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[Perfil]
Una vida, todas las vidas
Por Daniel Link
A las 8.44 sonó el timbre. Me sorprendió y me irritó el horario. Yo había puesto una cápsula de café en la máquina y me preparaba a leer los diarios mientras desayunaba. Era el mensajero de editorial Entropía, que me traía el libro Cuadernos, de Andrés Di Tella.
Horas después recordé que había madrugado para llevar el auto al taller. Pero el libro de Andrés me había cautivado como una droga y me había olvidado de todo.
Le escribí: “Me impresiona y me emociona mucho tu libro”. Creo que a Andrés no necesitaba explicarle por qué. Pero sí a quien por azar se detenga en este breve testimonio de lectura.
Cuadernos reúne una serie de textos más o menos desordenados, algunos ya publicados previamente, pero ahora puestos en correlación con otros nuevos, cuya intensidad queda subrayada por el epígrafe del libro, “En el primer momento el comienzo de todo cuento es ridículo”, tomado de los Diarios de Kafka, que Andrés y yo leímos en la edición de Marymar cuando teníamos, qué se yo, veinte años.
Después Andrés va hilvanando sus pareceres sobre el cine (a partir de películas que comenta con exquisitez), su propia práctica, su vida y, esto es lo que importa, la Historia.
Yo sabía que Andrés Di Tella podía escribir este libro y sabía también que debía hacerlo. Porque para las personas de mi generación la experiencia de vida, la experiencia de lectura y la experiencia cinematográfica está inevitablemente anudada con el trauma que significó la Dictadura (no en vano Andrés le ha asediado desde diferentes lugares en varias películas). Pero también porque somos, en efecto, el producto de un mundo ya perdido pero que en nosotros y por nosotros, todavía palpita levemente: un mundo con hipótesis de futuro.
Cuadernos es mucho más que un libro de pretextos cinematográficos. Es una vida tironeada entre lo privado y lo público que encuentra en Andrés a ese gran escritor que siempre estuvo ahí, agazapado.
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[El diletante]
En un cuaderno cabe el mundo
Por Raúl A. Cuello
Observamos hipnóticamente la mano de Nana (Anna Karina) y su trazo de caligrafía perfecta en la carta del Vivre sa vie de Jean Luc Godard; poco importa lo que está escribiendo: sólo nos supeditamos a la forma que van tomando esas curvas que sincopadamente nos llevan al mínimo espacio que impone la continuidad de la sintaxis. Algo de esta fuerza hipnótica del estar haciéndose pervive en los Cuadernos de Andrés Di Tella (Buenos Aires, 1958) y que la editorial Entropía acaba de publicar en formato libro. Allí reside un ánimo tripartito, una voluntad que va desde lo 'documental' en su amplio espectro (aquí documental y espectro toman varias formas también), hasta lo fugaz de la anécdota, pasando por la memorabilia afectivo-familiar.
Qué ancho y raro es un cuaderno, qué vacío es ese espacio en donde cabe un mundo. O varios. Los de Di Tella habitan en el límite técnico que se genera entre Belgrano R y Villa Ortúzar, la calle de Londres en la que vivieron sus padres antes de ser sus padres, la India, California y, como si fuera poco, el mundo del cine que es a su vez un multiplicador de mundos. Este es un objeto que dejó caer el tiempo y que en ese caer le dio sentido, mas no orientación. Bien afirma Jonás Trueba en su contratapa que se trata de un mapa, sí, pero un mapa en el que las direcciones no son claras y por ello mismo la aventura reside en el arte de perderse. O de perder, como en el poema de Elizabeth Bishop que funciona como apertura a uno de sus escritos: "El arte de perder se domina fácilmente; / tantas cosas parecen decididas a extraviarse / que su pérdida no es ningún desastre." Y si bien uno termina perdiéndose en medio de un encuentro que Di Tella tiene con Francis Ford Coppola; en las actividades de escritura creativa de Dave Eggers o en un barrio de Madras en el que está filmando un documental, uno también termina por recobrar algo de la experiencia. Entonces así se explica, al menos en parte, por qué Di Tella lleva estos cuadernos: para encontrar un lugar en donde se pueda restituir esa pérdida.
En todo el libro se camina (literalmente, puesto que hay seis referencias concretas al acto de caminar) entre los intersticios que le permiten al escritor cohesionar distintos espacios de vida: del Diario de Perlov al de Ruiz, de los collages fílmicos de Jonas Mekas a la aventura improvisatoria de James Benning, incluyendo las costas sentimentales de su experiencia sensible, el autor de Fotografías nos arrastra con su cadencia alegre, limpia, de pulso continuo. Somos la tinta de esa estilográfica que Nana hace bailar sobre la página.
Creo que como lectores no le podemos pedir más a un texto.
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[Radar Libros]
La voz en off
Por Mercedes Halfon
Todo lo que puede entrar en un cuaderno: pensamientos fugaces o muy sesudos, citas de autores favoritos, proyectos por realizar, proyectos realizados, anecdotario, frases escuchadas al pasar, recuerdos que por alguna razón vuelven a la mente, dibujitos, críticas de obras o películas vistas, autocríticas, listas, fotos, recortes de diarios y mucho más. Un cuaderno de artista es como una sala de ensayo y lo que se puede ensayar es… prácticamente todo. Así de diversos, movedizos y atrapantes son los Cuadernos de Andrés Di Tella. Después de años de dedicarse a las imágenes, presenta un libro que parece ser la voz en off que acompañó y sostuvo su enorme trabajo cinematográfico durante el tiempo y que recién ahora podemos escuchar. Con su título denotativo y concreto, Cuadernos oculta apenas lo maleable, frágil y complejo que traen sus páginas.
Al tratarse de apuntes tomados por una persona durante diez años o más, los temas y problemas cambian. En capítulos que varían en su extensión, va construyendo un tono que se permite algunos saltos. Textos breves, de un párrafo, se suceden con otros que pueden llegar a las 10 páginas. Van de lo autobiográfico a lo ensayístico o a la apasionada recopilación de figuras –como álbum de figuritas personal-- que acompañaron su vida con imágenes y palabras. La primera decisión que se observa es la de no ordenar los fragmentos temáticamente, sino en una concatenación más rítmica, como un montaje de atracciones. Textos disimiles que no permiten bajar ni por un momento la atención del lector. Y provocan sentidos justamente a partir de esa sucesión de historias disímiles.
Lo que mantiene unido y da sentido al conjunto es, por supuesto, la figura del autor. La primera persona es la argamasa que mantiene enlazadas las partes que viajan en tiempos y espacios. Y esto no es casual. Para Andrés Di Tella la primera persona es un estandarte estético, una posición ética dentro de sus universos cinematográficos y también aquí: es su política de autor. Como si dijera –sencillamente, humildemente-- sólo puedo contar desde mí haciendo explicita esa marca enunciativa. Esta premisa articula la voz narrativa, pero también se vuelca sobre el contenido. Las preguntas acerca de la identidad vuelven y vuelven al relato: al reflexionar sobre escrituras y documentales autobiográficos, pero también de un modo más profundo cuando el narrador aborda lo que denomina su novela familiar.
En el primer capítulo, por ejemplo, un bar en Villa Ortuzar donde el autor acude a garabatear en su cuaderno, le despierta una serie de asociaciones barriales. Está a una cuadra de la casa de su infancia demolida algunos años atrás –la dirección está grabada en su memoria--, la misma casa donde murió su madre. Una imagen potente, arrasadora, que sin embargo, no lo asfixia, ni lo deja clavado al recuerdo doloroso. La evocación no se queda quieta y va hacia otra casa, también en las cercanías de su mesa de café, donde vivieron los fundadores de la Escuela del Sol, una institución de vanguardia en los 70, donde él estudió. El recuerdo del estilo libertario de sus viejos profesores se enriquece con un dato del que se enteró hace poco. Exactamente enfrente de esa casa estuvo la de Norah Lange, a donde Borges acudía semanalmente a sus tertulias. El amor platónico entre ambos – forjado en largas caminatas, poemas recitados a voz en cuello, incluso desde la azotea de esa mismísima casona estilo Tudor— fue derribado por la aparición en el grupo de Oliverio Girondo. Debido a esa desilusión Borges dejó de escribir poemas y comenzó su camino de cuentista. Unas historias le ocurrieron a él, otras se las contaron; unas casas están de pie, otras fueron demolidas, pero sus habitantes parecen caminar todavía por esas mismas calles. Como el mismo Andrés niño. Con esa mezcla de pasado y presente, de relato de iniciación propio y ajeno, comienza este libro. Cuadernos también es un relato de fantasmas.
En uno de los capítulos que siguen, El documental y yo, se abre la reflexión cinéfila, que como no podía ser de otro modo, está profundamente situada a partir de la experiencia de Di Tella como espectador y como realizador. Menciona el caso de dos críticos que a raíz del estreno de su filme así llamado, le comentaron que era “muy temerario” que un director se exponga tan personalmente en un documental. La anécdota le sirve para problematizar la cuestión, los mitos y verdades sobre la objetividad en este género, la disimulada e inevitable presencia de la ficción, el lugar del documentalista en este universo y qué derecho o necesidad tiene de contar sus problemas en una película de estas características. Lo hace en un recorrido que es a su vez una exquisita historia del documental en el que aparecen cameos de su iniciador Robert Flaherty, el Direct cinema americano, el Cinema verite francés y el enorme Jean Rouch, sutil inspiración para Di Tella. Y llega a una conclusión interesante: la ficcionalización o falsificación –presente en el documental de maneras más o menos explícitas- puede alumbrar una autenticidad, revelar una verdad que no hubiera aparecido por otros medios.
Pero el pensamiento sobre la identidad y el modo en que se puede plasmar en un objeto artístico no se queda sólo en el terreno de la especulación, sino que aparece encarnado de un modo radical en el capítulo El curioso incidente del perro durante la noche. Allí el autor abre el proceso de creación de Fotografías, su anteúltimo film que tiene como centro a su madre, Kamala Apparao. En parte el asunto ya había sido planteado previamente, cuando presentó su “novela familiar”. Hijo de un matrimonio singular, entre Torcuato, un argentino de origen italiano y Kamala, que para el registro infantil de Di Tella es “la única hindú de la Argentina”. La historia de ese amor que comenzó en los años 50, en una Londres atónita por ese cruce étnico, sus dificultades, la llegada de los hijos, incluso el tiempo en que vivieron con ellos en Inglaterra, en los que el autor atravesó un significativo episodio de discriminación por su color de piel. Esta cuestión toma una actualidad inmediata cuando Di Tella viaja a la India a filmar –narrado en el capítulo Diario de la India-- y la pregunta sobre la identidad, lo que él considera propio y lo que hasta ese momento pensó ajeno, se torna ambiguo o como él mismo escribe, mutante.
“La identidad ya no es un punto de partida, sino que la autobiografía se convierte en una experiencia que permite dibujar una identidad, uniendo los puntos. La identidad como algo contingente, necesariamente incompleto, que muta en forma permanente, en función de la experiencia, que la enfrenta con distintas posibilidades.” Iniciar ese camino hacia un origen, reinventa ese origen y lo convierte en algo que no está enterrado en el pasado, sino vivo, que puede ser repensado y también filmado o como aquí: escrito.
La melancolía de evocar la vida y los cariños idos se complementa en Cuadernos con el entusiasmo que le generan a Di Tella algunas películas, algunos libros, algunas obras de teatro y también algunos encuentros con personajes célebres. La obra de Ricardo Piglia, Lucrecia Martel, Witold Gombrowicz, Matsuo Basho, Macedonio Fernández, Jonas Mekas, Narcisa Hirsch, Luis Ospina y muchos otrxs se cuela en las páginas de un modo muy contagioso, muy vital. Todo mención tiene una capacidad inspiradora, productiva. Si como dice dice Piglia en Formas breves, la crítica es la forma moderna de la autobiografía, al escribir esas lecturas que lo marcaron, Di Tella está escribiendo la suya.
Fragmentaria, mutante, viajera. Cuadernos está hecho de fragmentos y es en sí un fragmento que en un momento termina: como si dijéramos, el autor llegó hasta la última hoja. Pero podría seguir y esto ser sólo el comienzo, el working progress de unas memorias en construcción. Esperamos que así sea.
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[Página 12]
"La idea de que lo personal es político fue muy importante para mí"
Por Astrid Riehn
En las primeras páginas de Cuadernos, el magnífico libro que acaba de editar por Entropía, Andrés Di Tella recuerda la casa de su infancia en Belgrano R sobre la calle Sucre, entre Estomba y Naón. Una casa que no está más, como tampoco están más su madre, Kamala Apparao, quien murió entre esas cuatro paredes, ni su padre, Torcuato Di Tella, quien fundó, junto a su hermano Guido, el mítico Instituto Di Tella. A partir de ese recuerdo personalísimo, el autor rememora a Mike Sweet y Mariana Biro, amigos y vecinos de sus padres, quienes fundaron la Escuela del Sol, una institución de vanguardia donde los chicos le hablaban a los profesores de igual a igual en los años 70. Un retazo de memoria que sirve, a su vez, como trampolín para recuperar la historia de Norah Lange, gran amor de Jorge Luis Borges, quien solía perderse por las calles del barrio en sus caminatas junto al autor de El Aleph. “El descubrimiento de un pasado lejano y legendario, del que quedan huellas concretas como la casa de Pampa y Tronador (N. de la R.: por la casa de Lange), suma la emoción de recorrer las mismas calles tranquilas que recorrieron hace años Borges y Norah. Por las mismas calles camina, también, por supuesto, el espectro de mi madre. Y también, por qué no, el del niño que yo fui”, señala Di Tella, quien va hilvanando recuerdos y anécdotas en su libro con la misma destreza de un chico que juega a saltar baldosas.
