|
|
|
|
|
|
|
|
Una madrugada, al inicio de la primavera, Montiel se sentó de golpe sobre la cama. En la habitación contigua, Pía lloraba. Estaba acostumbrado a episodios similares; sin embargo, a medida que caminaba por el pasillo, tuvo la sensación de que había algo nuevo en esa forma de llorar; comunicaba un dolor o una preocupación que desconocía. Le faltaban unos pocos pasos para entrar cuando se le cruzó por la cabeza la idea de que alguien podía haber ingresado a la casona. Durante un par de segundos consideró volver y tantear debajo de la cama hasta dar con la pistola, pero continuó. Se encontraba tan cerca de la puerta que, si había alguien más, como temía, estaba decidido a luchar cuerpo a cuerpo y a matarlo con sus propias manos. De pronto, ya un poco más despabilado, la posibilidad de esa lucha se le hizo tan inverosímil que una parte de su conciencia sí deseó la presencia de un intruso.
En la habitación, dio una palmada sobre la llave de la luz y se dio cuenta de que esa parte de su conciencia se defraudaba al no encontrar a nadie más que a su propia hija sobre la cama. Frente a lo que contemplaba, la aparición de un extraño se le habría manifestado como un posible consuelo, quizás el modo de hallar en ese otro la confirmación de lo que veía.
Con el rostro apenas vuelto hacia él, Pía lloraba casi en silencio ya. Sus pómulos resplandecían y a través de sus labios y el mentón pasaba un colgajo de mocos. Montiel tardó en reconocer o más bien en aceptar el resto del cuerpo de su hija. Se hallaba sentada y tenía ambos brazos extendidos hacia los lados. Las puntas de los dedos le temblaban como si todo el tiempo fueran tanteadas por los dientes de algo invisible. A través de ese movimiento, Montiel vio las manchas que cubrían las palmas, se juntaban entre los dedos y alcanzaban las yemas. Luego comprendió que lo que había tomado como un vago estampado en las sábanas no era sino la misma materia que cubría la piel de su hija. Sin avanzar aún hacia ella, pensó en algún tipo de barro improbable. La imagen de Pía arrastrándose a escondidas en medio de la noche hasta abandonar la casona, atravesar el jardín y pasar al otro lado de la linde con la mirada puesta en nada en particular, vagando como los insectos en la oscuridad. Esa secuencia del desplazamiento dejó paralizado a Montiel. Era una idea demasiado absurda y sin embargo, de golpe, toda una oscura lógica se desplegó frente a él igual que un acto dormido en la memoria durante largo tiempo. Pero no podía ser, se decía. Existía un detalle que se había apartado de su espacio natural y que le impedía considerar de otro modo lo que presenciaba. Fue en medio de la recuperación de ese detalle cuando Pía extendió los brazos hacia él.
–Me hice... –dijo.
Montiel dio un par de pasos, pero se detuvo de forma abrupta para que su hija no pudiera tocarlo con las manos.
–No, mi amor.
Se dio vuelta y corrió hasta el baño. Había sucedido, se dijo. Había sucedido, al final. Sacó del armario un montón de toallas y lo arrojó a la bañera. Abrió la canilla y colocó las toallas bajo el chorro. Mientras se empapaban y revolvía el interior del botiquín, Montiel vio ante sí las presencias de su cuñada y su suegra.
Ambas habían comenzado a volcar sobre él todas las preguntas que había previsto. Pero Montiel había llevado las respuestas. Una niña como Pía no estaba en condiciones de vivir en una casa cualquiera, le dijeron, ¿cómo iba a hacer? Montiel describió durante un largo rato las características de la casona y cada uno de los arreglos que había exigido para que Pía tuviera una mayor comodidad. Las mujeres callaron. Lo conocían bien y sabían que cuando tomaba una determinación era porque la había sopesado mucho tiempo. ¿Y la educación?, preguntaban. ¿Dónde iba a encontrar colegios como los de Buenos Aires? Él lo tenía resuelto, pero prefirió callar. Aguardó unos segundos que a ellas se les hicieron interminables. Sabía que en realidad no habían llegado a las verdaderas preguntas, que aquellas preocupaciones eran vanas, un simple movimiento que preparaba el recorrido hacia otros aspectos. Se encontraban en el apartamento de su suegra, sentados a una mesa en el balcón. Ante el silencio, las mujeres se sirvieron más té. Montiel apenas había probado un poco al principio, así que se dedicó a mirar una y otra vez el vapor que flotaba sobre el Riachuelo. Entonces respondió que ya había encontrado un colegio. Fue como si les hubiera permitido mover otra pieza. Suspiró y se sonrió un poco.
