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Reseñas
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(Daniel Gigena)
Invisibles
(Germán Lerzo)
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(Ana Ojeda)
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Télam
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[ADN Cultura]
Anarquía de la forma breve
Por Daniel Gigena
El primer libro de cuentos de una novelista consagrada en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de los veinticinco secretos de la literatura latinoamericana actual hace de la ruptura un método. Historias breves, bocetos narrativos, casos, confesiones y croquis verbales acompañados por planos de espacios parecen trazados con la lengua afilada. En dos sentidos: por un lado, para podar la frase de "obstáculos" (artículos, preposiciones, locuciones causales); por otro, para pulir de un tema posibles accesorios o desvíos. Esa temática, también bajo el signo del cuchillo, ampara historias de asesinatos, venganzas y suicidios; instrucciones criminales y retratos de vidas imposibles; perversiones y adaptaciones domésticas forzosas. Cómo usar un cuchillo, raro volumen conceptual de cuentos unidos por la voz, por el aparente carácter espontáneo de las tramas y por cierta regularidad semántica que convierte la escritura en un indicio culpable, fantasea con humor macabro y distancia brechtiana sobre el carácter biempensante de la literatura: "Te propongo ser ingrato y nacer de noche. Este aullido serás, y te llamarás persona".
Fernanda García Lao (Mendoza, 1966) asiste a los personajes -cuando hay algo así como personajes en sus textos- con un atributo que sobrepasa la retórica aturdida con que la, en general, exponen sus propios dramas: una moral nueva, fresca y sin pretensiones de ejemplaridad (ni piedad). Se manifiesta y desaparece en frases breves y complejas. ¿Alguien está a punto de suicidarse? "Había sangre y dolor en el sector de las rosas." Una chica que participa de un concurso de belleza, antes de fracasar con todas sus fuerzas, advierte sobre las damas de la comisión: "Todas sospechosas. Cuántas serían humanas, no sé". Internado en un hospicio administrado por monjas, un paciente deduce: "No hay nada peor que las cosas inconclusas. Aunque un ano parezca feo, es una tranquilidad". El habitante de un chalet, luego de enterarse o convencerse de que su mujer lo engaña: "No soy un mediocre. Yo era hermoso y besaba a las chicas con un trago en la mano". En las instrucciones del cuento que presta el título al volumen: "Un criminal quiere matar y ninguna muerta quiere morir, lo que anticipa una batalla violenta". En un tren: "Madre de familia la observa con regocijo. Sabe de ella algo que la otra no debería saber que sabe". En un crucero: "Estaba muy excitada con mi nueva vida, pero me quedé dormida". Con una continuidad mínima, las historias semejan bombas molotov que estallan, contradictorias, durante la lectura.
Autora de cuatro novelas (Vagabundas , Muerta de hambre , La piel dura y La perfecta otra cosa), cantante, dramaturga y actriz, García Lao llega al cuento -género a veces confortable y hospitalario con los maniqueísmos bien adornados- con brío creativo, con el que quiebra convenciones y desequilibra cierta endogamia o agotamiento argumental. En lugar de establecer universos verosímiles o razonados, ofrece indicaciones didascálicas, anárquicas formas breves, puestas en escena programadas de manera cromática y mutis por el foro narrativos: "Apagón final acuchilla el espacio. Música funcional".
Plegadas sobre sí mismas, las ficciones de Cómo usar un cuchilloalbergan seres únicos en su especie: la niña prodigio nietzscheana, el héroe sin pueblo, una mujer pulpo, una trastornada virreina de belleza, la visitante inoportuna en un country , un "chongo" envuelto como golosina para señoras acomodadas, el ser que vive a ras de la suela de los zapatos ajenos... Los relatos son, si no sus epitafios o prontuarios, descripciones de los efectos no deseados de la civilización, detallados de manera tan sorprendente como homeopática.
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[Invisibles]
Las criaturas salvajes
Por Germán Lerzo
“Toda conciencia es una enfermedad” dice el epígrafe de Dostoievski con el que abre el libro. Y esa frase, que anticipa la naturaleza de los cuentos que vamos a leer, también nos remite a esta otra: “La enfermedad es el lado oscuro de la vida. Una ciudadanía más cara”*. Basta con leer los primeros relatos de Cómo usar un cuchillo para descubrir que Fernanda García Lao se sumerge con destreza y precisión en la conciencia de estas criaturas que narran porque tienen un motivo para sufrir. Mis formaciones mentales están teñidas de muerte, dice la narradora del primer cuento (“No hay mantra”) y la narradora del último, que parece haber aprendido más, dirá: Me he acostado con la desgracia, pero no suelo comentarlo (“Inmunda”). Eso que sucede en el medio de una voz resignada que dejó de buscar y otra que se ríe de sí misma en continua búsqueda, es el universo delicado, risible, inesperado que se nos presenta en los otros cuentos. Y en cada uno, los/las protagonistas suelen pagar el precio de esa “ciudadanía más cara” en la que viven.
Las voces masculinas y femeninas que narran siempre son distintas, como la forma de percibir el mundo o su manera de terminarlo. Hay muertos, asesinos, suicidas, farsantes, casados, amantes despechados y seres abandonados. El talento de la autora consiste en darle a cada uno de ellos un tono y un estilo preciso para hacer de su realidad algo más claro de lo que parece. La primera persona nos mete de lleno en la cabeza del que narra, pero rápidamente nos damos cuenta que García Lao no recae en la moda de eso que se dio en llamar “literatura del yo”, y acaso su mayor mérito consiste en que esas voces nunca sean las mismas. El sentido de lo que dicen está atomizado en cada oración, como puntadas filosas que marcan el pulso de lo que ven y piensan, en sentencias mínimas. Aunque la realidad que los contiene los diferencia sutilmente, ellos tratan de conceptualizarla:
Hice todo, respiré, perforé la mente. Pero no logré deshacerme del mundo. (No hay mantra); Los necios son los nuevos hermosos (Asterisco); Miro hacia delante con la certeza del que no tiene nada (Desgracia en tres sets); El amor es un tobogán ingrato (Mi pequeña molotov); Una vez fui linda. Pero la belleza es un desperdicio (Tiburones con rodete); Las maduras son un colchón delicioso y transpirado (Buenos Aires); Yo voy al amor en cuentagotas (Desierto al revés); Creo que la inutilidad se compensa con la carne (Naufragio); Si ve a una mujer feliz seguida por un perro, huya (Cómo usar un cuchillo); Yo no tengo nada que decir, lo supe desde siempre (Chalet); No se venga un corazón tomando otro; No hay nada más real que la muerte (Bisturí); Disfrute de su neurosis. No le puedo decir más (Juicio final).
