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Como sólo la muerte es
pasajera
Alberto Szpunberg

465 páginas; 23x15 cm.
Entropía, 2013
ISBN: 978-987-1768-14-1

         
                   
       
       
 

La obra reunida de Alberto Szpunberg muestra cómo su poesía se ha desplegado tal un árbol de espléndido follaje y de hallazgos constantes. Este gran poeta logra abrir los lados más oscuros de la palabra que viene del real y él devuelve cargada de belleza y de verdad. Su publicación es un acontecimiento que ningún amante de la poesía puede pasar por alto. Ello sería un olvido imperdonable de sí mismo.

Juan Gelman

 

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I

Oscuras huellas nunca sólo mías
en el patio donde la noche aún permanece,
y alguien lo sabe, ella lo sabe,
como sabe también de las macetas
al aire ligerísimo
de la muerte nunca desmentida,
algunas sombras apenas,
como los lazos de amor siempre pendientes,
inagotables ellos, delicados,
en la luz de qué memoria, infinitos.


 

II

Por el sendero que lleva hasta las casas,
piedra sobre piedra,
sube el sueño de los justos:
un escalón tras otro,
y otro y otro y otro,
presentes los días, venideros,
y todo cada vez más cierto,
como un río siempre desbordado
por cauces imprevistos,
y de pronto el fulgor, tu mano en mi mano,
las primera bendición de la lluvia.


 

III

Cualquier palabra guarda silencio
contra la pared donde se apoya el brazo
que ciñe la desconsolada frente:
el revoque caído descubre un rostro antes oculto,
desencajado ahora, polvoriento,
pero que en la palma de las manos deja huellas
donde aún palpita el ser amado,
como un trabajo, tenaz,
como una verdad, irrepetible.


 

IV

Habito esta casa,
pero vivo a la sombra del otro lado.

¿Quién llama a la puerta
si no la propia espera de mí mismo,
el apremio de las vigas,
el crujido de la madera?

Lo sé:
aunque nunca hubiera ocurrido,
yo entreabrí una vez unos párpados que aún me miran
y la clara pupila, como un pequeño charco,
ya reflejaba un cielo inexistente.

¿Por qué ojos miro ahora cuando no veo?

 

Fragmento
 
         
   
     

Autor

 

 

 

 

 

   
   
           

Alberto Szpunberg nació en Buenos Aires en 1940.  Estudió Letras y en 1973 dirigió la carrera de Lengua y Literaturas clásicas en la Universidad de Buenos Aires, donde fue profesor de Literatura Argentina. Entre 1975 y 1976 fue director del suplemento cultural del diario La opinión. En 1977 se exilió en El Masnou, Barcelona. En 1983 recibió en España el Premio de Poesía de la Universidad de Alcalá y en 1994 obtuvo en Francia el Premio Internacional de Poesía Antonio Machado. Su obra ha sido traducida al polaco, alemán, checo y francés. Vive en Buenos Aires.

     

Reseñas







Texto de la presentación
(Diana Bellessi)

Página/12
(Juan Sasturain)

La Voz del Interior
(Carlos Schilling)

Otra parte
(Alicia Genovese)

ADN Cultura
(Sandro Barrella)

Kundra
(Manuel Quaranta)

Página 12
(Silvina Friera
)

Bazar americano
(Christian Kupchik
)

 

 

Entrevistas

 

Revista Ñ
(Ana María Basualdo)

Página/12
(Silvina Friera)

Perfil
(Juan Fernando García)

Revista Kunst
(María Malusardi)

 

[Texto de la presentación]

Muertos de amor

por Diana Bellessi

Yo, Bellessi, leí muchas cosas en mi vida, de poetas argentinos y de otras partes, de judíos errantes y de largos residentes que ni siquiera son judíos, y ellos no me han enamorado con los salmos ni con el cantar de los cantares. Yo, Bellessi, una goy errante y después, aferrada a este país como lo hace un hornerito, he venido a decir que leer los quince libros del poeta Szpunberg, día a día, me ha llevado a las lomadas del dolor y del ensueño, de la risa y la irónica sonrisa, del corazón agarrado fuertemente y escapándose a cada rato por las bellas melodías, por las frases que cierran pero no terminan, por la armonía musical que suena desde el principio hasta el final de este largo libro de los libros donde viven todos los compañeros, todas las amadas, todas las esperanzas y la fe en la vida, tan tiernamente, tan punzantemente que dan ganas de llorar.

Por eso, yo, Bellessi, que no me llamo Piatock como el gato de Szpunberg ni como aquel sublime Piatock de la academia de su libro, he venido a decir que estamos frente a un gran poeta, un lenguaraz de la historia argentina como pocos se han visto, un observador de la vida cotidiana verso tras verso, un comentador de los grandes de la poesía y de la filosofía, y, sobre todo,un lírico sin igual.Es aquí donde bajo la cabeza frente a este Naide, o subo la cabeza como una Naide llena de amor que lo amó hace muchos, muchos años, allá por la década del sesenta, cuando leyera su “Marquitos” en El che amor, y que lo ama ahora de nuevo leyendo libro tras libro de su obra reunida.

Obra reunida que tiene el acierto de empezar por los libros inéditos, Sol de noche, del 2008, Como sólo la muerte es pasajera, del 2009, y que con este verso,que ya apareciera en El libro de Judith, le da ahora nombre a su obra entera.El síndrome de Yessenin del 2010; Ese azar,este milagro, del 2011, y Como clavel del aire, del 2013, donde cada poema es dedicado a un amigo o a una amiga, o a alguien importante en la vida del poeta, haciendo pública una dulce intimidad.El Szpunberg más cercano, el hombre dulce de los ojos claros al que encontré en la casa de José Luis Mangieri y allí hablamos de Miguel Ángel, del arcángel Bustos que nos hizo amigos de inmediato aunque nos hayamos visto solamente tres o cuatro veces en la vida y nada más.

Bajo la cabeza, o la subo, dije, porque es ese lirismo sin par de este poeta el que me agarra el corazón y lanza el cuerpo, o el alma, a alturas tan altas que yo no sé…

Y lo hace así:

“todo hablaba con todo de este lado del silencio,
al otro lado crecía el lenguaje como un mar en calma:
compañeros, les dije, arrebatos del alma, vida mía,
y el corazón crujía como un leño que arde y arde y arde
hasta ser mañana, flor bella, hora temprana.”

El fragmento que acabo de leer pertenece a un poema de Szpunberg del libro El síndrome de Yessenin, bajo el título de “Dulcemente nacer”. Del mismo poeta que muchos años antes, en su primer libro, de 1962, hubiera escrito:

“Meto las dos manos hasta el fondo más humano de lo humano…”

Y en Juego limpio, de 1963, dijera:

“Grande es el mundo
y amar siempre es llamar a todas las cosas por su nombre…”

Después de “Marquitos”, después de “Orán”, el poema “Egepé” del Che amor, 1965, termina así:

“delen, muertos de amor, sostengan que nacemos.”

Y ahí se hace silencio. Szpunberg escribe, pero no publica. Después de este libro no volvemos a saber de él hasta el año1981, los años del exilio en Europa,cuando al fin editan en España Su fuego en la tibieza. Escribe así, óiganlo:

“Sostén mi corazón, hierba que creces, hormiga incansable, pájaro cualquiera,
sostén mi corazón, aire de la tarde, aire que sostienes al pájaro, aire en la siesta,
……..
guárdenlo en la noche como si fuera en la tierra, este otro cuerpo, esta otra carne,
boca cerrada en laque sólo entran raíces, lluvias, muertos, entrañables muertos.”

La pueblada de aquella década perdida y ganada tiembla en su poesía y vuelve así a temblar en nosotros, sus lectores, que nacemos día a día en la música sin fin de estos poemas y de la vida que renace sin parar de la mano mayor del destino o del azar, y de la voz del poeta Szpunberg.

Es en La encendida calma, del 2002, y en El libro de Judith, 2008, donde Szpunberg me gana por completo. El primer libro se abre con estas tres palabras del salmo de David: 34:8: Gustad y ved…Abro mi vieja Biblia y ahí, encuentro esta aclaración: cuando (David) mudó su semblante delante de Abimelec, y él lo echó, y se fue. Cuando David fingió estar loco frente al rey filisteo, y esto lo dejó libre y lo salvó. Los verbos de alabanza se suceden uno tras otro en aquel salmo, como lo hacen en los poemas de este libro, con una melodía sin igual que vuelve a resonar en Judith, el libro más marcado de Alberto que tengo entre mis manos, y que dedica, con la fe ciega del corazón, “a los compañeros, desde siempre, hasta siempre; y que vuelve en el libro editado el mismo 2008, la genial Academia de Piatock, con las mismas palabras: “a los compañeros, desde siempre y hasta siempre”, bajo la suite no. 5 para violoncelo solo de Juan Sebastian Bach.

“¿Qué uno entre todos
si no todos?

¿Qué todos
si no uno y uno y todos
en cada uno
y en todos?”
…………………
“Toda ausencia -30.000 ausencias- es mentira:
cada mirada la desmiente,
cada lágrima la refleja,
cada calle es a sus pasos
lo que la realidad es al milagro:
esta verdad
nunca vista
pero siempre presente.”

La orquestación de esta obra reunida es descomunal, con poemas a pie de página o en globitos de historieta al costado derecho del margen, con dedicatorias que retornan en leves variaciones, y por eso, leerla en conjunto provoca tal vértigo. “Del polvo venimos y al amor –si no a qué- volvemos”, nos dice Piatock, y esole da respuesta a la hermosa cita de Andrés Rivera en La revolución es un sueño eterno con que se abre Luces a lo lejos: “Entre tantas preguntas sin respuesta, una será respondida: ¿qué revolución compensará las penas de los hombres?”

Saludar esta obra que tan bellamente ha publicado la editorial Entropia, es citar una y otra vez al mismo Alberto Szpunberg, a su lúcida coherencia, y si he dejado afuera a su último libro, Traslados, que cierra este tomo, es sólo para dejar lugar a mis compañeros de presentación y al propio autor que, espero, nos emocionará leyendo algunos de sus poemas.

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[Página/12]

Los colores de la valija

por Juan Sasturain

Soler no suele ya recordar poemas de memoria, ni lo intenta, ni lo cree necesario a esta altura, para qué. Pero Soler alguna vez solía memorizar, versear sin tropezones, de corrido. Era una tabla rasa aquella bocha adolescente que sólo había sabido / solido retener hasta entonces boludeces, como la letanía del Boca del ’62: Roma; Silvero y Marzolini; Simeone, Rattin y Orlando. En esa época, digo, cuando Soler solía ser todavía casi un pibe a su pesar, mal crecido y desparejo de saberes, virgen (sic) de experiencia en camas compartidas / alcoholes nuevos / plazas políticamente concurridas, los versos le pegaban fuerte. Se le solían pegar, mejor dicho, hacía tiempo y allá lejos.

Y cómo. Era la tarde y la hora / en que el sol la cresta dora / de los Andes. El desierto / inconmensurable, abierto le dictaba todavía el secundario Echeverría. Cerrar podrá mis ojos la postrera / sombra que me llevare el blanco día, arrancaba el diestro Quevedo curricular para no soltarlo hasta ese polvo serán, mas polvo enamorado que lo solía dejar sin respirar, como solían los equilibristas, como las exactas piruetas de circo. Y el gentil Garcilaso con el dulce lamentar de dos pastores / Salicio juntamente y Nemoroso, y aquella retórica pregunta borgiana sobre los tripulantes del tango que lo perturbó en voz de Medina Castro con tableteo musical de Piazzolla de trasfondo: ¿Dónde estarán? pregunta la elegía / de quienes ya no son. Como si hubiera / una región en que el ayer pudiera / ser el hoy, el aún y el todavía. Maravillas, maravillas.

Es ese mismo el Soler pendejo de principios / mediados de los sesenta, digo, al que solía atribular todavía la ajena Buenos Aires y para quien cada libro / autor nuevo era como un castañazo que lo sentaba de culo en el camino de Damasco, lo dejaba insomne con los ojos así, lo iba poniendo enfilado generacionalmente en la picada del monte guerrillero. Es que solía ser así, para Soler y para el resto. Las condiciones de la época, supo decir después Gianuzzi para explicar el momento.

