicas como la fiesta de cumpleaños de Borges, que reflexionará, una y otra vez, sobre el estatuto de lo real mientras intenta olvidar a aquella mujer sublime en los brazos de otras, que buscará —en una dimensión entre policial y de espionaje, con el telón de fondo del terrorismo yihadista— descifrar el enigma de la desaparición de una mujer y, en una puesta en abismo (otra figura del fantástico), leerá en el manuscrito de una novela de ciencia ficción, Invierno de impacto, las claves de lo que mueve a esas “máquinas de reproducción y muerte”, en este mundo que habitamos.

Y en este espacio circular y anillado, los personajes parecieran estar fuera de foco, y mientras portan nombres ligeramente deslocalizados —algunos, extranjeros y otros, propios de autómatas o androides—, hablan una versión del español más parecida a un doblaje. Un estado de la lengua cada vez más extendido en la literatura argentina contemporánea, que nos hace añorar un poco a Roberto Arlt.

Pero la buena ciencia ficción no sólo se hace las mismas preguntas que la filosofía. También se interroga por los mecanismos del arte y la creación, llevando la analogía borgeana entre dios y el autor a la categoría de tópico. Klikor, el nombre que el narrador le da a una estatua fabricada con restos arqueológicos de un cementerio de niños y que reconstruye cuando se rompe, pegando sus pedazos, será tanto su musa inspiradora, representación del mundo como simulación de su creador o imagen de la propia novela como la suma de fragmentos. Algo así como el intento de ofrecer a la literatura un objeto nuevo con los restos de un mundo al borde de la desintegración.

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[La continuidad de los Borges]

El mago de la cara de vidrio

Por Aquiles Zambrano

En una localidad de Virginia, EEUU, las cámaras de seguridad de los apacibles domicilios liberales captan la presencia desconcertante de un individuo, o entidad, que se acerca en la madrugada a los porches de las casas, con un monitor por cabeza, y descarga frente a sus puertas un televisor, de esos antiguos y gruesos modelos de rayos catódicos, aparentemente obsoletos. TV-man, o El mago de la cara de vidrio, se ha vuelto viral en las redes sociales durante los últimos días y no existe una imagen más adecuada para describir Invierno de Impacto (Entropía, 2019), la última novela de Bob Chow.

Por varias razones. La primera, por el anonimato del individuo que firma la novela con tal seudónimo, lo que, como todo experto en marketing sabe, genera una serie de leyendas y habladurías entre sus lectores. En la solapa de este libro, sin embargo, aparece una fotografía de Bob, una fotografía a todo color donde se lo ve, de cuerpo entero, en un estrecho pasillo, con los zapatos sucios, al estilo grunge, una mirada de suficiencia canchera puesta en la cámara, ligeramente recostado de la pared y rodeado por una luz amarilla fluorescente. Según algunas fuentes, lo que sucede es que el verdadero nombre de Bob es impronunciablemente polaco. Según otras, el autor pide expresamente a sus editores que se resguarde su nombre. Así conserva el mago de la cara de vidrio el halo fluorescente de misterio.

La segunda razón que convoca la imagen del hombre de los televisores de Virginia puede encontrarse en la impronta visual, cinematográfica, de la novela. Invierno de impacto es una novela diáfana. Siguiendo las analogías mecánicas del poeta Mario Montalbetti, la experiencia de su lectura puede describirse como un plácido y entretenido viaje en avión, donde el exterior, los parajes, el vecindario tunecino azul y blanco en el que transcurre buena parte de las acciones, las ruinas de la ciudad de Cártago, la lujosa casa de un mercenario literario, el cadáver de la pianista, todo aparece descrito con un resplandor que se adhiere a la memoria con facilidad. Hay cierta ligereza turística, una voluntad expresa hacia el entretenimiento, en Invierno de impacto; pero es una clase de turismo más o menos riesgoso, en todo caso alejado de lugares comunes. Alexander Lee Tremols, un escritor de ciencia ficción, viaja de Buenos Aires a Lisboa, y luego a Túnez, país desaconsejado por las agencias de viajes tras las decenas de turistas muertos durante un ataque terrorista del Isis en una playa local.

Alexander Lee Tremols es, además, un escritor de ciencia ficción que pretende vender los derechos de alguno de sus libros a una productora de Hollywood. Sus ideas, la reflexión que aparece una y otra vez a lo largo de las páginas de la novela sobre el estatus ontológico de la realidad, la posibilidad de que ésta no sea más que una simulación, tópico clásico de la ciencia ficción, reviste a los hechos narrados de una coloración inquietante. Cierto principio cuántico de incertidumbre rige la anécdota familiar y la aventura erótica que se cuenta. No es posible saber al mismo tiempo la posición de una partícula y su dirección; a medida que más se conoce una variable, menos se sabe de la otra. La realidad familiar y emocional de Lee, dolorosamente prosaica (la muerte de una madre, la relación con los hijos, una amante ocasional que desaparece), adquiere la coloración del género Sci-Fi por un extraño efecto de contagio. Bob Chow parece exponer una historia familiar común y corriente a la radiación humorística y filosófica de sus ideas, a los rayos catódicos del entretenimiento. El resultado de tal operación es Invierno de Impacto, algo semejante a un individuo entrando a tu jardín en la madrugada, con casco de televisor, a dejarte un regalo inquietante.

