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  El ojo de Goliat
Diego Muzzio
183 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2022
ISBN: 978-987-1768-74-5
 
+ Diego Muzzio en Entropía
     
   
     
 

Los verdaderos libros parecen estar fuera del tiempo, más allá de las modas y nuestra acotada experiencia. Diego Muzzio nos presenta en El ojo de Goliat, su primera novela, una historia que transcurre a principios del siglo pasado, y donde la Argentina es nada más que una vaga referencia, pero que sentimos como propia a fuerza de calidad literaria.
 
A Edward Pierce, psiquiatra inglés, le piden que trate el caso de David Bradley, un ingeniero de la compañía Northern Lighthouse que ha enloquecido mientras inspeccionaba un faro situado en un islote sobre el Atlántico Sur. Quien le encarga el trabajo es un pariente lejano de Robert Louis Stevenson, el creador del doctor Jekyll y el señor Hyde.

Este punto de partida no es casual: la novela tematizará la relación de los hombres con sus dobles y los puntos de contacto entre presuntos polos opuestos: el bien y el mal, la cordura y la alienación.
 
Un personaje escribe su diario a medida que pierde la razón, el lenguaje lo abandona y, en las páginas crecen los espacios vacíos y las palabras ilegibles. Otro estudia a sus pacientes (un caníbal, un resucitado, un místico) y redacta un ensayo clínico que roza lo monstruoso. En esos textos que hacen avanzar la trama ya podemos intuir el juego: la psiquiatría como dispositivo de poder y control disciplinario, pero también como una rama de la literatura fantástica.
 
Muzzio (que ya nos había deslumbrado con las nouvelles góticas de Las esferas invisibles, y los cuentos mucho más contemporáneos de Doscientos canguros) ha escrito esta novela fascinante, delicada y poderosa a la vez, sobre el inestable equilibrio en el que se asientan nuestras propias vidas.
 
Luciano Lamberti

Contratapa

 

 

 

 

 

 

 

 

     
   

... Afuera, el viento nocturno silbaba entre las ramas de los árboles y barría los tejados de la clínica. Pierce levantó la cabeza. A veces, cuando la migraña era tan intensa que le impedía dormir, se refugiaba en aquel lugar para observar las estrellas. En esas ocasiones sentía que una parte de sí mismo abandonaba su cuerpo para estudiarse desde afuera. Lo que veía –un hombre indefenso bajo un techo de cristales, torturado por un fragmento de hierro alojado en su cráneo– siempre lo turbaba. Y era justamente en esos momentos de aflicción en que se había visto asaltado por ideas e intuiciones fulgurantes (o que en ese instante en particular lo parecían, aunque más tarde terminara descartándolas), como si el hecho de sufrir y pensar fueran indisociables y se presentaran siempre formando un organismo de dos cabezas, un ente dividido que sólo podía sentirse completo por un espacio de tiempo muy limitado y siempre en la aflicción extrema. Así, había llegado a discurrir que ciertas formas de locura tal vez se asemejaran al vértigo que experimentamos frente a lo infinito; con un agravante, pensaba el doctor: el contemplador ocasional de astros puede desestimar dicha percepción a voluntad, mientras que, en el enfermo, la misma experiencia debe ser incontrolable y permanente.

En ese instante hubo un cambio en la actitud de Bradley: emitió una serie de suspiros y gemidos apagados, parpadeó y movió los brazos. No se detuvo a contemplar nada. Su única urgencia al sentirse libre de la camisa de fuerza fue arrancarse con premura la ropa que llevaba encima. La atención del doctor Pierce se desvío enseguida hacia los ojos del paciente, todavía pesados de sueño: uno era negro, el otro azul oscuro. Pierce sabía que el color de los ojos está determinado por la cantidad y la distribución de melanina en el iris, y que la heterocromía, que produce ojos de distinto color, podía ser congénita o adquirida, en este último caso resultado de un traumatismo o una hemorragia. Pero no sólo los ojos llamaron la atención del psiquiatra: el torso, la espalda y los brazos del paciente estaban cubiertos de hematomas y heridas: estas últimas, dispersas en una constelación carmesí sobre la palidez general del cuerpo, eran unas marcas pequeñas y rojizas semejantes a mordiscos.