Así, los relatos suelen alternar entre personajes que asumen diferentes posiciones: la de quienes no entienden lo que pasa, la de aquellos que entienden demasiado y la de aquellos que se dejan llevar, no sin malicia, por el entorno. Pero la angustia de los primeros se compensa con el humor implacable de los segundos y la curiosidad de los últimos. Mientras que algunos personajes deciden poner un final drástico a esa incomprensión, otros salen a relucir el cinismo con que observan todo, desde un lugar distanciado. Del mismo modo, los narradores masculinos tienen una tendencia al crimen como las voces femeninas al suicidio. Pero todos parecen jugar con su destino y aceptar que el lugar que ocupan nunca es igual, porque ese momento que se narra es la inminencia de una transformación en otra cosa, que también los modifica. Los personajes no tienen un pasado que necesite ser contado: ellos viven en el más puro presente, y ese lapso de tiempo, esa instantánea, es lo que se describe.
Las situaciones que viven estas criaturas oscuras, mordaces, son muy diferentes, no obstante, su actitud desprejuiciada es lo que, en ocasiones, los hermana. En “Mi pequeña molotov” la narradora cuenta la aventura de incendiar una refinería de gas junto a su novio, y lo que para ella está punto de explotar es la relación misma. Esa mirada distanciada es semejante a la del padre en “Chalet/Epístola Punk” que observa a su ex mujer enamorada de un hongo deforme y a sus hijas como lagartos; también es comparable a la acidez de la narradora de “Naufragio”, una cantante cuyo único talento es coquetear con un periodista ridículo que la pretende y un trompetista que la rechaza, mientras ella se ríe de esa estrategia desesperada a bordo de un crucero. Y los relatos más destacados, “Juicio final” junto con “Vertical”, donde se narra en tercera persona la historia de una chica que decide pasar la noche con un grupo de chicos ricos (“estúpidos”, “subnormales”) a los que les grita, dentro de una fuente de agua: “manga de hijos de puta, oligarcas del averno, me cago en Cariló” constituyen un grupo sólido donde la observación sagaz hace posible entrever, al mismo tiempo, la risa desencajada, patética, de su narrador o protagonista. Como dice Diana Bellessi, ese humor fino, desopilante atraviesa todo el libro, tanto para contar los minutos finales de alguien como para ofrecer instrucciones a la hora de cometer un crimen perfecto.
Podríamos decir que en los 27 cuentos de Cómo usar un cuchillo el lector encontrará varios relatos que burlan los esquemas, las convenciones del género y hasta el lugar convencional de la corrección política, que es, al fin y al cabo, una suerte de estilo con el que la literatura suele dar lo mejor de sí.
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[La Voz del Interior]
Criaturas malhabladas
Por Pablo Natale
En la foto de solapa de Cómo usar un cuchillo vemos a Fernanda García Lao en un retrato en blanco y negro, sosteniendo una hoja tamaño oficio extrañamente rasgada o doblada, y de fondo un paisaje que bien podría ser una selva o un cuadro de un jardín. En esa foto, García Lao, vestida con una blusa que deja ver uno de sus hombros, está concentradísima leyendo o haciendo que lee. En gran medida, la teatralización de la mujer, de la lectura, de la sensualidad y de la muerte (la autora parece embalsamada) presente en el retrato contiene lo que luego encontraremos en el libro.
Bocetos de relatos, puestas en escena con gráficos arquitectónicos incluidos, cuentos que presentan a un personaje en el momento justo en el que se dedica a explotar, cientos de cuchillos y seres deformes son los protagonistas de un libro cuya escritura ha sido sometida a la distorsión, buscando incomodar y transgredir. Basta leer los títulos con que García Lao etiqueta sus cuentos para trazar el universo en el que opera su literatura: “Asterico”, “Inmundo”, “Anarquía de la forma”, “Mensaje viscoso”, “Desierto al revés”.
Hay un cuento en que dos adolescentes se burlan de una empleada doméstica, hay uno de una cantante que sobrevive a un insólito naufragio, hay uno sobre una mesita (¿?), hay un concurso de modelitos rodeadas de extraterrestres, hay uno de una mujer que se suicida, hay otro de una niña genio que se suicida.
En Cómo usar un cuchillo nos encontramos con una mezcla de Lautreamont, el mejicano Carlos Velázquez y La loca de mierda, o con una fila de sketches gores ridículos, escatológicos o provocadores cuyos principales temas son el lenguaje y el mal.
Hace unas semanas apareció un video en la web en el que una jovencita rusa era filmada en medio de un supuesto casting porno. El francés del otro lado de la cámara le preguntaba, con asistencia de una traductora, si le gustaba leer, si había tenido novio, y todo iba derivando hacia el lugar común del género. De pronto alguien golpeaba la puerta, se cortaba la luz, se escuchaban gritos, y la rusa degollaba a distancia a la traductora mientras se acercaba sonriendo a cámara.
Esa también hubiera sido una escena “bien García Lao”, una autora cuya estética se ha concentrado en la banalización de la violencia, la teatralización del mal y la celebración de lo deforme.
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[Bazar americano]
Picado fino
Por Ana Ojeda En Cómo usar un cuchillo, Fernanda García Lao (Mendoza, 1966) hace con la literatura, lo que el punk hizo con el rock. Integrado por veintisiete relatos breves, este libro es pura experiencia de lectura, paladeo de un asombro que descoloca con violencia y constancia, que se reestrena −virgen− con cada nuevo comienzo. Pretender escribir una reseña de él se torna de pronto superfluo acto gratuito. Idiota. “Escribo y me siento importante porque no tengo absolutamente nada que decir”.
Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Obviedades: FGL trabaja con ellas, las contorsiona hasta dejarlas desfiguradas, irreconocibles, novedosas. Punk. En estos relatos, la brevedad se apoya en la escansión, una de las marcas que se mantienen a lo largo de todo el volumen. Pululan así números, títulos, blancos que organizan tanto como desordenan el discurrir de la narración. “La abundancia no es para mí”, sospecha en algún momento alguien. Cómo usar un cuchillo no abunda porque prefiere ramificarse, tubérculo rizomático en constante huida del estancamiento que supone la etiqueta, la clasificación. En la atropellada, da por tierra con argumento, estructura aristotélica, teleología, suspense: en estos cogollos narrativos se cuenta lo que se quiere contar, porciones casi arbitrarias de historias a las que se les podría quitar o agregar sin modificar en nada el efecto, el interés de la lectura, que avanza siempre sedienta, con ganas de más. Magia. FGL desquicia las cómodas rutinas decodificadoras del lector, aprendidas a fuerza de repetición, obligándolo a desplegar las alas de la imaginación, forzándolo a bracear en la distancia que une (y aleja) una frase con la siguiente, tan unidas o distantes como el Sol y un limón. “Usted llegó con los pantalones de otro, no sonría, tenía unas ojeras horribles”. La distancia semántica entre una frase y la siguiente, entre las distintas partes de una misma oración se constituye así en la patria del lector, que navega en la duda al tiempo que entrelaza hipótesis de relaciones tan descabelladas como posibles.
Los relatos que presenta este cuidado volumen de la Editorial Entropía se enhebran dialogados, casi didascálicos. Ejemplo perfecto es el cuento que da título a la antología, cuyo comienzo reza: “Ella debe estar tirada, sucia, con las piernas violetas y el cuello roto” y en la misma tesitura sigue hasta el final. Como si, en el universo FGL, la literatura sólo fuera posible como diálogo, como teatro. Pura impostura: “Parecer natural es importante. Serlo, no”.