Ese Soler, versero incipiente y principiante en todos los órdenes y desórdenes de la vida, también por entonces había descubierto de apuro –ya en otro clima– tanto el entrecortado ritmo vallejiano de la apelación vacilante que lo interpelaba desde los dos lados del poema: Niños del mundo / si cae España –digo, es un decir– / si España cae / del cielo abajo el antebrazo, como las metáforas abiertas como venas de Lorca: Y los toros de Guisando / casi muerte y casi piedra / mugieron como dos siglos / hartos de pisar la tierra. Y justo ahí –para colmo– sin anestesia y con la guardia y las defensas bajas, supo tener la revelación definitiva de Gotán: Esa mujer se parecía a la palabra nunca / desde la nuca le subía un encanto muy particular / una especie de olvido donde guardar los ojos / esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo. No hubo ni hay hospital ni curita posibles para este golpe / esta herida al plexo poético generacional. El mal ya estaba (bien) hecho.

La cuestión viene al caso. Hace unos días –medio siglo largo después de aquellos retenidos versos– Soler se encontró como ya no solía con el Eduardo Romano de aquella Entrada prohibida –poeta amigo, padre y maestro–, y hablaron entre otras cosas de Alberto, de Szpunberg, de la maravilla del libro inmediato, de estos días, que reunía su poesía completa, le hacía justicia en un mundo por lo general sin. Y celebraron.

Y ahí fue que de pronto Soler, sin previo aviso y sobre la mesita de mármol de una Giralda inmemorial, dijo y fue diciendo –de dónde carajo le vendría el dictado– medio medium, si cabe, el arranque de La María casi casi sin pifiarle en nada:

Los colores que cubrían la valija de madera eran papeles / y en pequeñas violencias los papeles se fueron gastando / quedando en los andenes del tren; / ahora ya se ve que esa valija en realidad es de madera / y la madera –por qué no– tuvo raíces de árbol en la tierra, / soñó en las tardes tibias con el cielo.

Ahí se paró –Soler, digo– y mientras trataba de recordar cómo seguía aquel humilde, deslumbrante poema de Juego limpio, el libro anterior a El Che amor, tan memorado, dijo o pensó decir como quien pone una plaquita, costumbre de versero que suele incurrir en falsos escalafones:

–La academia de Piatock es para mí el mejor libro de poesía de Alberto, y el mejor en general que he leído en mucho tiempo. Viste cómo reparte las cuestiones, cuenta por boca de otros que son todos y uno, y cada uno. Elude y alude, toca y pica hacia arriba y los costados, pero no se va nunca. Personajes y sentimientos en asamblea permanente, claro.

Y se amaneró en el discurso, como Soler suele:

–Es de algún modo sesgado la culminación tardía pero presente y deslumbrante de todas aquellas líneas tendidas desde los sesenta

–más la Historia y las historias, el exilio y el regreso, la perplejidad sin fondo, celebratoria–, como una conversación infinita de silla expuesta en el patio del conventillo de Villa Crespo, en la plaza de la aldea ancestral, en la mesa de la ventana del café contiguo a la facultad de Viamonte, frente al mar de allá / junto al río de acá, con el bosque ahí nomás.

Y ahí el bosque lo devolvió al viejo poema y Soler fue buscando los últimos versos de a uno, como quien desenreda pedazos de piolín, los pone en fila:

Los árboles que había hace tiempo en el pueblo / ahora siguen soñando en la distancia tan altos como ayer, / bajo esos árboles un día hizo el amor sin esperar la noche / bajo esos árboles la noche soñaba –por qué no– con la ciudad.

Se quedó ahí –Soler, digo– un momento, y después se trajo de qué rincón de la memoria los dos versos finales, los puso sobre la mesita de mármol de La Giralda como quien tira una evidencia triunfal, muestra las cartas ganadoras del envido, se lleva todos los porotos para la poesía:

La ropa que ahora guarda en la valija de madera le va chica / y la madera de la valija ya no es árbol ni puede florecer.

En realidad lo terminaron a coro en un murmullo creciente, con el pelado Romano de sonrisa sabia, cálido compinche de Alberto desde los tiempos de Agua Viva. Después pagaron los cafés y se fueron con el viejo / último Szpunberg puesto entre pecho y espalda como un secreto jubiloso.

Desde entonces y durante estos últimos días, el versero Soler se propuso, casi sin querer, aprender de memoria, por simple asociación virtuosa, “El botánico bakuninista”, un poema que a él –a Soler– lo remite, a tantos años vista, a la colorida valija de la María que un día hizo el amor sin esperar la noche: Cada árbol es al bosque lo que yo a ustedes, dice maravillosamente por ahí.

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[La Voz del Interior]

Entre el ladrido y la palabra

por Carlos Schilling

Unos mil poemas contiene Como sólo la muerte es pasajera, que reúne toda la poesía que Alberto Szpunberg (1940) escribió desde principios de la década de 1960. Es un libro de libros que la editorial Entropía publicó como tributo al cincuentenario de Poemas de la mano mayor (1962). Esa enorme cantidad de palabras ofrece el paisaje completo de las mutaciones de una poesía que ha cambiado (para mejor) aun cuando la mentalidad de su autor permaneció más o menos estable.

Szpunberg fue y sigue siendo reconocido como un poeta militante, un claro exponente de la poética sesentista, con su carga de coloquialismo porteño, modulaciones tangueras, sentimentalismo y conciencia revolucionaria. En ese sentido, su tercer libro, El che amor (1965), con una sección dedicada al Ejército Guerrillero del Pueblo (el EGP fue el primer intento de guerrilla foquista en el norte del país) no deja ninguna duda respecto de la ideología de Szpunberg.

Sin embargo –y más allá de que los tres primeros libros parecen valer hoy más como documentos de época que como obras literarias– los poemas nunca se reducen a simples vehículos para transmitir ideas políticas, y es que, como el mismo poeta explica en el prólogo, su militancia no es compromiso sino entrega, potencia de amor hacia los otros.

De todos maneras, no es casual que Como sólo la muerte es pasajera se abra con un libro inédito fechado en 2008, el bellísimo Sol de noche, una serie de 41 poemas en los que se cifran los movimientos de la última poesía de Szpunberg, una lengua clarísima, traslúcida, capaz de abarcarlo todo para quedarse con nada: “¿Desde cuándo la poesía sino hasta asir el agua/ con las manos tendidas/ como ramas agitadas en el vaivén del aire”.

Ese orden cualitativo del libro, en el que los inéditos preceden a los editados, se prolonga en Como sólo la muerte es pasajera (2009), El síndrome Yassenin (2010), Ese azar, este milagro (2011) y Como el clavel del aire (2012). Luego siguen los libros publicados (dos en la década de 1980; uno en la de 1990 y nada menos que cinco desde 2002 hasta el presente).

Esa abundancia final tiene la gracia de un don infinito y algo que podría definirse tal vez como una intensidad despreocupada, incluso en los textos claramente programáticos, como El libro de Judith y La academia Piatock, en los que el poeta explora sus raíces judías. Por las múltiples vías de esa abundancia, su poesía se vuelve evidente por sí misma: “Los compañeros perros ladran a nuestro encuentro/ y nos explican que ningún milagro es novedoso/ sino que todo lo nuevo/ es un antiguo milagro,/ como antigua es la amistad que se renueva/ entre el ladrido y la palabra.

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[Otra parte]

Una voz que no deja de abrirse

por Alicia Genovese

La publicación de la poesía reunida de Alberto Szpunberg permite redescubrir una obra excepcional que pone en perspectiva a este autor, como no se lo había hecho antes, para convertirlo en imprescindible. La inclusión en este amplio volumen de sus últimos libros inéditos contribuye en no poca medida a sostener esa afirmación, pero tampoco hay que olvidar que Szpunberg vivió en Barcelona y no publicó en Argentina durante más de veinte años; es decir que algunas zonas de su poesía permanecían desconocidas. El recorrido que puede leerse va desde los primeros libros –atravesados por tonos y referencias propios de la poética del sesenta: el coloquialismo, el tango, la participación política militante, como en El Che amor (1965)–, hasta los últimos, donde se acentúan las notas íntimas, inusuales podría decirse para un poeta que no es clásico, sino que toma de la contracultura sesentista ironía y modos de la antipoesía. Pero entre estos componentes emerge de pronto una lírica limpia y conmovedora, a la que su última producción da más abierto cauce. Con frecuencia en su discursividad aparece una interlocución, un ella o un vos amoroso, motivo de reflexión y de pasaje desde zonas de lo cotidiano hacia una visión poética más inasible. Un gesto que recuerda a Paul Éluard y que es poco común en otros escritores de su generación. El amor se presenta como aquello que permite salir de la introspección y llegar a una percepción sensible del mundo, de la naturaleza, donde todo adquiere el valor de la extrañeza y la justificación gozosa del habitar. Dice en Apuntes, por ejemplo: “contra qué ventana ver los hilos de la lluvia sino en tus ojos”; o bien: “Esta noche apoyaré mi cabeza sobre su corazón y escucharé el mar”. Pero además, en el itinerario de la poesía de Szpunberg se hacen visibles las circunstancias de la época desde el ojo de quien vivió la represión de los setenta y el exilio, las pérdidas y el desgaste. Se muestran como retazos los allanamientos, los pañuelos blancos, el miedo a los golpes en la puerta, sin autoconmiseración, con el vitalismo de alguien siempre dispuesto a prender el fuego de la hornalla y redescubrir resplandores, el asombro herido. En el centro de esta poesía brilla La academia de Piatock (2008), libro que cristaliza las características de su escritura pero aligeradas de imperativos. Ideas e imaginaciónconfluyen en una gran asamblea, a través de diferentes voces que imitan deliberaciones filosóficas, proletarias, con una carga de autoironía no exenta de ternura ni carente de idealismo. Se agregan aquí referencias a la cultura judía, pasadas por el tamiz crítico y no practicante de un poeta que sin embargo rescata una raíz religiosa y rearticula ese imaginario en su presente. Así, en libre composición poética, aparecen versículos, milagros hechos de cosas insignificantes, narrados como si fueran pasajes bíblicos. Esta capacidad de recrearse, que también se manifiesta por medio de enumeraciones, pies de página, globos de historieta, el traslado al presente de la escritura de textos escritos en otra época, habla de un gesto de escritura que es apresamiento tentativo siempre abierto. Dice Szpunberg en Luces que a lo lejos (2008): “comenzaba a descubrir que, más incontables que la arena, infinitos eran los ecos de cada palabra y cada silencio”. Una obra reunida para leer con detenimiento y seguir las modulaciones de una voz que no deja de abrirse y de alimentar su cercanía íntima con lo que nombra.

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[ADN Cultura]

Transmitir una experiencia

por Sandro Barrella

Como sólo la muerte es pasajera llama Alberto Szpunberg al conjunto de su obra y toma prestado el título de un verso propio. Este gesto—como en el pase del testigo— se repite: versos que pasan de poema a poema, títulos que hacen uso de palabras ya dichas, escenas que se trasladan de libro en libro con alguna variación en el curso del tiempo, de una vida en el poema. Otro tanto ocurre con la dedicatoria que reitera una y otra vez: “a los compañeros, desde siempre y hasta siempre”, con spinoziana persistencia, blandiendo una memoria que también es imperativo categórico para el hombre que publica su primer libro a los veintidós y a punto estuvo un par de años después, de unirse a la célula del guevarista EGP en el monte salteño, en lo que fuera una de las primeras experiencias de la guerrilla en la década del sesenta.