En Cuadernos, Di Tella emplea la misma primera persona frontal y transparente que constituye la denominación de origen de su cine. Una primera persona que lo llevó a filmar una trilogía documental sobre su familia integrada por La televisión y yo (2002), Fotografías (2007) y la reciente Ficción privada, pero que también empleó en otras películas no tan estrictamente autobiográficas, como 327 cuadernos (2015), acerca de los diarios de Ricardo Piglia, o Hachazos (2011), sobre el cineasta experimental Claudio Caldini. El resultado es una recopilación de apuntes, fragmentos de guiones y artículos periodísticos por la que desfilan nombres como James Benning, Lucrecia Martel, Witold Gombrowicz, Pedro Costa, Francis Ford Coppola y V.S. Naipaul, por mencionar solo algunos. Un libro delicioso que va de lo privado a lo público, de la historia personal a la historia cultural de un país y también, por qué no, a la de lo que Di Tella define como su patria: el cine. Porque cada vez que el autor menciona a un cineasta o a un escritor, evoca un rodaje, una vivencia de su infancia o cita un libro, lo hace para reflexionar sobre algo que está más allá de él, o como explica él mismo, “iluminar” la vida del lector.
-¿Cómo surgió la idea de editar Cuadernos?
- Este libro empezó hace unos 10 años, cuando llevaba a mis hijos temprano al colegio. Me iba a tomar un café y me llevaba siempre uno de estos cuadernos. Me pasaba una, dos horas escribiendo. Y ahí salía casi diría que otra persona, que no era del todo el Andrés que anda por la calle. Era alguien en relación con mi cuaderno. De ahí surgieron guiones de mis películas, apuntes para artículos periodísticos, empecé a anotar sueños… Me gusta mucho el formato del cuaderno como método de trabajo, como forma artística, he dado incluso seminarios con esa temática. Un día empecé a transcribirlos a la computadora y me pareció que ahí podía haber un libro. En mis propias películas dejo un poco la hilacha, como si fueran películas que muestran su propio work in progress, su propio cuaderno de apuntes. Son películas que se terminan de completar en la mente del espectador.
-Cuadernos es un libro muy cálido, se lee como si conversaras con el lector. Ese ponerse a la par para compartir lo que te interesa, y no en un lugar de supuesta autoridad, ¿es algo consciente?
-Muchas de mis películas son en primera persona, algunas directamente familiares, y en ese caso hago un esfuerzo para que esa voz del narrador sea un poco vulnerable, que de alguna manera esté descubriendo lo mismo que el espectador. Ahí hay algo más deliberado. El libro es resultado de ese momento de intimidad que tengo con el cuaderno, en el que escribo un poco para mí, aunque si fuera solo para mí, no escribiría (risas). El acto de escribir presume un interlocutor y creo que ese interlocutor es un igual. Es como esa frase de Baudelaire ‘Lector, tu bien conoces al delicado monstruo/ ¡hipócrita lector -mi prójimo- mi hermano!’. El libro es en primera persona, autobiográfico, con la esperanza de que algo de eso resuene en la propia vida del lector, que la ilumine.
-En el libro recordás que cuando estrenaste La televisión y yo, dos críticos te dijeron que les parecía temerario que aparecieras tanto en la película. En el último tiempo se estrenaron varios documentales en primera persona, como Papirosen, de Gastón Solnicki, o más recientemente Esquirlas, de Natalia Garayalde. ¿A qué creés que se debe ese triunfo de la primera persona en el cine?
-Pasamos de ‘¿Y este quién se cree que es?’ a ‘¿Otro más?’ (risas). Creo que la primera persona molesta siempre, porque tiene que ver con esa idea de autoridad de la que hablábamos antes. Cuando empecé con mis películas era rarísimo que uno hablara en primera persona en un documental y encima de cuestiones autobiográficas. Pero para mí esa primera persona, lo autobiográfico, tiene que ver con cuando tenés algo un poco difícil de contar. Tiene algo de coming out, como decir ‘mamá, soy gay’ hace 30 años, o hoy todavía...Por eso creo que el libro tiene algo generacional.
-¿Por qué?
-La cultura gay, por ejemplo, forma parte de mi cultura, aunque yo no lo sea. El decir ‘yo soy esto, me gusta esto, esta es mi vida’. Ese relato tenía que ser en primera persona, porque era testimonial. Y esto se conecta también con el feminismo, que de alguna manera habilita esa posibilidad de hablar en primera persona. La idea de ‘lo personal es político’ fue muy importante para mí, una clave para entender cómo hablar. Me crie un poco en Inglaterra, donde estuve a fines de los 70, principios de los 80, y allá, en ese momento, el feminismo era muy fuerte. Incluso podría vincularlo el testimonio de los ex detenidos desaparecidos. Fue una marca tremenda en los años 80. Hice varias películas en relación a esa temática. Esas personas, que habían pasado por el horror y una situación límite de la condición humana, tenían que dar testimonio y la única forma de hacerlo era en primera persona. Esas tres cosas me conformaron. Ahora eso triunfó culturalmente y es legítimo hablar en primera persona.
-También decís que “la censura de la expresión personal” es algo muy argentino. ¿Por qué?
- En Argentina hubo una cultura bastante represiva en lo formal. Creo que tenemos una cultura de la amistad que es maravillosa, de contarle de todo a tu amigo, y que no existe en Inglaterra, por cierto, pero por otro lado cuesta hacerse cargo públicamente. Haciendo documentales me cansé de hablar con gente que me contaba cosas increíbles y después, a la hora de grabar, no las quería contar. Y no era nada terrible. Creo que esto cambió, aunque hay todavía un resquemor hacia la primera persona en nuestra cultura que no veo en otros países. Ahí es donde creo que estas cosas transformativas del feminismo y la cultura queer fueron cambiando eso. Lo mismo que la cuestión racial, que cambió de manera extraordinaria en Inglaterra en los últimos 30 a 40 años.
- Hablando de racismo, en el libro contás el impacto de la primera vez que un chico te llamó ‘fucking wog” (western oriental gentleman) en Inglaterra. ¿Cómo influyó en vos esa experiencia?
- Fue algo bastante doloroso, sobre todo porque yo no estaba preparado. Mi mamá, que era hindú del sur, de piel mucho más oscura que yo, nunca tuvo problemas con eso. Contestaba, o quizá ya sabía que los ingleses eran así. Pero no me transmitió demasiado de la cultura hindú, fue algo que yo fui buscando después, porque ella pertenecía más al ideal del siglo XX de ‘ciudadano del mundo’. Una amiga mexicana me dijo una vez que quizá debería estar agradecido por ese episodio. Perteneciendo en algún sentido a una familia privilegiada, y habiendo tenido una infancia de privilegios, fue bueno tener la experiencia de estar del otro lado, de estar como afuera. Me hizo, quizá, ser más empático con la gente que era discriminada o estaba del otro lado del privilegio social.
-Tu libro está recorrido por la idea del cine como medio para reelaborar la propia experiencia. ¿Sentís que tu memoria está moldeada por las películas que viste?
-Podría decir que el cine es mi patria. Entonces volver en el recuerdo, o volver a ver algunas películas, me trae de regreso el momento en que las vi. Lo dice Proust, que muchas veces no recordaba nada de los libros que había leído, pero sí recordaba con muchísima precisión el entorno: los ruidos que supuestamente le molestaban, lo que estaba sucediendo en la casa. En ese sentido, las películas son un poco magdalenas proustianas.
- Cuadernos demuestra que sos un cineasta que está reflexionando permanentemente acerca de su oficio. ¿Creés que hay suficiente reflexión acerca del cine entre quienes forman parte de él?
-Por suerte estamos en un momento en el que se produce mucha reflexión en torno al cine. Pienso en los cineastas de la Revista de Cine, como Mariano Llinás, Rodrigo Moreno o Juan Villegas. Me parece que es gente que se interesa mucho por la historia del cine y cuál es su herencia cinematográfica. Ellos tuvieron la enorme decisión virtuosa de hacer una revista, pero yo he tenido muchísimas conversaciones con Valeria Racioppi, que es la montajista de mis últimas películas, por ejemplo, en las que quizá estábamos discutiendo en qué orden tenían que ir unos planos y a partir de ahí surgía todo un pensamiento sobre el cine y de lo que se quiere transmitir de la vida también. Parte de hacer cine es pensar en todas estas cosas: qué es el cine, cómo se transmite la experiencia, de uno o de otros, para darle también la oportunidad al otro de reflexionar acerca de esa experiencia. Esa es la clave, sea ficción o documental. Una de las cosas que me angustian y aparece en el libro es esto de tratar de rescatar la experiencia. Por eso cuento el rodaje de la película de Alberto Fischerman, que es una película un poco olvidada, Gombrowicz o la seducción, una de mis primeras películas como asistente. La idea del libro es mostrar esos procesos, contar la historia y a la vez reflexionar sobre cómo la estoy contando.
-Citás a Raúl Ruiz, quien habla de determinados estados de gracia que pueden aparecer en un rodaje en el momento menos pensado. Vos mismo afirmás que “por lo general, lo que no sucede de acuerdo con el plan es lo más revelador”. Como si el cine, que requiere de bastante planificación, fuera algo más bien fortuito, casi mágico…
- Lo que más me gusta de lo que dice Raúl Ruiz es que en realidad no sabés muy bien lo que estás haciendo hasta que lo hacés. La película puede llegar a aparecer en el rodaje o en el montaje. Porque muchas veces uno escribió y planificó un montón de cosas, pero de pronto tenés una iluminación. Esa ilusión es lo que Ruiz llama ‘la transmisión de mando’, que es cuando ya no dirigen Raúl Ruiz o Andrés Di Tella, sino que dirige la película. Es algo que viví muchas veces, algo inesperado. De pronto la película exige determinada cosa y hay que dejar de lado el ‘yo’ consciente y tratar de escuchar lo que dice la película. El cine siempre capta algo que está sucediendo en vivo, sea ficción o documental. Y hay momentos en que se produce una verdad que es propia de lo que se está captando a través de la cámara y los micrófonos. A veces esa verdad es simplemente un brillo en el ojo del actor que te conmueve.
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[Infobae]
"La melancolía tiene mala prensa pero es un sentimiento noble que expresa el dolor y la tristeza ante el mundo"
Por Patricio Zunini
Cuadernos (Ed. Entropía) es un libro hermoso. El cineasta Andrés Di Tella reúne en este volumen breves ensayos sobre cine y literatura escritos con una voz cautivante que se pregunta por el hecho artístico y por la manera en que la autobiografía —la del autor y la del lector— interviene en la obra. En última instancia: cómo un hecho artístico se constituye como hecho autobiográfico.
Tal vez, ese interrogante sea la causa por la que la primera persona se presenta como una figura ineludible de sus peliculas. Entre otros títulos, Di Tella dirigió: Montoneros, una historia, La televisión y yo, Fotografías y la más reciente, Ficción privada, en la que dos actores leen las cartas de amor que se enviaban Torcuato y Kamala, los padres del director. Ficción privada es una película sensible, amorosa, por momentos graciosa, titubeante y hasta tímida —como suele pasar cuando uno indaga en la vida de sus padres—. El mismo tono con el que Di Tella escribe estos artículos.
“Es un libro que reúne cosas que escribí en bares y en otros lados, a veces después de dejar a los chicos en el colegio, siempre estoy con un cuaderno porque sé que algo se me puede ocurrir”, dice Di Tella en diálogo con Infobae Cultura. “Recuerdo el cuento de Borges en el que un hombre pretende dibujar el mundo, y empieza a poblar la página con imágenes de provincias, de ríos, de montañas, de caballos, de ciudades, de habitaciones, de instrumentos, de personas y a lo largo de los años descubre que ese laberinto de líneas en realidad es un dibujo de su propia cara. Salvando las distancias, yo pensé que dibujaba provincias y ríos, y un poco, al armar el libro, parece que sí, es una especie de autorretrato”.
Por estas provincias y ríos transitan su mujer, la escritora Cecilia Szperling, sus hijos, sus padres, sus lecturas, los maestros que admira, los libros que lo formaron tanto o más que las experiencias vividas, la infancia en Londres, Ricardo Piglia, Borges, James Benning, las películas de Ken Loach, las conversaciones con Francis Ford Coppola, las obras de teatro de Romina Paula y Lola Arias: un laberinto, un mundo entero, un autorretrato que entra en esa valija a la que escritores y artistas suelen llamar “cuadernos”.
—En una primera lectura, es interesante cómo el libro habilita el uso de la primera persona.