El cuchillo que acapara título desarrolla varias valencias simultáneas conforme se avanza en la lectura: muerte (y alrededores: asesinatos, suicidios, amenazas) y hambre (y alrededores). Muerte y alimentación. Lo cual es perfecto, porque enlaza sin esfuerzo los comienzos −allá por 2005− de FGL, con su desopilante Muerta de hambre, la primera novela de FGL, ganadora del premio Fondo Nacional de las Artes (edición 2004) y publicada por la editorial El Cuenco de Plata al año siguiente, problematiza −entre otras muchas cosas− uno de los tabúes de Occidente actual: la gordura (en la antología entrópica, la autora dedica a este tema el exquisito “Asterisco”). María Bernabé Castelar es gorda y desmedida: “Cuando estalle quiero dejar sin aliento a la prensa. [...] Voy a obligar a esta ciudad a contemplar mi podredumbre. [...] Yo soy un asco en serio”. Llevará las aristas de su unicidad (“Todos pertenecían a algún grupo nominable. Se reconocían entre ellos. Se mezclaban y reproducían. [...] Sólo yo era individual”) más allá del plano de la estética y la salud (amenazada por sus 120 kg) para convertirse en un sistema interpretativo. Para María Bernabé, es posible decodificar la realidad a partir del mecanismo de la alimentación. Así es como −un ejemplo− sus ideas más idiotas se comen a las más inteligentes, al punto de que “me lleno de pequeñas ideas sin peligro que repito hasta el hartazgo”. El humor explosivamente cínico, presente ya en Muerta de hambre, se mantuvo a lo largo de toda la obra de FGL −La mirada horrible (Colihue, 2005), La perfecta otra cosa (El Cuenco de Plata, 2007, 3er Premio Cortázar), Vagabundas (El Ateneo, 2011), La piel dura (El Cuenco de Plata, 2011)−, al punto de constituirse en una de las marcas fundamentales –reconocibles– de su estilo.
Como suele suceder con toda primera novela, Muerta de hambre contenía in nuce todo el universo que luego su autora iría desplegando y radicalizando en libros posteriores. Aprovechaba todavía las bondades de la trama (si bien la novela concluía −de manera bastante reveladora respecto de lo que estaba por venir− con una serie de materiales eclécticos y fragmentarios escritos por terceros y cuartos sobre el caso María Bernabé), que luego fue diluyéndose, desapareciendo: prótesis innecesaria. En este sentido, los relatos reunidos en Cómo usar un cuchillo no son realistas, ni delirio onírico, ni surrealismo, sino una despiadada trasposición literaria de la experiencia de lo real. Vivimos inmersos en un mundo hecho de palabras, historias, malentendidos anudados −la mayor parte de las veces− sin ton ni son. De ellos, rescatamos los que nos gustan, nos resultan cómodos o atractivos, y los ingresamos en la prensa teleológica del causa-consecuencia, de una pretendida lógica. Con ellos tejemos nuestros recorridos, deseos, aspiraciones. Así tenemos un objetivo laboral, preocupaciones sentimentales, etc.: “El progreso se alimenta de pánico”. FGL, lejos de permitirnos la tranquilidad de lo esperable, nos bombardea desde estas páginas con situaciones, personajes, flujos y contextos, hurtándose a la tarea de construir una explicación, un por qué. Nos desampara, clavándolos en un paraje en el que campea lo no lindo, no agradable, no complaciente (otra de las marcas que se mantiene estable a lo largo de su producción).
Lejos del realismo, bastante usual en la producción literaria argentina actual, FGL prefiere dislocar, torcer, abocarse al corte y confección hasta dejar en evidencia no sólo la tramoya del lenguaje y sus estúpidas frasesitas hechas, sino también los núcleos duros de los presupuestos que nos moldean: “Usted sólo es imprescindible para usted”.
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[Otro cielo]
Instrucciones a mí misma para pensar cómo usar un cuchillo
Por Mariana Komiseroff
Pongo música francesa. Ésta música me acompaña tácitamente desde hace años, pero no es una compañera muy fiel. ¿O debo decir que la infiel soy yo? A veces incursiono por otros universos sonoros, pero hoy termino de leer Cómo usar un cuchillo de Fernanda García Lao, me siento a escribir y casi de manera instintiva armo una lista de reproducción que arranca con Paris Combo, pasea por “Siberie m’etait Contée” de Manu Chao, y llega a Pauline Croze pasando indefectiblemente por Yan Tiersen y Edith Piaf. “La falta de variedad es la muerte”, escupe Rudolf en este libro. Voy eliminando los temas hasta quedarme sola con el gorrión. Cierro los ojos atravesada por la música de “Le petit monsier triste”, cargada de la lectura de los cuentos y siento un filo que me abre la boca del estómago.
Miro las marcas que hice en el texto. «Me asustan las miradas tibias», dice en “Desierto al revés” y me lleva a pensar en los narradores. Sorprenden: nunca son inocentes Un ejemplo de esta delicadeza es “Eclosión”, mi cuento preferido del libro, dónde una mujer virgen de treinta y seis años se masturba pensando en el vecino después de comer pulpo y se embaraza a sí misma. «Un proyecto de pulpo ha quedado oculto bajo la lengua y terminará siendo fecundado en un orgasmo extravagante: ella lo traslada de su boca a su cloaca de hembra». En este cuento la autora construye un narrador en apariencia no involucrado que sale a la luz en una última frase. La historia no se modifica pero nos obliga a preguntarnos quién es ese testigo que nos la cuenta.
Releo y copio los párrafos que marqué en el libro. Descubro párrafos completos que funcionan como perfectos microrrelatos. Extracto de “Sentencia”: «A los once, sus ojos se llenaron de muerte. En un accidente doméstico, sus padres explotaron por el aire al compás de la caldera. El fuego la dejó sola, con sus ojeras azules. Se quedó con la bolsa de lácteos, contemplando el desastre. El pasado había fagocitado de un bocado a su familia. Y a la biblioteca. Amalia sonrío, excedida de infortunio». Fragmento de “Sótano: ser de abajo” (cuento que viene con mapa de ubicación): «Mi hija parece una sandalia. Toda al descubierto. La tapo para no verla. Me turba su presencia. Y el sentimiento es mutuo. Un día no va a venir. Ya huele a hombres que la siguen. Tiene semen en el horizonte».
Leo los cuentos en voz alta. Leí varias veces “Libidine” porque más allá de ser un cuento impecable y original, me gusta como suena. Pienso en Ivonne Bordelois que en Etimología de las pasiones dice que las palabras, como nuestros cuerpos, se resisten y hacen ruidos, toda clase de ruidos, que las palabras son ruido e idea y que también están hechas de aire rudamente modulado por la garganta, los dientes, la lengua y siguen teniendo mucho de los primeros gruñidos, cercanos a los de los primates que estuvieron en su origen.