Al cabo de un momento, Bradley se recostó boca abajo y llevó el brazo derecho hacia atrás. Luego, con dificultad, lo proyectó hacia adelante, ejecutando lo que, en efecto, podía considera?r?se una aparatosa brazada de crawl. A continuación realizó el mismo movimiento con el brazo izquierdo. Las piernas subían y bajaban, adquiriendo un ritmo particular, sincrónico, y de su boca salía un silbido ronco, casi un estertor, como si sus pulmones no expulsaran aire sino piedras y arena. Era en extremo perturbador: el ingeniero parecía un autómata atiborrado de engranajes invisibles, un Lázaro mecánico que, debajo de la cúpula de vidrio, huía a nado de la muerte.

David Bradley nadó durante horas.

Al amanecer, se desvaneció de cansancio.
Fragmento
     
   

Autor

 

   
                     

Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969). Ha publicado, entre otros, los siguientes títulos: Mockba, Doscientos canguros (cuentos); Las esferas invisibles (nouvelles), El hueso del ojoSheol SheolGabathaHieronymus BoschTratado sobre la ejecución de animalesEl sistema defensivo de los muertos (poesía), La asombrosa sombra del pez limón, Un tren hacia Ya casi es NavidadGalería universal de malhechores El faro del capitán Blum (cuentos infantiles).  El ojo de Goliat es su primera novela.

   

Reseñas

Otra parte
(Tomás Villegas)

Cuadernos hispanoamericanos
(Cristian Vázquez)

La Nación
(Elvio E. Gandolfo)

Entrevistas

 

 

[Otra parte]

La mente humana como campo de batallas

Por Tomás Villegas

Luciano Lamberti asegura que ciertos libros navegan en su propio espacio y que, atendiendo a sus resortes íntimos, orbitan en una nebulosa literaria y universal, fuera del tiempo. Claro que en El ojo de Goliat, la novela del narrador y poeta argentino Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969), hay un tiempo. Se trata de uno particularmente traumático, lacerado por la Primera Guerra Mundial: la década de los veinte. Y claro que, en principio, hay un espacio: el tenebroso asilo inglés St. Bartholomew, presidido por un hombre meticuloso y entusiasta de la hipnosis: el psiquiatra Edward Pierce.

Un extraño caso —como diría Robert Luis Stevenson— se le presenta al protagonista y da pie al desarrollo de la novela: el ingeniero y excombatiente David Bradley ha enloquecido durante su estadía en el islote Schouten, en el hostil sur argentino. Fue enviado para inspeccionar las condiciones del faro Goliat, pero será su propia estructura psíquica la que tambalee, la que requiera de un tratamiento que pueda, cuanto menos, estabilizarla. Así las cosas, el doctor Pierce deberá llevar a cabo una pesquisa psíquica para dar con el origen del trauma que aqueja y esclaviza a su paciente, quien, compulsivamente, no hace otra cosa que nadar y nadar —sobre la superficie que sea, líquida o sólida— hasta el agotamiento. Cuenta el médico con una ventaja significativa: el diario íntimo que Bradley llevó durante su estadía en el islote y que probablemente encierre —para aquel dotado de una verdadera sagacidad lectora— la solución al enigma mental.

Muzzio retoma tópicos característicos del fantástico (el doble, la locura, la soledad, el diario del marginal, la densa atmósfera) y se entronca, implícita y explícitamente, en una galería de autores clásicos: desde Dante y Coleridge, pasando por Stevenson, hasta Lewis Carroll, Quiroga, Sábato. En cierta forma esos elementos genéricos están subordinados a una exposición: la de la fragilidad de la psiquis humana. Mientras que los traumas psíquicos, afirma el narrador, existen desde la Antigüedad (en otros términos, serían universales), los cambios se producen en la arena científica. Se expanden tanto el campo de la psicología como la tecnología de la muerte: los tipos de máscaras y armamento, los sofisticados y diversos gases mortíferos hallan en el teatro de la Primera Guerra su espectacular estreno.