—A esta altura del partido, llevo la primera persona con cierta naturalidad. La primera vez fue en La televisión y yo, que tiene casi veinte años. En ese momento mucha gente se preguntaba cómo iba a hablar en primera persona y de mi familia en un documental. Escribí al respecto de la presencia del cineasta en el documental: antes se pretendía disimular su presencia, como si el documental se tratara de una ventana sobre la realidad. Bueno, no. Hay alguien mirando por esa ventana. Por lo menos, hablemos del que está mirando.
—La frase de Stendhal: “Cuál es el ojo que se mira a sí mismo”.
—Pero no sé si se está mirando a sí mismo, simplemente es parte de la escena. Si vas a Alaska a filmar al esquimal, como hizo Robert Flaherty, el hecho más importante ¡es que llegó un equipo de filmación a Alaska por primera vez! Eso, en general, se borraba. Había que disimularlo. Cuando empecé con aquella película, había gente que decía “quién se ha creído”, y ahora, sin solución de continuidad, estamos en un momento en que decimos: “¡Otra vez una primera persona!”. Hay algo que molesta de la primera persona.
—En la poesía y la música no pasa.
—Tal cual, pero ahí, en general, hay una clara ficción. La primera persona sumada a los nombres propios: esa es la ecuación compleja, ese es el reconocimiento de que está la primera persona del que filma y es parte de la escena.
—La más llamativo de Ficción privada es la historia de amor. Uno puede saber que sus padres se querían, pero ¿pensamos en el amor, en el romance, de nuestros padres?
—Me pasó eso y lo cuento en la película. Mis viejos estaban separados y me acuerdo de muchas peleas y también de los viajes de mi viejo. Recuerdo que cuando estábamos en Londres, él estuvo nueve meses en Brasil trabajando en la Unesco. Era un matrimonio que se tomaba sus distancias. Pero cuando murió mi mamá, hace veinte años, él dijo en el entierro unas palabras con una emoción que no le había escuchado antes. Entendí —o sentí— que había habido una historia de amor muy profunda. Lo podía suponer, pero aquello era la prueba táctil. Fue dificilísima la película porque me metí en la intimidad de mis padres. A veces hago cosas sin saber muy bien lo que estoy haciendo, y, al final, creo que ese es un camino interesante. La primera persona necesita algún tipo de tensión, necesita verse en dificultades.
Los textos de Cuadernos se pueden pensar como apuntes en un anotador, como un trabajo en borrador. Esta sensación está acentuada, por ejemplo, con algunas pequeñas imperfecciones o descuidos, como la repetición de una frase o de una palabra —”wog”, que en el slang londinense se usa despectivamente para hablar de los indios; la madre de Di Tella era de la India—. Pero son esas fallas las que le dan al conjunto del libro una sensación de naturalidad, de pensamiento puesto en acto.
“Hay una edición importantísima”, dice Di Tella, “pero ese fue un efecto pensado por los editores. Por ejemplo, yo había incluido una columna de Página/12 y ellos me pidieron que encontrara la versión anterior que había escrito en un cuaderno. Al final, hice una especie de híbrido tratando de conservar el sabor del borrador. El título Cuadernos obviamente es una referencia a mi relación con Ricardo Piglia, pero encuentro algo muy constitutivo del cuaderno en mí. Como método de trabajo, es tener el rigor de escribir todos los días. Asignarle una hora a escribir, dejar de lado el celular. Es increíble lo que produce. Si no lo hago durante un par de días, siento estoy empobrecido. Incluso como forma estética, muchas de mis películas tienen algo que ver con el cuaderno: algo incompleto, con la hilacha suelta, como si fueran el borrador de una película. Me gusta la idea que la película la complete el espectador y ese fue el intento en el libro. Hubo una edición bastante a fondo, pero a la vez se dejaron flecos como si fuera un work in progress.
—Tanto en el libro como en las películas hay una cantidad desbordante de imágenes, fotos, sonidos, recortes, dibujos, muchísimos libros. ¿Por qué tantos materiales?
—Es simplemente como soy. Me gusta mucho la literatura, me gusta leer. Me gusta casi tanto como comprar libros. Cecilia siempre me carga que yo leo más de lo que veo películas.
—Ella también trabaja con la primera persona.
—Lo hemos hablado muchísimo. Cuando empezó a hacer “Confesionario”, también hace casi veinte años, muchos escritores hechos y derechos decían que no a la primera persona. Pero después veían que al ciclo iba Alan Pauls, iba Martín Kohan…
—Y Kohan el año pasado publicó Me acuerdo.
—Martín fue a “Confesionario” a principios del 2000 y dio un discurso en contra de la primera persona. Después dijo que tenía que cumplir con la invitación y leyó algo muy personal. Ahora no me acuerdo todo el contenido, pero era muy personal, era sobre el padre. Todos quedamos al borde de las lágrimas. Entonces terminó, agarró el cuaderno —era un cuadernito Gloria—, ¡y lo rompió! En un punto, lo entiendo. Lo más importante del cuaderno es lo que genera. Yo creo que, para Martín, eso que escribió sobre el padre fue en sí mismo lo que valió la pena.
—Mencionabas a Ricardo Piglia y en 2016 hicieron el documental 327 cuadernos, sobre de los diarios personales de Piglia. Sin embargo, la película no cuenta los diarios. ¿Cómo se hace para contar la misma historia pero que sea otra?
—La película fue el resultado de una larga amistad y de la confianza que Ricardo tenía conmigo, que le permitió hacer eso. Nos encontramos en Princeton. Yo había estado dando clases y él estaba por venir a Buenos Aires. Justo me había comprado una cámara que no sabía usar y quería hacer un diario cinematográfico, al estilo Jonas Mekas. Y él tenía el proyecto de pasar en limpio los diarios, que mucha gente dudaba de su existencia.
—Pero cada tanto sacaba unas entradas en alguna revista.
—Una vez me dijo que a algunas notas les daba forma de diario. A veces buscaba algo en el diario, pero a veces escribía con esa forma porque era más interesante. Él creía mucho en las formas, como si determinaran la lectura y, a la vez, la producción. Hicimos dos o tres sesiones y hay un plano en donde él busca algo en los cuadernos y dice: “No me gusta nada de lo que leo. Este podría ser el título de la película”. Lo que al principio pensó que lo iba a ayudar, resultó todo lo contrario. Entonces dijo que iba a ir buscando y pasando en limpio y que de eso yo podía usar lo que me pareciera útil. Después se enfermó y se complicó todo y de las lecturas que íbamos a hacer nos quedamos con muchas menos. Yo digo que es como el diario de un diario. Pero ahí entra a tallar lo que decía antes: dejar la cosa inconclusa para que el espectador o el lector sea quien lo complete.
—Me hacés acordar al pasaje del libro en el que hablás de Harun Farocki, que cuando responde una entrevista y está a punto de llegar a una conclusión, se frena.
—Lo deja latente y además evita la redundancia. El cine es un disparador para generar un viaje emocional en el espectador. La famosa punta del iceberg de Hemingway. Recurro a esa metáfora en Ficción privada con los pedacitos de las cartas de mis padres. En el fondo, lo que que quedó en el montaje es nada: si las transcribís son dos páginas. Pero es la punta del iceberg y el bloque de hielo gigante que queda abajo y sería la vida de mis padres permite el recuerdo de tus propios padres, de tus asociaciones, tus suposiciones. La película —lo he comprobado— habla de los padres de cada espectador. En la literatura es distinto, el lenguaje es más explícito porque se trabaja con palabras. Pero hay algo que aprendí del cine y es prestarle atención a la imagen en la escritura. Por eso hay muchos momentos en que describo imágenes: o caminando o sentado en el bar, mirando las sombras de los árboles, el efecto del asfalto en la ruta. Ese es el lugar desde donde puede entrar el lector.
—Siguiendo con los diarios, otra influencia que aparece es Kafka.
—El diario, pero todavía más las cartas a Felice y a Milena. Es delirante el nivel con el que se expone; una contradicción permanente que, a la edad en que lo leí, a los 20 años, uno se identificaba mucho. Casualmente cuando hicimos 327 cuadernos yo quería volver a leer las Cartas a Felice y Ricardo me las prestó. Hice un pequeño corto que no sé si habrá sido el que mostré en BA Photo: es la carta en que le propone matrimonio, pero también le dice que es un desastre y que no le recomienda casarse con él. En ese corto no digo que es Kafka porque ya tenía mucho peso. Hay algo constitutivo en las cartas y, de hecho, en una de las cartas de mi viejo aparece una frase de Kafka que tampoco se nombra. Kafka es una figura que se siente como familiar. Esas lecturas de los veinte años que resisten el paso del tiempo.
—Otra figura familiar es Macedonio. En el libro, Germán García dice algo muy lindo sobre Macedonio y la melancolía. Pero ¿Macedonio era melancólico?
—Germán decía que la literatura es hablar de algo que ya no está y ese es un acto profundamente melancólico. Me gusta porque me parece que la melancolía tiene mala prensa. Y es un sentimiento noble. Expresa el dolor y la tristeza ante el mundo. La melancolía es reconocer el lugar del dolor, de la tristeza.
—En Ficción privada sos hijo y en Cuadernos sos padre. Cuando uno escribe, y más en primera persona, no deja de sentir que está controlando el texto. Pero siempre muestra más de lo que quiere mostrar…
—No estoy de acuerdo con lo que decís. Si querés escribir es porque querés trascenderte, escribir más allá de tu propio yo mezquino que trata de quedar bien en el perfil de Facebook o de Instagram. Se trata justamente de exponerse.
—Pero no hablo de preservarse o de no exponerse. Voy a que uno cuenta una escena y muestra muchas más cosas de lo que piensa.
—Sí, y eso sucede incluso cuando filmás. Por ahí estás en el montaje y decís: “Cortá tres fotogramas antes”. Pero a la vez no tenés idea, porque podés tener un montón de razones pero nunca ves la película como el espectador. Para vos son materiales juntos. Sólo el espectador sabe qué película hice. Y con el libro pasa lo mismo. Por eso, le pedí a Gonzalo Castro y Sebastián Martínez Daniell que lo ordenaran. Ellos lo podían ver como libro, yo no. Tal vez es una virtud que no lo pueda ver como libro.
—En Ficción privada aparece Edgardo Cozarinsky como figura paterna.
—En el lugar de mi papá.
—Y en el libro aparece Alberto Fischerman.
—Fischerman fue un padre espiritual. Es alguien un poquito olvidado y era una de las personas más geniales que conocí. Creo que su obra, salvo Gombrowicz, no está a la altura. Eso es una figura muy argentina: la persona es mucho más genial que la obra. Lo mismo sucede con Macedonio; en eso creo lo mismo que Borges, aunque Ricardo no estaba de acuerdo. Macedonio no me parece un gran escritor. Hice una película con Ricardo sobre Macedonio y Roberto Jacoby dice que Macedonio hacía una especie de software para que vos lo uses al escribir tus propias novelas. Fischerman es un mentor y de Edgardo aprendí mucho. Medio en broma medio en serio, digo que filmo una película como si estuviera escribiendo una novela. La literatura me sirve como un referente mayor que el cine. Busco inspiración en cosas que por ahí no tienen nada que ver con mi obra. Hay una artista inglesa que se llama Tacita Dean que dice que lo que importa en una obra es la autobiografía del espectador. Creo que hay algo en este libro. Val del Omar, el fantasma de Nora Lange, Alberto Fischerman, los experimentos de Lola Arias, el rollo de Jack Kerouac: esas obras me hablan de mi autobiografía y, por lo tanto, hablar de ellos es hablar de mí.
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[Tiempo Argentino]
"El olvido es algo que me da un poco de vértigo"
Por Juan Pablo Cinelli
La literatura y el cine del yo se han vuelto habituales dentro del paisaje de la producción literaria y cinematográfica contemporánea. Se trata de novelas y películas que exhiben el viaje de autodescubrimiento de sus autores, siempre organizados a partir del retrato más o menos profundo, más o menos descarnado de algún miembro de su propia familia. Aunque sigue habiendo excelentes trabajos construidos sobre esta fórmula, también es cierto que ha ido perdiendo sorpresa conforme se acumulan sus exégetas. Pero como toda tendencia, esta también tiene sus pioneros y precursores. Los padres fundadores que ayudaron a sentar las bases cuando el asunto aún era una novedad, y no caben dudas de que en la Argentina el escritor y documentalista Andrés Di Tella debe ser considerado uno de ellos.
Di Tella empezó a dirigir a mediados de los ’90, interesado por temas vinculados a la cultura nacional, como lo demuestran sus documentales Montoneros, una historia (1995), Macedonio Fernández (1995, con guión de Ricardo Piglia) o Prohibido (1997), en el que investiga la persecución a intelectuales durante la dictadura. Pero con la llegada del siglo XXI y tras la muerte de su madre Kamala, una psicóloga nacida en la India, la filmografía de Di Tella comenzó a acumular trabajos en los que indaga en sus propios relatos familiares. Así, en La televisión y yo (2002) retrata a su padre Torcuato; en Fotografías (2007) viajó a la India para descubrir la vida de su madre antes de convertirse en esposa de su padre. Y en Ficción privada (2019) recrea el vínculo de ambos a partir de las cartas juveniles que se mandaban cada vez que el destino les imponía la fatalidad de la distancia.