Pienso en escritores con el cuerpo muerto. Hay autores que reniegan del cuerpo, aunque no lo asuman o no lo sepan, eso se siente en la lectura. Como dijo Foucault, «si la sexualidad está reprimida, destinada a la prohibición, a la inexistencia y al mutismo, el solo hecho de hablar de ella produce una transgresión deliberada». Pero más allá de eso hay autores que pueden hablar de sexo y aun así su literatura puede carecer de él, del componente animal. Tal vez sin proponérselo comulgan con esa idea de Aristóteles de que todas las pasiones son malas si conducen a la desmesura. Y hay resultados muy interesantes pero no me entusiasman particularmente. En cambio Fernanda García Lao sostiene el lenguaje con narradores y personajes con cuerpos vivos, con latidos y circuitos de fluidos. Los desnuda y embellece en un manual de instrucciones cruel: «Hay algo sucio en tu persona. Se te intuye la humedad y el jugo. Tengo una sed terrible, me voy a atragantar y voy a dejar que me mojes los zapatos».
Me distraigo y recuerdo cosas que mejor olvidar. Le envío un mensaje a mi amiga contándole un comentario mala leche de alguien. Ella me responde: hay que sacar el cuchillo”. Y yo: “hay que saber cómo usarlo”.
Presto atención a la música. Suena “La vie en Rose”. Una balada francesa cantada con la garganta, por momentos apenas un sonido gutural onomatopéyico. Algo en el ritmo invita a moverse. Se escucha bien, se disfruta, pero se puede percibir por debajo cierta oscuridad, la sensación de que cualquier cosa puede venir a modificarnos el baile agradable. El lenguaje de Cómo usar un cuchillo es musical y perturbador como un tema de la Piaf, como una cajita de música o la risa de un niño en una película de terror.
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[Malviticias]
Filo, un libro de Fernanda García Lao
Por Matías Luque
La lectura avanza, no se detiene, cada relato alienta a la imaginación. Combina el humor negro con una narrativa exquisita, dando lugar a ciento de imágenes que ofrece el texto. Intencionalmente, se aleja del realismo cotidiano y se sumerge en la oscuridad sin llegar del todo a escribir cuentos de ciencia ficción. García Lao interpela al lector, lo incomoda con sus relatos contundentes, que ganan fuerza a cuestas de una fina escritura, delicada y a su vez visceral “morir te vas a morir igual, pero te da rabia que te pinchen y te saquen de tu vida que era tuya y no se la prestabas a nadie”.
La importancia del sonido de las palabras bien elegidas por la autora, dan el clima exacto en cada relato y ayuda a hilvanar cada acción. Los universos creados quedan eximidos del porqué, bombardean y se alejan de la belleza mundana “un objeto inmóvil es una derrota de Dios”. Los personajes reencarnan, mutan, algunos son asesinados, otros prefieren suicidarse. La sexualidad toma las riendas en varios pasajes. Nada es imposible, todo es real en el mundo que nos ofrece. La velocidad, la fluidez de la prosa imanta, su velocidad permite alejarse de lo plano, los personajes avanzan como cuchillos, no retroceden, establecen distancias.
Nada es bello, todo es oscuridad, tristeza, hastío y desesperanza, García Lao retrata los vínculos, el desprecio, el abandono sin eufemismos, pero ponderando al lenguaje, a las palabras y posicionándolas como reales protagonistas del libro. La importancia del espacio, los planos dibujados auspiciando de paratexto, conjugan con lo escénico teatral.
Desde una mujer que se masturba pensando en su vecino después de comer pulpo y se embaraza a si misma dentro de la bañera, un vendedor de raíces llega a un pueblo y terminara cambiando la vida de todos los habitantes, los pasos de un asesinato, un concurso de belleza donde las participantes sufrirán diferentes desgracias “la belleza es un desperdicio”, la vida desde un sótano, una navidad “impúdica”, un enjambre de abejas lamen y devoran a una mujer, todos habita en Cómo usar un cuchillo.
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[Estructura mental a las estrellas]
Abyección, horror y literalización de las metáforas
Por Lucía Alabart
Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao es un libro de 27 cuentos difícilmente encasillables en un género particular; sin embargo comparten entre sí una atmósfera común, un universo que linda entre lo deforme y lo escatológico: seres semejantes a lagartos, un trabajador de la morgue obsesionado con la muerte, inmundos, paralíticos, delirantes, personajes con deseos abyectos y finales suicidas.
Muchos de los cuentos de García Lao trabajan con lo que podría denominarse “metáforas literalizadas”, relatos que nos presentan una situación medianamente cotidiana pero descripta en términos poéticos, con imágenes sorprendentes. Por ejemplo, en “Bisturí / Desgrabaciones de mi alma”, el trabajador de la morgue tiene el corazón de su amada, que lo acompaña inclusive en su viaje al norte, en un recipiente de telgopor con hielo. Esa imagen metonímica por excelencia (corazón = amor) termina despertando dos sentidos o interpretaciones: por un lado, la imagen poética del amor y, por otro, la literalización extrema (el hombre tiene literalmente el corazón de su amada). Otros relatos trabajan con metáforas pero de un modo no tan claro como en el relato anterior. En ese sentido se puede mencionar “Chalet / Epístola punk”, donde en el soliloquio, el narrador se nombra a sí mismo y su familia como lagartos. En el caso de “Desgracia en tres sets”, por ejemplo, la estructura del tenis sirve como estructura trágica (en el sentido de estructura teatral) para narrar la historia; en el caso de “Vertical” ese nombre permite describir más eficientemente el suicidio. Sin embargo, si en alguno de los cuentos puede verse una interpretación un poco más delimitada, en otros casos, la trama es bastante desconcertante, como en “Desierto al revés”, “Tres a.m.”, “Inmunda”, entre otros.
El juego lingüístico, por su parte, interviene desde la sintaxis en narraciones truncadas o sin signos de puntuación. “Mensaje viscoso” es uno de esos relatos en que el lenguaje se presenta con la sintaxis del pensamiento o soliloquio interno: sintagmas nominales sin artículos, frases yuxtapuestas por contigüidad, una narración que adopta la forma de la enumeración o el recuento. El caso más extremo es “Golpe de sapo / anarquía de la forma”, una narración en primera persona, por un personaje abyecto, cuyo contenido se presenta sin signos de puntuación. También el cuento que da título al libro, “Cómo usar un cuchillo”, presenta particularidades formales. el relato se constituye como una “receta” o guía para matar, para ser un asesino.
Los cuentos de García Lao me recuerdan la estética y el horror de algunos cuentos de Silvina Ocampo (tal vez también, en ese mismo sentido, a los de Aurora Venturini): nos enfrentamos a personajes y situaciones más bien desagradables. Pero también nos recuerda a la estética ocampiana en el juego con el lenguaje, en esa “tortícolis de la sintaxis” o el juego con la exageración de las metáforas e imágenes que lleva a que éstas se vuelvan literales: cuando los personjes de Silvina Ocampo dicen “Voy a matarte”, acaban por matar; cuando los personas de García Lao se presentan como lagartos, se conserva una ambigüedad entre una interpretación metafórica y una literal que, lejos de confundir al lector o de hacerlo optar por una de las dos, conserva esa misma riqueza.