–¿Qué más? –dijo.
Conocía las respuestas a todas las preguntas que llegaron a continuación y de ese modo sintió cómo su posición se robustecía.
–Jorge... –le preguntó su suegra casi sobre el final–. Nosotras sabemos lo que estás haciendo. Pero, ¿tenés que arrastrarla a ella también?
Igual que antes, Montiel tampoco contestó enseguida.
Su cuñada, que sorbía el té mientras su madre hablaba, dejó caer la taza con violencia sobre el platillo.
–¡Jorge! –dijo entonces–. ¿No te das cuenta? Nosotras somos mujeres, ¿entendés? ¿Con quién se va a criar la nena? ¿Sólo con vos? |
|
|
|
|
|
|
|
Reseñas
El diletante
(Valeria Sager)
Otra parte
(Fermín Eloy Acosta)
Entrevistas
Télam
(Emilia Racciatti)
|
|
[El diletante]
Epifanías a quemarropas
Por Valeria Sager
Hacia el final del primer capítulo de Otra vuelta de tuerca de Henry James, en la traducción de José Bianco, hay un fragmento de esos que funcionan como jirón desde los que una novela entera puede pensarse. La narradora examina las circunstancias que la rodean: la casa inmensa, lo angelical de la pequeña Flora, la aceptación sumisa de las condiciones del tío de los niños y su propio deslumbramiento anonadado ante lo que entendemos como la primera vez que tiene una entrevista o cierta cercanía con un hombre. Respecto de esas circunstancias, la institutriz escribe: “Eran ciertamente de una extensión y un volumen para los que no estaba preparada y en presencia de los cuales me sentí, al principio, un poco perpleja a la vez que un poco orgullosa”. Extensión y volumen (“an extent and mass”), eso que caracteriza a la mansión de Bly, sus objetos y sus alrededores son lo que la imaginación y los fantasmas o bien las fantasmagorías no tienen y sin embargo lo etéreo arrastra consigo, al final, la materia extensa del cuerpo del niño hasta vaciarlo y devolverlo casi como un despojo.
Herodes parece dar vuelta la forma de la novela de James. La historia empieza cuando Mariana, la mujer del protagonista, muere en un accidente, aunque al comienzo no lo sabemos porque el relato se inicia más adelante y es la desaparición de la amada lo que borronea el contorno de la realidad. Hay también una niña perseguida por el accidente en el que muere su madre y que la ha dejado a ella en silla de ruedas. Las luces del choque que recuerda y dibuja con la insistencia de un acecho fantasmal no parecen dispuestas a dejar de provocarla. Los silencios, las evasivas y el terror a eso que no se nombra y que no parece en realidad otra cosa que el duelo, produce en los personajes frases entrecortadas, miradas culpables y situaciones tan extrañas con el entorno y con los demás, que se convierten en una multitud de escenas breves que se entrelazan como en un contario gótico o enrarecido, cuyo nudo, que es absolutamente realista, se ha difuminado en partículas fascinantes de ficción arrolladora. Epifanías de una belleza y una singularidad que corta la respiración del lector y que son tantas que impactan como disparos a quemarropa.
Herodes, novela de Damián González Bertolino, sucede entre dos orillas, Buenos Aires y Punta del Este. Se abre partiendo de una condición de la mirada o de la percepción que a pesar de que el narrador está muy cerca y es omnisciente fija una distancia que se ensancha cada vez más, la distancia que Montiel, desahuciado por la pérdida, parece poner como límite ante todo: “En medio de la madrugada, Montiel solía despertarse sorprendido y sentía sobre sí el espectáculo estruendoso con que un recién nacido aguarda que el mundo exterior entre en su cuerpo. Todo se volvía extraño e insoportable en su indefinición. Más tarde, ya repuesto, se preguntaba lo siguiente: ¿el aire no se volvía tangible en esos instantes?”, y entonces, la luz amarillenta aparece como la excusa de la mirada extraviada. La figura de Montiel, el protagonista, es de por sí tan extraña que el personaje podría estar compuesto con un ajuste, una calibración de lente que tal vez no haya existido nunca en el modo de composición de una obra, un escritor o una novela. De Mariana le llamaba la atención la inclinación de la cabeza o el modo en el que tocaba las cosas. Lo que registra el narrador de la relación de Montiel con el mundo tiene un eco animal. Tanto en el recuerdo de ese modo de tocar las cosas de Mariana como en el de su propia madre y en el de la infancia, aparecen las listas de fotos, de sensaciones y de objetos; entre ellos, el envoltorio aterciopelado que una vez le dio una anciana en la calle y que también podría ser visto como jirón porque la novela entera lleva adentro pequeños relatos diminutos que, como lo que dice Marlow de la nuez y la cáscara en El corazón de las tinieblas, como en el cine de Hitchcock, como con el sonido de los perros que ladran y merodean a lo largo de toda la novela, los objetos y los sonidos parecen esperar al acecho que estalle un grito brutal en cualquier momento.