Este registro cinematográfico de la intimidad tiene su correlato gráfico en una serie de cuadernos que Di Tella lleva a modo de diario desde hace más de 12 años. En ellos acumula textos personales que abordan temas diversos, pero siempre vinculados a su propia experiencia. Una selección de esos escritos acaba de ser editada con forma de libro bajo el título de Cuadernos (Editorial Entropía). En sus páginas los lectores encontrarán pequeñas viñetas de la vida cotidiana, anécdotas sobre artistas populares o desconocidos que el autor cita siempre desde la admiración, recuerdos surgidos del ejercicio de sus oficios o de su propia intimidad, breves crónicas de experiencias ajenas o personales y también reproducciones facsimilares de algunas ilustraciones que funcionan como un oportuno complemento.
Cuadernos es uno de esos libros que al terminar de ser leídos dan ganas de invitar a su autor a tomar un café o a cenar, para poder conversar con él, discutir algunas de sus ideas o saber más acerca de otras. Uno de los privilegios del oficio del periodista –que arrastra muchas desventajas, en especial en lo referido al pago casi humillante que en la actualidad reciben quienes lo ejercen— es esa posibilidad de invitar a conversar a un escritor, un cineasta, un pensador al cual se admira, para hacerle todas las preguntas que la curiosidad le permita formular. Aunque en pandemia no haya café ni cena posibles y uno deba conformarse con una llamada telefónica o una charla vía Zoom.
Di Tella cuenta que detrás de la escritura de aquellos cuadernos siempre estuvieron sus “ganas de juntar textos”. “Empezó cuando, después de llevar a los chicos temprano al colegio, me iba a tomar un café y aprovechaba para escribir algo”, dice al recordar el comienzo de aquella decisión que terminó convertida en hábito. “Podía ser sobre un sueño, un proyecto en el que estaba trabajando, o simplemente me ponía a describir la forma en que la luz entraba por la ventana. Lo hacía como ritual para conectarme durante un par de horas con alguien mejor que yo, que ahora vive en esos cuadernos”, confiesa.
Para describir de qué se trata Cuadernos, Di Tella recurre a la mejor ayuda posible. “Hay un cuento de Borges, uno de esos minúsculos que escribía, en el que cuenta acerca de un hombre que se propone dibujar el mundo. Para conseguirlo empieza a llenar páginas en blanco con imágenes de provincias, de ríos y montañas, de casas, de instrumentos y de personas. Siguió con ese trabajo por años, pero poco antes de morir descubre que ese laberinto de líneas no es otra cosa que el dibujo de su propia cara”. “El cuento termina ahí y me parece que este libro tiene algo de eso”, reflexiona el director de películas como Hachazos (2011). “Porque hablando de Jack Kerouack, de Norah Lange, de Macedonio o lo que sea, en realidad yo también termino haciendo una suerte de autorretrato.”
–En el libro hay un texto dedicado a William Burroughs y a Brion Gysin, que hace referencia al Cut Up, procedimiento que ellos idearon para superponer formas o textos con el fin de que en esos cruces se produjeran nuevos sentidos. ¿Cuadernos funciona así? ¿Como una superposición de recortes de la memoria que también terminan revelando una figura nueva?
–Sí, pero hay algo del azar en ese recorte. Hay algo que le escuché decir al cineasta alemán Harun Farocki, hablando sobre el trabajo de archivo. Él me decía que había descubierto algo que llamó El Archivo del Revés. Durante muchos años Farocki recortaba noticias de los diarios que le resultaban curiosas, pero cuando volvía a revisarlas años después descubría que le parecía más interesante lo que había quedado en la parte de atrás de esos recortes. Porque había algo de incompleto y azaroso que le generaba curiosidad y lo movía a investigar aquello que había en el revés del archivo. Acá hay algo de eso. Porque en estos cuadernos escribo de todo y lo hago un poco a propósito, porque de alguna manera los escribo para olvidar, para sacarme cosas de la cabeza. Entonces, cuando me pongo a buscar algo, de golpe me encuentro con cosas que había olvidado y que me vuelven con la frescura del redescubrimiento.
–La idea misma del Cut Up es muy cercana a la del montaje, procedimiento que el cine reclama como rasgo de identidad, pero que es una herramienta que la literatura utiliza desde siempre y tu libro es una muestra de eso.
–En ese sentido, tomo al montaje como algo natural, como parte constitutiva de mi trabajo. Además, en el tipo de películas que hago la escritura verdadera sucede en el montaje. Es decir, una vez que ya está todo filmado. Alguien dijo que la diferencia entre ficción y documental es que en la primera se escribe el guión antes y en el otro, después, durante el montaje. Y algo de cierto hay. Cuando filmo, a mí me gusta encontrarme con algo que no era lo que había salido a buscar. Es más: cuando se te queman los papeles, eso es lo mejor que te puede pasar, porque estás obligado a encontrar otra cosa. Cuadernos en ese sentido es un libro de montaje.
–También le dedicás un pasaje a la película Of Time and the City, del inglés Terrence Davis, que termina con una frase significativa: “Los momentos dorados pasan y no dejan rastro”. Y tu libro, e incluso casi toda tu obra como cineasta, pueden ser leídos como un intento de conjurar esa afirmación.
–Primero está el deseo de dejar algún rastro de las experiencias intensas y de las personas que uno ha conocido. Pero a la vez está esa sensación un poco angustiante de que igual no es posible, que es como arena que se te escapa entre los dedos. Por eso quise publicar un libro, porque me parecía que había muchas cosas que para mí eran importantes pero que quedaban fuera de la mesa del montaje, para volver sobre ese concepto. Es muy poco lo que entra en una película en términos de información, de historia, de texto.
–¿Te parece que el cine en relación con la literatura te obliga a un ejercicio de síntesis?
–Lo que pasa es que el cine maneja otro tipo de información: las imágenes, el sonido, el montaje en el tiempo, el ritmo. La música propia del cine. Eso trae toda una información y evoca en el espectador todo lo que ya trae consigo. Creo que el cine es eso: una especie de máquina para mover las piezas que están dentro de cada espectador. Pero si vos transcribís todo lo que una película tiene de texto, incluso las mías, que tienen bastante, no juntas más que tres o cuatro páginas. Entonces, no hay lugar para entrar en detalles o hacer cierto tipo de relatos que a mí me interesan y desarrollar una historia de otra manera.
–También contás que el cineasta portugués Pedro Costa define al miedo como una pasión a la que hay que combatir, pero que primero demanda ser reconocida. Teniendo en cuenta tus respuestas anteriores, ¿dirías que el olvido es uno de esos miedos que te movilizan?
–El olvido me da un poco de vértigo. ¿El olvido de qué? Justamente, de las experiencias. Por ejemplo: de las experiencias de mis padres. Siento que mucho de eso se perdió. Yo me habré quedado con algo, mis hermanos también. Gente que los conoció. Pero hay algo de lo esencial de su experiencia que se ha perdido o corre el riesgo de caer en el olvido. Y eso me parece trágico. Por ahí es por eso que hago películas en las que trato de rescatar lo que hay en mí de sus experiencias. Los padres les transmiten sus experiencias a los hijos de muchas maneras y hay algo de eso que uno puede buscar en sí mismo. Entonces, es posible hablar de los demás a partir de esa huella que nos dejaron y eso se aplica a todos los textos del libro.
–En ese gesto también parece haber un acto de gratitud, porque al incluirlos en tus libros y películas de algún modo les permitís trascender su propio tiempo.
–Yo en cambio lo veo como algo egoísta, en el sentido de que me estoy conformando, me estoy montando como persona gracias a ellos. Gracias a descubrir la huella que dejaron en mí Alberto Fischerman, Ricardo Piglia, Narcisa Hirsch. E incluso la que me han dejado personas que nunca conocí, como pueden ser un escritor o personas de las que solo me han hablado. En el libro hay un texto a partir de la muerte de Ed Pincus, un documentalista estadounidense cuyas películas yo no había visto al momento de escribirlo. Pero el solo hecho de haber leído algo en alguna revista o que alguien me comentara algo sobre él generó en mí una especie de locura interpretativa acerca de algo que yo solo podía imaginar. Y estoy seguro de que ese esfuerzo de imaginación llegó a influir en mis películas. Es decir, que un cineasta cuya obra no había visto sin dudas influyó en mi forma de hacer cine.
–Como dice Costa de los miedos, vos afirmás que a una herencia también hay que poder reconocerla. Juntando ambas cosas: ¿sentís que existe algún vínculo entre herencia y miedo?
–Tal vez si lo relaciono con lo que hablamos antes: el miedo a perder esa herencia de nuestros padres y maestros. O más dramático: no entender esa herencia. Eso pasa con los padres, un vínculo que atraviesa momentos de rechazo, de conflicto, de no querer hablar como papá o no querer ser como mamá. Y de pronto, con el paso del tiempo y a veces desgraciadamente con la muerte, uno empieza a entender de otra manera sus legados.
-Una de esas herencias que te dejaron tus padres parece ser Londres, una ciudad con la que tenés un vínculo especial que en el libro queda expuesto a través de una simetría llamativa. Porque cuando tu mamá murió vos vivías allá y tuviste que volver a Buenos Aires. En cambio cuando murió tu papá, 20 años después, vos vivías acá, pero una de las primeras cosas que hacés en ese momento es irte a Londres. ¿Qué representa Londres en tu imaginario personal?
-Yo viví en Londres desde los 9 a los 14 años. Después volví a Inglaterra a estudiar entre los 19 y los 22, pero en Oxford, no en Londres. Así que allá pasé dos períodos formativos muy importantes, sobre todo el primero. Por eso en algún sentido (y es algo que estoy empezando a descubrir un poco gracias a la práctica de los cuadernos), siento que se trata de una especie de patria espiritual. Algo que al mismo tiempo me resulta tremendo de decir, que también siento a Inglaterra como una patria (risas). Sin embargo eso también tiene que ver con la identidad argentina. Porque a mí, por el hecho de haber vivido tanto afuera, cuando volví a Argentina y me planté, hice una especie de esfuerzo voluntario de ser argentino. Y muchas de mis películas también tienen que ver con eso, con la identidad nacional. O por lo menos, con cuál es mi identidad nacional y mi forma de ser argentino. Me parece que hay una forma de ser argentino que tiene que ver con reconocer que a veces uno tiene raíces en otros lados, algo que por supuesto también es muy borgeano. Y eso, que durante mucho tiempo sirvió para hablar de una falta de identidad de los argentinos, yo creo que es una fortaleza. Algo de lo que recién nos estamos empezando a dar cuenta ahora.
–En el texto sobre Pincus mencionás una escena de su película Diarios (1982), en la que su propia mujer, retratada en la intimidad, le reclama “estar siendo sacrificada por la película”. En tus trabajos también es usual que aparezcan miembros de tu familia. ¿Cómo se llevan ellos con esa necesidad tuya?
–Creo que es algo que aprendieron a tolerar (risas). Lo que pasa es que a veces son la película o el libro los que empiezan a mandar. Porque muchas veces cuando estoy filmando no tengo idea de qué es lo que estoy haciendo. De verdad. Pero de golpe, en un momento ocurre eso que el cineasta chileno Raúl Ruíz llama "la transmisión del mando": de repente ya no es el director el que dirige, sino que la película te va diciendo lo que tenés que hacer. Y entonces el problema es que la película, o en este caso el libro, te piden ciertas cosas que ya no contemplan tanto tus necesidades o las de las personas que te rodean.
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[Télam]
"La literatura y el cine en primera persona tienen la obligación de ser incómodos"
Por Emilia Racciatti
Durante años, después de dejar a sus hijos en el colegio, Andrés Di Tella se dispuso a llevar un registro organizado de pensamientos fragmentarios y pequeñas viñetas de la vida cotidiana: ese ritual sostenido en el tiempo produjo textos que hoy pueden leerse en "Cuadernos", un libro que los reúne construyendo una constelación de imágenes de su formación como cineasta y algunas vivencias como padre, como hijo o como lector pero también como hacedor de cine.
"Algo que pasa a través del cuaderno no pasa cuando te ponés a pensar solamente", reflexiona Di Tella sobre ese ejercicio de escritura que dio origen a este trabajo editado por Entropía en el que también hay fotos y dibujos que ayudan a componer un relato de múltiples dimensiones y registros, constituyéndose como una invitación a pensar en la forma que adquieren los recuerdos con el paso del tiempo.
Cineasta y creador de películas como "Montoneros, una historia", "Macedonio Fernández" o la reciente "Ficción privada", el autor de "Cuadernos" se dispuso a esta charla con Télam al llegar de un viaje por Chascomús, lugar al que viajó en el marco de una investigación para su próximo proyecto: "Una historia de La Pampa, no la provincia sino la región pampeana y todo lo que eso significa simbólicamente como identidad nacional, toda la historia contradictoria y muy dramática que trae".
-Télam: ¿Cómo fue reencontrarte con estos textos para pensar en una publicación? ¿Identificás un momento en el que comenzaste a pensarlos como un libro?