Un libro altamente recomendable para mentes que no se dejan perturbar por lo abyecto y el horror.
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[Télam]
Asesina serial
Por Dolores Pruneda Paz
En el libro Cómo usar un cuchillo, la escritora Fernanda García Lao deviene asesina serial –mata mujeres, varones, comunidades; suicida adolescentes; destruye familias, parejas y objetos– a lo largo de 27 textos breves y delirantes que se ríen de la muerte, con humor fino, surrealistas.
La autora partió de algo arquitectónico, ver cómo los escenarios modifican cada situación, cómo definen un cuento, y ahí se metió por todos los recovecos y literalidades de Buenos Aires, además de fábula a la Lovecraft, misterios sórdidos que no se resuelven y cuestiones sobre "cómo se vive la muerte" en el presente.
El libro editado por Entropía funciona como un plano inmenso, con muchas plantas y diferentes vistas de la ciudad, "quería ver cómo la arquitectura modifica o pervierte las historias. Son tres planos: interior, exterior y cimientos", dice a Télam la novelista.
"No es lo mismo vivir en un contrafrente urbano –en el interior de esas cajitas crecen un montón de teorías de costado grafica sobre el cuentoBuenos Aires– que en el Chalet, otro relato, del golpeador que busca enamorarse o en el subsuelo de Sótano: ser de abajo", donde un tullido construye su mundo emocional a través de lo alcanza a ver por la ventana alta de su cuarto.
Algunas historias surgieron de noticias reales, no especialmente policiales, pero la Corana que devora un pulpo que la fecundó enEclosión tuvo su disparador "en una nota muy loca de Yahoo –rememora–, sobre un calamar que eyaculó en la boca de una mujer".
Mientras que a la joven sacrificada del cuento Abejas a Delia, de alguna manera la encontró en los periódicos: "leí sobre un enjambre que había atacado a todo un pueblo. De la comisaría, al cine y de ahí a la municipalidad", se sonríe con la curiosidad.
"Me interesa lo fantástico verosímil, hasta dónde uno me puede creer, hasta dónde me van a seguir –considera–. Deformás, deformás, pero hay una lógica propia en ese delirio, no es capricho, un delirio solamente patético no me interesa, me importa que además pasa por momentos livianos y casi candorosos".
Ocurre que "me crié leyendo absurdos –explica–, mamá tenía mucho en casa de Eugene Ionesco, Samuel Beckett, Alfred Jarry, Witold Gombrowicz y me gustan mucho los narradores dramaturgos, me atrapa esa tensión del recorte, saber que abajo de esa narración algo late pero que sólo ves los destellos, el sobrante".
García Lao dice que le gusta trabajar con el lenguaje, como en el relatoNo hay mantra donde el conflicto está en la forma de decir y con los personajes. ahí esta Navidad impúdica, un cuento donde el verdadero conflicto va creciendo bajo la superficie y se ve al final, cómo matar una familia sin que haya un cadáver: "Yo también estoy usando el cuchillo como escritora", sentencia.
Sus personajes son seres desesperados: "Soy más oscura en la brevedad, cuando me extiendo aparecen otros terrenos míos, se ve que con el poco espacio entra menos luz", advierte.
En estas páginas hay una invitación a la imaginación, "es como un deseo, me gusta que me trasladen", comenta. ¿Por qué tanta muerte? "Siempre me gustó, como si vos no te fueras a morir, es cuestión de esperar", postula como uno de sus personajes.
"Vivo a dos cuadras del cementerio de Olivos –cuenta– y me parece muy interesante la reacción del público vivo con el fallecido, hay mucho énfasis en esta vitalidad lacrimosa que te distingue del que ya no puede expresarse, es muy físico, como una puesta en escena, un vaciamiento del gesto que pasa a ser un trámite del dolor".
La escritora habla de una desconexión con lo genuino, "se espera que te espantes ante determinadas cosas, si no lloras sospechan de vos, y que al cabo de un tiempo lo hayas superado, porque sino ya es un plomo, como una regulación del dolor".
En sus textos los asesinos suelen ser varones y las suicidas mujeres: "suele ser así en la realidad, los que matan son varones y las mujeres se autoflagelan más -advierte- y, sin caer en homenajes de género, vivimos un momento en que la violencia masculina anda presente de un modo cotidiano dentro de las casas".
Producto de una época en que "la batalla" femenina es más clara, es igualarse en las cosas que merecen ser iguales porque no querés perder tu modo de ser femenina y está claro que ser una sometida es algo demodé -ironiza-. No por nada hay narradoras potentes y narradores más bien nostálgicos que cuentan sus fracasos como en un diario íntimo masculino".
"Doy un taller que comienza matando al tallerista, con el ejercicio de una autonecrológica, es muy sanador poder reírse de lo peor, del borde. Es una excusa contra el sentido común, cada uno tiene su borde, hay gente que se aferra y otra que se tira".
De hecho armó el libro rítmicamente entre los que saltan y los que sobreviven: "lo pensé casi con música -dice-, hay cuentos breves, de largo aliento y otros brevísimos que forman como una percusión; y también intervalos de muerte, asesinato o suicidio".
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[Radar Libros]
Al filo
Por Ada Fornaro
Dramaturga, gran lectora de teatro, preocupada por el rol de los diálogos, Fernanda García Lao es sin dudas una singularidad de la narrativa argentina. Cómo usar un cuchillo la confirma en esa originalidad y la muestra como una escritora capaz de explorar la fantasía, el humor y el lado escatológico de la vida.
El año pasado, cuando estaba en París, Fernanda García Lao visitó por primera vez la tumba de Baudelaire. No había una lápida, sólo unas flores azules que la desconcertaron. Para esta escritora mendocina, exiliada de chica a España y repatriada de grande, el poeta francés seguía vivo. En alguna parte, en algún lugar. Pero lo que encontró fue un pedazo de tierra convertido en mausoleo. La muerte del héroe del mal se hizo patente y lloró a moco tendido. Espantó turistas. Ese fue su homenaje.
Dramaturga, poeta y novelista, García Lao fue considerada en 2011 como “uno de los secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana” en la Feria de Guadalajara. Después de varias obras de teatro y cuatro novelas (Muerta de hambre, La perfecta otra cosa, La piel dura y Vagabundas) publica ahora Cómo usar un cuchillo, un libro de relatos inclasificables que integran listas, manuales, radiografías de espacios y cuentos que son poemas o poemas que eligen narrar. Mata a todos, o a casi todos. Le da rienda suelta a su instinto asesino y pocos personajes sobreviven. García Lao se ríe mucho. En sus textos y en la vida. Porque el brote fantástico –tan presente en su literatura– suele nutrirse del humor.
-¿Cómo fue el pasaje de la dramaturgia a la narrativa? ¿Qué te llevó a mudarte de género?