Experiencia y transmisión parece querer decir Szpunberg a lo largo de sus libros que, leídos como un todo cobran una dimensión de unidad indisoluble. Experiencia y transmisión, como quien discute la tesis de Walter Benjamin en Experiencia y pobreza. En su artículo, Benjamin se refiere a los combatientes que regresan de las trincheras de la primera guerra mundial: “la cotización de la experiencia ha bajado y precisamente en una generación que de 1914 a 1918 ha tenido una de las experiencias más atroces de la historia universal. Lo cual no es quizás tan raro como parece. Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable”. Un cuarto de siglo después, los campos de exterminio nazis darán cuenta de un nuevo enmudecimiento. Si Benjamin se anticipa a Adorno, Primo Levi los contradice al afirmar que después de la Shoa, no se puede escribir poesía sino sobre Auschwitz. Lejos de pretender asimilar aquellos acontecimientos capitales—únicos, singulares—del siglo XX con el reciente pasado argentino, de lo que se trata es de comprender el contexto político, social y cultural, en el que la escritura de Szpunberg toma cuerpo y se vuelve una voz esencial de la poesía argentina.

Luego de Poemas de la mano mayor (1962) y Juego limpio (1963), ambos con ciertas marcas de estilo que harán presencia en sus libros posteriores, es El che amor (1965), el que va a trazar el devenir de la obra futura: “Abajo aquí sus huesos sus fusiles/ ese atadito de hombre/ no sé la tierra cómo hace que se aguanta/ los que avanzan sobre ella son las mejores noticias que nos llegan de ustedes// delen, muertos de amor, sostengan que nacemos.” La literatura y la vida se funden: a la revolución por la poesía, por el amor. “Poemario que decidió mi vida”, escribe Szpunberg en el prólogo. El libro encarna el pre-texto de lo que va a venir, tanto en los hechos de la vida del poeta como en el decurso de su poesía, que, a silencio de imprenta, siguió siendo escrita, aquí y en el exilio, volviéndose cada vez más compleja, cohesionada en su núcleo y expandida en recursos. Szpunberg alterna el verso corto, medido, con el versículo, y en ambos casos es la música, la encadenada entonación de las palabras, el ritmo que fluye, lo que da entidad a su poesía.

En sus poemas abundan, la lluvia, el mar (por todas partes), el bosque y la tierra húmeda, ramas y niebla; muchas preguntas. En diálogo abierto, la pregunta como meditación y búsqueda del rostro amado, la voz amada, el sentido de lo que se perdió; la compasión y el pensamiento sobre el otro. La pregunta como exégesis constante, elucidación y comentario, de quien no clausura ni sella la experiencia individual y colectiva. Diálogo abierto—con la tradición lírica, con la filosofía, la literatura y con la historia—desde una obra abierta, Szpunberg aguza la mirada, su visión es una máquina que atrae todo cuanto ve y devuelve postales de la totalidad.

Como sólo la muerte es pasajera, incorpora a títulos fundamentales como Su fuego en la tibieza (1981), Luces que a lo lejos(2008), La encendida calma (2002) o La academia de Piatock (2008), una extensa sección de obras inéditas que confirman la densidad, la riqueza de la poesía de Szpunberg, su honestidad intelectual (“No, ya no soy yo el que habla, es sólo el poema,/ donde las palabras siempre dicen otras cosas,/ menos mentir.)”, su apego a una lírica que no renuncia al sentido de la historia,   como si hiciera suyas, las palabras de Marina Tsvietáieva: “El tema de la Revolución es el encargo del tiempo. El tema de la exaltación de la Revolución es el encargo del partido”.

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[Kundra]

Ni un sombrero

por Manuel Quaranta

Reseñar Como sólo la muerte es pasajera –poesía reunida– de Alberto Szpunberg resulta un ejercicio imposible. ¿Qué criterio utilizar para abrir el juego? Podría, por ejemplo, seleccionar el libro inédito que le da título al volumen completo. Pero ¿consigo con esto captar un mínimo de su producción? ¿Cuál de los quince libros –entre inéditos y editados– representa mejor al conjunto? ¿Qué hacer?

El criterio elegido para esta reseña es tan arbitrario como cualquiera: podría haber pensando en el mar, la ausencia, la memoria, los pájaros, la inocencia o la lluvia, sin embargo una de las palabras que más se repite en cada uno de los libros es muerte, y es ella –sólo ella, en este caso– la que me permite reflexionar acerca de la poesía reunida de Alberto Szpunberg, publicada por editorial Entropía.

Morimos de amor, de hambre, de sed, mueren los pobres, los ricos, los desaparecidos. Muerte Muerte Muerte Muerte Muerte: ¿A qué responde esta insistencia? ¿Derrotarla, conjurarla, vaciarla, morirla? ¿Por qué nombrarla? El nombre no nombra, sólo llama. ¿Convocarla? La muerte, nunca tanta chance de aventura, ¿festejarla?, También ¿te acuerdas? está la muerte, ¿recordarla?, La palabra calla lo que dice, ¿despreciarla?

Demasiadas muertes, piensa él, demasiadas. Un mar de muertos o un mar lleno de muertos, o lágrimas que lloran a los muertos, aunque, firme, “un poema, por favor, corto de agua y ausente de llanto”, rebelde, soberano, como quien dice: “de acuerdo –dijo–: esta es la vida, esta es la muerte”, saliendo a pelear un combate perdido, Despertamos de un sueño en otro sueño/ ¿qué pasó?, nos restregamos los ojos, ¿qué pasó?, y con cierto horror no exento de tristeza nos enfrentamos al día más terrible de los días, un 24 de marzo de 1976, oscuro, como “oscura es la palabra”. En realidad, estoy triste: en realidad, no estoy triste. Escribo para morir, en realidad, escribo para vivir. Pare revivir a mis demasiados muertos, a los hermanos muertos en la imposible ausencia. Una mano, un hermano, la mano que mata, La posibilidad de matar ya nos hace asesinos,/ y hay preguntas de siempre que siguen sin respuesta:/ ¿por qué el manotazo que mata al mosquito?/ ¿Por qué la osadía de rematar hasta la misma muerte?

La mano, la muerte, ¿la muerte del hermano?, ¿de qué hermano? El primer libro publicado por Szpunberg se titula Poemas de la mano mayor (1962), y yo leo poemas del hermano mayor, presencia constante en ese libro, el hermano, la mano, desde el epígrafe de los hermanos Expósito; ¿qué significa la mano? Acariciar, escribir: Mientras tus manos,/ pacientemente,/ me abrigan de la muerte. ¿La muerte?

La poesía reunida de Alberto Szpunberg está plagada de obsesiones, la muerte, sin duda es una, pero, más allá, o más acá de la muerte, la poesía, la preocupación poética recorre, ubicua, desesperada, toda su obra: Porque en algún recuerdo ya lo hemos visto/ es pasajera la muerte, no el desamparo,/ pero hay una palabra,/ una sola/ que se vuelve poema.

Afirma Szpunberg, en el prólogo, Volver es imposible, y tiene razón, la vuelta siempre es engañosa, el origen, mítico, está perdido, pero sobre todo, el poeta es incapaz de volver porque no tiene ni un sombrero para decir adiós.

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[Página 12]

Un lírico capaz de elogiar a la ganzúa

por Silvina Friera

Nada aquerencia tanto como la palabra compañero. Se alza el poeta en estado de asamblea permanente, levanta los dedos índice y medio en alto, como apuntando al cielo de Pista Urbana, nuevo espacio cultural, y los separa hasta formar la “V” de la victoria. Después cierra el puño. Un relámpago de gestos se suceden en el aire: la “V”, el puño bien cerrado, la “V”... Es el juego limpio que juega Alberto Szpunberg cuando la ministra de Cultura, Teresa Parodi, le entrega el Premio Cultura Argentina por el aporte que ha realizado con su descomunal obra –Poemas de la mano mayor, El che amor, Su fuego en la tibieza y La academia de Piatock por mencionar algunos títulos–, una distinción que han recibido anteriormente artistas como Mercedes Sosa, Horacio Salgán, León Ferrari, Eduardo Falú y Luis Felipe Noé, entre otros. Son muchas las miradas que lo acompañan en este mediodía que rezonga por los excesos de la lluvia. “Nunca le di la mano a ningún ministro”, confiesa el poeta que “saca a pasear el bastón” por las callecitas de San Telmo, el barrio donde vive, y en estado de gracia encuentra en una paseadora de perros el principio de un poema. “Míreme bien porque creo que soy una de las últimas lectoras de poesía que les queda –le dice Parodi–. Soy una admiradora casi obsesiva de la poesía como herramienta para hacer otra música. La poesía tiene tantas músicas como lecturas y cada uno puede encontrar una. La mayor importancia que tiene la poesía es la infinita música que tiene la palabra, el roce de la palabra con la idea.”

Szpunberg (Buenos Aires, 1940), un refucilo de calidez y picardía aleteando por las pupilas, recibe el diploma y la escultura Los equilibristas de la cordobesa Victoria Lemme. “Nunca me olvido de un poeta francés maravilloso, que hoy se lee poco pero hay que recuperarlo, que es Paul Eluard. En un poema dice que la poesía tiene por meta la verdad práctica. Eso tiene resonancias un poco duras, pero a veces hay que recordarlo. La poesía también tiene que ver con la verdad práctica. En función de eso yo quiero hacer mi aporte. Como en estos momentos está en discusión, charlatanería y mezquindad el tema de la inseguridad, yo escribí ‘Elogio de la ganzúa’...”, anticipa el autor de Como sólo la muerte es pasajera, su poesía reunida publicada en 2013por Entropía. “La llave que abre/ y la llave que cierra/ son la misma llave/ adentro y afuera// ¿A la calle?, no hay problema,/ sólo al forzar se falsea;/ la misma llave te deja/ dormidito en la vereda// Pero ojo al piojo/ que el mal de ojo/ es el cerrojo”, lee Alberto el inicio de este poema inédito y celebran la ocurrencia a pura carcajadas y aplausos escritores, artistas y músicos como Horacio González, Juan “Tata” Cedrón, Tom Lupo, Eduardo Jozami, Adolfo Nigro, Juano Villafañe, Pablo Mainetti, Judit Said y Dorotea Murh, más conocida como Dolly Onetti, la viuda del escritor uruguayo.

El músico Jorge Sarraute, integrante del mítico Cuarteto Cedrón, donde tocó el contrabajo, interpreta varias de las canciones que surgieron de las juntadas en Barcelona –la ciudad del exilio– con Alberto y Luis Luchi (1921-2000) a fines de la década del 70. Entonces el piano y la voz de Sarraute bucean por las honduras de los versos de Szpunberg en “Vidalita de la casa dejada”, “Chacarera mezclada”, “Chacarera de memoria” –“chacarera que se baila, como quien sueña despierto”– y “Lo fusilaron contra un paredón del bajo Flores”. Las palabras del poeta tienen aromas y vibraciones; enhebran intimidades que bailan de boca en boca. La uruguaya Mónica Lacoste, la ideóloga parlanchina de Pista Urbana, es una anfitriona que derrocha simpatía. “Hoy tenemos la alegría enorme de haber concretado un disparate total. Sé que los que están acá son parte de esa locura, cosa que me alegra profundamente”, subraya.

–Habría que debatirlo... –retruca Szpunberg.

–¡Así son los poetas: desagradecidos! –bromea Lacoste.

–Quiero leer algo. Si lo que leo dice algo, mejor –arremete el poeta.

–Le pido que ponga riendas a su corazón, siéntese, por favor.

–Eso es imposible...

“Alberto es alguien que está recogiendo la herencia de Juan Gelman. No es exactamente lo mismo lo que él hace, pero el trabajo con la melancolía, el lirismo de los perdidos e ignorados, los grandes idiomas antiguos, el hebreo y el griego como resonancias en el castellano actual, son planos compartidos”, plantea González. “La preocupación social está tomada desde pequeños personajes frágiles que tienden a fracasar y a dejar un testimonio; su fuerza es la del gran fracaso lírico. Alberto, a su manera, con todas las diferencias del caso, es un continuador del mismo nivel de fuerza poética de Gelman, entendiéndolo como un pensador de la naturaleza en su relación con la historia, no como un teórico. En la naturaleza de Gelman hay aves de todo tipo, en la de Alberto hay gaviotas y sentencias de sacerdotes extraviados. Finalmente, en los dos hay un impulso de estudiar la historia a través del punto de vista del más frágil y de las criaturas más despojadas. Alberto es un gran poeta lírico de la Argentina contemporánea.”