El mundo de Muzzio insiste en recorridos sombríos, en espacios angulosos, asfixiantes, expresionistas, en invitaciones tétricas. Propone, una y otra vez, descensos a infiernos varios: al del sanatorio y al del faro; al de la sanguinaria guerra y el monstruoso océano; al de la soledad y la locura. Lugares de los que se vuelve, inevitable e inconsolablemente, marcado.

Delgada es la línea que traza los límites de la cordura, y tajante la división que hace el protagonista de la condición humana. Existen dos tipos de persona, sostiene el psiquiatra: los que pueden dominar sus demonios y los que sucumben ante ellos. En esta consideración se cifra, también, ese tiempo universal, ese tiempo fuera del tiempo del que hablaba Lamberti. Esa guerra, podría decirse, fuera de la Historia, en la que —como sostenía Dostoievski— riñen Dios y el diablo, y cuyo campo de batalla es la atribulada, laberíntica, mente humana.

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[Cuadernos hispanoamericanos]

Los que vuelven son siempre otros

Por Cristian Vázquez

El ojo de Goliat es una novela de desdoblamientos. Sobre todo, de los desdoblamientos que produce la locura: tanto la locura de la guerra como la más literal, la de los neuropsiquiátricos, esa que genera que los aspectos más oscuros o más impensables de una persona salgan a la luz.

Es el año 1922. El psiquiatra Edward Pierce dirige una exclusiva institución mental ubicada cerca de Edimburgo. Se especializa en tratar los efectos de la «neurosis de guerra» —el nombre que por entonces se le daba al trastorno por estrés postraumático— en sobrevivientes de la Primera Guerra Mundial, de la que el propio Pierce ha participado. Una noche recibe a un paciente especial: David Bradley, «el nadador psicótico» que da título a la primera de las tres partes de la novela. Bradley ha vuelto de la guerra sin consecuencias demasiado notorias, pero su salud psíquica se derrumbó tras ser enviado a trabajar a un faro conocido como «El ojo de Goliat» y ubicado en alta mar, cerca de Tierra del Fuego, en el extremo sur de la Argentina y del continente americano. Algo así como el fin del mundo.

A partir de esa consigna inicial, con un lenguaje atildado y preciso y una sórdida intriga que aumenta con cada página, la novela describe las profundidades en las que podemos abismarnos los seres humanos. Por un lado, la atroz carnicería de la guerra de trincheras. Por el otro, los demonios que pueden habitar la mente de una persona, en particular cuando sobre ella se ciernen la desesperación y la soledad. En tercer y no menor lugar, los peregrinos recursos a los que los científicos pueden echar mano en su afán de curar a otras personas y —más todavía— de triunfar sobre sus colegas.

Sumidos en esa realidad, para los personajes parece haber poco espacio para la ficción. De hecho, insisten en manifestar su desdén hacia la literatura. Pierce «desaconsejaba la ficción; consideraba que la lectura debía ser una actividad intelectualmente provechosa y no un simple pasatiempo» (p. 14). Por eso, «no solía perder el tiempo en novelas» (p. 17), con excepción de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, la fábula por excelencia sobre el desdoblamiento de la personalidad (de hecho, uno de los personajes es primo de Robert Louis Stevenson). Bradley, por su parte, anota en su diario: «No leo poesía, ni novelas: hábitos ociosos» (p. 60); «Las morbosas fantasías de poetas y novelistas siempre me han dejado impasible» (p. 95). Sin embargo —como suele ocurrir— la literatura se abre camino: a través de un volumen con poemas de Coleridge que aparece misteriosamente en una maleta, de «un curioso volumen escrito por un tal William H. Hudson» (p. 15), de una crónica policial firmada por «un tal Horacio Quiroga» (p. 67), y fundamentalmente a través de Alicia en el país de las maravillas, fábula sobre el desdoblamiento del mundo que se cuela en la vida de Pierce en forma de pequeñas citas que un viejo amor dejó en bolsillos, cajones y otros resquicios de su cotidianeidad. Así es como Lewis Carroll se cruza en el camino del psiquiatra (y en el de nosotros, los lectores) para recordar que «la imaginación es la única arma en la guerra contra la realidad» (p. 35).