Montiel visto en primerísimo plano por el ojo del narrador se escabulle y vuelve al mundo conocido todo el tiempo como si algo no humano lo llamara. La presencia de lo minúsculo, unas monedas encerradas entre los dedos de unas niñas como precio por acercarse a lo erótico, los piojos en la cabeza de la hija estrujándose entre los dedos o unas burbujas que caen alrededor de todo en la ciudad.
González Bertolino, escritor uruguayo, gira algo de lo que ocurre en la literatura argentina con el espacio del Uruguay, algo sobre lo que han escrito Aira y Borges, algo de lo que aparece en La uruguaya de Mairal, en “El uruguayo” de Copi, en El dock de Matilde Sánchez, El aire de Chejfec o en Plata quemada de Piglia, un rito en el que la sucesión de acciones intempestivas y algo que anteriormente no ha sido dicho pueden aparecer. Herodes empuja nuestras ansias de llegar al final y de develar el secreto con una congoja enorme que hipnotiza cuando querríamos que esos personajes continúen contando más historias para siempre aunque la felicidad no pueda alcanzarlos.
-----------------------------------------------------------------------------------------------------------
[Otra Parte]
El gótico hosco
Por Fermín Eloy Acosta
Pocos libros asumen la capacidad de irrumpir en el panorama literario local y combinar de igual manera —y con elegancia— el efecto de extrañamiento de una prosa forjada a partir del habla de una lengua esquiva, la dispersión de un escenario arisco, la voluntad de una escritura de largo aliento.
Este libro, de casi trescientas páginas, largo murmullo que atrae la materia de la que parecen hechas las pesadillas, despliega la historia de Montiel, un hombre de clase alta que acaba de atravesar la experiencia límite de haber estado al borde de la muerte. En un tiempo cercano sufrió un accidente de auto que le quitó a su esposa y dejó a su hija Pía en silla de ruedas. De manera apresurada, Montiel toma la decisión de mudarse a una enorme casona enclavada en un campo en Punta del Este. Lo que organiza esta historia, no obstante, es más bien la economía que arma el triángulo compuesto por Montiel, Pía y Mariana (esposa fallecida, lado semioculto de esta geometría). El espectro de Mariana volverá en el recuerdo y en apariciones espasmódicas que tiñen de una inquietante aura diversos pasajes de esta novela. Si el texto narra un conjunto de hechos, escenarios o secuencias particulares, no es sino para proyectar sobre un fondo, acaso intangible, su sombra deformada, a la vez que trama un conjunto de operaciones subterráneas que sólo a veces logran alcanzar la luz porque el horror, lo verdaderamente estremecedor, aquello que navega en aguas profundas, parece querer decirnos, demora, sin duda, en encontrar su ubicación en el mundo de los objetos. Montiel es, no obstante, un hombre solo que ejercita el trabajo de avanzar palmo a palmo sobre un cotidiano pesadillesco al margen de un sufrimiento que lo escolta desde el principio. Es su percepción enrarecida la que a veces, en el esfuerzo de clarear aquello que ve, termina de importar al texto imágenes de una delicadeza sombrosa y angustiante “Arriba, entre las copas de los árboles, se juntaba una oscuridad sucia que forzaba aún más el espacio. En sus oídos escuchó el chapaleo del pulso y eso lo condujo a la sensación de que no oía sino el modo acezante en que el cuerpo de todo el monte respiraba sobre él”; o, mientras observa los restos perennes que se acumulan tras el accidente en su hija lisiada: “De a poco descubrió varios detalles que surgían en secuencias y que parecían preñar el recogimiento de ánimo: el temblor de las pestañas translúcidas, la tirantez del párpado cuando el ojo se movía en una alternativa del sueño o la inspiración honda al cabo de un determinado período”. Este libro demanda, a contrapelo del mercado cultural del presente, una lectura atenta y demorada, propia del discurrir lento de una materia extraña que avanza sin obligación de rapidez. En determinados tramos, Herodes traspone la frontera de lo cotidiano que permanece en las sombras y averigua que detrás de aquello que se presenta como ambigüedad inquietante radican el espanto y lo ominoso. Así, logra hilvanar escenas de una incomodidad escalofriante: la experiencia de una seducción del protagonista —cuando niño— por parte de una institutriz, el sabor salado del sudor entre los senos de aquella mujer, la imagen de tres liebres temblando a la luz de los faroles de un auto, la visión de la primera menstruación de su hija, una inverosímil sesión de espiritismo histérico, la postal de un ladrón atrapado en una chimenea. En contra del horror contemporáneo, el espanto con que trabaja el uruguayo González Bertolino está forjado, sin lugar a dudas, con una lentitud rarificada, una suerte de gótico hosco.