La magia de Szpunberg surte efecto. Todos repiten el estribillo de su “Elogio de la ganzúa”: “pero ojo al piojo/ que el mal del ojo/ es el cerrojo”... El poeta regresa a la mesa con el diploma y la escultura y aclara: “Homenaje viene de homo, hominis, hominaticum –silabea Alberto a Página/12–. Era un ritual en la Edad Media por el cual la gente se convertía en vasallo del señor. O sea que entre compañeros no puede haber homenajes. Por eso me irrita la palabra homenaje. Esto es un encuentro en el que la asamblea permanente es posible, ¿no?; es cuestión de que alguien la convoque. La disponibilidad está, por lo menos por mi parte. ¿Y por la tuya?”

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[Bazar americano]

Alberto Szpunberg, el hechicero del asombro

por Christian Kupchik

El palestino Edward Said transcribió la transcripción que de un monje sajón ya había hecho el alemán Erich Auerbach. “El hombre que siente que su patria es dulce, todavía es un tierno principiante; el que piensa que toda tierra es como la suya, ya es fuerte; pero perfecto es quien siente que todo el mundo es una tierra extraña.” Hugo de San Víctor escribió esto en el siglo XII, quizá bajo la fuerte impresión de que esa virtud es impracticable, muy posiblemente con el convencimiento ideal de que la perfección tendrá finalmente un lugar, o mejor dicho, un tiempo.

Atravesar las páginas de Como sólo la muerte es pasajera (Entropía, 2013), volumen que reúne la poesía completa de Alberto Szpunberg (Buenos Aires, 1940) implica un viaje que se da en muy raras ocasiones y que confirma aquella perfección que el monje sajón anunciaba.

El texto que sirve de prólogo –y que con justicia poética pero a la vez con sutil clarividencia el poeta titula Seré el que seré arranca con unos versos en yiddish que su padre cantaba marcando el ritmo con la mano. Su madre, en cambio, preparaba en la cocina del viejo conventillo una ensalada que incluía a Chopin, Angelito Vargas, el jazán Pinchik y el coro del Ejército Soviético. El mismo texto se cierra con un verso exiliado de cualquier poema y que sirve de mercurio para comprender el derrotero de Szpunberg: “Como quien nace, la última trinchera es uno mismo”.

La obra está organizada agrupando primero los trabajos inéditos (cinco títulos) y luego los publicados (diez libros, que van de Poemas de la mano mayor, 1962, hastaTraslados, 2012). Es decir, medio siglo de poesía de altísimo vuelo, décadas que fueron acompañando el poema vital que Szpunberg iba escribiendo con sus días. Donde no faltaron el dolor y la desolación. En principio, el compromiso con la lucha armada y la experiencia salteña del EGP, donde Szpunberg ve desfallecer de hambre a Marquitos Szlachter, un hermano. A él le estará dedicado El Che Amor (1965), obra que despertará la atención de muchos. Como el resto de su obra, concentra con fuego el ideario político sin –a la manera de mucha de la poesía testimonial de la época– descender a la validez de la denuncia directa o el panfleto. Si la última frontera es uno mismo, bien vale la pena también saltarla:

Me matarán se llevarán algunos de mis pedazos más enloquecidos

estudiarán mis ojos cómo ven así de abiertos en la noche

mis manos cómo pudieron mis manos morir saludando tanto

mis pies cómo huyeron con el tiempo de sobra que tenían

y volverán por mí más pedazos por más y más destrozos

mi corazón entraba en un puño mi cabeza entre todos los hombres

era un buen muchacho le dirán a un montoncito de todas mi partes

pero ellos qué cómo cuándo, nunca sabrán, creo que nunca.

(“Emperramiento”)            

Hay amor, obstinación, tesón y amor en aquel “Emperramiento”Szpunberg nos recuerda que el Che en una carta de ese 1965 aseguraba “que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor.” Y el poeta concluye: “Y yo estaba profundamente enamorado”. 

De allí que cuando llegó la hora de las despedidas, cambiaron ciertos métodos, sin duda algunas estrategias, pero las convicciones se mantienen intactas, cada vez con mejor salud.  El exilio y el desarraigo, como una capa transparente e impalpable, van dando forma a la materia trágica desde donde crece gran parte de la obra de Szpunberg. Y su poesía se va llenando de voces, de presencias, que se niegan a desmentir la ausencia. Se va poblando de otras “últimas trincheras” hasta la multiplicación de espejos enfebrecidos, habitados por los nombres de todos y que son uno solo:

Fui pedro o germán o enrique o será pedro o es alberto o soy todavía  

es difícil establecer el paradero de mis riñones o el destino de su puño

será difícil separar mis ojos de su venda su herida de mi carne

me fui con mi brazo al fondo del río pero su zapatilla quedó junto a la cama

y mi nombre gritaba pedro o fue enrique quien llamó a los compañeros

o fue mamá que grita alberto alberto pero él era daniel o pedro o todavía

y algo sonaba en su oído como un nombre que no diré ni dijo ni conozco

acaso la calle acaso mi cita entre sus dientes quizá bajo la lengua

o acá entre estos pastos donde ahora estamos pero no estamos mirando el cielo

(…)

pedazos de mí o de su lado o de sus bordes o del amor de él de ella

que se asoma a este pozo y grito y gira y caigo y nombra

una multitud de nombres ahora a solas con todos y con nadie.

Este poema, “Hablan los nombres de guerra”, perteneciente a Su fuego en la tibieza(1981) expone con crudeza el filo de lo ausente: allí, la herida sazonada por el devenir de los que no quedan, la sal de lo que no fue, posibilitará el poema. Nuevamente, al igual que en “Emperramiento”, se exponen los fragmentos de una individualidad que se adivina como un todo en la conciencia. Es allí, en la aridez de esas ausencias forzadas, en el desierto de los sueños truncos, donde se produce el milagro: un río imprevisto, desconocido, se derramará glorioso. Es el poema escrito antes de ser escrito, una serpiente marina de lengua sinuosa que sabe cómo abrirse paso por sí misma en el nombre de los que están y no están, conquistando nuevas fronteras, renovándose.   

Con los años, la poesía de Szpunberg sin abandonar jamás el aliento rebelde y libertario (dicho esto en su acepción más amplia), se hará más reflexiva, honda, a partir de una búsqueda en las raíces propias que deriva en una mística auténtica de fuentes insondables: San Agustín, el Talmud, Fray Luis, el Baal Shemtov, Santa Teresa, el rabino de Kotzk, sin olvidar jamás a los creadores populares. Cada palabra, cada imagen, es un jab directo a la mandíbula, pero colocada sobre la sensibilidad del lector con una delicadeza exquisita.

Gustad y ved”, se extasía el salmo en medio de los Días Terribles”, declara Szpunberg en su prólogo. Precisamente, ese salmo (34.8), preludia como epígrafe Como labios al decir, con que abre La encendida calma (2002). En su primer poema, es posible apreciar el cambio de registro –incluso hasta en la distribución espacial de los versos– aunque insiste en definir el desdoblamiento del yo más allá de lo evidente.

Que el balanceo sólo sea el del mar,

sólo el del mar:

no afirmes ni niegues,

acaso es de noche

y mi cabeza descansa en el aire

como si el próximo viaje sólo pudiera ser

del uno al otro,

entre nosotros,

otros.

 Es posible descubrir –más allá de la voluntad del autor– una suerte de trilogía implícita entre La encendida calma y las dos obras que le sucedieron, El libro de Judith (2008) y La academia de Piatock (2008), acaso una de sus creaciones más deslumbrantes conceptualmente, aun aceptando la dificultad de cualificar algún libro de Szpunberg por separado de la totalidad de su producción. En el primer caso, El libro de Judith, se plantea el tema del amor desde ángulos infinitos, una vez más, con una elegancia, profundidad y refinamiento inusuales en la poesía actual:

XXVI

La mujer que amo

no es siempre la mujer que amo.

 

A veces,

se parece tanto a la mujer que amo

que vuelvo a amarla

como si no la conociera.

 

Cuando estoy perdido

irrumpe en mis sueños

y me encuentra:

creo que dice mi nombre

para que yo crea que soy yo

pero yo soy otro que la ama.

 

A veces,

suelo equivocarme

la llamo por su nombre,

pero ella sigue de largo.

 

Como la casualidad rige sus pasos,

yo sé que viene hacia mí.

 

Cierra los ojos

hasta que encuentro en sus caricias

las líneas de sus manos

que descifran a tientas mi futuro.

En La Academia de Piatock se mantiene el espíritu de los libros precedentes, pero cambian tanto la forma como el estilo: una mezcla de prosa poética y narrativa, dotada con un ironía socarrona (basta con repasar algunos de los títulos: “Reb Margulis, el Mudo, rompe el silencio”; “Rabí Iójanan, el Zapatero, da en el clavo”; “Shostak, el Seis Dedos, desata huracanes cuando aplaude)”, que no por ello renuncia a la belleza. Szpunberg declaró que “Piatock es un personaje real. Mi padre siempre nos contaba que era el tonto del pueblo de Ucrania donde él nació, Berdichev, y un pariente mío confirmó que su nombre consta en las actas censales. Era el hombre que vivió siempre usado y abusado por los demás. Lo que yo hago es imaginar que un día Piatock convoca a una asamblea permanente en la que todos habitantes del pueblo tienen derecho a hablar y a expresarse en forma democrática, y en la que todo puede ser cuestionado.” En el primer poema, “Habla Piatock”, se declara lo siguiente:

Yo, Piatock, vi muchas cosas en mi vida:

en vísperas del día más terrible de los días, asistí al parto de un cordero de dos cabezas:

con la una asentía, con la otra negaba, pero en sus cuatros ojos brillaba

la misma única mirada de lo que de una u otra forma van a morir.

 

Yo sentí que los cuatro ojos me miraban

y aún humedece mis ojos la misma única mirada. 

 

En la elaboración de la Academia…, Szpunberg reconoce una deuda inesperada: la lectura de las Tesis para una filosofía de la historia de Walter Benjamin. El poeta encuentra en esta obra la oposición de las versiones mecanicistas del marxismo al mandato judío de no escrutar el futuro y consultar oráculos o adivinos, lo que le permite recuperar la dimensión de lo imprevisible, de lo azaroso. Hay un regreso a lo primordial, a la memoria ancestral y renovada, que sorpresivamente restaura también lo inesperado.

Pero no todo retorno es viable. “Gardel nos mintió: Volver es imposible y el parpadeo que se adivina es engañoso”, sostiene Szpunberg. De esa premisa surgió Luces que a lo lejos (sí, también del 2008), una suerte de ajuste de cuentas con la nostalgia. Aquello lejano que se avizora y se pierde, se asume en la paradoja del estar y el no estar al mismo tiempo, y el soplo poético atraviesa la melancolía, como lo confiesan la síntesis final de este poema:

VIII

Luego, poco, muy poco, fue quedando del naufragio:

estas ropas de todos los días, la misma navaja en el bolsillo, algunos papeles,

       el alma suspendida en la ciudad lejana, la ávida lectura del diario ala

       espera de noticias…

 

-No importa, ya estamos en octubre, y nada son las palabras sin nuestro

       asombro.

En sus últimos trabajos, Szpunberg abre el diapasón y permite la inserción de nuevas voces dentro del poema, pero ya apuntaladas como un agente externo. En El síndrome de Yessenin (2010) de un verso surge un globo al estilo de las historietas con un comentario que complementa al significado a la manera de un metatexto:

XVIII 

La hierba crece en silencio,

como ellos, los muertos, que hablan a su manera,

y ya nada nos separa de ellos, nada, nada.

 

Todas las mañanas baja el rocío a recoger los gritos

y los transforma en huellas que no amainan,

pero todo hábito es un ritual inconfesable.

 

Por eso, caminemos por el mundo con cuidado:

no siempre hay lápidas que avisan y nada nos lo advierte.

