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«Hay una escena recurrente que obsesiona a la narradora de esta novela, y en ella está su padre promocionando una de las tantas escuelas públicas en las que da clases a partir de carteles que él mismo escribe, con marcadores indelebles de punta chata, en el lado de atrás de carteles que antes promocionaron cualquier otra cosa y que él, furtivo, después de haber armado un buen ungüento con pases de alquimista, sale a pegar de noche por las calles con ella y su hermano en el asiento trasero. La emoción de estar siendo cómplice de esta vida paralela de su padre es crucial para esta biógrafa sagaz que gusta de los guiños clásicos en más de un sentido y que, llevada por ese paralelismo a lo Plutarco, digamos, logra narrar como Suetonio la vida de este Horacio en el que habitan esa fe en los poderes emancipatorios de la educación, en las derivas aglutinantes de la militancia, en las insurgencias del tango, a la vez que va narrando –“escribiendo siempre en el reverso de otra cosa”– su propia novela de formación, sus versos que devienen prosa sobre la misma mesa de madera en la que su padre estudiaba Historia con fervor, su curiosidad léxica inspirada por un idiolecto que él fue desgranando a lo largo de los años, un ritmo sin urgencias, una indagación en el misterio de la palabra poética que es también este misterio horaciano y, fundamental, la recuperación de la receta exacta para armar un buen ungüento y así evitar que lo que tiene para escribir en el reverso de las cosas se lo lleve el viento.»
María Sonia Cristoff |
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Los carteles que hacía mi padre para su escuela estaban escritos
en letra cursiva. Nunca, en toda mi vida, volví a ver afiches
como esos. Vi, claro, carteles artesanales con búsquedas
mínimas, un perro o un gato extraviados, quizás algún viejito,
pero nunca vi un cartel de esas dimensiones –tamaño
afiche– que publicitara una escuela. La letra era ovalada, pareja,
inclinada hacia la derecha. La que aprendió en el colegio
normal a fines de los cincuenta y practicó en pizarrones de
colegios primarios desde que empezó a trabajar a los dieciocho
años.
Siempre me contó que las primeras veces que daba clases
volvía a su casa con fiebre, se metía en la cama y salía a
las siete del otro día para volver a enfrentarse con el curso.
Me decía también que algunos temas muy difíciles de enseñar
–supongamos, la división con coma, que sigo sin desentrañar– se los explicaba su madre antes de ir a la escuela. Mi abuela Carmita ya estaba jubilada, pero había sido maestra, recibida en una escuela normal. Después había estudiado Letras algunos años, antes de irse a vivir a La Pampa con mi abuelo. Tiempo después, en un pueblo llamado Embajador Martini, nacieron mi tío Gerardo y mi papá. Ahí, además de
dar clases en una escuela, mi abuela enseñaba poesía, teatro y recitación en su casa. Es el asunto del que más me interesa conocer los detalles, pero luego de interrogar a mi padre no saco nada en limpio. Dice vaguedades, abre los ojos grandes como para recalcar la importancia artística de esos acontecimientos que no recuerda en lo más mínimo. Sólo que las obras que leían en voz alta en el living de su casa eran muy dramáticas. Único adjetivo: dramáticas.
Pienso que la letra en esos afiches es heredera de todas esas letras. De su aprendizaje como maestro en la escuela Mariano Acosta en los cincuenta, de las pintadas con pasta bermellón con la palabra socialismo en las paredes de Parque Chacabuco, de la que hacía mi abuela en pizarrones de escuelas rurales, o la que usaba para copiarles poemas a sus alumnos para que aprendieran de memoria. Imagino la escena de los recitados en su living, los libros con sonetos de Leopoldo Lugones, o alguna obra de Federico García Lorca. Imagino todo, porque de eso no hay grabado nada.
Mi padre dice de los carteles: “Lo pensaba como algo que de pronto te encontrabas en la calle, sin esperarlo. ¿Qué hacía ese cartel ahí? Llamaba la atención. Te lo ponías a leer: Escuela”. Y actúa al transeúnte casual topándose con su afiche. Está en una silla de su cocina. Tiene el pelo blanco y habla de cosas que pasaron hace tantos años como mi vida.
Me cautiva de esos afiches que no estuvieran escritos en hojas
nuevas sino en el reverso de otras, originalmente de campañas
políticas de distintos partidos que, pasada la fecha de los
comicios, quedaban en desuso. A mi padre no le importaba la procedencia de los carteles, le daba igual que se tratara de peronistas, radicales o partidos de izquierda. Valoraba la buena voluntad de quienes lo atendían –ocasionales militantes, personal de limpieza, o quien fuera–, que escuchaban su solicitud y le donaban una buena cantidad de papeles para que él reutilizara.
En la casa de mis padres todavía queda un rollo con algunos afiches viejos. Hace unos meses los vi: estaban en el cuartito junto al lavadero, entre un triciclo probablemente mío, una heladerita de camping y una alfombra persa con un agujero. Los llevamos a la mesa de la cocina y los desplegamos con cuidado. Eran un material propio de un archivo: los colores virados al sepia, las letras de molde con formas
anticuadas, los lemas en diagonal con signos de admiración, aunque los políticos de entonces se veían tan bien peinados y con dientes tan blancos como los de ahora.
De todos modos no eran los estilos de las campañas políticas de los años ochenta y noventa lo que me daba curiosidad, sino lo que en esos carteles estaba ausente. El reverso permanecía en blanco, sin haber pasado por la mano de mi padre. Ese era el espacio donde se inscribían sus consignas, escritas con marcador. Como si fuera una enmienda, un agregado hecho a mano, a las propuestas de una campaña. O como una aparición fantasmal de lo no pensado, dejado afuera y que alguien, con su puño y letra, intentaba restituir.
En ese momento, a mis siete años, que las hojas no fueran nuevas y que la letra fuera manuscrita me resultaba raro, diría: poco profesional. Que además los pegara él mismo, de noche, vestido con un equipo de gimnasia naranja, me completaba la impresión de algo fuera de la norma. Algo que se hace pero no se confiesa. Algo clandestino.
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