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[Metacultura]

Simulaciones circulares

Por Martín Chiaravino

Sin duda alguna Bob Chow es en este momento uno de los escritores argentinos más ambiciosos y vertiginosos de la literatura vernácula. En Invierno de Impacto, su última novela, Chow narra el inusual luto de un escritor de ciencia ficción argentino, Alexander “Lee” Tremors, un personaje en algún punto autorreferencial que remite también al escritor emblema del movimiento beatnik, William Burroughs, ante la muerte de su extraordinaria madre, una pianista prodigio consagrada y venerada en el mundo entero. Una terrible sensación de fracaso, sumada a la angustia por el deceso de su progenitora y el desdén de sus caprichosos hijos ante sus patéticos intentos de congraciarse con ellos, lo conducirá a un viaje sin retorno hacia su propio vacío existencial. Invitado por una editorial portuguesa interesada en su obra, viaja a su vez a un congreso literario en Lisboa donde conoce a una hermosa escritora con la que comienza un breve y complicado enredo amoroso. Para lidiar con la aflicción por la muerte de su madre, un amigo lo invita a quedarse en la casa de un extraño artista plástico experimental y conceptual en Túnez que éste patrocina. Allí conocerá a una azafata que le hará olvidar a la enigmática escritora, desaparecida misteriosamente sin dejar rastro en el aeropuerto de Túnez cuando iba camino a visitarlo.

La literatura de Bob Chow se destaca por sus referencias a metáforas sobre experiencias ancestrales para emprender un camino desde las historias particulares, las miserias del individuo actual, hasta lo universal, el contacto con una fuerza que supera al hombre, desbordándolo. Los mitos y los ritos se mezclan con la historia y lo sagrado con el arte en profundas reflexiones pasajeras que remiten a la instantaneidad del nuevo capitalismo o de la modernidad líquida, siguiendo a Richard Sennett y Zygmund Bauman, respectivamente. La filosofía discute aquí con la realidad en la era de lo virtual y de la simulación en un mecanismo que figura los juegos por computadora y la realidad virtual.

En Invierno de Impacto Bob Chow se las arregla para sorprender al lector con salidas inesperadas, oscilando constantemente entre la literatura policial, el suspenso y la ciencia ficción. Un cadáver custodiado por un joven esquizofrénico, un homenaje a Borges, la repetición casual del número 666 que remite a un manuscrito de un cuento de Borges basado en un acontecimiento real en un encuentro con Maria Kodama, los misterios alrededor de la vida y la muerte de su madre, la épica cartaginense en las Guerras Púnicas por el control del Mar Mediterráneo, estatuas que se convierten en tótems, artistas plásticos profanadores de tumbas de niños, mujeres fatales que desaparecen tan misteriosamente como reaparecen y un mercenario del arte que tiene un acuario con un tiburón en su mansión son algunas de las subtramas y de los personajes de una novela que se cierra sobre sí misma para auscultar las ansias de perdurar, los miedos del hombre moderno, su relación con la tecnología y el abismo de un vacío existencial que carcome los corazones descorazonados.

Bob Chow escribe como un Roberto Arlt acelerado, pero se ciñe a la estructura laberíntica de tramas yuxtapuestas de Jorge Luis Borges, en un homenaje a la poética de ambos escritores argentinos. Invierno de Impacto lanza también especulaciones como máximas sobre la posibilidad de que el mundo sea la simulación de una simulación, a la vez que cavila sobre el misterio del Dios creador y las teorías de la ciencia ficción y relaciona todo con los adictivos juegos digitales que sumen a los seres humanos en un trance lúdico.

Invierno de Impacto de Bob Chow fue editado por la editorial Entropía para su colección de narrativa argentina y es su sexta novela. Las miserias del mundo literario se dan cita aquí con las evocativas ilustraciones de Roger Dean de los discos de la banda de rock progresivo Yes y con reflexiones varias sobre la posibilidad del mundo como farsa, la era de la posverdad y el egoísmo como forma última de relación en la actualidad. Muy rica en metáforas y reflexiones sobre la vida y sus ramificaciones, la novela se desarrolla alrededor del temor bíblico a los acontecimientos apocalípticos y el sueño de perdurar y evadir la muerte como motor de toda la actividad humana, intento de escape último e imposible de la inexorable condición de los hombres o mecanismo por excelencia de la ciencia ficción para adentrarse en el simulacro de la existencia para decodificarla desde la fantasía, único camino hacia la esquiva realidad.

 

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[Leedor]

Capa sobre capa

Por Adriana Santa Cruz

El universo “es una artesanía sin valor que, en una civilización ultravanzada, les invitan a hacer a los internos de un psiquiátrico en su hora de manualidades”, dice uno de los fragmentos de la novela. Lo inteligible borgeano se presenta así como uno de los ejes en torno al cual se organiza la trama de Invierno de impacto, una novela en la que nada termina de ser explicado del todo.

Lee Tremols es un escritor no muy exitoso, recién separado, con una hija y un hijo que no quieren estar mucho con él, un hermano que termina en un psiquiátrico y una madre que muere misteriosamente: Virginie Katu, una famosa y excelente pianista. Sin embargo, el texto rápidamente sumerge al lector en una especie de “jardín de senderos que se bifurcan” donde no faltan ni la intriga policial ni los escenarios exóticos ni las revelaciones de todo tipo. ¿Quién es en realidad Virginie Katu? ¿Qué misterio esconde cada uno de los otros personajes? ¿De qué manera el viaje a Túnez de Lee se transforma en mucho más que una experiencia personal?