El lector o la lectora pacientes ganarán más en el largo aliento que en la inmediatez.
-----------------------------------------------------------------------------------------------------------
[Télam]
"El duelo es un diálogo con un fantasma"
Por Emilia Racciati
El duelo como estado de discontinuidades, indagaciones sin lógica aparente y remembranzas imprevisibles es el eje de la novela «Herodes», del escritor uruguayo Damián González Bertolino, donde además la apuesta es narrar al representante de la aristocracia argentina que se refugia en Uruguay para encarar el cuidado de su hija después de la muerte de su esposa.
Editada por Entropía, que había publicado antes la novela «El increíble Springer» de González Bertolino (Punta del Este, 1980), «Herodes» sigue los días de Montiel, viudo reciente por la muerte de su mujer Mariana en un accidente, que cuida de Pía, esa hija que está en silla de ruedas y que se va convirtiendo en un temor para él. «Noche a noche en las semanas siguientes, Montiel comenzaría a dejar la puerta más y más entornada. Era una forma de aceptar que empezaba a temer la voz de su hija cortando el silencio de la madrugada», se puede leer en el comienzo de ese proceso que se enrarece a medida que seguimos al personaje.
Desde Uruguay, en una videollamada con Télam, el escritor que también da clases a estudiantes del liceo (nivel secundario), habla de por qué le interesaba hablar del duelo, donde «las seguridades se trastocan» y «la percepción de los acontecimientos se disloca».
«El duelo es un diálogo con un fantasma. Por eso me gusta tanto Henry James porque sus relatos son como fallos camuflados sobre lo que hacemos con la ausencia de los otros», explica sobre uno de los autores que lo acompañaron en el proceso de escritura.
-Télam: Es una novela sobre el duelo, su falta de lógica y lo discontinuo que lo caracteriza. ¿Eso era lo que te interesaba contar al comienzo de la escritura?
-Damián González Bertolino: Fue escrita en el medio de la escritura de «El origen de las palabras», que ya llevaba un tiempo, estaba en un punto ciego y decidí escribir otra cosa y en un paréntesis de un año y medio escribí «Herodes». Tenía la idea de escribir sobre un padre y una hija. Después ese padre fue un viudo. Es sobre el dolor del duelo pero ese motivo irradió en la manera de acercarse al lenguaje y la estructura del libro porque el dolor es un estado de la conciencia, del alma en el que las seguridades se trastocan, nuestra percepción de los acontecimientos se disloca. Cuando la empecé a escribir me di cuenta que el lenguaje tenía que ser refractario descomponiendo la percepción de la realidad. Me jugué entonces con una estructura que pusiera en juego al lector con una percepción de la realidad que fuera discontinua y que tiene que actualizarse porque cuando estamos en el medio del dolor, por una separación o el fallecimiento de alguien, el día a día de ese dolor es una actualización constante de nuestro mundo. Por eso también la intensidad insoportable de la vida en esos momentos. Siempre todo se siente de una manera tan potente que fastidia. Todo se compone y se recompone.
-T: En ese duelo está además la presión por tener que cuidar a alguien que también está haciendo un duelo por su madre. Pero esa idea de vivirlo solos y juntos no se puede sostener, termina necesitando a otros en ese entramado.
-D.G.B.: Esa conducta de cuidar solo a su hija entra en un estado de crisis. Se empieza a incomodar con que lo llame de madrugada, esa invocación de la hija pasa a ser algo que está más allá de su dominio y tiene que ver con esa zona perturbadora ominosa, fantasmagórica que tiene la novela en la figura de Mariana.
-T: En ese vínculo, la hija se vuelve un ser extraño y ajeno. ¿Cómo se gestó ese aspecto?