Nacido en Buenos Aires en 1969 pero afincado en Le Mans, Francia, desde hace casi dos décadas (quizá por eso en esta historia «la Argentina es nada más que una vaga referencia», como apunta Luciano Lamberti en el texto de la contraportada), Muzzio ha publicado seis libros de poesía, cuatro de cuentos infantiles, dos de relatos y uno de nouvelles hasta llegar a El ojo de Goliat, su primera novela. Como si hubiera tenido que avanzar poco a poco hacia textos más extensos. Las formas breves, no obstante, tienen su lugar en la novela: en el diario de Bradley, que retrata su descenso a los infiernos y que constituye la segunda parte de la obra. La tercera parte se titula «El caos y la noche», cita del libro La guerra como experiencia interior, de Ernst Jünger.

En definitiva, la novela nos recuerda que «los hombres que un día se van a la guerra no regresan jamás. Los que vuelven son siempre otros: los dobles de los que una vez se fueron» (p. 166). Aunque también sugiere tener presente que las guerras no siempre se desarrollan entre trincheras y metralla y gas venenoso. En ocasiones, el campo de batalla son los bolsillos, los cajones y otras vulgares locaciones de la vida cotidiana.

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[La Nación]

Un tour de force narrativo con ecos y dobles

Por Elvio E. Gandolfo


Radicado en Francia, el argentino Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) ha ido trabajando en géneros y formatos diversos (poesía, cuento, novela corta, relato infantil). Con El ojo de Goliatllega a la forma convencionalmente considerada principal, la novela. Sus dos libros previos (Las esferas invisibles, nouvelles ambientadas durante la peste amarilla en Buenos Aires, y los cuentos de Novecientos canguros) mostraron virtudes poco frecuentes, incluso contradictorias. El autor cruza la originalidad de temas impactantes con la discreción para tratarlos.

El ojo de Goliat, narración no demasiado extensa pero compacta, está dividida en tres partes. La trama une al doctor Edward Pierce, neuropsiquiatra con hospital propio –el St. Bartholomew– con el ingeniero David Bradley, un paciente –los dos son escoceses–, en la inmediata posguerra de la Primera Guerra Mundial, conflicto célebre por su crueldad y el uso de productos químicos. A Bradley lo lleva allí su primo, David Allan Stevenson, también primo del famoso escritor de La isla del tesoro. El paciente nada “en seco”, como parte de su delirio, y trabajó en un faro de construcción escocesa en el extremo sur argentino (la familia Stevenson era constructora de faros). La única mujer es una enfermera que tuvo una breve relación con Pierce, y que se fue, harta de su relativa frialdad.

Con esos personajes, Muzzio teje una red estrecha, plagada de ecos y dobles. A su vez, dado que tanto el médico como el paciente están aquejados mentalmente, parte de lo que el lector conoce proviene de sus percepciones alteradas. La segunda parte es el diario de Bradley en la Patagonia. Es el tramo más extenso y arriesgado. El ingeniero se ve acosado por la soledad y las tormentas, y en particular por un ave casi gigantesca, con filos de fantasía, que se convierte en una auténtica ave weird, entre real y alucinada. La angustia y el agotamiento son constantes, y la escritura, muy cuidada, absorben al lector.

La tercera parte regresa al hospital para un enfrentamiento del doctor Pierce (defensor del hipnotismo como terapia) con un médico alemán que detesta esa técnica. Cuando se leen las tres partes, hay una segunda paradoja: el estilo se encarga del relato y del interés de lo que se cuenta. Pero el tema en sí demuestra una y otra vez que la guerra toca y, a su manera, destruye a todos, médicos y pacientes. Incluso el victorioso alemán ha conocido sin saberlo (lo deduce el lector) al líder principal del nazismo, creyéndolo un pobre tipo sin destino, sin sospechar que será en realidad el líder de una segunda guerra, aún más letal que la primera. La solidez de construcción de un relato complejo, casi laberíntico, redondea en El ojo de Goliat una muy buena novela.