No es casual que la novela mencione a Jorge Luis Borges o que el protagonista incluso sueñe con él, porque Bob Chow retoma varios de sus temas. Uno es el universo como algo inteligible, caótico, ya sea porque es el producto de un dios imperfecto, ya sea porque nosotros no podemos comprenderlo. De ahí la idea del laberinto como algo confuso en el que nos perdemos. El otro es el universo como algo ilusorio –“una simulación”, según aparece en Invierno de impacto–, y la tarea del escritor no es otra que multiplicar esas simulaciones. No solo Lee es escritor, también su amante Gwyneth Saint Germain y su extraño amigo Evans. Todos, además, proponen una escritura que cuestiona el mundo.

Más allá de los grandes temas mencionados, están las pequeñas tragedias personales que –también a la manera borgeana– representan el microcosmos que cifra el macrocosmos: las relaciones padre/madre/hijos; la imposibilidad de conocer realmente al otro (y a uno mismo) y, en consecuencia, de entablar una relación profunda con él/ella; la soledad como algo constitutivo del ser humano; y por supuesto, el destino, el azar, “el dios detrás del dios” que está detrás de todo.

En cuanto a los escenarios, la novela transcurre en Buenos Aires y en Túnez: dos espacios muy diferentes, pero que terminan siendo espejo uno del otro, aunque cada uno con su mitología, su historia y sus personajes. Es que el viaje opera como una especie de revelación, pero también como el comienzo de nuevos interrogantes que quedan flotando cuando llegamos al último renglón.

Invierno de impacto es una novela difícil de encasillar, pero que sorprende no solo por el argumento y los temas que aborda, sino por las sucesivas capas que se van desplegando a medida que profundizamos en la lectura, lo que muestra a un autor que mueve los hilos sabiendo lo que hace.

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[Eterna Cadencia blog]


"Borges es uno de mis ídolos, uno de los fantasmas que quiero que estén cerca"

Por Luciano Lamberti

Bob Chow ha dejado, hace tiempo, de ser un secreto en la literatura argentina (aunque la mayoría de las notas sobre él comienzan preguntándose quién es). Desde la obtención del premio de novela de la Bestia Equilátera con Todos contra todos y cada uno contra sí mismo ha venido publicando en diferentes editoriales (Nudista, Marciana, Entropía) con una velocidad alarmante una serie de novelas que evidencian la propuesta de un autor excéntrico, una rara avis.

Lo entrevisté una mañana helada en su departamento de divorciado, a partir de la publicación de Invierno de impacto, en Entropía. Lee, el protagonista de la novela, es un escritor caído en desgracia, hijo de una compositora y pianista, Virginie Katu, que es encontrada muerta en las primeras páginas, lo que impulsa un raid que lo llevará hasta Túnez.  

 
¿Cómo fue tu formación literaria?

No tengo una fuerte formación literaria. Me he puesto a abrir libros de literatura para escribir. En un momento dije: "Bueno, vamos a probar esto. ¿Qué hay que hacer para jugar en la B?" Pero son muy pocos los autores que me gustan. Un tipo que me gusta muchísimo es William Burroughs, lo cual es bastante inusual, no es un tipo popular en el hemisferio sur. Pero me gusta el mambo del tipo, ir a Tánger a drogarse y a curtirse pibes y a estar en lo que llama la “interzona”.

En cierto modo, sos más tradicional: Burroughs era más expulsivo. Me parece que hay algo que se repite en tus libros que son personajes a la deriva, con pequeños conflictos, viajes, y mujeres que movilizan la acción. En este caso Lee busca desesperadamente a Gwyneth, que desapareció en un aeropuerto.

Sí, estoy un poquito podrido de esa estructura. Hice una más que está concursando. En esta ya la mujer ya se va desidealizando y el tipo ya está en otra. Es una cosa más abstracta, la integración con el cosmos.

En la novela se narra un encuentro real entre Chow y María Kodama, a propósito de una muestra en homenaje al escritor, donde el protagonista descubre el número 666 en el manuscrito de “Las ruinas circulares”. Al interrogarla al respecto, la famosa viuda responde “Borges IS the devil”. Más allá de que aparezca Kodama, esta es una novela muy borgeana, ¿lo ves así?


Eso es todo literal. Al 666 lo puede ver cualquiera. Pero nunca nadie notó que había esos números ahí escritos. Yo era el indicado para encontrar ese número. Fue espectacular ese cuento con Kodama. La primera vez que hablaba con la mina, yo había fumado y después empecé a chupar lo que ofrecían ahí. Estaba bien ese catering. No sé qué me dijo, que era una de las casas de Borges, que había vivido ahí cuando era chico. Y Borges es uno de mis ídolos, uno de los fantasmas que quiero que estén cerca, que algo de eso me caiga, unas gotas.

Pero es borgeana además la novela por esta idea de que vivimos en un mundo ficticio, y hay muchos demiurgos que están haciendo su mundo. ¿Es lo que el protagonista quiere romper, el mundo de la simulación?