 

De este último verso surge un globo que, en cursiva, comenta:

 

…¿una manera de quedarse, digamos, al abrigo de la tierra, de estar ido…?

Como es posible apreciar, los ejes temáticos se mantienen con cierta firmeza, pero cada vez más enriquecidos por nuevas variables que hacen de la poética de Szpunberg un universo polifónico y sorprendente. Como en Traslados (2012), donde ahora se superponen a los versos del poema central otros versos que llegan bajo la forma de notas al pie y crean la sensación –bastante real, por otro lado– de estar en presencia de una dialéctica poética entre dos cuerpos textuales independientes y complementarios a la vez.

Esta vitalidad que excede por mucho lo formal, que hace del tiempo y el espacio muchas veces una ilusión palpable, reafirma y da sentido al título de toda la poética de Alberto Szpunberg: como sólo la muerte es pasajera. En su poesía, la vida es inmanente. El poeta reconstruye sus escombros y fragmentos dispersos para engarzarlos en un infinito collar de naturalezas vivas.    

Nada son las palabras sin nuestro asombro, decía. Y este hechicero de las palabras convoca al asombro permanente. Cumple así, quizá sin saberlo, aquel mandato final que Hugo de San Víctor escribió en el siglo XII. Para Szpunberg, no hay virtud impracticable.

 

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[Revista Ñ]

Palabras que dan en el blanco

por Ana María Basualdo

Alberto Szpunberg publicó su primer libro, Poemas de la mano mayor, cuando tenía veintidós años. Entre el primero y el último, Traslados (2012), se sucedieron trece, con un intervalo que coincidió con la etapa de exilio, transcurrido en Barcelona a partir de 1977. El che amor (1966) fue uno de los libros de poemas fundamentales de esa época que más circuló entre el humo de los cafés cercanos a la Facultad de Filosofía y Letras (y demás lugares de lectura públicos y afiebrados), donde Szpunberg estudió. En 1973, fue director de la carrera de Letras y profesor de Literatura Argentina. Su nombre aparece unas cuantas veces (había dirigido el suplemento cultural de La Opinión) durante los interrogatorios que el general Camps le impuso a Jacobo Timerman. La tragedia de esos años está presente, desnuda o velada, en toda la poesía que escribió desde entonces: Su fuego en la tibieza (1981), La encendida calma (2002), Luces que a lo lejos (1993), El libro de Judith (2008), La Academia de Piatock (2010), entre otros, que integran el volumen de su obra reunida que acaba de publicar Entropía y que se presentará el 26 de noviembre en la Biblioteca Nacional. Su voz ha sonado continua e idéntica y a la vez ha cambiado mucho. Cuando nombra al profeta Amós, identificándose con él, ilumina el sentido de su obra.


En el profeta hebreo no hay éxtasis (aunque narre visiones) ni filosofía (aunque desarrolle pensamientos) sino misión: no permitir que el pueblo olvide los escándalos de los sacerdotes, la insensibilidad de los ricos, la corrupción de los jueces… La intención de esta voz poética tiene que ver con el mandato moral del profeta (“de corazón alegre”), pero el timbre y la pureza y variación de las imágenes con los Salmos y las “emanaciones” de la Cábala. Y en el modo en que, en sus poemas, una hoja de plátano o un higo o un muro de piedra pasan (sin dejar de existir en su materia) a otra órbita y a otra, está el movimiento de una gran sintaxis. Una forma orquestal que acoge hasta el menor crujido o aire de valsecito criollo (escribió varios, para el bandoneón de César Strocio). Alberto Szpunberg volvió a Buenos Aires en 2001. A sus hijas Victoria Szpunberg (dramaturga) y Sabina Witt (cantante) y a su nieta Sofía las visita a menudo en Barcelona.

- Cuando teníamos alrededor de veinte años me regalaste un diapasón. Mirá cuánto he tardado en preguntarte por qué…

- Claro... es como si de pronto lo volviese a ver... y esa vibración sostenida en el aire... Fijate, la magia del sonido llega a  lo anecdótico: vos y yo nos conocimos en la disquería / librería que inauguraba Jorge Lafforgue. Habría sido en 1962, porque yo ya había sacado Poemas de la mano mayor... Estábamos a ambos lados de una góndola de LP, medio perdidos, y nos fuimos juntos a tomar un café... ¿Cómo se da un diálogo si no media ese milagro de que toda palabra es un diapasón?

- Pero lo sacaste del bolsillo y me lo diste... ni siquiera estaba envuelto como para regalo...

- ¡Si venía de "expropiarlo"! En esos días, en un trastero de la facultad de Letras, en Viamonte, descubrí un montón de cajas mugrientas, llenas de papeles, biblioratos, carpetas, un amasijo de cables podridos... Y en el fondo, de pronto, vi el diapasón...
- Seguramente aquella librería de Nora Dottori y Jorge Lafforgue en las galerías Pacífico fue la primera en el mundo en llamarse Rayuela, nombre que ubica la escena un par de años después, ¿no? 

- Allá por 1963 o 1964, más o menos...

- Pero ahora quiero llevarte más atrás, a la propia época de la rayuela en la vereda...

- Ah, sí, en Paternal...

- ¿Qué registro conservás de tu casa? 

- En mi casa se hablaba hasta por los codos, aun cuando no se hablara. Era un caudal de voces que lo salpicaba todo: el brillo de los caireles, la risa repentina, la sonrisa socarrona, el humor inagotable... Cuando cundía el silencio, el silencio, eso sí, era severo...

- Qué significaba ese silencio...

- No significaba... Era la muerte. No tenía que ver con el drama, donde caben las preguntas y las respuestas hasta que cae el telón y se reza el Kadish, sino con la tragedia, ese estupor en el que ya no cabe demanda ni explicación alguna. Hasta que alguien suspiraba, levantaba la copa de vino y brindaba: "¡Lejaim!"...

 - … que quiere decir…

- “¡Por la vida!”... Y volvían a oírse, entonces, los ruidos de la calle,  hasta el loro de la vuelta que cantaba "la Marchita", orgullo que para sus dueños se volvió inquietante en 1955. Yo iba a la escuela Andrés Ferreyra, en Figueroa y Rojas, cerca de casa. Pero es que todo, entonces, quedaba muy cerca, y no porque el mundo fuese más chico, sino porque el barrio, sus inmensos plátanos, su adoquinado pulido por la lluvia, todo era “casa”... El heimlich del que hablaba Freud y todos añoramos... Y se oían voces en la habitación de arriba, murmullos en el comedor, crujidos en la escalera de madera. ¿Cómo todo ese universo sonoro no iba a convertirse en poemas si, para decir lo más complejo, la poesía siempre procura el sonido más puro, más diáfano, más transparente? Es verdad: basta invertir una letra
–"calma por clama, por ejemplo"– para que la Creación se estremezca...

- ¿Qué voces, hablas, idiomas resonaban en tu casa? 

- Una resonancia constante, con su ritmo, sus cadencias, sus andantes y sus fortíssimos, sobre todo cuando la política desataba las tormentas de siempre... "Stalin era un asesino y un antisemita, de acuerdo, pero ¿acaso todos nosotros estaríamos ahora acá, en esta mesa, comiendo tan a gusto, si Stalin, peleando casa por casa, ladrillo por ladrillo, no hubiese derrotado a Hitler en Stalingrado?". O: "Perón reconoció a Israel, y Dios lo bendiga por eso, pero... ¿nos olvidamos de que el GOU era un nido de nazis?". ¿Idiomas? Castellano, ruso, ucraniano, rumano, idish, hebreo, arameo, húngaro (la señora y el señor Klein no decían "sí", sino "igm"...), frases en francés, inglés o  polaco... Para arriesgarse a cruzar la mesa de un lado al otro, el alemán debía recordar que, ante todo, era la lengua de Heine, Goethe, Thomas Mann, Marx, para no hablar de Bach o Brecht o Einstein o Freud o Leibniz, pero, aun así, con todos esos avales, el alemán era mirado o, mejor dicho, hablado de reojo...

- Fonéticamente, el idish es pariente del alemán...

- Sí, pero, "pese a eso", te diría, el idish era el fueguito al que nos arrimábamos todos. Hecho de miríadas de chispeantes diminutivos, gestos exagerados, inagotable humor, suspiros cada vez más hondos, el idish era el refugio de todas las ternuras, las tristezas, las caricias, los sueños de redención... y también de los secretos, porque los mayores lo hablaban cuando no querían que los chicos nos enterásemos... Mis padres nunca me hicieron estudiar el idish, convencidos de que no era más que "un dialecto de la Diáspora", frente a la santa  restauración de "nuestra lengua eterna": el hebreo... Pero, como dice un mismo refrán en idish, "las aguas calladas horadan más profundamente"... Y  como si lo hubiese estudiado, hoy lo hablo o, mejor dicho, lo saboreo, lo disfruto, lo amo.

- ¿Qué lugar ocupaba el castellano?

- El  castellano lo unificaba todo, incluso al precio de ser sometido a los peores tormentos... Los más festejados eran los cometidos por escrito en alguna libretita de almacenero, como "1K de arina" o "porrotos úmedos"... Parece de sainete, pero por ahí nomás. Una vez, por ganas de darse importancia, mi tío Manolo dijo: "¿Para qué la hache si no se pronuncia?". A lo que alguien respondió: "¿Acaso la primera letra del hebreo, que es sagrado, no es la alef y es muda? Si Dios lo decidió así  es porque el silencio también dice algo... ¿o no?". Y alguien, para algunos sospechado de masón, acotó: "El problema no son las letras, sino el blanco que hay entre las letras... Por ahí se cuela todo…”.

- Como dice un poema tuyo: “y por la gotera más tonta se cuela el diluvio”… 

- Sí, y la discusión podía seguir horas. Mi ídolo, mi tío Manolo, comunista, mujeriego, íntimo de Fidel Pintos y Panchito Cao y hombre de la noche, reivindicó su ateísmo marxista-leninista, dio el portazo y se fue... Finalmente, alguien suspiraba: "Dios mismo se quedó más mudo que la alef cuando pasó lo que pasó... ¿o no?". Y volvía a imponerse el silencio, ese silencio severísimo, hasta un nuevo "¡Lejaim!". En cuanto al castellano, que me preguntabas…. Como el personaje de Molière, que hablaba en prosa sin saberlo, te diría que desde siempre escribí en castellano sin saberlo. Esa confusión entre "idioma/lengua/escritura/lengua poética" le valió la vida a Paul Celan... Yo desde siempre dije mamá y no máthushka ni mámele ni ima... Siempre tengo presente la pregunta de San Agustín: ¿En qué idioma habló Dios al hacer la Creación si los idiomas aparecieron a partir de la Torre de Babel, un hecho posterior a la Creación? San Agustín entendió que antes de los idiomas habló una Voz... Acaso esa Voz sea la lengua poética...

-  ...pero el poeta, humano, escribe después de la Torre, en la ciudad o para la ciudad...

- Claro... La lengua poética es una marmita insondable, donde, en mi caso, también se cuecen la revista Rayo Rojo, con Colt Miller el Justiciero, y Sandokán y la Historia de Grosso y Los tres mosqueteros y La razón de mi vida, la editada por Peuser, y no menos borbotean los Diálogos con Leucó, de Pavese... Y los sonetos de Garcilaso, y Éluard y Ungaretti, Juan Ele, Luchi, Aguirre o la inmensa Szymborska o González Tuñón, quien dijo: "me quiero ir al Turquestán porque es una linda palabra"...

- Turquestán o la Paternal… 

- El barrio ya era parte de la geografía del Turquestán... Leo el Antiguo Testamento, por ejemplo, y miro el dibujo de las letras hebreas, como si la página fuese una visión, más plástica que literaria. Es curioso: hace años que dejé de escribir "poemas sueltos", como si todos los poemas fuesen parte de un mismo organismo en constante nacimiento... 