-Andrés Di Tella: No hay un origen exacto porque no hubo un proyecto de libro desde el comienzo. Es un libro que se fue escribiendo un poco solo porque iba a llevar a mis hijos al colegio temprano a la mañana y después me iba casi todos los días a un café con los sucesivos cuadernos que se fueron acumulando. Tengo la costumbre de escribir los planes del día, un recuerdo o algo que alguien me contó. Eso se va acumulando. De ahí extraje sin pensar que iba a ser un libro, con el ánimo de pasar en limpio. Esos textos se los pasé a los editores, Gonzalo Castro y Sebastián Martínez Daniell y fuimos seleccionando. Son de los últimos 10, 12 años. Hay un poco de todo. Decidimos sacarle las fechas porque nos pareció que no eran necesarias. Son textos que a veces tenían un destino muy preciso, como ser parte de una carpeta de un proyecto cinematográfico, textos que quizás lee un comité de evaluación y nadie más. O un apunte suelto que escribí sobre un sueño o un recuerdo. De repente algo que publiqué en Facebook. Hay una especie de origen de fechas que las puedo evaluar por la edad de mi hijo Rocco que tenía 12 años y ahora tiene 22.
-T: También puede leerse como la construcción de una memoria familiar. ¿Cómo fue el trabajo de relectura para la publicación?
-A.D.: Me sorprendieron esos vínculos que se establecen entre recuerdos de un viejo profesor, la biografía de un cineasta que conocí solo por sus películas, mi padre, mi madre, mis hijos. Todo eso empieza a conformar una especie de familia que soy yo. Hay un cuento de Borges donde dice que un hombre se propone dibujar el mundo entonces empieza a llenar la hoja en blanco con imágenes de provincias, de ciudades, de habitaciones, de instrumentos, de personas y cuando está por morir mira ese laberinto y ve la imagen de su propia cara. Acá encuentro en mi propia biografía emocional no solo los recuerdos familiares, de mis padres y cosas que he vivido sino también escritores con los que he viajado, personas que he conocido y forman parte de mi biografía. Lo convierto en una novela para que el lector pueda poner en juego su propia biografía, que evoque su propia vida.
-T: En tu trabajo como asistente de dirección de Alberto Fischerman ubicás esa importancia de las jornadas tomando notas, como si ahí apareciera una clara conciencia de la escritura como una tarea impredecible.
-A.D.: Sí, yo me siento cada mañana y no sé lo que voy a anotar. Lo que surge puede ser una simple observación de cómo entra la luz esta mañana en este café o cómo se agitan las copas de los árboles anunciando tormenta. O puedo estar en un viaje y me quedo una hora o dos escribiendo un pedazo de vida, como ese rodaje que hicimos con Alberto Fischnerman sobre Witold Gombrowicz y las personas que conocimos y todo lo que no comprendí en ese momento. Con tiempo y al momento de escribir empiezo a procesar y a entender en este caso, por ejemplo, el legado de Alberto que es un director un poco olvidado pero que para mí fue mi maestro.
-T: En ese rol de maestros también aparece Ricardo Piglia...
-A.D.: Sí, por supuesto. Ricardo fue más mi amigo, indudablemente son esos amigos maestros. Creo que uno a veces con la cercanía dice "bueno somos amigos" pero a veces con la muerte, con la ausencia, crece esa dimensión de maestro. Todo lo que aprendí acerca de cómo se cuenta la vida, que es un poco una de las preguntas que él se hacía todo el tiempo en sus novelas y sus diarios en forma más evidente, es su enseñanza. Sus novelas son muy autobiográficas y está todo el tiempo trabajando historias de la familia, amigos, quizás traducidas con nombres de fantasía, a veces no. Entonces uno se da cuenta de lo que le legaron los demás con el tiempo y en ese sentido escribir de este modo, sin un orden, sentarse sin saber que vas a escribir también es una forma de descubrir. Creo que hay algo que pasa a través del cuaderno que no pasa cuando te ponés a pensar solamente. Es una cosa sistemática porque implica escribir todos los días pero a la vez deliberadamente asistemática, ya que surge lo que surge. Es como si te dijera el cuaderno es más inteligente que yo.
-T: La ficción del yo suele recibir críticas en la literatura pero también en el formato audiovisual. ¿Cómo ves esas críticas?
-A.D: Un critico bastante conocido y programador puso en un tuit "dejemos de hacer documentales de familias por 10 años". Eso está vigente. El documental, tanto en la literatura como en el cine, al hablar en primera persona despierta muchos sentimientos encontrados. Trabajo con la biografía del lector o espectador, para mal o para bien trabajo con sus contradicciones, con la energía a veces muy complicada que despierta lo familiar en cada uno. Me llaman la atención estas reacciones que se ven todo el tiempo. Me lo vienen diciendo hace años. Creo que lo autobiográfico familiar toca un nervio. Nadie se queja de los documentales sobre esquimales.
-T: ¿Qué lecturas recordás que te acompañaron en la relectura de ese material ya con una conciencia de que iba a publicarse?
-A.D: No sabría decirte. No puedo leer mi propio libro como si fuera de otro. Pero si pienso en qué tipo de tradición me gusta, es medio pretencioso pero los "Ensayos" de Montaigne, escritos en 1500, son increíbles hablando de literatura del yo. Es decir que tampoco es un invento tan reciente. El mismo Piglia ha sido una influencia muy grande por su obra y por conocerlo y ver cómo trabaja. Tuve la suerte de asistir a todo el proceso de elaboración de los diarios, como los fue transformando, asignándoselos a un personaje de ficción, ese alter ego que no es él. Y a la vez todo es verdad, es como una paradoja. Hay muchos, de la experiencia de los hijos de inmigrantes como Hanif Kureishi. Doris Lessing es una escritora que me influyó mucho, con su libro "El cuaderno dorado". En este momento hay muchísimos escritores y sobre todo escritoras que están trabajando géneros parecidos al mío y me siento acompañado. Eugenia Almeida, Mechi Halfon, Mauro Libertella. Hay gente que está haciendo trabajos muy interesantes: la autobiografía con elementos narrativos. No sé si me han inspirado pero me siento parte de una misma cosa.
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[Revista Taipei]
“En el descubrimiento de la primera persona me choqué contra los límites del documental más convencional”
Por Milagros Porta y Álvaro Bretal
La carrera de Andrés Di Tella comenzó en la década de los ochenta, años en los que trabajó en films de Alberto Fischerman y se dedicó, también, al periodismo y la publicidad. Luego de realizar varias películas de temáticas estrictamente políticas (Desaparición forzada de personas, para Amnistía Internacional, Prohibido, Montoneros, una historia), su obra fue moviéndose hacia terrenos cada vez más íntimos y personales. En esa línea realizó documentales como La televisión y yo, Fotografías y el reciente Ficción privada. A raíz de la edición de su segundo libro, Cuadernos (Entropía, 2020), lo entrevistamos para Taipei, con la intención de recorrer su obra.
Milagros Porta: ¿Podrías contar de dónde surge la preocupación por filmar documentales sobre tu propia familia? Sobre todo La televisión y yo, que es el primero, después de haber filmado un documental sobre Macedonio [Fernández] y tres sobre la violencia política en los 70.
Andrés Di Tella: Ja, dónde surge… Ayer un crítico y programador publicó un tuit que decía: “Paremos de hacer documentales familiares por diez años”. Quizás sea por eso: parecería que está mal, y a mí me interesa lo que se supone que está mal, lo que “no se hace”. Porque nadie dice: “Paremos de hacer documentales sobre esquimales durante diez años”. Para mí sería negocio si no se hacen más documentales familiares, porque yo ya hice los míos. Espero no tener que hacer otro más, pero nunca se sabe.
Yo creo que el primer impulso viene un poco de la literatura. O sea, como lector, ¿no? Yo soy un lector enfermizo. De hecho, leo mucho más de lo que veo películas. Les voy a mostrar… [muestra un libro del escritor V. S. Naipaul]. Naipaul era un escritor de familia hindú, nacido en Trinidad, que a los dieciocho años se fue a estudiar a Inglaterra y terminó convirtiéndose en un periodista y escritor bastante famoso. Pero cuando lo leí me impactó esa especie de “no pertenecer” de Naipaul. Inclusive fue a estudiar a Oxford, donde yo también estudié. Y así encontré muchas resonancias con mi propia experiencia. El hecho de ser un poco despreciado por el color de piel, de venir de un país que no… o sea, en Inglaterra nadie sabía nada de Trinidad, y tampoco de la Argentina, y nadie sentía la obligación de saber nada. Es un poco la situación colonial. O peor: sabían apenas dos o tres cosas, y pensaban que con eso sabían. Y esa es una actitud que al día de hoy se mantiene, del primer mundo, de Europa occidental, hacia el resto del mundo. Y ese conflicto que vivió Naipaul es algo que tiene mucho que ver con la familia.
Pero la familia me pareció siempre una cosa llena de aristas interesantes, incluso en términos de dramaturgia. No existe relación familiar sin conflicto. Bueno, me interesan las historias familiares, no solo la propia. También creo que utilicé La televisión y yo como pretexto para empezar a hablar con mi padre, particularmente de la familia, de la relación de él con su padre, que es un poco el foco ahí. Creo que, en el fondo, esa película fue motivada por la muerte de mi madre, que justo ocurrió cuando estaba por hacerla, aunque ella ni aparezca en la historia. La televisión y yo es una película que me llevó muchos años, entre otras cosas porque en el medio dejé la película inconclusa para armar el BAFICI, en el que estuve trabajando dos o tres años. Recién después de un tiempo pude retomarla. Y al volver a encarar la película después de dos o tres años, me di cuenta de que esa historia que yo estaba contando no era sólo sobre los orígenes de la televisión en la Argentina y sobre quién había sido el que trajo la televisión a la Argentina, el empresario Jaime Yankelevich, quien tenía en ese momento Radio Belgrano. En esa época la radio era como hoy es quizás la televisión. Me interesaba en particular la relación que Yankelevich tenía con Perón… En fin, esa mezcla de vidas familiares, política, intereses empresariales… Eso me parecía rico. Pero me di cuenta de que mi interés por Yankelevich y esa familia, por sus conflictos, por lo no dicho, por lo que se cuenta como leyenda familiar y lo que no se cuenta… ese interés era, en buena medida, porque me hacía pensar en mi propia familia. Entonces, cuando retomo el proyecto, cambia completamente y se vuelve La televisión y yo en un sentido más pleno del yo. En la primera encarnación del proyecto, yo era simplemente el narrador. Y de pronto me dije: bueno, pero todo esto que yo estoy pensando, estas asociaciones que tengo en la cabeza cuando hablo de Jaime Yankelevich, las tengo que completar para el espectador. Y ahí es donde tomo un poco ese influjo de la literatura de un Naipaul, o de escritores como Hanif Kureishi o Jamaica Kincaid, sobre todo la tradición inglesa o anglo, y también cierta literatura del inmigrante, o del hijo o la hija de inmigrantes. La historia familiar ahí cobra un sentido político también. Además a mí me venía interesando hace mucho la literatura autobiográfica, los diarios… Por ejemplo, el otro día encontré en mi biblioteca este librito de André Gide, un escritor que hoy está completamente olvidado. Pero yo lo estudié en la facultad, y fue muy importante a principios del siglo XX. Él tenía una novela, que era como una novela total, que se llamaba Les Faux-monnayeurs, traducida como Los monederos falsos —pero en realidad está mal traducida, porque el título debería ser Los falsificadores de moneda o simplemente Los falsificadores. En esa novela hay un personaje escritor, que tiene un diario, incluido en la novela. Y obviamente es un alter ego del autor, de André Gide. Pero además, Gide publicó después este librito, Le journal des Faux-monnayeurs, que es el diario de Los falsificadores, donde cuenta el proceso de escritura de la novela y cómo toma elementos de su propia vida. Por otra parte, Gide también tenía un diario, que publicó y que fue uno de los primeros diarios importantes del siglo XX. Gide era homosexual… y en ese diario había una especie de coming out. Sin ser gay, yo tomo ese elemento de que en la narrativa —ya sea literaria o cinematográfica— el uso del “yo” tiene que tener algo de coming out, tiene que revelar algo un poco oculto, mostrar alguna cosa que no sea fácil, que sea un poco incómoda para el propio autor. Creo que eso además genera algo a su vez en el espectador o en el lector, como una cierta incomodidad, que empieza a remover también sus propios sentimientos en relación a su propia vida o a su propia familia. Confieso que casi me interesa más el Journal des faux-monnayeurs que Les Faux-monnayeurs. Esa es una especie de vicio que yo tengo. Por ejemplo, hay otro libro que tengo por ahí, de Thomas Mann, que es algo así como Cómo escribí el Doktor Faustus. Y yo no leí el Doktor Faustus, pero leí Cómo escribí el Doktor Faustus. A veces me interesa más lo lateral que el objeto principal. Las obras menores, que aparentemente no hacen más que comentar la obra mayor, me resultan más próximas, más inspiradoras.