La teoría de la simulación no se le atribuye a Fabio Zerpa, que en paz descanse. Es una teoría científica, ya. Hay un 20 por ciento de probabilidades, en base a los indicios, de que estemos siendo creados por una alguna forma de inteligencia que no podemos siquiera concebir. Y mi pregunta en realidad es ¿dónde estamos? ¿Qué es esto? Somos como animalitos del zoológico, que estamos dando vueltas en la jaula, tratando de encontrar un hueco. Y a mí me parece urgente, antes de morir, tener una idea acerca de dónde estaba y porqué estaba esto. Las razones fundamentales de la existencia de un universo, si son muchos universos los que hay. Si este es uno más. Es llamativo que ya con los avances de telescopios ya se han sacado fotos de agujeros negros. No puede ser que la vida inteligente ocurra solo en este planeta. Hay algo inquietante en esa realidad. Estadísticamente es muy desconcertante, ¿no? En relación a eso la importancia de un encuentro con una civilización mucho más inteligente que nosotros nos ayudaría un montonazo. Sería un cambio copernicano terrible, nos ayudarían en muchas cosas. Y las preguntas ontológicas, las preguntas de la filosofía tendrían otra perspectiva. Tengo la sensación de que estamos como pececitos. Hacemos nuestras vidas, el lujo, los placeres, pero nada, estamos como perros mirando la televisión.

Bueno, es la caverna de Platón.

Sí, se puede ver como una actualización de esto que vos decís. El mundo es una simulación. Una de las críticas que se le pueden hacer es que somos el resultado de una civilización con mucho poder computacional. Nosotros empezamos a tener ese poder ahora, pero ese puede crecer desmedida y exponencialmente. Pero, claro, uno mira el mundo con los elementos que tiene a la mano. En la antigua India no había computadoras entonces imaginaban la ilusión desde otra parte. ¿Qué hacer con el tiempo que nos queda? Está el lugar donde vos ya no estás más. ¿Qué se hace con ese tiempo? Llega un momento en que te cansás de estar de fiesta.

¿Tenés alguna respuesta?

La respuesta es lo que uno da todos los días. Lo que uno hace es en definitiva lo que puede hacer. Yo trato de trabajar lo menos posible. Lo suficiente como para poder viajar, que es lo que me gusta. Viajar en particular a Holanda. En Holanda hay muy buena calidad de cannabis. Es cannabis de primer mundo. Ámsterdan en particular es uno de los lugares más civilizados de esta tierra, por sobre París y Londes. Londres por ejemplo en una época fue el centro. Todas las músicas nuevas salían de ahí. Desde el 68 más o menos, el rock, el rock sinfónico, la movida de Manchester. Era una usina de músicas. Y un montón de cosas surgieron en París. Hay un montón de inventos que son franceses. El feminismo, por ejemplo. Y hoy Ámsterdam está en la vanguardia. Voy, fumo y visito unos museos de arte contemporáneo. Ese es el arte que me gusta.

¿Viajaste a Túnez para escribir la novela?


Yo había imaginado la novela con Google Maps, por así decirlo. A mí hay algo que me atrae de esa diferencia cultural, hay una cosa como extraterrestre en los países árabes. Cuando empiezan los llamados al rezo, a las cinco de la mañana, y uno siente que está en otro tiempo. Hay algo que me atrae de esa alineación o como quieras llamarlo. Entonces la situación era este tipo esperando a una mujer. Porque en los países árabes no es tan fácil conocer a una mujer. Están cubiertas y tienen, además, otros códigos. Entonces está en el aeropuerto, que es otro de los lugares que a mí me fascinan, siempre tienen como una electricidad especial, y la mina él la ve bajar de la escalerita, y cuando la va a esperar a la puerta de arribos no pasa nada, la mina se perdió. Tenía solamente eso, no más. No avanzaba. No sabía qué hacer con eso. Y mi vieja aporta lo suyo: se muere. Me deja todo un cadáver que posiblemente es lo mejor de la novela [NdR.: el incidente con el que arranca la novela, en la que el protagonista encuentra el cadáver descompuesto de la madre, está basado en hecho reales]. Como dice William Burroughs: uno tiene que escribir de lo que sabe. Yo estuve ahí, con ese cadáver verde, con mi hermano re loco, con los bomberos que entraban, la policía. Todo un día así. Como si ahora estuviéramos hablando y acá hay un cadáver verde, inflado, desnudo, de mi vieja. Mi hermano estuvo cuatro días así. No tomó ninguna resolución. Ese cadáver me aportó toda la primera parte de la novela, que creo que es la que ha sido más apreciada. Y mi vieja me dejó involuntariamente un poquito de guita. Yo estaba limpiando el departamento, era la casa de una vieja con un loco, el departamento parecía un escenario de Jorge Polaco. Todas cosas espantosas. Demasiados objetitos. Tenía que resolver cosas concretas. Y encontré unos tres mil dólares en el bolsillo de una campera que iba a darle al ejército de salvación. Y para terminar la novela me dije: "Bueno, viajo a Túnez". No tenía ningún sentido. Pero nunca la pasé tan bien como con ese proyecto. Llegué a Túnez desde Holanda. Y en la agencia de viajes en Holanda la mina me dice: "¿Por qué querés ir a Túnez?" Era un momento pésimo para ir. Había habido dos atentados muy bravos. La del tipo que mata a los turistas blancos que están asoleándose en la playa. Y otro el museo de El Bardo, donde entraron tipos armados y empezaron a disparar mal. Todo eso en un contexto entre las guerras de Cartago y Roma. Yo llego unos meses después y era prácticamente el único turista. Y eso también estaba buenísimo. Entonces me compré la remera de Túnez, era el único pelotudo que se había comprado esa remera, no me integraba. Nadie usa la remera de Túnez allá. Y tuve muy linda impresión de lo que era la vieja ciudad de Cartago, con todos sus mambos. Yo dormía en frente de un cementerio infantil, creo que eran 9000 tumbas de niños sacrificados. Se hacía a nivel industrial. Ahora hay otras lógicas, pero en su momento era la forma de beneficiar a los sembrados. Era la lógica de esa época. Y a toda esa zona la vi muy atractiva, muy desolada. Con baches, logré terminar la novela. Concretamente hay momentos en que uno no sabe cómo avanzar. No es maquinal. Casi nunca he tenido en la cabeza adónde tenía ir. A veces escribo un título y después trato de embocar lo que escribo en ese título.