- Me parece muy exacto lo que dice Gelman en la contratapa de La Academia de Piatock: “La pasión de Alberto Szpunberg conjunta el ritmo del poema con el ritmo de la prosa, de tal modo que resuelve los géneros en un solo movimiento". 

-Es generoso Gelman... Pero el asunto no son los "géneros", siempre relativos, sino ese "solo movimiento". Me emocionan los versículos, que no son ni tienen por qué ser  "verso" o "estrofa" o "prosa"... La cadencia de los Salmos, por ejemplo, o el ritmo todopoderoso de Walt Whitman.

- Sé que no te gusta que te consideren un "poeta comprometido"...

- Me enfurece... Nada que ver... El "compromiso" es una redundancia... Se está o no se está... Lo digo en El síndrome Yessenin: "¿Para qué el mensaje si existe la palabra?".

- Pero en Traslados ponés palabras que nadie entiende...

- Sí,  deslizo citas en arameo, sin traducir. No es una maldad mía, aunque lo parezca, y muy probablemente lo sea, pero esas palabras son el castellano "mío", mi lengua poética... Incluso, la cara del lector ante esas palabras impronunciables se suma al poema, aun a riesgo de que después tire el libro por la ventana...

- Dijo Hugo Padeletti que, si la estructura sintáctica de un poema es "coherente y animada, el poema tiene vida"… La sintaxis como "estructura sonora" es clave en tu poesía ¿no?…

- Habría que ver qué es "una estructura sintáctica coherente y animada". Tiendo a pensar que la poesía es "desestructurante", subversiva, y responde más al caos que al orden... No pone las cosas en su lugar: des-coloca. Un niño nace, llora, gesticula, parlotea... hasta que habla... Cuando empieza a hablar, los guardianes del orden lo mandan al colegio... Toda clase –vaya palabrita– empieza con un pedido de "¡silencio!"... Entonces, la "estructura sonora" pasa a la clandestinidad... Cuando,  como ocurrió en el Andrés Ferreyra, esa "estructura sonora" se libera y emerge, hay un niño que sale poeta... Pero ¿qué poeta se anota en el registro de un hotel y pone "Profesión: Poeta"? Amós es mi profeta preferido quizá porque dijo: "No soy profeta ni hijo de profeta, sino un pastor de ganado y un recolector de higos chumbos".

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[Página/12]

"La poesía incita siempre a la rebelión"

por Silvina Friera

“Los pies se saben el camino de memoria, pero el corazón tiembla.” Un verso de Alberto Szpunberg –todos sus poemas, toda su poesía, por fin reunida en Como sólo la muerte es pasajera (Entropía)– es como una piedrita arrojada contra el agua: da en el centro mismo de ondas infinitas. El cielo brillante de su mirada amorosa revolotea por las medialunas y los chipás, la pava y el mate, indispensables para iniciar la conversación y repasar la vida que se derrama y desborda las páginas de los libros que escribió –el primero, Poemas de la mano mayor, cuando tenía 22 años– y que está escribiendo, con esa inaudita humildad a flor de piel, como si supiera que cada principio es un volver a luchar con esa multitud de voces amotinadas en el gesto siempre abierto del poema. “Como quien nace, la última trinchera es uno mismo”, dice en el prólogo de esta obra mayor y fundamental para el ojo, el oído y el corazón de tantos lectores, que incluye quince títulos, cinco hasta ahora inéditos. “No sé bien cómo empecé a escribir poesía, pero hasta me acuerdo del primer poema: ‘Es una chica muy buena/ la conocí en su casa/ y al otro día la vi/ tendiendo ropa en la terraza’. Y, por supuesto, el título era “Poesía”, cuenta el poeta a Página/12.

“En mi casa siempre hubo libros de Pushkin. Y mi vieja escuchaba a Héctor Gagliardi. El barrio era una fuente de poesía. Cabello de Angel era un personaje lleno de poesía. Iba con una cantidad de monturas y arneses sobre el hombro hacia el corralón. Todos los chicos afirmábamos que él hablaba con los caballos. ¿Cómo no va a salir poesía de eso? O El Gorila, que era un boxeador retirado y que tenía toda la pinta de un boxeador. Del Gorila se decía que se había retirado del boxeo porque había matado a un contrincante en la que fue su última pelea. ¿Cómo no sale poesía de eso? Yo vivía en Rojas y Galicia, en La Paternal. No había un obstáculo entre el interior de mi casa y la calle, salvo tonterías como que no me dejaran salir a jugar porque antes tenía que hacer los deberes. Yo recuerdo mi infancia como algo luminoso, con una luz muy especial, de esas luces que te acarician. Y pienso que de ahí salió la poesía.” Entre mate que va y mate que viene, el milagro de la poesía sucede en el inventario de recuerdos que se enlazan. El poeta evoca la escuela Andrés Ferreyra y especialmente a un maestro que tuvo en quinto grado: el señor Lovechio. “Tenía un aire romántico, iba con un moñito negro, no llevaba corbata. El me alentaba mucho y resaltaba que lo mío era escribir y discutir. Pero teníamos un punto de fricción que era que él, según los resultados de los dictados y la cantidad de faltas de ortografía, reorganizaba la clase: trasladaba al fondo a los que tenían errores de ortografía y ponía adelante a los que tenían muy pocos o no tenían. Yo no estaba de acuerdo con eso.”

–Pero seguro que el pequeño Alberto estaba siempre adelante, ¿no?

–No. Me acuerdo como ahora que una vez me esmeré para no cometer faltas de ortografía y Lovechio iba corrigiendo y corrigiendo y me dije: “Ahora me sienta adelante”. Y de repente dice: “Cayó el pino de San Lorenzo”. Me había olvidado el acento. Al fondo, risas. Mi vieja, por ejemplo, como el tema de la ortografía en el colegio se trasladaba a la familia, refiriéndose a mí, decía: “El no tiene faltas de ortografía, pero le gusta escribir con faltas de ortografía” (risas).

–Lo que pueden las madres, lo justifican todo.

–Es cierto, pero para mí había en eso algo que tenía sentido. Yo me peleaba con Lovechio, pero me alentó mucho a escribir. Cuando yo volvía del baño, Lovechio me veía entrar y decía: “¡Cómo tarda nuestro Platón!” (risas). Ahí se mezcla una cosa romántica donde confluye eso de Platón, porque es un símbolo, con el Pushkin de mi viejo. Una vez lo acompañé a mi viejo a dar una vuelta y pasamos por la calle que entonces se llamaba Parral y ahora es Honorio Pueyrredón, por la librería Anna. Entonces mi viejo me preguntó: “¿Querés un libro?”. Yo me quedé asombrado. Y le dije que sí, por supuesto. Y me compró Robinson Crusoe, de la editorial Sopena. Fue mi primer libro. Cuando terminé de leerlo, estaba maravillado. A los pocos días vino mi vieja y me trajo La cabaña del tío Tom. Cómo me emocionó ese libro, a tal punto que lo estaba leyendo y se me caían las lágrimas. Esos dos primeros libros marcaron un camino, pero representan cosas muy diferentes. Robinson Crusoe reconstruye toda la sociedad colonial inglesa con la razón; en cambio, el alegato contra la esclavitud en La cabaña del tío Tom es a partir del sentimiento, del corazón, de la denuncia de lo que es claramente injusto. Mirá todo lo que es la vida: las historias de los libros, las palabras que contienen los libros. Es un universo infinito, inagotable, como la epifanía en el cristianismo, es lo que asombra porque uno no lo imagina y de repente aparece. Eso es muy importante porque hace a una de las características de la poesía: la sensación de infinito. Cuando uno cree que llegó, recién está empezando a marchar.

–¿Cómo es eso?

–Por ejemplo, el poema de “La carretilla roja” de (William Carlos) Williams, que son cuatro o cinco versitos, donde pareciera que todo queda en suspenso: la carretilla roja, laqueada por la lluvia... qué hace esa carretilla roja, por qué esa carretilla roja en un mundo donde existen cosas importantísimas: monumentos, pirámides, casas de gobiernos, cuarteles, pentágonos. Y de repente, en medio de todo eso, se impone una carretilla roja. Contrariamente a lo que se piensa, esa infinitud de la poesía es a partir de la humildad, no de la prepotencia. Qué más humilde que una palabra, ¿no? Y sin embargo, una palabra te trastrueca. Por eso la poesía incita siempre a la rebelión. No hay poesía conformista. ¿Y quiénes son los sujetos de la rebelión? Los humildes. Podemos citar a Evita como al Evangelio, pero es lo mismo: son los de abajo los que pueden cambiar el mundo. Si no lo cambian ellos, nadie lo va a cambiar.

–En el prólogo de Como sólo la muerte es pasajera recuerda el momento en que Eduardo Romano lo animó a publicar su primer libro, Poemas de la mano mayor, en 1962. Semanas después de la aparición del libro, el Partido Comunista en el que militaba desde los 14 años lo acusa de “trotskista, maoísta y guerrillerista” y lo expulsa. ¿Cómo vivió ese momento?

–Se me vino el mundo abajo. Lo viví como una tragedia. Pero ahora pienso que me hicieron un gran favor porque fue como lo de (Enrique Santos) Discépolo: “Salgamos de payasos a vivir”. Me sentía a la intemperie, pero estaba en la vida real, con la gente de verdad. El que me ayudó infinitamente fue un gran poeta, Horacio Pilar, porque me fui a vivir a una casa colectiva, que estaba en San Juan y Bolívar. Yo estaba buscando vivienda, me quería mudar, y hablando con Horacio, que era muy peronista, me dijo que se desocupaba una habitación en la casa en la que él vivía. Y así fui a parar a esa casa colectiva. El me llevó de la mano y me mostró el peronismo. En ese tiempo también me llega lo del EGP (Ejército Guerrillero del Pueblo) y empieza lo que yo siempre llamé, “mi militancia en serio”. Era la poesía, era la militancia, era el enamorarse, el descubrir cosas. La poesía estuvo presente en todo momento. Nunca dejé de escribir y de hecho lo que más definió mi derrotero político fue un poemario, El che amor. Yo siempre sentí que más que la bibliografía, que los libros, que los documentos internos, para mí la poesía es lo que me llevó a una forma de lucha y a cierto espíritu de pelea.

“¡Che, nos merecemos otro mate!”, exclama Szpunberg y se levanta para poner la pava en la hornalla. “Un tema difícil para nosotros, con Eduardo Romano, era el final de un poema, cómo termina un poema. En esa época eran dificultades prácticas, concretas, que enfrentábamos porque un poema que era bárbaro al final se desinflaba por ridículo, por obvio, por una rima involuntaria. No sé ahora qué opinaría Eduardo, pero cuando leí lo de Valéry, ‘un poema no se termina, se lo abandona’, entendí cómo era la cosa. No porque yo lo supiese resolver, sino por el sentido de la dificultad con la que tropezábamos.”

–¿Cómo termina un poema?

–Cuando suena que terminó. Es una cuestión de oído interior. ¿Sabés que existe la voz interior? Hasta hay un diálogo en “Fedón o del alma”, de Platón, donde Sócrates habla de una voz que él asocia con la música porque considera que es el arte superior. El habla de que sentía una música interior que lo llevaba. Por supuesto, después eso queda relegado como una historia infantil, por lo menos en la versión que da Platón de Sócrates, que luego pasa al logos. Existe esa voz interior. Cuando no siento esa voz, no escribo. Por eso es un momento tan placentero corregir un poema, porque uno va afinando detalles. Uno afina un poquito el violín, después el contrabajo, el piano y en qué clave tocarlo: si en La mayor o en La menor. Eso es así, al menos en mi experiencia.

En El síndrome de Yessenin, uno de los cinco libros hasta ahora inéditos, aparecen globitos de historieta en los poemas. “Hay una voz que aprovecha el silencio de otra y se cuela porque todos tenemos cosas para decir y somos una multitud. Por eso puse los globitos”, explica. “Cuando empecé con notas al pie de página ya tuve mis quilombos. Pero lo reivindico en el prólogo de Traslados y digo que son como riachos que se desprenden. Vos tenés un río y de repente hay un arroyito que se va para la derecha y se interna en un bosque y volvés a encontrar al arroyito, regresando al río, más adelante.”