–En realidad fueron actividades paralelas siempre. Era más visible lo teatral y lo otro crecía a la sombra. Yo empecé a escribir relatos desde chica y después me puse a escribir dramaturgia. Pero sobre todo era una gran lectora de teatro. Yo imaginaba todo, leía pensando en puestas en escena. Todo eso empezó de adolescente. El teatro del absurdo fue una gran escuela para los diálogos que para mí son vitales. Creo que muchas veces en la narrativa se olvidan. A mí me gusta escuchar a los personajes en la vía directa. Prefiero recurrir a la voz concreta.
-En Cómo usar un cuchillo hay una escritura performativa, de palabras convirtiéndose en acciones. ¿Buscaste deliberadamente ese movimiento?
–Sí. Para mí las protagonistas del libro son las palabras y el modo en que se alían para crear sentido. Siempre recurrí a diferentes disparadores y que tienen que ver con concentrar, nuclear. Las palabras como un ejército alucinado que no puedo manejar. Hay mucho de escritura automática, abrirse al inconsciente, olvidarse del presente. Aparece todo lo que uno calla para vivir socialmente. Como cuando me despierto de un sueño y me pongo a escribir todo eso que pasó en el otro mundo. No creo en la causalidad. El naturalismo es mentira.
-En este libro hay mucha oscuridad, pasa de lo gótico a lo gore. Lo escatológico, el asco y la náusea están presentes en casi todos los relatos. ¿Qué estabas buscando?
–El asco me parece que es una emoción muy activa. No es paralizante. El asco provoca físicamente alteraciones. Está la náusea, el vómito. Algo muy sartreano, obviamente. El asco está muy emparentado con este momento que vivimos, en que hay tanta saturación, exceso y eso lo provoca. Creo que son manifestaciones físicas a la vida absurda que pretendemos llevar. Y yo veo mucha gente que quiere manipular sus vidas con actividades y el cuerpo las vive traicionando. El cuerpo necesita otras cosas. No sé muy bien cuáles. Tampoco sé de dónde me vienen esas imágenes. Lo que sí sé es que cuando estoy escribiendo sobre fluidos, sangre y cuchillos, dejo de ir por un tiempo a la carnicería. Lo que pasa fuera de los textos empieza a impresionarme.
-La mayor parte de los personajes de tus cuentos derrapan, pierden el control.
–Yo sentí eso mucho tiempo en mi vida. Porque me llevaron a España de chica en el exilio y no fue mi decisión. Después mi viejo se murió de un día para el otro, nos volvimos a Mendoza, y los planes empezaron a parecerme una estupidez. Pasé una etapa muy anárquica. Me transformé en una terrorista de los planes. Y creo que eso también se refleja en la escritura. Yo no trazo un mapa antes de ponerme a escribir. No construyo castillos en el aire...Si ni siquiera tengo un ladrillo.
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[Eterna Cadencia]
"El arte dogmático es un imposible para mí"
Por Martín Líbster
Cómo usar un cuchillo es la primera colección de relatos que Fernanda García Lao publica luego de cuatro novelas que recibieron premios y menciones en diversos concursos. Ahora, a contracorriente de la mayoría de sus colegas que suelen editar libros de cuentos como escalón previo a la novela, se lanza al terreno del relato breve: su último libro contiene 27 piezas cargadas de violencia, vísceras, humor sutil, personajes al borde del colapso mental y material y hasta un manual de instrucciones que explica, a la víctima y al victimario, cómo llevar a cabo un asesinato como Dios manda. Sus palabras se retuercen, se rebelan contra sí mismas y contra la estructura que las contiene y las oprime. Cuando logran zafarse, vuelan como cuchillos enloquecidos dirigidos al rostro del lector.
García Lao, por suerte, es mucho menos amenazante que sus textos: piensa mucho antes de hablar y lo que dice, al igual que lo que escribe, suele tener sentidos que se abren y se multiplican en la mente de quien la escucha. Se ríe con frecuencia, aun cuando habla de cosas serias y hasta un poco siniestras; también en este sentido ella y su literatura se parecen. Hablar con ella es un placer por su generosidad y por la lucidez con que analiza el proceso literario, su papel como escritora y algunas tendencias del arte y el mundo contemporáneo.
–Lo primero que te quería preguntar tiene que ver con el proceso de construcción del libro. Cuando uno lo lee, observa un estilo coherente y una temática recurrente, casi como si fuera una novela en relatos.
–Los cuentos son de distinta data, pero no la corrección del libro, que fue minutos antes de entregarlo. Ahí ya lo trabajé como una unidad. Incluso escribí varios en los últimos días; cuando ya había dado por terminado el libro, no pude menos que sentarme y escribir un par de cuentos más, que envié más tarde a la editorial. Pero había cuentos que tenían un par de años, que siempre formaron parte del libro. No me interesa el cuento como objeto a olvidar en una cartera, sino como parte integral de algo. Me interesa que los textos disputen un poco entre sí y que, a nivel del ritmo, esté logrado cierto sentido de la respiración. Estuve muy pendiente de la sucesión de los textos, y no me daba igual que fuera primero uno u otro. Como en un álbum de música, quedaron muchos temas afuera, y de la última selección eliminé algunos cuentos. Con Valeria Castro de Entropía vimos que todos los textos estuvieran a un nivel no digo parejo, porque eso es imposible… Y además uno trabaja mucho con el desnivel. Pero había cuentos que eran experimentos un poco más fallidos que los que quedaron, entonces decidí sacar un par de cuentos y en esos huecos escribí estos relatos nuevos, como nuevas miradas sobre eso que había quedado ahí.
–¿Te interesa lo fallido como material a publicar o sos perfeccionista?
–Depende de qué fallido estemos hablando. Yo llamo fallido en este caso a que las piezas no terminen de encajar; no me interesan los cuentos cerrados ni los cuentos perfectos. No creo en eso, no creo en el arte perfecto, pero soy bastante obsesiva en cuanto a la selección de las palabras, de la sintaxis, de las imágenes, de las tensiones. Eso lo trabajo como si no hubiera posibilidad de fallo. Pero no me interesan los textos donde observo preciosismo; me gusta que haya tensión, pero también me interesa que queden algunas hilachas que le dan verosimilitud a las cosas más insólitas. En la ficción, como en la construcción de una mentira, a veces uno habla de más para ser creído. Y ahí me parece que hay que recortar lo que queda fuera del universo del relato. Pero estos otros pliegues que uno no entiende muy bien de donde vienen, esos sectores de oscuridad, está bueno dejarlos así. Eso sería el fallido para mí, no intentar iluminarlo todo.
–En el libro hay algunas frases que tienen mucha ambigüedad sintáctica, y también hay ambigüedad en los narradores. La ambigüedad parece ser un tema que te interesa.
–Sí. A mí me interesaba también explorar con total libertad cada uno de esos mundos breves que imagino para dotarlos de cuestiones que tenía ganas de explorar, entre ellas el punto de vista y la puntuación, para probar e intentar hacer estallar algunas cosas que se imponen como convención de trabajo. Como cuando uno se pone a escribir un cuento y te dicen “Para escribir un cuento se necesita a, b, c, d…”.
–El decálogo del cuentista.