Es como un espíritu.

Bueno, ¿qué se recuerda de las novelas? ¿Qué queda? A veces son como ambientes, espíritus. A mí una novela que me encantó, ya de adulto, fue El corazón de las tinieblas, de Conrad. ¿Qué queda de esa novela? Queda como un espíritu. Una sensación. Una atmósfera. Entonces si uno tiene la suerte de alcanzar alguna atmósfera que después se recuerde… Puede fallar. Es sin recetas el asunto.

Uno tiene la impresión de que después del tercer o cuarto libro va a ser más fácil.

Yo creo que es más difícil. Ahora yo estoy tardando más en escribir.

Fuiste muy productivo en este tiempo.

Sí, pero no sé si es esa la palabra. Escribí cosas. Pero como dice Carlos Busqued, las novelas no fueron cosas que detuviesen imperios. Uno quisiera impactar en el curso de las cosas, tener una voz en el mundo.

¿Cómo escribís?

Obviamente con la computadora. Abro archivos y voy tirando. En líneas generales primero abro una carpeta con el título. Poner un título va produciendo las cosas. Después abro un documento con ideas, que agarro de cualquier lado. Por un lado no leo mucha ficción, pero no puedo negar que leo permanentemente. Leo en los semáforos. Es un vicio, no es ninguna virtud. Leo cosas que me pueden gustar. Ahora estoy con la filosofía. Leo algo para mí propósito, de ciencia o de cosas raras o de lo que sea. Y de ahí salen ideas y las voy poniendo en un word. Y me gusta esa frase de “los significantes copulan entre sí”. Lo dejás esa noche y al otro día hay un yoghurt. Burroughs tenía el sistema este del cut up, que iba cortando palabras y armando collages. Ahí se producía un sentido nuevo. Porque esa es la gracia. Sentir que uno está armando algo ligeramente novedoso con respecto a lo que uno ya venía pensando. Un descubrimiento para uno mismo.

Esto de acumular datos es muy contemporáneo. Nuestra experiencia frente a la internet.

Sí, somos editores. Djs. Y entre esos datos yo exploto mis propias cagadas o las cosas que me ocurren en la vida cotidiana. Alguna escena. Algo que me dice alguien. Entra. Son collages. Y es muy difícil decir algo, porque todos estamos expuestos a la misma masa de datos.

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[Télam]


"La literatura puede despegarse de la realidad todo lo que se le antoja"

Por Emilia Racciatti

El protagonista de "Invierno de impacto", la última novela de Bob Chow, emprende un viaje que lo deja en Túnez y en el que va a ejercer distintos roles: padre recién separado, hijo de una madre que acaba de morir, hermano de alguien que se perdió en el tiempo y espacio y amante de una mujer sublime, mientras proyecta cómo escribir y poder vivir de eso.

En diálogo con Télam, el también autor de las novelas "El momento de la debilidad" y "La máquina de rezar" habló sobre el proceso de trabajo de este libro publicado por Entropía y adelantó que está trabajando en una historia situada en el barrio de Chacarita en el que vive, imaginándolo dentro de 130 años.

"Es la primera vez que me esforcé por hacer lo contrario de lo que venía haciendo que era viajar para escribir, cambiar el ambiente y que el viaje ayude a sostener la trama porque si uno anda por Indonesia, Túnez o lugares raros siempre ocurren cosas que dan color", explica y asegura que será "una novela sumamente local", en un barrio "con edificios altos, superpoblados, un poco distópico con un tipo que trata de ser narcotraficante de una droga especial".

-Télam: En la novela un personaje dice que "una ficción siempre necesita una verdad de la que despegarse". ¿De qué verdad partiste para escribir esta historia?
-Bob Chow: Casi todo es verdad: como le sucede al protagonista mi madre murió, mi hermano está internado, fui a Túnez, lo que cuento sobre María Kodama sucedió. Cualquier afirmación necesita donde ser soportada. La filosofía, al igual que la ciencia, trata de mantener una correlación con la realidad, en cambio la literatura puede despegarse de la realidad todo lo que se le antoja.