–Pero ese desprendimiento es parte del mismo poema, ¿no?

–Claro. Ahí está un problema filosófico, político, afectivo, en el sentido de quién se desprende de quién. Hay dos Jerusalén: está la de abajo y la de arriba, que es la celestial. ¿Quién alimenta a quién? ¿Quiénes hacen la historia: los de arriba o los abajo? Esa afirmación que Marx dijo sueltamente, que la historia la hacen los pueblos, es verdad. Lo que pasa es que los marxistas y los señoritos de izquierda no terminamos de aceptarlo, ¿no? Eso sumado a que los de abajo no tienen conciencia de que la única manera de salir adelante es dando vueltas todo. Lo que me gustaba era la sensación de vocerío, de tumulto, no de silencio zen, aunque es un silencio respetable. Pero sentí que había otras voces y por qué no darles cabida. Esas voces se impusieron.

–En uno de los poemas de El síndrome de Yessenin, en el poema “VII”, se lee: “La hache, muda de espanto, se unía a la ce/ para ser cuchillo, chillido, chance, noche,/ pero también era historia, albahaca, humanidad,/ y sólo por graves orrores de hortografía,/ también halma, hamor, haltura, haire, halcoba/ pero el poeta sabía que nada es al pie de la letra/ y que nunca jamás la letra con sangre entra”. Cómo no recordar su enfrentamiento con Lovechio.

–¡¡Tenés razón!! Me encanta que lo hayas visto porque confirma cosas en las que creo. La poesía es un estado de asamblea permanente. Lo de las faltas de ortografía no se me había ocurrido y ahora, cuando te vayas, me quedaré pensando, ¿qué diría el señor Lovechio, si viera el poema? (risas).

–¿Por qué inventó un “síndrome”?

–Tengo que patentarlo antes de que saques la nota (risas). Por ahí tiene que ver con la enfermedad, yo creo que ya estaba en el baile del linfoma. Pero lo viví desde otro lado. Todas las revoluciones que hicimos o las perdimos porque fuimos derrotados o las perdimos después de haber creído que triunfaríamos para siempre. Eso no es fácil de asimilar para mí y los de mi camada. Lo mismo les pasó a Maiacovski y a Yessenin: los dos se suicidaron. Yessenin venía de los narodniki –en ruso, “narod” es pueblo–, los populistas de bases campesinas. Después de la muerte de Lenin, Yessenin empieza a ver que las cosas no funcionaban como él imaginaba y se ahorca. Yessenin escribe algo que me parece terrible: “Al fin de cuentas, morir no es nada nuevo, aunque, claro, vivir lo es menos novedoso todavía”. Cuando uno se aproxima a ese estado de ánimo en que todo da igual, hay algo que está tocado gravemente. Eso que está tocado gravemente puede ser un linfoma, pero puede ser la derrota de una revolución que es más necesaria que nunca a nivel planetario. Yo nunca vi tan lejos la revolución como ahora. Y no te olvides que vengo de una camada que creía que la revolución estaba ahí nomás. A ese estado de ánimo le puse “el síndrome de Yessenin”.

–¿Es un estado de ánimo que parte del fracaso?

–Parte de la derrota, no del fracaso, que no es lo mismo. Yo no creo que fracasamos, fuimos derrotados. No creo que el Che fracasó, fue derrotado. También por ese estado de ánimo es que no lo publiqué antes. ¿Para qué? Veo que los poetas en nuestro país están como medio abombados. Los veo muy pendientes de publicar, de que los nombren. Y al fin y al cabo, ¿qué? No se sostiene existencialmente. Es un sentimiento de soledad también, independientemente de que hay gente macanuda. Yo siempre hablé de la asamblea permanente de poetas y nunca cuajó. Hoy o mañana, algún día será.

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[Perfil]

"Todo poema es de amor"

por Juan Fernando García

“Protagonista medular de la generación del 60, se publica la poesía reunida de Alberto Szpunberg, un escritor reconocido tanto por su compromiso político como por haber forjado una obra distanciada del modelo cristalizado por sus contemporáneos. 

Toda poesía habla de la memoria. Todo poema es una balsa tallada en esa madera hecha de tiempo y experiencia. Y hay quien puede navegar por aguas cenagosas, nadar en aguas cristalinas, o hundirse en arenas movedizas. La memoria –personal y colectiva– es parte esencial de la obra del poeta  Alberto Szpunberg (Buenos Aires, 1940).

Como hijo dilecto de la generación del 60, esa memoria es eminentemente política. Pero a diferencia de muchos de sus compañeros de ruta y militancia (entre otros, su querido Juan Gelman, fallecido en enero de este año), sus versos cincelan el gesto amoroso. Y es por eso que su poesía es tan extraña, o distanciada del modelo cristalizado por muchos de sus contemporáneos.

La reciente aparición de su obra reunida, bajo el título endecasílabo Como sólo la muerte es pasajera, promueve este diálogo. Como telón de fondo, el cielo gris, los brillos de un mediodía de lluvia persistente, en el barrio de San Telmo. De los ecos familiares, de la política, de la poesía en forma de grueso volumen, versó una conversación con la calidez que emana de su tono, de su risa carraspeada por el cigarrillo, la misma calidez que irradian sus poemas, de una belleza inusual. Son 50 años de producción sostenida, que a esta edición de libros éditos pudo adisionarle cinco piezas inéditas con las que abre el volumen, y actualiza la lectura.

Alberto Szpunberg es uno de los más grandes poetas argentinos, porteño medular que se fue al exilio en 1977, se afincó en Barcelona, empezó a volver en 1984, y decidió quedarse definitivamente en diciembre de 2001, “en medio del quilombo”, cuando creyó que aquel “argentinazo” cambiaría todo. También, las razones domésticas: “Mis hijas se hicieron grandes; y yo me volví prescindible”, afirma, riéndose.

Ante la pregunta, o simplemente la insinuación de catalogarlo como “poeta político”, sonríe y afirma: “Yo no soy un poeta político, soy un ser humano, y todo humano es un sujeto político.” Cree firmemente que ese rótulo empequeñece la poesía. Y cita a Aristóteles en griego, donde resuena la voz de aquel docente universitario que aún pervive en él, y traduce: “El hombre es de naturaleza política”, por eso insiste: “¿Cómo no va a aparecer eso en la poesía?”. Aunque sabe que algunos son más explícitos, más coyunturales. En su poesía aparecen esas marcas, esas huellas de los días vividos: hay “compañeros”, hay “17 de octubre”, y también “30.000 ausencias”, y hay sobre todo (valga la paráfrasis de uno de sus grandes libros) “fuego en la tibieza”, donde mora la memoria de todos, el tiempo que hace a la políitica y también a la mirada implacable del poeta, que aún sigue preguntándose “en la luz de qué memoria”.  Lo que no hay es regodeo en el dolor, ni melancolía absurda de exilios. No, no abreva ahí su lírica política.

La memoria es también la de la infancia, la de la casa en Paternal con una madre que “escuchaba tangos, música popular, y apagaba la radio cuando llegaba el viejo porque a él le gustaba sólo la música clásica. Aunque en mi casa nunca, pero nunca se escuchó Wagner”, por eso, en el breve y brillante prólogo del libro, “Seré el que seré”, enumera: “Chopin, Angelito Vargas, el jazán Pinchik y el Coro del Ejército Soviético”, que el lector atento de esas casi quinientas páginas de la bella edición de Entropía, de esa quincena de libros, reconocerá en las voces que brillan y vibran en los poemas, esas marcas de oralidad que son también su estilo.

Para Szpunberg, no hay sujeción para la poesía, es “la rompedora de límites”, no tiene temas vedados porque debe abrirse siempre al misterio, a través de su transgresión. “Una palabra no es igual en un poema que en otro; no es igual una lectura a la mañana que a la noche.” Cree que hay un empecinamiento en limitar los temas poéticos, que cree que es el mismo empecinamiento en decir que tal poesía “es de izquierda”. Ese tipo de aseveraciones le parecen inadmisibles y en esa libertad funda su poética. Por eso también puede decir que nunca relee lo editado, y este volumen, que resistió un poco (“los culpables son Alejandro García Schnetzer y Gelman”), no tiene correcciones posteriores. Por eso es que la poesía “anda merodeando siempre”.

Quien haya escuchado alguna lectura pública de Alberto Szpunberg habrá quedado prendado del efecto de su voz, de su cadencia, y esa pregnancia quedará grabada a fuego en la lectura solitaria de los poemas. Como sólo la muerte es pasajera es una compilación que habla también del asombro porque también, como aquel poema de Emily Dickinson, se funden “verdad y belleza”.

¿Qué es la poesía, entonces? “La poesía es asombrosa siempre, por su propia naturaleza. Es un intento de creación. Y cuando uno descubre la poesía tiene una sensación maravillosa. Como cuando te enamorás. Porque en definitiva, todo poema es un poema de amor.”

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[Revista Kunst]

“Creo que la poesía acentuó el divorcio entre el ser humano y la humanidad misma”

por María Malusardi

Sostiene Platón, en alguno de sus diálogos, que los poetas no están en sus cabales “cuando componen sus bellos cantos”A pesar del tono cáustico del filósofo griego hacia los líricos de su tiempo, cabe admitir que su diagnóstico no se aleja de una verdad asumida, y hasta festejada, por los mismos poetas. Ya que ese salirse de los cabales constituye un necesario y prodigioso acto de transgresión. Y por qué no de libertad, apuntaría el poeta Alberto Szpunberg“La poesía es un acto de libertad que se expande, que necesita de los otros. Que busca a los lectores. Y, sobre todo, se rebela contra el poder.” Y cómo enfrentarse al poder sino desde la delicada voluptuosidad de la palabra poética, esquilando aquellas toxinas adheridas a la superficie de las cosas. “Hay que animarse a llevar la poesía a la calle. Es una de las claves para ese reencuentro del ser humano consigo mismo. Y, al reencontrarse consigo mismo, se reencuentra con los demás.”

No es Szpunberg un poeta que largue a rodar sus méritos. Por el contrario, la autenticidad de su modestia lo ubica en un atípico espacio adulto: conversa con el despojo y la tibieza de un niño. Y para conocer lo más formal de su pasaje por el mundo, hay que dirigirse a las anodinas contratapas de los libros, puesto que no se esfuerza él mismo en recordar sus andanzas académicas ni su etapa periodística: fue profesor y director de la área de lenguas clásicas de la carrera de Letras, en la Universidad de Buenos Aires y dirigió el suplemento cultural del diario La Opinión hasta 1976.

Luego de una vida entera de militancia, con un largo y costoso exilio en Barcelona, Szpunberg se empeña aún en generar un irrefutable diálogo entre lo esencial del poema y lo esencial de la vida: el amor, la justicia, la solidaridad, la lucha contra el desamparo. Se da en su poética esa combinación a la que hace referencia Michael Löwy cuando se refiere a Walter Benjamin. Parafraseando a Löwy, la obra poética de Szpunberg abreva en tres fuentes muy diferentes: el romanticismo, el mesianismo judío y el marxismo. “No se trata de una combinación o ‘síntesis’ ecléctica de esas tres perspectivas (aparentemente) incompatibles –dice Löwy-, sino de la invención, a partir de ellas, de una nueva concepción, profundamente original.” Algo así como una “sacralización de lo profano”, en palabras de José Ángel Valente.

Entre mate y cigarrillo, en su departamento de San Telmo, Szpunberg repasa sus comienzos. En 1962 publicó Poemas de la mano mayor. Aparece entonces en la escena Raúl González Tuñón, quien no menos carismático que Rilke, leyó con dedicación el primer poemario de un Szpunberg joven y temeroso. El poeta Luis Luchi, amigo de ambos, le había acercado a Tuñón aquel primer libro. “Un día, Luchi me dijo: ‘me comentó Raúl que todavía no lo llamaste’. Tuñon sabía que yo era un poeta joven y sabía que estaría pendiente. Y él no era un engrupido aunque ya era muy reconocido. Así que lo llamé por teléfono, y nos encontramos a tomar un café en La Fragata, en San Martín y Corrientes. El mismo lugar en el que años más tarde, lo vi por última vez.”