Álvaro Bretal: Bueno, igual hay tiempo para leer Doktor Faustus…
ADT: Podría seguir y seguir y seguir con este tema. Porque otro elemento en este descubrimiento de la primera persona es que yo en algún sentido me choqué contra los límites del documental más convencional. O sea, yo tuve la experiencia al hacer una película llamada Prohibido, un documental sobre las experiencias de escritores, periodistas, intelectuales y artistas durante la dictadura, en la que muchas veces era más interesante lo que me contaban fuera de cámara que el supuesto “testimonio”. Todas las dificultades para hacer la película terminaban resultando más interesantes que lo que efectivamente conseguía… Por ejemplo, para mí era muy importante obtener testimonios de las personas que hubieran de alguna manera colaborado desde el mundo cultural con la dictadura, que por supuesto había muchísimas. Ni siquiera se trataba necesariamente de personas condenables, o sea, también se trataba de sobrevivir. Yo quería ponerme en los zapatos de la persona que tiene que decidir, resolver ese dilema. Y fue dificilísimo, porque nadie quería hablar de eso. Por ejemplo, estuve a punto de conseguir una entrevista con Mariano Grondona, pero para charlar, no para grabar. Grondona había sido un periodista muy importante en la televisión de la dictadura, pero en aquel momento, en los 90, había incluso hecho una especie de mea culpa. Después de todas las idas y vueltas y negociaciones telefónicas con él… finalmente se arrepiente y, para sacarme de encima -yo era un poco insistente- me deja un mensaje muy enojado, casi una amenaza, de que no lo moleste más. A mí ni se me ocurrió en ese momento usar ese mensaje que tenía en el teléfono, o contar esa pequeña historia lateral de mi investigación. Pero hubiera sido válido. Todo eso creo que hubiera sido muy elocuente acerca de la vigencia del miedo, de cierto tabú alrededor de la verdad de lo que fue vivir la dictadura. Hubiera sido una forma de contar la verdad, o en todo caso, de hablar de las dificultades de los individuos y de la sociedad para admitir la verdad… No el cuentito de que había unos militares que aterrizaron en un ovni y la inocente sociedad argentina no tuvo nada que ver. Entonces ahí sentí que realmente hubiera sido un buen recurso tener una narrativa en primera persona, para poder contar yo mismo esas cosas que me estaban pasando, darle voz a lo que nadie quería contar. En ese momento no supe hacerlo. Esas dos cosas —por un lado esta posibilidad de reflexionar sobre el propio proceso de realización del documental; por otro lado todo lo que les acabo de contar de lo que faltaba en La televisión y yo, que tuve que reponer, lo que yo tenía en la cabeza pero no estaba en la película— me llevaron a hablar en primera persona y hablar de mi familia.
AB: Acá aparece esta cuestión del fracaso de la empresa de hacer una película. Lo que comentás en relación a [Nick] Broomfield en Cuadernos y demás. Qué pasa cuando todo empieza a fallar.
Nos parece que hay un juego interesante entre 327 cuadernos, al reflexionar sobre la relevancia del diario íntimo como laboratorio de experimentos o experiencias, y luego la decisión de publicar tus propios diarios, bajo el nombre de Cuadernos. Nos interesaba saber si la realización de ese documental, 327 cuadernos, repercutió en tu práctica de escritura cotidiana o tuvo algún impacto…
ADT: Sí. Te diría más: desde que lo conocí a Ricardo, él tuvo un impacto muy grande sobre mi manera de entender la literatura, por supuesto, pero también el cine, y en términos más amplios, la narrativa. De hecho, más de una vez le he mostrado películas en proceso y él siempre me ha dicho cosas muy útiles. Y fue por esa relación de amistad y de trabajo compartido, también, que él accedió a que yo lo filmara. Había mucha confianza también. Cuando era muy chico, y estaba leyendo a André Gide en la universidad en Inglaterra, me cayó un libro que me mandó mi amigo Daniel Link cuando yo estaba en Inglaterra [muestra un ejemplar de Respiración artificial]: “Oxford, octubre 1981”, anoté. Piglia era un escritor desconocido para mí. Lo abro, empiezo a leer… “¿Hay una historia?”, es lo primero que pone. Y digo, “¿cómo va a empezar el libro así?” Entonces, eso ya fue una influencia, la primera oración suya que leí. ¿Cómo el tipo está empezando una novela y no sabe si hay una historia? Se trata de contar la historia y, a la vez, reflexionar sobre el hecho de estar contando esa historia, qué implica. También, dicho de paso, es una historia recontra familiar, cosa que no se tiene muy en cuenta a veces al pensar en Piglia. Él tiene toda una cosa muy autobiográfica, de su familia, del tío, de la madre. Por lo que yo sé, muchas de esas historias las pone en las novelas tal cual. Inclusive en otras novelas, aunque por ahí tienen nombres cambiados y eso, Ricardo también se basa mucho en elementos familiares, reales. De hecho, los problemas que tuvo con Plata quemada tuvieron que ver precisamente con eso: los juicios que le hicieron los descendientes o parientes de los personajes de la novela, que nombra con nombre y apellido pero, a la vez, se permite inventar muchas cosas. Eso también fue una influencia. Y por supuesto ver cómo trabajaba los diarios de cerca también me dio cierta libertad para mi propio trabajo. Por ejemplo, acá en el libro [Cuadernos] no hay fechas, el orden es totalmente a-cronológico. Son como piezas sueltas que terminan formando un todo, donde lo que menos importa es cuándo escribí cada una… Primero eran muchas más; después, con la ayuda de Gonzalo Castro y Sebastián Martínez Daniell, que fueron los editores del libro y tuvieron un rol muy importante… ellos me ayudaron a darle una estructura y encontrar un tono. Yo lo tenía dividido en secciones, era un poco más formal. Y ahí terminé de decidirme por sacar todo eso y empezar de una forma más autobiográfica. O sea, siempre poniendo cosas que ya existían en los cuadernos, pero que por ahí en un primer momento había descartado. Y sacando otras que me gustaban pero que terminaban poniendo un énfasis que no era bueno. El libro fue escrito, en algún sentido, sin pensar que estaba escribiendo un libro. De hecho hay cosas que anoté en el cuaderno hace años, sin saber por qué. Creo que empecé, sin saberlo, desde que empecé a llevar a los chicos al colegio temprano y después me iba a tomar un café con un cuaderno y me ponía a escribir algo. Siempre supe de la existencia de los míticos cuadernos de Ricardo, cuya existencia algunos ponían en duda. Pero sí, ver la libertad con la que Piglia de pronto le asigna toda su vida a un personaje de ficción… A mí me pareció rarísimo que hiciera eso. Pero entiendo. Lo cuenta en 327 cuadernos, cuando todavía no había tomado esa decisión, que para él era fuerte, porque entonces todo lo que era verdad —y casi todo lo que está en el libro creo que es verdad, o por lo menos es un registro, es real— se ponía en duda. Él decía que eso le interesaba, ese efecto que tenía sobre el lector, que lo hacía preguntarse: “¿qué es esto?”. Y eso es algo que en general a mí me interesa mucho también, cuando leo un libro o cuando veo una película; cuando tengo esa sensación -“¿Qué es esto?”-, eso es lo que más me gusta.
MP: Tomando esta idea del registro, que aparece mucho en 327 cuadernos —pero también aparece con frecuencia en otras películas, por ejemplo en Montoneros, una historia, cuando Ana se pregunta qué registro va a quedar de los sucesos histórico-políticos que le tocaron vivir—, nos interesaba preguntarte qué importancia tiene para vos la idea de un registro cuando trabajás un proyecto cinematográfico.
ADT: Bueno, el documental es medio eso, ¿no? Sin embargo hay algo raro que le sucede al registro, con el tiempo. Creo que eso es algo increíble: cómo lo que uno mismo registró en un momento, pensando que registraba una cosa, el tiempo termina revelando que registró otra cosa. Y te doy un ejemplo: en Ficción privada hay un material, que no es estrictamente la escena tal cual estaba montada, pero es el mismo material. Es un material tomado de La televisión y yo, donde visitamos la vieja fábrica de SIAM con mi padre. Y cuando filmamos eso… o sea, la idea era que estábamos filmando lo que había dejado de existir, o que había desaparecido o había muerto, y solo quedaba una ruina: era la fábrica SIAM, y el proyecto de mi abuelo, y mi padre decía: “Bueno, siento como si esto fuera, de alguna manera, un hijo abandonado”. Era fuerte que dijera eso, porque él le había dado la espalda a su rol en la empresa. Pero no sé cuántos años después, veinte años después, con mi padre muerto, para mí esa escena habla de otra cosa. Habla, básicamente, de que él no está más, y de que él es un fantasma, que ronda un escenario fantasmal.
AB: Sí, es algo que pasa mucho con las fotos. Es muy chocante.
ADT: Es impresionante, y uno siempre se lamenta: “Ay, por qué no filmé…”. Yo, por ejemplo, tengo ese material que incluyo también en Ficción privada, que filmé cuando volví a la Argentina en 1983, antes de las elecciones; filmé un poco por el centro, por la calle Corrientes, y hay un plano muy lindo de la calle Corrientes, donde se ve el Bar La Paz, y [ahora] digo: “Ay, por qué no filmé más…”. Porque no, porque en ese momento estaba haciendo un corto, y quería esa especie de momento urbano para… había una voz en off de Borges, nada menos; lo había grabado yo mismo. Ese es un corto que dejé ahí, medio sin terminar, nunca se lo mostré a nadie porque me daba vergüenza. Pero ese plano de la calle Corrientes ahora me parece de lo más hermoso que filmé en mi vida.
AB: Pero es algo que pasa mucho: uno muchas veces no registra porque no parece relevante en el momento. Solamente con el tiempo… Y con la escritura pasa algo parecido. Cuántas veces uno no escribe cosas que le ocurrieron, pensando: ¿qué relevancia puede tener dejar registro de esto para dentro de cinco años o cinco meses? Y muchas veces sí tiene relevancia.
ADT: Bueno, eso sí lo descubrí hace un tiempo. Por eso empecé a escribir más sistemáticamente estos cuadernos. Yo por ahí antes escribía en forma de ideas sueltas en un cuaderno suelto, pero hace cosa de diez, doce años, empecé a escribir todos los días, con la confianza de que, a veces, simplemente describir algo de ese momento puede tener sentido… Eso es algo genial del cuaderno, empezás a escribir sin saber qué vas a escribir. Yo a veces me pregunto “¿por qué estoy escribiendo esta boludez?”, porque realmente: “Llevé a Lola al colegio, estoy tomando…”. Pero entonces trato de al menos registrar algo… Eso creo que también lo aprendí de Piglia, registrar algo de la atmósfera del lugar, algo que sirva para evocar el lugar… una imagen, colocar una imagen. No sé, está lloviendo, miro por la ventana, y de pronto aparece un paraguas rojo que estalla. O tratar de describir cómo entra la luz en el café, a través de la vibración de las hojas de un árbol, y cómo eso desparrama luces y sombras sobre la mesa. Ese tipo de imágenes son las que, después de rescatarlas para el libro, siento que le dan a cada entrada como una sensación un poco más táctil, sensorial, la sensación de un lugar concreto, de… no sé, como que te anclan en una cierta realidad. Inclusive es como un momento donde también a veces el lector se puede llegar a preguntar: “¿Por qué estoy leyendo esto?”. Pero eso generó quizás una pregunta o un momento de duda donde también el lector puede entrar. Yo creo que eso es muy importante en la narrativa, ya sea cine o literatura. Yo hablo de literatura como si supiera (risas). Pero se trata de generar esos espacios, básicamente, a través de imágenes y sonidos, que dan como un respiro. Y es por ahí donde los lectores pueden tener acceso, como si el universo del libro se abriera y ellos pudieran entrar.
AB: A su vez, a mí me parece que en el caso de Cuadernos, o de este tipo de escritura en general, lo interesante es que eso no funciona en un nivel secundario, como muchas veces pasa en las novelas o, en el caso del cine, en las películas más —digamos— narrativas. A veces en una película esos pequeños momentos más evocativos, como pasajes de transición o cosas así, son los más interesantes. Y a mí me parece que, tanto en tu cine como en Cuadernos, eso tiene una relevancia, un lugar preponderante.
ADT: Y yo creo que cada vez más. O sea, estoy aprendiendo cada vez más a valorar eso. Creo que antes me agarraba un poco de ansiedad narrativa. Yo no hago un cine contemplativo. O sea, no hago Béla Tarr ni hago [Andréi] Tarkovski ni [James] Benning. No sé, me gusta ese cine, pero soy un poco más ansioso, me preocupa más el espectador… Quiero contar historias. Este libro tiene, por cierto, esa característica de diario o cuaderno de apuntes. Pero creo que en el fondo es como si fuera una colección de historias, de short stories. Está el eje mío más autobiográfico, familiar, pero después son toda una serie de cuentos. Es decir, it happens to be real... sucede que son cuentos de cosas reales, o sea: personas que yo he conocido, o a veces no he conocido pero que me he enterado de sus historias, o he leído sus biografías. Pero yo tengo un instinto que es el de contar. Y a veces ese instinto para contar se puede llegar a pelear con esto del hacer pausas para dejar entrar al espectador o al lector (ahora tengo que hablar así: de mis lectores y mis espectadores). Yo no suelo ver mis películas una vez que las termino, pero alguna vez que en alguna retrospectiva me tocó asistir al comienzo o al final de una película, me asombró lo rápido que iban mis viejas películas. Veo, no sé, Montoneros, una historia, y me asombra: pa pa pa pa: no para. A pesar de que tiene momentos de pausa, que están en función básicamente de la emoción que se produce. Pero, bueno, Montoneros, una historia es una película ultra-narrativa. De hecho mucha gente me dice que es mi mejor película, lo cual es deprimente, porque la hice hace treinta años (risas).
AB: Uno quiere pensar que aprendió cosas, y la gente te dice que no.