-T: El protagonista se llama Lee, que puede ser leído en inglés o como el verbo leer.
-B.CH.: Viene de uno de los pocos escritores que venero que es William Burroughs, un autor que logró influir mucho en la literatura estadounidense desde un lugar muy antisocial. Lee es el pronombre de Burroughs. Por otro lado, cuando uno elige un personaje no está mal ponerle Lee, Bob o Tom, en vez de Rigoberto, porque el nombre del protagonista va a aparecer muchas veces, al menos en cierta forma de escritura en la que hay acción y sujeto. Si es tan largo va a ser incómodo desde el punto de vista de la escritura y de cómo el texto va a sonar musicalmente. Esas serían las dos ideas sobre Lee.

-T: Lee dice muchas veces que está siendo escritor y considera que alguien lo es cuando puede vivir de lo que publica.
-B.CH.: Esa es la definición de Luca Prodán de quien puede llamarse músico y la extendí a quién puede llamarse escritor. Alguien puede llamarse escritor cuando vive de la escritura. En la Argentina eso es muy difícil. No estamos inscriptos en el monotributo como "escritores", es más una pose. La idea del "estar siendo" la tomé de Patricia Blacut y me parece muy interesante. Por ejemplo, yo ahora me estoy dedicando a la filosofía y entonces, ¿ya soy filósofo? Hay una impostura en la actividad.

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[Artezeta]


"La literatura resultó para mí un gran entretenimiento"

Por Walter Lezcano

Esto es una performance textual. Decidimos utilizar el género entrevista para darle un marco. La situación que vivimos lo pide, lo exige. Hay que buscar nuevas maneras de encarar los viejos formatos. En tiempos de pandemia mundial y aislamiento obligatorio en Argentina, con Bob Chow decidimos dialogar sobre su obra de un modo distante pero representando una cercanía y proximidad. Lo hicimos por mail, de a una pregunta a la vez, con la posibilidad de recrear la espontaneidad del encuentro personal. Llevó varios días pero fue una gran experiencia. Reveladora. En ese sentido es una performance: resignificar la distancia y reinsertar el cuerpo en zonas de creatividad para descubrir que, al fin y al cabo, estamos metidos en un mismo tiempo, en un mismo espacio.

El corpus de novelas de Bob Chow, de quien no se sabe nada de su vida personal, lo que es muy saludable y único, a esta altura del almanaque representa un ente anómalo dentro de la literatura contemporánea argentina. Esta es la primera vez que dialoga sobre ella en profundidad.

AZ: Sacaste varios libros en poco tiempo. ¿Qué significa para vos la publicación dentro de tu proceso creativo? ¿Qué representa para vos la instancia de publicar novelas?

Bob Chow: Sería muy generoso decir que hay un «proceso creativo», pienso en un proceso más torpe, con consecuencias irremediables, a largo plazo. Está probado, no he sido lo suficientemente creativo ni rápido como para que mis libros se exporten a Uruguay. Las editoriales grandes me han eludido. Desde el corto punto de vista que me toca, en este momento publicar es más o menos como comprar un ticket para un juego de kermés, no hay expectativas sobredimensionadas, una pequeña sonrisa lateral tipo Mona Lisa tal vez.

AZ: ¿Cómo llegás a publicar tu primera novela y qué te interesaba del mundo de la literatura? ¿Qué tenías ganas de lograr con ese primer texto?

BC: Hace mucho tiempo que mi trabajo consiste en mirar una pantalla y teclear. En los tiempos muertos, cuando los clientes no me pedían cosas insufribles, empecé a escribir un blog, “Cero Comments”, haciendo un mix de lo que me gustaba de Internet, «mis lecturas». Incluso, el nombre Bob Chow está influenciado por la existencia de un tal Bob Dobbs, el líder espiritual entre boludo e incomprensible de la Iglesia del SubGenio. Así conocí a Carlos Busqued, que tenía su propio blog medio extraño y más denso; nos hicimos amigos. Carlos tenía un proyecto bastante delineado: «teníamos que hacer algo con la literatura» para que «nuestro talento nos permita codearnos con gente de niveles más altos, por ejemplo, Frank Zappa». Me entró curiosidad y terminé tecleando El momento de debilidad (Nudista, 2014), mi primera esperanza en la literatura, el pasito del lenguaje sintético del blog al papel. ¿Qué tenía ganas de lograr? Viajes, dinero, amor, sexo oportunista, saludar con el codo a Frank Zappa. Ahora hasta a mi hijo lo tengo que saludar con el codo.

AZ: ¿En qué consistían esas “lecturas” que mencionás? ¿Y cómo fue tu método de laburo de esa primera novela?

BC: Recuerdo que en esa época, la de «la caída de De la Rúa», cuando la Internet recién se acomodaba, ya tenía una ventaja competitiva. La red me había llamado la atención desde su grado cero. Mi hermano tuvo probablemente uno de los primeros módems telefónicos de la Argentina; hacía unos ruidos como del Apolo XI y transmitía meras listas de txt en diversos tonos de gris (mi hermano pionero terminó internado en un psiquiátrico, fin de la historia). Yo leía «agreggation sites», más listas de ciencia del borde y cosas estrambóticas, como Slashdot, Fark, Boing Boing, para luego hacer una propia mezcla en el blog, una síntesis no muy hegeliana, bajo los efectos del chupi. Nunca se me ocurrió llamar «laburo» a escribir, en primer lugar no me da ni para que coma la tortuga. Escribir se me arma más como un ejercicio de esnobismo recreativo, en el que no está claro si me lo tomo en serio o en joda. Circulo por esa frontera que es un poco el modo en que percibo «lo dado» («la realidad»). Laburo me suena más a pedalear llevando comida chatarra por las casas, atender una casilla de peaje. En el El momento de debilidad no hubo laburo, solo debilidad.