–Claro, que es algo que detesto y que tiene engañada a un montón de gente que piensa que hay una fórmula matemática que si uno maneja va a dar a luz algo interesante. Como yo no creo en esa premisa, tenía ganas de demostrarlo y de demostrármelo a mí misma y patear esas cuestiones que parecen casi dogmas. El arte dogmático es un imposible para mí.
– El libro todo el tiempo trata de desacomodar al lector, incluso desde la adjetivación o la sintaxis. Me imagino que esto es buscado.
–Yo te podría contestar que sí o que no y en ambos casos sería absolutamente veraz. Por un lado hay una cuestión de origen en mi modo de escribir que tiene que ver con eso. Mi primer libro de cuentos, que está inédito, se manejaba con los mismos parámetros. Y yo antes de eso no había escrito más que poemas espantosos, con el diccionario en la mano, jugando a saltar, jugando al corte. Porque por algún deseo oculto yo sabía que para que mi vida tuviera sentido tenía que escribir. No como profesión, sino como práctica vital. Y de pronto un día entendí lo que quería escribir y me senté y lo terminé en un mes, más o menos, de escritura diaria y alocada, como dictada. Después ese libro siguió creciendo. Y además no tenía nada que ver con mi vida cotidiana ni con ese presente, sino que era algo absolutamente… no sé si llamarlo “artificial”. Yo en ese momento estaba embarazada, y en lugar de asustarme por mi precocidad, me agarró como un “arrebato metafísico. Algo muy potente, en el que también estaba implicado mi cuerpo y todo ese misterio que se estaba produciendo ahí. Necesitaba equilibrar de un modo intelectual eso tan fuerte que estaba más allá de mí, pero que se producía en mí, para no quedar postergada por el evento que no paraba de crecer y multiplicarse. Entonces empecé a pensar un montón de cosas que eran como didascalias de una obra de teatro que no escribí, donde había vínculos extraños entre objetos y personas. Y ahí empezaron a aparecer un montón de objetos que hacen a la historia de una persona más allá de su cuerpo y sus rutinas, que son cosas que me resultan muy poco interesantes, objetos que tienen que ver con las elecciones de mundos que uno hace. Pero también tiene mucho que ver con la puesta en escena. Yo de algún modo pongo en escena, lo que pasa es que no está pensado para ser visto, sino para ser leído. Es como si postergara la presencia del espectador.
–En ese sentido, me pareció que la tapa de La piel dura, esa fotografía de Marcos López, estaba muy bien elegida, porque en el libro hay mucho de puesta en escena, no sólo en el argumento sino a nivel sintáctico. En este sentido, Cómo usar un cuchillo parece una radicalización de ese procedimiento. Tal vez por la forma breve; todo está mucho más concentrado.
–Yo disfruto mucho de la concentración, de “inquietar” situaciones. En realidad, cuando escribo novelas lo que más me cuesta son los enlaces, porque me gusta escribir núcleos. Por eso también salto tanto; en una página de una novela mía pareciera que pasan muchas cosas. Y eso es porque el detalle me aburre; tampoco me interesan las descripciones.
–Pero más allá de ese “recargamiento”, la prosa es muy vivaz.
–No es pesada; tiene algo de liviandad. Si la frase es un hilo, no le podés colgar tres kilos de ropa. Espero que la cosa fluctúe, que pase aire, que sucedan cosas en ese colgajo.
–¿Sos lectora de poesía?
–Sí. Leo y escribo poesía. Y esa ligereza de la que yo hablo viene emparentada con estas ráfagas de humor que en la poesía no aparecen. Mis novelas tienen más humor que mis cuentos y mis cuentos, a su vez, tienen más humor que mis poemas. En esa destilación hacia la síntesis se va perdiendo el absurdo y va quedando una pasta un poco más densa. Y a mí me parece que la poesía y las palabras que van apareciendo y van atrapando cosas también me atrapan a mí de algún modo. Siento que la poesía es una actividad de riesgo. Soy más lúdica en las novelas, siento que es un terreno para jugar.
–El humor en los relatos es más sutil que en La piel dura, por ejemplo. Ahí usás el humor más abiertamente.
–Sí, lo que pasa es que en los relatos queda reducido a un mínimo moñito. En la novela tengo más espacio; tal vez en los relatos el humor queda reducido a dos frases, porque está todo más concentrado.
–El humor en los relatos aparece muchas veces asociado a la crueldad y lo siniestro. En realidad, es algo que atraviesa toda tu literatura. En ese sentido también me pareció que la foto de Marcos López era muy apropiada.
–La elegí yo. De hecho, elegí todas las tapas de mis libros.
–¿La que empuña el cuchillo en la tapa de este último libro sos vos?
–Sí, es una autofoto. En realidad son dos fotos, una mía y una de Paula Mariasch. Pero la del cuchillo soy yo. Estuve buscando fotos y ninguna me convencía, así que decidí producirla.
–Hablando del cuchillo, el cuento que da nombre al libro ¿es una parodia de Cortázar?
–Un poco, sí. Y también de esa manera de construir. A mí hay un libro que me tranquilizó mucho que es Del asesinato como una de las bellas artes, de Thomas De Quincey. Cuando lo leí, me dije: “no es para preocuparse, todo esto que a mí me pasa ya le pasó a otro”. Lo leí hace como mil años, entonces yo siento que tengo el permiso de algunos maestros para utilizar las herramientas de otros modos. Evidentemente uno también es resultado de sus lecturas, pero a sus lecturas las elige uno.
–Sin embargo, es difícil encontrar influencias en tu literatura más allá del surrealismo.
–Lo que pasa es que yo escribo muy hacia adentro. No es tan simple encontrar ahí influencias porque yo tampoco adscribo a ninguna escuela; soy fanática de mi libertad.
–¿Pero qué autores te interesaron, en tus años de formación o ahora?
–Yo empecé leyendo teatro del absurdo. En general, me interesan los escritores que son dramaturgos: Beckett, Gombrowicz, Copi, Jean Genet. Casi todos son dramaturgos, y no sé si es casualidad. En general suele suceder que cuando un escritor que primero es narrador escribe para teatro escribe enormes parrafadas y escribe para nadie, no escribe para un actor. Escribe para sí mismo, para una platea, y se pone pretencioso, pesado, interesante… En cambio cuando es un dramaturgo el que escribe narrativa dota a los momentos de otra intensidad, es como si inyectara vitalidad y cuerpo a una idea.
También hay cierta influencia quevediana en lo que yo hago, aunque no tenga nada que ver. Lo leí en la escuela y quedé fascinada. También la lectura del Quijote, que me divirtió muchísimo, La Celestina, textos muy alocados, donde hay un erotismo extraño que también me interesa. Pero supongo que todas esas lecturas quedan palpitando en algún lugar del inconsciente y después se resuelven de un modo del que uno tampoco es tan responsable. Yo no sé si uno es responsable de su estilo.
–En uno de los cuentos, la narradora dice “la falta de variedad es la muerte”. Y yo pensé “acá debe estar hablando…”
–En contra de la pureza. Y de la escritura monótona. Pero lo pienso en todos los órdenes de la vida, no sólo en la literatura.