Szpunberg salía de la boca del subte de Corrientes y Florida, del lado de San Martín. Raúl González Tuñón, desde la calle, llegaba hacia la misma boca. “Él entraba y yo salía. Él, como siempre, con su traje y su corbata. Lo sentí muy preocupado. Ya estaba la Triple A, año 1974. Y me dijo: ‘vos qué hacés acá’. Su pregunta lo expresaba todo. Eran tiempos duros y eso abrevió el encuentro.”

Entre el primero y el último –transcurrió más de una década- Szpunberg solía visitar al autor de La calle del agujero en la media en la redacción del diario Clarín“Iba algún mediodía y lo encontraba a Tuñón, chiquito y solo, en su escritorio, de traje y corbata, como siempre. Cuando la gente se iba a comer, él se quedaba en la redacción porque era el momento de tranquilidad. Un tipo muy querible, un gran compañero. Su modo de vivir y su sensibilidad, todo en él respondía a una visión humilde, y hacia los humildes.”

-Y también conociste y compartiste con Juan L. Ortiz, otro ser humilde.

-Y espiritual, agregaría. Espigado y etéreo, como su mate, su bombilla y su boquilla que él se hacía con las cañitas del Gualeguay. Todo en él era así, caminaba suavemente, no levantaba la voz, hablaba mucho con el silencio. Sus silencios eran hermosos. Su casa siempre abierta. Recibía a la gente, escuchaba. Para nosotros, tan jóvenes entonces, ir a verlo a su casa de Gualeguay era como un viaje iniciático. Cuando lo descubrimos fue maravilloso. Ni siquiera terminábamos de entender qué nos transmitía, pero sabíamos que era algo hermoso, la belleza en su obra tenía pleno sentido. Y por eso mismo, por esa condición estaba tan llena de verdad. Porque eso que dice Keats sobre que la verdad es belleza y la belleza verdad, es así o no es.

-Qué diferente hoy. Sin ánimos de apuñalar el presente, pareciera que no quedan ya esos maestros receptivos, cálidos, despojados de ego. Hoy pululan los cenáculos, las capillas, la idea de poder que, en relación a la poesía, es un contrasentido. Más paja que trigo.

– Y no deja de ser una cultura oficial. En cambio, están aquellos que son más genuinos, que ni saben qué es lo que hacen cuando escriben, sueñan con publicar pero no tienen idea de cómo hacer y están en una situación de marginalidad. La poesía es un derecho humano, es uno de los derechos humanos básicos, como publicar. El día en que la poesía finalmente sea la forma en que nos relacionemos todos, ya no harán falta los poetas porque todos seremos poetas.

-Una utopía, Alberto. Hoy pareciera no importar ya si un poema es bueno o es mediocre. Se publica y se exhibe sin filtro. El relativismo cultural es una plaga sin fondo.

-Y quién decide qué está bien o está mal. Yo también leo poesía que me parece mala…  Hay que defender que quien quiera escribir, escriba, y que si quiere difundir su poesía, pues que la difunda. Que tenga los medios a su alcance y que sea la misma gente, los demás poetas, los lectores, quienes digan: esto me gusta o no. Y que incluso sea motivo de debate. Esto no está bien dicho, se podría decir de otra manera, por ejemplo. Que no haya un juicio oficial, sino popular. Que sea una decisión de la vida misma. Que la vida vaya decantando, qué queda y qué no. La poesía tiene su propia forma de actuar sobre la sociedad que no es como la publicidad o los electrodomésticos o la televisión. Tiene una manera muy sutil de incidir en la realidad, pero esa posibilidad deben tenerla  todos.

-¿La poesía en tu caso tiene que ver con una búsqueda esencial del ser?

-Ser no es una palabra mía.

-Y qué palabra usarías.

-La vida, pero en sus términos cotidianos y concretos. Demasiado filosófico “el ser” y también a mí me suena pretencioso y falso. El planteo del ser deriva fácilmente en la idea de Dios y a mí no me molesta la idea de Dios, aunque no tengo tratos con Dios, soy ateo, pero soy dialoguista también. Por lo tanto, si mientras estamos charlando vos y yo ahora se sumara Dios, lo incorporamos a la conversación. Y si no conversa es porque es un dios muy débil y muy pobre. La poesía muestra precisamente la importancia del diálogo porque trabaja con el lenguaje y el lenguaje se realiza en el diálogo, siempre es uno y hay otro.

-En el ensayo Las poéticas del siglo XX, Raúl Gustavo Aguirre advierte que a partir de las vanguardias, la poesía se ha ido hermetizando, digamos, y de este modo marcando una distancia con el lector corriente. ¿Lo ves así?

-Yo no creo que la poesía se haya hermetizado. No. Creo que se acentuó el divorcio entre el ser humano y la humanidad misma. Y hoy estamos en plena eclosión de ese fenómeno y nos enfrentamos a un tejido social desgarrado. Parecemos una jauría de individualidades. No, ni siquiera, ni una jauría ni un cardumen. Sólo individualidades. Hoy el grado de alienación es mayúsculo. Ya no se puede reivindicar fácilmente ni a la clase obrera ni a los sindicatos, sólo como antecedente histórico. Fijate el tema de los indignados, estas revueltas juveniles, ese movimiento espontáneo puede encontrarse en la plaza pública, pero no en la fábrica, no en el seno de los sindicatos. Hay un vacío interior muy grande.

-En las primeras décadas del siglo XX, el dadaísmo y luego el surrealismo surgieron como grupos combativos, tanto desde el lenguaje como desde lo político y la acción social. “Es posible que la imaginación esté a punto de reconquistar sus derechos”, apuntaba André Breton en el Segundo Manifiesto. Los poetas estaban encaminados a hacer la revolución. Un siglo más tarde, ¿en qué situación nos encontramos, política y poéticamente?

-Es como que algo está tocando fondo. El mundo no puede seguir como fue hasta ahora. La revolución es más necesaria que nunca. Ahora la revolución es un cambio de conciencia. La que conocimos o leímos o intentamos hacer fracasó, entonces hay que inventar algo nuevo y ahí la poesía tiene mucho que decir y aportar, claro. No es que la poesía tiene que ser lo que ciertas elites tildan despectivamente como poesía política, sino que la poesía debe ser transformadora, liberadora. Eso es otra cosa.

-Hay una frase de Roque Dalton que te gusta mucho y que tuvo mucho que ver con El Che amor.

Roque Dalton me explicó lo que yo estaba viviendo. Hay gente, militantes, dijo, que llegan a la poesía por la revolución y hay militantes o personas que llegan a la revolución por la poesía. Los primero son malos poetas y no muy buenos militantes; los segundos son buenos poetas y buenos militantes. Desde esta idea viví el proceso de El Che amor. No sé si son buenos poemas o no pero los escribí desde la poesía y eso era estar haciendo la revolución.

-También eras militante.

-Sí, claro. Ambas cosas estuvieron siempre juntas para mí.

-Eso es notable en toda tu obra. Aun en la última etapa, el nivel de abstracción y complejidad formal incitan a leer tus poemas desde una perspectiva metafísica. Diría que desde Apuntes comienza tu poética a manifestar cierto espesor dialéctico, si se quiere, entre tu posición política y tu posición poética. Pero creo que La Academia de Piatock, además de auténtico, es el más representativo de esta visión orgánica.

– Es un libro muy especial, sí, porque hay una historia personal para mí muy entrañable. Porque hay ecos de cosas, de historias de amor, de historias familiares, de juegos infantiles… Hay ecos. La academia de Piatock es un poemario lleno de recovecos muy íntimos.

-Piatock existió.

-Sí, claro. Existió. Era un personaje del pueblo de mi abuelo, un pueblo pequeño  de Polonia. Y sigue existiendo porque el gato de mis hijas se llama Piatock.  Y aunque aparecen allí algunas historias muy íntimas, a veces tengo ganas de que alguien me pregunte para poder contarlas.

-Contá, nomás.

-Al obrero del vidrio, por ejemplo, yo lo conocí. En realidad era un plomero del barrio que tenía unas manos callosas. No me olvido de ese detalle. Y además de arreglar estufas y calefones colocaba vidrios. Me importa rescatar el mundo, un mundo en el que la historia la hacen los pueblos. Y los pueblos son los de abajo. Los humillados y ofendidos de Dostoievsky. Mirá, hoy fui a El federal a tomar un café, y me atendió una chica a la que yo llamo Doña Aldana. “Cómo estás”, le pregunté. “Bien, pero tengo a mi nena con varicela.”  Y le dije que todos los chicos tienen varicela, que no se preocupe. “Pero me gustaría estar ahora con ella”. En vez de quedarse cuidando a su hija estaba trabajando. Eso te habla de una situación, de una humanidad. Y ni qué hablar de situaciones mucho más difíciles.

-En La Academia de Piatock hay un claro registro de estas preocupaciones. Es un libro que por momentos hiere, por su agudeza, y por momentos alivia: hay vapores de humor, ternura, piedad y lucha. Destaco en particular, los sueños del caballo de Piatock. Aparece allí algo de esa vigilia de la infancia que nos acompaña, la atrevida imaginación de un niño. Empezaste a escribir a los siete, ocho años…

Sí. Me acuerdo del primer poema que escribí: “Es una chica muy buena / la conocí en su casa / y al otro día la vi / tendiendo ropa en la terraza.” El título era, por supuesto, Poesía. Y puse el título en el medio del poema. Ese texto está en Jerusalén, se lo regalé a una amiga.

-El niño es el primer surrealista, dice un verso de González Tuñón. ¿Todos los niños son poetas?

-Sí, todos. Y qué pasa cuando un ser humano deja de ser niño, porque es domesticado, primero por la familia, después por el colegio, después por los códigos, después por la Constitución… Es domesticado. El chico tiene una libertad que va perdiendo. Yo creo que la poesía es la recuperación de esa libertad.

– De hecho, tu libro ¿Por qué no hay más bien brócoli? surge de una pregunta de tu nieta Sofía, cuando tenía seis años.

-Sí. Me preguntó un día por teléfono, desde Barcelona: Zeide, el otro día fuimos con mamá a la verdulería a comprar brócoli. Decime, quién le puso brócoli al brócoli. Yo lo relacioné con la pregunta de Leibniz“¿Por qué no hay más bien nada?”.

 -Leibniz y Sofía generan un encuentro potente, la unión del logos y de la sensibilidad. Y el resultado es un poemario complejo. La palabra brócoli pareciera imprimirle un tono lúdico, colorido y hasta infantil, diría. Sin embargo es un libro que, inquiriendo acerca del lenguaje y sus alcances, resulta filosófico y, como siempre, político. –“Finalmente, miles de años le enseñaron al hambriento / que toda aureola es un plato vacío de sopa boba. ‘También se vacía la meada?, se sacude Leibniz, ¿la sangre, una mónada de rocío sobre el desliz de una palabra’, / pero hasta el cielo entiende que ninguna razón es suficiente / y, herido de asco, se revuelve contra sí mismo”.

-La poesía y la filosofía inicialmente eran lo mismo. Los presocráticos eran poetas. Después empieza una bifurcación pero que tiene que ver con el desarrollo social particular, un desarrollo de la cultura. Lo cierto es que en la poesía, como en el amor, uno no sabe por qué algo se expresa de determinada manera y no de otra. Está ese sentimiento que uno quiere expresar y ahí empieza un trabajo, encontrar la palabra. Hay una sola palabra que expresa lo que uno quiere decir y encontrarla no es fácil y después sí, uno llega a un estado en que los poemas se escriben solos. Hay toda una parte lúdica de la escritura, esa famosa corrección, que es divertidísima. Es un juego. Es genial cómo reemplazar una coma por dos puntos cambia todo, es una maravilla esa búsqueda. Corregir, sin duda, es parte de la escritura.

-Hasta el próximo encuentro, Alberto.

-Hasta el próximo encuentro, claro.