-D.G.B: Eso es algo eminentemente doméstico y ahí asoma toda una dimensión del relato que se conecta con una estética más gótica a su manera, con el relato de ese fantasma delineado. Montiel es un hombre muy de su clase también. Es un porteño, muy aristócrata, y ese vínculo con los otros está atravesado por una cuestión de clase y de poder sobre los demás, no puede traspasar cierta línea con ellos.
-T: Esos otros que lo rodean son fundamentalmente mujeres, la suegra y la cuñada que, de alguna manera, funcionan como opuestos a ese personaje que se murió, Mariana, y esa oposición ayuda a construirla.
-D.G.B.: Sí y es el relato de una masculinidad, de algún modo fracturada, y su orgullo. No exenta de algunos atributos prepotentes de sujeción, de hacer sentir el poder sobre los otros. Esa fue mi apuesta narrativa, con un personaje que, a nivel social, es absolutamente privilegiado en todo sentido: económico, sexual. Le ocurre una tragedia tremenda y la apuesta narrativa fue cómo hacer para que un lector o lectora pueda conectar con un personaje con el que a priori no estamos del todo bien avenidos, cómo hacer para que pueda dar de sí una respuesta piadosa del personaje. De entrada no tiene nada para ser simpático, empieza despidiendo a una persona. Me acuerdo lo que decía Truman Capote cuando escribió «Plegarias atendidas», que es un libro que ni siquiera terminó, que es una serie de relatos basados en gente rica y muy poderosa que él fue conociendo en la alta sociedad neoyorquina y lo tomó como un gran desafío: cómo escribir sobre los ricos. En la literatura tenemos una larga tradición de literatura que indaga en los sectores menos privilegiados de la sociedad con los que uno conecta.
-T: La imagen, la materialidad de los videos, las fotos se tornan elementos clave y necesarios en el proceso de duelo.
-G.D.B.: El tema es la alternancia y conveniencia de esa materialidad porque te puede agarrar bien o muy mal. En esa escena en la que encuentra un rollo que no había revelado recupera, a través de esas fotos, la mirada de Mariana y queda en un largo trastorno a lo largo de la novela. Es una larga reflexión sobre la viudez, la ausencia. Recuerdo «Niveles de vida», de Barnes, sobre el duelo y me pareció un libro luminoso en el que se piensa el dolor desde un lugar en el que no deja de tener su primacía pero es muy valiente porque logra encontrar una cierta luminosidad. Recuerdo reflexiones de Barnes sobre esos elementos que son pura materialidad y nos devuelven a esa persona ausente como en un relato de fantasmas. Por eso Montiel encuentra a su hija en el primer piso y ella le habla como si fuese la madre, es un indicio perturbador en la novela. Hay algo que empieza a operar más allá de los cuerpos y son las mentes. Creo que en todo duelo están los fantasmas también. El duelo es un diálogo con un fantasma. Por eso me gusta tanto Henry James porque sus relatos son como fallos camuflados sobre lo que hacemos con la ausencia de los otros.
-T: En el proceso de duelo, Montiel parece sobrevolarlo, son pocos los momentos en los que se dispone a hablar de ese estado. ¿Fue una decisión pensar a ese duelo más desde la acción?
-G.D.B.: Nada en la vida ni en su círculo social lo preparó para ser un perdedor. Se enamora de esa mujer, logra estar con ella y es una vida perfecta. Ella también viene de una familia del patriciado. En un momento le dice cuando están en La Plata «esto es perfecto» y eso es muy peligroso también. El hecho de que él no pueda lidiar con esa pérdida y de todo el tiempo manotazos de ahogados revela una individualidad que está condicionada porque viene de una educación sentimental donde no entra la concepción de la pérdida. Siempre sale ganando, por eso siempre vi a este libro como una suerte de relato contra una cierta noción del poder también.
-T: Es tu segunda novela editada en Argentina. ¿Cómo ves la circulación de la literatura latinoamericana?
-D.G.B: Uruguay tiene la particularidad de que nos cuesta mucho salir al exterior con nuestra cultura, de los últimos cuatro premios Cervantes hubo dos uruguayas: Ida Vitale y Cristina Peri Rossi. Tenemos intelectuales de referencia, cuando José Enrique Rodó publicó, a principios del siglo XX, «Ariel» se leyó en todo América Latina, ni hablar de la generación del ’45, cuando Ángel Rama se convirtió en una referencia a nivel continental. Pero algo pasó después y empezó a quedarse aislado culturalmente y a los escritores nos cuesta muchísimo ser publicados en el exterior. El mercado uruguayo es muy pequeño en comparación con el argentino, el colombiano.
|
|
|
|
|
|
|