AZ: En ese sentido, ¿te interesaba contar una historia o te ibas dejando llevar por la musicalidad de la frase, digamos?

BC: Para mí, lo peor es el narrador, el que quiere llevarte a algún lado con su anécdota, el cuentito que se les lee a los niños para que se duerman. Si el camino está tan claro, me duermo también. Prefiero lo que los montañistas llaman «el camino alemán», el imposible. En una novela se puede operar desde más niveles: las palabras, las frases, los datos que se eligen, cómo se los combina; la trama que simule conectarlos, paso a paso, ferozmente. Pensemos en la torre Eiffel, en las jirafas en llamas de Dalí, en la Marcha turca de Mozart, ¿hay una historia? ¿Hay musicalidad? Yes is the answer!

AZ: ¿Cómo pasás de ahí a El águila ha llegado (Nudista, 2015) que viene un CD? ¿Cómo articulás el disco con la novela?

BC: El Águila ha llegado fue en verdad mi primera novela, el primer cuaderno de jardín infantes. Le soplaron a Martín Maigua de editorial Nudista que yo tenía algo «realmente bueno», El momento de debilidad, y el gran Maigua tuvo la audacia de hacer un contrato por las dos novelas de un saque, teniendo en cuenta que El Águila ha llegado era una novela con un CD. Dos industrias fundidas, la musical y la del libro, en un solo paquete suicida. Hace unos días, cuando se liberó El Águila, me hizo un poco de ruido cierta anticipación sobre la deshonestidad de China, el protagonismo internacional del bizarro pangolín y el médico de pestes que porta su protobarbijo con forma de pico de ave. Quisiéramos interpretar qué es el presente, qué es exactamente lo que estamos viviendo. Por otro lado, se podría decir que soy un «músico» semifracasado que escribe para poder exponer sus canzonettas. En La máquina de rezar utilicé el mismo truco, quiero decir, fracasé en la misma ley. Mi fracaso se restringe al arte, con las mujeres creo que he tenido mucha suerte, tal vez, demasiada.

AZ: Está bueno que menciones a La máquina de rezar. Porque se produjo ahí una apertura y empieza, visto desde afuera, otro que serían La máquina de rezar con Todos contra todos y cada uno contra sí mismo (La Bestia Equilátera, 2016). ¿Lo ves así? ¿Cómo lo percibís vos? ¿Te interesa la idea de proyecto de obra?

BC: No pienso nada como unidad, «proyecto de obra», no tenemos prueba alguna de que el universo sea «uno», ni siquiera tenemos «un mundo», una idea absoluta de lo que es el mundo, sino una multiplicidad de percepciones de lo que pudiera ser el mundo (incluyendo la de las abejas, la de las talofitas, etc.). La máquina de rezar, tiene, además de literatura del yo —mis permanentes viajes a Holanda mientras duermo en un colchón sin cama— cierta digestión, por no decir robo artero, de especulaciones de la filosofía continental, en particular de Žižek. La máquina de rezar fue un proyecto que partió de un tal Denis Fernández, santo de la melancolía, quien me dijo por Facebook, “che, quiero publicar algo tuyo, me constituyo como editorial no hippie”. Todos contra todos y cada uno contra sí mismo podría ser mi mayor logro convencional. Tuve la suerte de ganar un concurso internacional con Chitarroni en el jurado. También es verdad que escribí esa novela «para ganar» y tengo la impresión de que ese leit motiv no les gustó tanto a los que me dieron el premio.

AZ: ¿Cómo se escribe “para ganar”?

BC: Lo debería poder probar, porque mi pequeño «proyecto» al escribir para el concurso de La Bestia Equilátera fue «ganar» y gané. Se me ocurrió no meter nada de drogas ni extraterrestres, menos fragmentación y desconcierto, oraciones un poco más largas, una historia de amor entre un aventurero y una rubia intelectual en un entorno peligroso y selvático. Obviamente, tuve suerte (la suerte de que Chitarroni estuviese en el jurado). También me quedo con la impresión de que los otros ochocientos cincuenta participantes internacionales no eran exactamente Conrad. Obviamente, tuve la receta, solo aquella vez. Encontré lo que quería, pero lo volví a esconder.

AZ: ¿Qué lugar ocupa en todo esto Chocar el mono (Clase Turista, 2017) ¿Fue escrita después de ganar el premio? ¿Cómo se escribe después de triunfar?

BC: Después del premio creí tener ciertas puertas allanadas. No las tenía. Chocar el mono, un «policial antropológico», no hizo otra cosa que chocar en el mal sentido, contra un árbol, en un descampado. La leyeron en Random House y, cuando parecía que se publicaba, alguien (o algo) dijo no. Agrandado, después de triunfar, había creído que podía atacar con lo más extraño, que me podía tomar licencias aunque solo funcionaran en mi cabeza. Al final la publicó ed. Clase Turista, en una especie de colección secundaria, con el tamaño de letra más pequeño posible. No recuerdo haber leído una sola reseña. No hubo ni medio reportaje. No sé si alguien la leyó siquiera.