–El libro se lee un poco como una novela porque hay muchas situaciones repetidas, mucha gente al borde del suicidio…
–Las mujeres. Son las mujeres las que se suicidan y los hombres los que matan.
–En esto yo leía una referencia política muy sesgada.
–Los objetos que uno crea son, de algún modo, máquinas ideológicas. Desde la elección del punto de vista en adelante, todo implica una intervención sobre la realidad. Y uno puede presumir quién es ese que está del otro lado por las elecciones y los recortes que hace. Cuando vos empezás a escribir cualquier cosa, tenés el mundo; todo está por escribirse. Empezás a elegir por determinado sendero y se empieza a cortar el terreno; ese recorte que uno hace es profundamente ideológico. Yo creo que esa elección es mi modo de ser contemporánea con este caos sin nombrarlo. No me interesa ser fiel a lo coyuntural, a lo que parece que sucede. Siempre me sentí un poco fuera de lugar, posiblemente por el exilio, los múltiples cambios de domicilio y de lengua y esas cosas, y un poco fuera del tiempo, no en el sentido esotérico, sino que siento que hay como un continuo. Adelante y atrás me dan igual; no siento que hayan cambiado mucho los grandes temas, pero sí se presentan de modos nuevos. La violencia disfrazada de ley, por ejemplo, es más del siglo XX; la obscenidad actual, el exhibicionismo, el mostrar absolutamente todo para existir, me parece que es algo de lo que participa cierta ideología a la que uno adscribe sin preguntarse y pensando que las ideas han muerto. Se ha conseguido una cosa muy tremenda: que los actos no tengan nombre. Y la gente, yo incluida, se entrega a esto, a hacer un montón de cosas obsesivas o neuróticas.
–Más allá de tu mirada crítica ¿te atrae ese exhibicionismo? ¿Consumís, por ejemplo, trash televisivo?
–Televisivo no. Tengo Facebook, por ejemplo. Pero yo soy consciente de que estoy utilizando una herramienta. Creo que ya todo el mundo se dio cuenta. Pero también me parece muy interesante a nivel vincular. Da una sensación de saber quién sos, o quién es aquél al que estás visitando momentáneamente, y en realidad uno se edita, y para mí eso es un acto tan complejo como la publicación de un texto. Me interesa el componente poético que hay en eso, la síntesis a la que te obliga, y la construcción de una personalidad que no sé si es propia.
–En los relatos aparece mucho el tema del voyeurismo. Hay mucha gente que mira por las ventanas a sus vecinos. ¿A vos Facebook te sirve un poco para observar vidas ajenas?
–Sí, obvio. Y me sorprende que mucha gente comparta imágenes tan privadas.
–En tus libros hay varios personajes que sufren de esa neurosis exhibicionista.
–Sí. Es que yo creo que todos la padecemos en mayor o menor medida. Lo que pasa es que se ha viralizado. También se ha viralizado el deseo de tener un nombre y una cara asociada a ese nombre. Antes uno quería firmar las notas; ahora no es sólo la firma sino también la cara.
–¿Te interesa el arte contemporáneo? Te lo pregunto porque en tus textos se nota una apertura hacia otras formas como el cine, la música y sobre todo las artes plásticas.
–Sí, mucho. Me parece que, epistemológicamente hablando, avanzaron mucho más que la literatura, y tienen códigos mucho más complejos. En literatura, todavía estás luchando para lograr la simultaneidad de escenas, algo que ya está ampliamente superado. En el arte contemporáneo conviven varios lenguajes; la imagen es aceptada con más naturalidad que la palabra y a la vez impacta de otro modo. Estaba pensando en el escándalo que se armó con las obras de León Ferrari; todo eso generó muchísima molestia porque es algo absolutamente visible, algo a lo que cualquiera que pase por ahí tiene acceso. En la literatura, en cambio, te tenés que meter en el libro y ver qué sucede. Y no creo que haya muchos fanáticos religiosos que lean.
Me interesa que la literatura sea un riesgo para el que lee. A mí no me basta con que me cuenten un cuentito. Y me parece que en la literatura deberían convivir las otras artes. De hecho yo pienso mucho en términos de imágenes, en cuestiones que se manejan cuando uno construye visualmente un objeto: la contradicción, el claroscuro, el punto de vista, la perspectiva, las líneas en tensión, en que no todo esté plano. No somos egipcios. Hay mucho texto muy plano, que no tiene ni sombra.
–¿Te interesa la teoría?
–Sí. Pero me parece que es el texto el que lo tiene que decir y no yo. Hay grandes teóricos que, cuando se sientan a escribir ficción, son tediosos o ingenuos o se les nota demasiado el trazo grueso. Y si yo hay algo que no soy es teórica. Yo intento corporizar todo eso que otras cabezas más lúcidas que yo plantean de modo teórico. Para mí, fondo y forma narran juntas; el modo en que aparecen las cosas también es el conflicto.
–¿Cómo te llevás con la idea de lo posmoderno y la falta de referencias?
–Supuestamente lo posmoderno ya está perimido. Estamos sin palabra ahora. Me parece que esa falta de referencias dio el permiso para ser conservadores a muchos personajes de la cultura. Esta cuestión del fin de las ideologías dejó el terreno allanado para una suerte de mediocridad y mucho cinismo. Pero me parece que es un momento interesante para plantar la bandera de la anarquía en el mejor sentido del término; cada uno, como creador, debería construir su lógica y no repetir fórmulas. Me da la sensación de que, a nivel teórico, no hay mucho recambio de cabezas. Los grandes pensadores del siglo XX desaparecieron y ese hueco se nota mucho.
–Esto te lo preguntaba no sólo por vos sino también por tus personajes. Dan la sensación de estar perdidos por la falta de referencias sociales, como desenganchados, y muy pauperizados no sólo a nivel material sino también mental. Aunque lo contradictorio es que lo piensan con una sintaxis y una adjetivación que no serían propios de esos personajes.
-Lo que pasa es que ahí está la elaboración. Si voy a hablar de gente simple, necesito un lenguaje más elaborado. Como cualquiera, yo estoy expuesta a un montón de situaciones absurdas y, cuando se las cuento a alguien cercano, me dicen “tenés que escribir eso”. Y yo digo “no, eso ya me pasó”. Uno no escribe sobre lo que ya le pasó, y estoy en contra de la escritura como fotografía de un momento pasado. Uno no es personaje de su ficción. Si no, es como el diario íntimo: el primer estadío de la escritura. En definitiva, mi anécdota personal es igual de aleatoria que cualquiera que yo pueda inventar; no me parece que lo vivido tenga más peso que lo imaginado. Me parece que, si un escritor se limita a hablar de su vecina, su literatura tiene mucho que ver con a dónde se haya mudado. Hay que construirse el silencio para sentarse a escribir. Y hay mucho ruido. Si voy a escribir personajes con ruido, tengo que pensar cuál es mi estrategia narrativa para hacerlo. Y nunca es la literalidad.
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