ADT: No, no: ¡desaprendí! Pero sí, por supuesto que también involucra a las personas de otra manera esa narrativa, y eso siempre me interesa: que la historia, o las escenas que estoy hilando y que cuentan una historia o arman un desarrollo, involucren al espectador emocionalmente. Eso siempre me interesó, porque me interesa a mí como experiencia de espectador. Pero creo que cada vez valoro más el poder de la escena, o de la simple sucesión de planos, en el sentido exclusivo de imagen, sonido, clima, atmósfera, fuera de un relato más directo, y cómo eso te afecta de una forma más sutil, o como sumatoria de pequeños detalles que igual producen una emoción profunda. Es muy difícil el montaje: darse cuenta cuándo una pausa está de más, cuándo es necesaria… Por eso es tan difícil y lleva tanto tiempo el montaje de las películas que hago. En ese sentido, tuve la suerte de contar con buenos montajistas, como Valeria Racioppi, que me acompañó en las últimas, que es realmente sensacional. Ella tiene un sentido muy intuitivo, creo, que yo también comparto, de cuándo parar, cuándo acelerar, los cambios de ritmo, que no sea no todo igual. Muchas veces eso implica que algunas de las mejores escenas, o las escenas que a uno más le gustan o más aprecia, queden afuera, porque no obedecen a esa composición, a ese tira y afloje entre narración, contemplación…
MP: Por otro lado en Cuadernos vos decís sobre tus entrevistas que son como verdaderas conversaciones, y que a través de los años empezaste a montarlas para que esa interacción se fuera colando más. Pensaba en esto cuando decías recién lo de pensar lo emocional en el clima y las imágenes. ¿Esa mirada sobre el rol que cumplen las entrevistas en tus películas impacta cuando las filmás?
ADT: Sí. De hecho creo que llegué a ser muy buen entrevistador. Bueno, también yo trabajé bastante en televisión, en Estados Unidos, en Inglaterra, y creo que desarrollé bastante esa capacidad como entrevistador de, básicamente, saber callarme. Eso es algo increíble. Porque estás hablando con alguien, y el simple hecho de callarte la boca… que es medio antinatural, porque en una conversación normal hay algo que creo que los lingüistas llaman la condición fática del lenguaje. Es decir: “Bueno, acá estamos conversando…”, cómo mantener viva, caliente, la situación misma de la conversación. Y esto es lo contrario: callarse. Entonces el interlocutor a veces se ve obligado a tapar el silencio, y lo tapa con cualquier cosa que le sale, que no era lo que tenía previsto decir; o sea, se sale del guión. De todos modos últimamente cultivo cada vez menos la entrevista en mis películas.
AB: En el libro nombrás a Coutinho, y el tema del silencio en sus entrevistas es impresionante: la emocionalidad generalmente aflora en esos momentos, cuando hay silencios.
ADT: Bueno, en realidad el cine de Coutinho se parece muy poco al mío, pero para mí fue una influencia enorme. Por entender esto: él decía, con todas las letras, que no hay realmente entrevista: hay escena, y lo que hay es encuentro. Lo que registra el documental es el encuentro entre una cámara o un equipo de filmación, y las personas que están delante de la cámara. Es un encuentro. No es un registro solo de las personas que están delante de la cámara. Él insistía mucho en eso.
Después, me encanta que Coutinho se ponía a sí mismo reglas absurdas. Primero, en cada película, cada vez usar menos elementos. Es decir, no usar más movimientos de cámara, no usar más zoom, no usar más escenas de relleno (el manual del documental dice que, si vas a hacer una entrevista con alguien, vos aparte lo filmás preparando un café o caminando, mucho caminando, jaja). Y él empezó a hacer cada vez menos de eso, y al final era solo la persona, inclusive en un escenario vacío, hablando. Con él, siempre hablando con él, donde las intervenciones de Coutinho eran tan importantes como las del “entrevistado”. Y después se ponía reglas como: no alterar el orden cronológico del rodaje. No se podía alterar. Porque uno muchas veces genera material, y después hacés lo que querés, como yo hice con el libro. Lo que escribiste hace diez años va después de lo que escribiste hace tres meses. Pero a él le parecía que esas limitaciones lo ayudaban a hacer la película; si no, no sabía por dónde empezar.
Otra regla de Coutinho que me encanta es: “evitar los contrastes”. O sea, en general en el documental uno busca los contrastes, ¿no? Fulano dice “blanco”, y ahora quiero a alguien que diga “negro”. Y eso genera chispas. Pero para Coutinho eso era hacer trampa, porque la vida no es así. Entonces —y esto referido a Edificio Master, que es una gran película—, si hay una persona blanca no puede después venir una negra y que eso sea en sí mismo un contraste y digamos: “ah, al blanco le gusta esto, al negro lo contrario”. Ese montaje de contrastes hace que las personas se conviertan en “representantes”, cuyos dichos solo dependen del contraste con el representante de otra categoría. Lo que dice el negro solo tiene sentido en función de lo que dijo el blanco. Eso es muy del género documental. Pero a Coutinho solo le interesaban los individuos.
Bueno, trabajaba con toda una serie de reglas así, es bastante increíble, me parece muy interesante como método. No como “deber ser”, sino como un método, como un camino posible. Porque, realmente, el problema del documental es que podés hacer cualquier cosa. A mí esa es justamente una de las cosas que me atrajo al documental: sentí que era un territorio bastante libre. Esta es una idea muy simplificada, y creo que las cosas han ido cambiando mucho, pero en el documental podés hacer cualquier cosa. Podés contar una historia, o no. En una película de ficción es más difícil no contar una historia. Y, aparte, un poco la tenés que imaginar de antemano, mientras que en el documental no: vos salís, filmás lo que sea, y después te las arreglás, le das el material a Valeria y… (risas).
AB: Y que ella se maneje…
ADT: No, no, yo no hago eso, es un chiste. Pero sí es verdad lo de la libertad. Pero entonces uno necesita, a veces, reglas para empezar a proceder, y después se empieza a armar algo de acuerdo a esas reglas, que empieza a tener cierta lógica. Negarse a hacer ciertas cosas también es muy importante. Pero insisto, no por una cuestión de ética —que también puede haber en algún caso—, sino básicamente como método, como método que te permite avanzar, te permite construir algo. Después lo podés destruir, ¿no? Yo muchas veces construyo algo en el montaje, y después trato de romperlo un poco, a ver qué resiste, qué no, dejarlo medio roto.
AB: Bueno, hace unos años le habían hecho a muchos cineastas esa pregunta de “si tuvieras un presupuesto ilimitado, ¿qué filmarías?”. Y muchos decían que lo peor que te puede pasar es tener un presupuesto ilimitado.
ADT: Bueno, no, no estoy de acuerdo (risas).
AB: Claro, la necesidad de tener ciertas imposiciones internas o externas, digamos.
ADT: Sí, mejor que sean internas.
AB: Mejor que sean internas, sí. Bueno, lo de Coutinho da para mucho. Porque aparte me acordaba de Las canciones, por ejemplo: pasa algo que permite alumbrar los pequeños espacios de construcción… construcciones del formato documental que están muy aceptadas, donde en Las canciones es absolutamente natural que la gente entre caminando desde atrás y se siente en la silla —resulta muy extraño viéndolo en el documental. Uno está acostumbrado a que abre plano y ya tenés a la persona sentada. Y Coutinho hace que entre, digamos. Y ahí te permite revisar todas esas construcciones que uno da muy por sentadas.
ADT: Sí, sí. Yo creo que él siempre, sin subrayarlo, tenía esa cuestión de señalar que estaban filmando, no asumir ninguna ilusión de transparencia. En Edificio Master, por ejemplo, al principio hay un plano del equipo de filmación entrando por un pasillo. Después no sé si hay mucho más, pero con eso alcanza… Bueno, por supuesto está siempre la voz de él, ¿no? Pero es como que hace alusión siempre al hecho de que esto es una película. Y tiene que ver con esta idea de que vos como espectador tengas presente que esto es un encuentro.
MP: Tal cual.
AB: Después había un tema que a mí particularmente me parecía interesante en tus películas que es el tema de los formatos: siempre son muy ricas, en el sentido de que siempre aparecen filmaciones en video, fotografías, material de archivo de distinto tipo y demás, que es, digamos, una de las distintas formas en que el pasado se hace presente en las películas. ¿Es un interés particular tuyo que surge ya desde los proyectos de las películas?, ¿a priori te interesa trabajar con diversos formatos? ¿O es algo que aparece por necesidad de los temas que trabajás?
ADT: Sí, la necesidad tiene cara de hereje. No, me parece que sí surge por necesidad, pero a la vez yo un poco lo tengo en cuenta. En 327 cuadernos hay una escena que no está filmada, que es la primera vez que Ricardo me muestra los cuadernos, y me da uno en las manos, entonces siento que es como el santo grial, viste, porque más de uno decía que no existían. Y lo primero que pasa es que abro el cuaderno y se caen un montón de papelitos al piso. Un papelón. Pero a partir de ahí yo vi que en los cuadernos él guardaba cosas —primero un poco accidentalmente, y después creo que ya más deliberadamente—, como una especie de archivo personal de cosas que a él le despertaban recuerdos. Al final de la película aparecen algunos de los más vistosos. Por ejemplo, había un recibo de una guardería de muebles, de la época de la dictadura, y… claro, vos ves eso y, bueno, no es nada. Pero a él le disparaba todo un recuerdo, todo un episodio en el que vinieron a buscarlo y él justo se escapó por la puerta de atrás… toda una especie de aventura. Después, unos amigos o compañeros de él, meses después, fueron a ese departamento, sacaron los muebles y los guardaron a su nombre para que él, después, en algún momento, los pudiera recuperar. Entonces se quedó con el recibo. Yo pensé en un momento: “bueno, estaría bueno hacer la película toda con esos papelitos, como único material de archivo”. Pero en realidad no había tanto, y no era tan vistoso. Es decir, yo agarré todo lo más vistoso y lo puse al final de la película, pero no había tanto. Entonces dije: “no, la película no se va a sostener con esto, necesita otra vida”. Ahí pensé… bueno, material de archivo.
De casualidad me enteré que acababan de recuperar de unos volquetes, en la basura, una cantidad de latas que contenían descartes de un noticiero. Porque creo que hasta el año ‘82, los exteriores de los noticieros se filmaban en 16mm reversible, o sea que no hay negativo, y eso rápidamente se procesaba, se cortaba un minuto, o distintas tomas cortas de ese material, y lo emitían esa noche. Después, lo que no habían usado se guardaba en las latas, hasta que años después lo tiraron a la basura. Entonces ese material eran descartes. Pero estoy seguro de que es más interesante que lo que se emitió, porque de pronto hay planos más largos —un plano de dos minutos, tres minutos enteros—; me imagino que el material editado eran todos planos de diez segundos o menos. Eso me pareció que era una analogía, en algún sentido, de los papelitos, inclusive del diario mismo. Como si el diario fueran los descartes de la novela del escritor. Por un lado está eso; después, yo tenía la idea de que… bueno, Piglia no tenía nada, nada de material fílmico en la familia, y poquísimas fotografías. Esta ausencia, que también es un límite, una carencia, me obligó a encontrar alguna solución. Entonces dije, “voy a buscar material casero de películas familiares que me pueda servir para evocar ciertos momentos”, y encontré una cosa increíble —soy como el conejo del meme que dice “tenemos”: encontramos…—; en realidad, Andrés Levinson, que es el que hizo la búsqueda de archivo, encontró una mudanza de una familia de fines de los años ‘50, que es cuando se muda Ricardo y su familia de Adrogué, donde él nació y se crió, a Mar del Plata. Es un poco una especie de exilio del padre, que era médico, peronista, y estuvo preso. Cuando lo sueltan, en Adrogué, que era un pueblo chico, medio que le hacen el vacío, y se tiene que ir. Ese es como el relato de iniciación, o mito de origen, del escritor Ricardo Piglia, que en ese momento se pone a llenar los primeros cuadernos. Y de pronto apareció este material increíble, que parecía estar ilustrando eso. Es decir: el espectador puede llegar a pensar que la familia de Ricardo filmó ese momento. Pero no es la familia de Ricardo, es de una familia anónima. Es un material perdido, es decir, encontrado.
Después, progresivamente, a lo largo de la película, el material de archivo va perdiendo anclaje en la realidad concreta de lo que está contando Ricardo, o de lo que aparece en los diarios, y empieza a tomar vuelo, cobrar una dimensión metafórica, hasta esa filmación que hizo un tipo, un milico, de un ejercicio en el que tiraban perros en paracaídas en la Antártida. Y Ricardo no estuvo ahí, en la Antártida, con los perros paracaidistas… (risas) Pero en ese momento de la película es como que pega. [El material] está hablando de un clima emocional, además de ser muy bello. Entonces, toda esta larga respuesta es para explicar que sí, las cosas surgen de una necesidad, no son planificadas, pero por ahí de alguna manera yo sé que algo inesperado va a pasar, y en el medio estoy esperando que pase para ver qué se me ocurre, qué solución encuentro. Pero son casualidades.
MP: Está bueno esto que decís de este material que encontraste de otra familia o esas raíces más metafóricas, porque me recuerda, en Cuadernos, cuando hablaste del proceso de montaje de Fotografías, por ejemplo, y te preguntás cómo contar lo que no está filmado.