AZ: La respiración de tus textos parece estar más cercana al formato de la novela. ¿Cómo te resultó y cómo te sentiste al escribir los cuentos de Mañana será diferente (La otra gemela, 2018)? ¿Hay algo del género que te resulto interesante, atractivo, por afuera de tu radar?

BC: Acepté el pedido de la editorial, me sentí como siempre. Pero esa fue otra experiencia de repercusión cero, cero comments. Tengo aún más rechazo por los cuentos que por las novelas. Es una paradoja que el mejor escritor argentino haya sido un cuentista.

AZ: En Invierno de impacto (Entropía, 2019) parecés explorar la idea de familia como infierno. ¿Tenías ganas de contar algo de eso o surgió de modo imprevisto?

BC: ¿Eso di a entender en Invierno de impacto? Tan solo exploté literariamente unos meses de desgracias y problemas, he tenido buenas convivencias familiares y si de algo no me arrepiento es de tener hijos. Es verdad que cuando me separé no querían verme y nunca quedó muy claro por qué. Ahora estamos bien. Lo que no termino de entender es por qué nos replicamos como bacterias hasta consumir todos los recursos del planeta. No entiendo qué es este fenómeno anormal llamado vida que ocurre solo en esta biósfera.

AZ: Viendo los libros que publicaste, ¿te interesa abordar ciertas temáticas o son textos que surgieron de la improvisación del momento? Porque me parece intuir que hay algo con tres cuestiones: la verdad, si es que eso existe, el caos y el tiempo no cronológico sino la superposición de instancias temporales. Pero vos dirás.

BC: De estas tres que mencionas me quedo con las ganas de representar la existencia en su largo espectro, no conformarse con lo que parece «obvio» ni lo que espontáneamente capta una mente humana. El planeta ya experimentó seis extinciones masivas. Donde ahora estacionan los colectivos de la línea 42, antes descansaban gliptodontes y lo que ahora consideramos civilización hipertecnológica podría ser la Edad de Piedra para las supermáquinas del futuro. Esos, acaso ingenuos, ensayos panorámicos afectan la idea de qué es lo verdadero en el ser humano y en la existencia, que hasta donde tenemos noticias, es solo una curiosidad para Homo sapiens. Los sapos, los virus, los caballos, las piedras, no tienen una representación del mundo, no tienen idea de existir o de ser entes en un universo cuyos bordes se esfuman por donde uno lo mire; en lo ultrapequeño y en lo ultragrande. Como Homo sapiens que asumo ser quisiera que fuese preocupación mundial humana cruzar esos límites, ver qué hay detrás de esa gran montaña.

AZ: Hablando de extinción. ¿Cómo estás viviendo la cuarentena, el aislamiento, las noticias de la pandemia?

BC: Podría sonar pedante o misántropo: esta situación livianamente distópica me encanta, me siento como pez en el agua con el principio de incertidumbre de Heisenberg aplicado a si voy a poder ir a la verdulería mañana; la ley me prohíbe a ver a mi novia o ir al gimnasio. ¡Al fin vacaciones! Tengo un poco más de tiempo para leer y tocar la guitarra. No, no me divierte el desfile de sarcófagos pero los yetis bajan de las montañas, las focas se arrastran por la peatonal vacía, el aire es más puro, nadie está con muchas ganas de hacer el trencito de la alegría, la economía está groggy, toda esa nerviosa maquinaria de repetición de lo mismo reculó ante un amorfo rejunte de plásmidos. Tengo confianza de que no aprenderemos casi nada, tal como lo viene demostrando la historia. Pronto estaremos reemplazando bosques por alfombras de carbón, pronto recuperaremos los niveles de dióxido de carbono criminales de dos millones de años atrás solo para hacer bolitas de plástico, pronto, muy pronto, crearemos las condiciones para experimentar infiernos sostenibles, más intensos, más devastadores. Y siempre sin tener la menor idea de para qué.

AZ: ¿Tenés alguna misión como escritor? ¿Qué es para vos la literatura?

BC: Desde la época de RAMA, el grupo de contactistas místico-filoextraterrestre, de cuando tenía diecisiete y aún no había terminado el colegio, que no tengo misión. Cierta vez, cayó un tipo a las reuniones diciendo que «era un científico de Júpiter desactivado» y pretendía que, a través de nuestras «comunicaciones» con los guías extraterrestres, le recordemos su «misión». En el mejor de los casos, si tuviese una misión —salvo efectivamente un misionero, o un piloto de guerra, no sé quién pudiera tener una misión y qué sería— espero entonces que me activen para que la recuerde. El arte de la expresión verbal, la literatura, resultó para mí un gran, acaso noble, entretenimiento con un espectro amplio de experiencias placenteras, frustrantes, extrañas. Me permitió la amistad de muchos freaks, el acceso a mujeres que quizá no hubiera tenido manejando un taxi, viajes a congresos donde expuse dudosas ideas y tal vez también un aceptable modo de tramitar duelos, pérdidas y deseos imposibles.