ADT: Bueno, esa es una de las cosas más difíciles que existen. Hablaste antes de registro, pero uno de los grandes desafíos del documental es cómo filmar lo que no está registrado, cómo evocarlo. Cómo filmar la ausencia, en algún sentido, y evocar la presencia. Por eso yo creo que, curiosamente, el documental tiene algo de fantasmagórico, ¿no? Quizás el cine lo tiene, también. La idea de que estamos viendo, en la pantalla, personas que no están ahí, que por ahí inclusive están muertas… Pero nosotros reaccionamos como si esas personas estuvieran vivas, como si estuvieran ahí, presentes. Les están pasando cosas y nos preocupamos o nos emocionamos o nos da miedo. Y además, ni hablar de todo lo que nos pasa con esas imágenes de esas personas en términos más subjetivos, de proyectar nuestra propia vida en esas imágenes, identificarnos. Todo eso es una fantasmagoría.
AB: Hablamos un poco del montaje, de los formatos… Hay otra cuestión que nos parecía interesante que tiene que ver con el sonido. Yo fui enganchando en Cuadernos varias referencias al sonido en distintas películas y en distintos cineastas: en [Alberto] Fischerman, en [Lucrecia] Martel, en [José] Val del Omar… y cuando hablás de Val del Omar, en esa entrada del cuaderno, decís: “nunca pude experimentar todo lo que hubiera querido en la banda sonora de mis películas”. Considerando que esa entrada del cuaderno parece ser más o menos de hace unos diez años, ¿creés que pudiste concretar esa preocupación por el sonido o por la banda sonora en películas posteriores?
ADT: Sí, probablemente. Creo que cada vez le presto más atención a la potencialidad expresiva del sonido. Igual, siempre sueño con hacer cosas que no llego a hacer, muchas veces por cuestiones presupuestarias, y a veces por cuestiones de método, que nunca termino de resolver. Y esto sí tiene que ver, a veces, con trabajar con muy bajo presupuesto, de forma un poco artesanal. Por ejemplo, creo que Lucrecia Martel en algún sentido descubrió el sonido, porque en La Ciénaga… Obviamente había algo en ella que la llevaba para ahí, y creo que ella también ha dicho que La Ciénaga puntualmente nace del recuerdo de la música, en algún sentido, de los cuentos que le contaban cuando era chica, a la hora de la siesta. No tanto las historias en sí, sino esas voces, esa música, ese clima. Creo que con La Ciénaga le salieron distintos fondos, del Instituto Sundance, de la televisión japonesa, y después apareció otro fondo de Francia que… bueno, ya tenía casi completa la financiación de la película, pero tenía este dinero de Francia que tenía que gastar con una compañía francesa. Entonces tuvieron como tres meses en Francia para hacer la edición y la mezcla de sonido de La Ciénaga, y ahí ella pudo empezar a probar cosas. En general uno llega a la mezcla y tenés unos días, y tenés que resolver, y ya toda la producción llega con la lengua afuera, con los caballos cansados. Entonces no es el momento de ponerse a experimentar, probar cosas, sino más o menos lograr que la cosa suene bien. Eso es una limitación. Yo siempre pensé: “qué lindo sería…”.
Otro cineasta amigo, José Luis Guerín, dice que él lo que hace a veces es: después de filmar, hace un “rodaje de sonido” con la sonidista. Se pasan dos o tres semanas en las mismas locaciones donde estuvieron filmando, pero solamente para buscar sonidos, para no depender de las famosas bibliotecas de sonido. Y ahí aparecen muchas ideas. Porque el sonido también es, fundamentalmente, la forma de trabajar el fuera de campo, que es una de las cosas básicas del lenguaje cinematográfico. Lo que no se ve es tanto o más importante que lo que se ve. Esto lo sabían perfectamente los directores de cine de terror clásico: si no mostrás al monstruo, te da más miedo que si lo mostrás. Mejor mostrar la cara de la chica asustada. O no, o simplemente la cara, sin que ni siquiera esté asustada. Es como que el fuera de cuadro y los ruidos generan en el espectador algo indefinible que de otro modo sería obvio. En ese sentido, el sonido me parece que es clave, mucho más de lo que se cree.
Yo no estudié cine, entonces empecé a filmar haciendo muchas torpezas… qué sé yo, empecé como periodista, y no tenía mucha idea de ciertas cosas específicas del lenguaje del cine, si bien era un espectador de cine, de hecho era muy cinéfilo, más que ahora. Pero el sonido es siempre el pariente pobre del cine. Muchas veces se empieza un proyecto y hay una persona que va a hacer el sonido directo o la dirección de sonido, pero esa persona no necesariamente está involucrada en el proyecto de entrada. Y, sobre todo, no participa del montaje. Para mí sería muy útil que el sonidista empiece a trabajar en el montaje, pero por cuestiones económicas, financieras, de cómo se arma una producción con pocos recursos, eso casi nunca es posible. Pero a mí me parece que sería fundamental, porque entonces uno también estaría editando con una idea de sonido más desarrollada, usando plenamente el sonido. Digamos: yo sé que esto es así, entonces en el montaje tratamos de hacer alguna especie de maqueta-borrador del sonido. Pero no es lo mismo, no tenemos los mismos recursos. A mí me gustaría, sí, hacer una película donde, desde la producción, sea cincuenta por ciento imagen, cincuenta por ciento sonido. Es más: cincuenta y uno por ciento sonido.
MP: Por un lado hablamos ya de las limitaciones o del fracaso del documental. Y [queríamos] preguntarte si tuviste algún proyecto cinematográfico puntual que haya fracasado al punto de no ser continuado.
ADT: El otro día justo pasé por donde quedaba antiguamente Página/12, y me acordé de que iba ahí a hablar con Fernando Sokolowicz, que era el director en esa época de Página/12, en los años noventa. Íbamos a hacer con él una serie documental. En esa época —es increíble pensarlo ahora— había muy pocos documentales, así que teníamos todo el campo libre (risas). Nadie había hecho un documental sobre nada, prácticamente. Entonces la idea era hacer documentales sobre ciertos temas relacionados con la política, en algún caso, o la sociedad. Y el primero que empezamos a hacer, de hecho, era una biografía de Perón.
Yo ya había hecho Montoneros, una historia, que a él le gustó mucho, entonces empezamos a filmar ese documental sobre Perón. Y entrevistamos a un par de personas: a Jorge Antonio, que era como una especie de financista de Perón, un personaje bastante misterioso, que lo conoció muy bien, y en la mala. Fuimos también al Riachuelo, ahí en Avellaneda, con Cipriano Reyes. Cipriano Reyes era un viejo sindicalista, fue uno de los constructores del 17 de octubre; tiene un libro que se llama Yo hice el 17 de octubre. Pero después cayó en desgracia.
Bueno, hablamos con mucha gente y llegamos a hacer una semana de rodaje, pero después no sé qué pasó, de pronto Sokolowicz nunca más me atendió el teléfono. No sé que pasó. O sea, no es que vio el material ni nada. No sé, cambió de idea, sin avisar… Al final abandonamos el proyecto. Pero el otro día un amigo me decía que tendría que volver a mirar ese material. Yo lo dejé como un fracaso total, porque con eso no hacíamos una película ni en broma. Eran dos charlas con dos viejos. Pero quizás ahora, así como yo utilicé materiales descartados en Ficción privada, y creo que le dan como cierta potencia por este valor agregado que le da el tiempo al material registrado, capaz… Entonces ese es un proyecto que quedó inconcluso. Después hubo muchas ideas, muchos proyectos que también quedaron inconclusos, por supuesto, pero en una instancia anterior, de guión o proyecto. Uno siempre anda con diez ideas dando vueltas. Pero esa fue la única película que empecé a filmar y no terminé.
AB: También en La televisión y yo decís: “Ahora se me ocurre que tendría que hacer un documental sobre mi propia familia”, y años más tarde hacés documentales sobre tu familia. ¿Tenés algunos otros proyectos o preocupaciones vinculadas con tu familia o con tu identidad que te gustaría trabajar en películas futuras? ¿O es como una especie de ciclo cerrado con Ficción privada, o…?
ADT: Eso quisieran (risas).
AB: Personas que no vamos a nombrar.
MP: Por diez años…
ADT: Yo dentro de diez años tengo un proyecto (risas). No, es como una broma que tenemos a veces con los amigos, con Valeria Racioppi por ejemplo, y con Gema Juarez Allen, mi productora. Yo en 327 Cuadernos les dije: “bueno, esta película se va a hacer sólo con la voz de Piglia, o sea, yo no voy a estar”. Por circunstancias fuera de nuestro poder, por la enfermedad de Ricardo, me vi obligado a asumir la voz narrativa. Y en Ficción privada también, iba a leer esa carta que yo le escribí a mi padre, que está al final, pero nada más. La historia la tenían que contar las cartas que se escribieron mis padres cuando eran jóvenes. Pero después me di cuenta de que las cartas solas no se entendían. Necesitaban un marco narrativo. Y, de vuelta, una cierta exposición personal, qué me pasaba a mí con esas cartas, una cierta reflexión sobre esos materiales. Muchas veces pasa eso. Digo: “no voy a hacer tal cosa…”, y la termino haciendo. Pero también es la libertad del documental, ¿no? La libertad del artista, se podría decir. Si me sirve usar la primera persona, ¿por qué no la voy a usar? O sea, ¿por qué voy a estar haciéndole caso a Twitter? Yo creo que para un artista el peso del “qué dirán” es fuerte. Y creo que sacarse de encima ese temor es una de las cosas más difíciles para un artista. Entonces, ahora, en este proyecto en el que estoy trabajando, sobre la pampa… y, sí, seguramente voy a hablar en primera persona, I’m sorry.
Cuánto va a entrar en la película de mi familia… algo quizás vaya a entrar, pero no sé, es un recurso que sé que tengo. Al mismo tiempo, no es gratis. Sé que, si lo hago, tiene que ser en serio. No puede ser simplemente, “ah, es un narrador en primera persona”. Tengo que entregar mi “libra de carne”.
AB: Sí, lo de Twitter es… digo, si uno va a andar prestando atención a todo lo que se dice… Y aparte son generalmente comentarios muy al pasar.
ADT: No, por supuesto. El que tuiteó eso lo hizo en broma. Digamos, se supone que es una especie de cita a [Luis] Barrionuevo: “Tenemos que dejar de robar por lo menos dos años”. Pero yo empiezo a escuchar bastante eso, dicho en serio. Lo empiezo a escuchar bastante, de programadores, de críticos: “¡oh no, otra película familiar…!”. O sea que hay algo ahí que está pasando, que ese tweet inocente refleja. Y hay algo represivo detrás de eso para mí. Algo está pasando con esas historias familiares en primera persona —que, bueno, puede ser que haya muchas, y algunas por ahí no son tan interesantes. Aunque yo creo que si sacamos un promedio, en general… yo veo bastantes películas y leo muchos proyectos también, es parte de mi trabajo, y en general las historias personales y familiares son mucho más interesantes que las otras. Eso da un poco de bronca, también. Como hablamos al principio, hacer películas o escribir usando formas autobiográficas o hablando de la familia es movilizador para el que lo hace pero, sobre todo, para el espectador. Hablar de la familia genera en las lectoras o espectadores sus propias reacciones. Entonces, cuando ves una “película familiar” se ponen en juego también tus propias contradicciones respecto de la familia, y esas emociones complicadas que todos tenemos respecto de nuestras familias, y que a veces preferiríamos no tener que pensar en eso. Yo quisiera que el tuitero nos cuente acerca de su familia. ¿Por qué no nos cuenta? ¿Se está autocensurando? ¿Qué está ocultando? Nunca habla de su familia. Toda esa gente que no habla nunca de su familia, ¿qué les pasa? (risas).
AB: Es más sospechoso que… (risas)
ADT: Medio enfermizo me parece. Negarse a hablar de la familia. No hablar en primera persona. Se puede dar vuelta la taba también.
AB: Sí, también son movimientos de la crítica cinematográfica bastante problemáticos, ¿no? Este supuesto distanciamiento, una especie de voz que habla sobre cine pero muchas veces sin asumir ningún tipo de subjetividad. Pero aparte, lo que pasa en Twitter, más allá de la opinión que pueda tener uno de la plataforma, [es que] no hay mucho espacio para la argumentación. Yo noté con mucha claridad el año pasado en Mar del Plata, por ejemplo, la cantidad de películas familiares autobiográficas que había, pero hay muchas más cosas para decir o pensar en relación a eso que la queja de: “che, basta de hacerlas”.
MP: Total.
ADT: Está claro que es un chiste, pero… Después agrega, como excusa: “bueno, justo vi una película familiar terrible”. Bueno, pero entonces nombrá a la película terrible, argumentá con ejemplos. Porque, si no, terminás haciendo una generalización donde yo me siento involucrado. Me siento aludido, cuestionado, como una especie de censura. Es como si se invirtiera la carga de la prueba. Porque además, insisto: más allá del chiste este, es un tipo de comentario que yo vengo escuchando bastante. Es como que hay una… ¿cómo se dice cuando hay una reacción? Hay una palabra en inglés… Backlash.
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