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Ver a Cassavetes es siempre una sorpresa, porque nunca está exactamente igual a como uno lo dejó. Y menos en estos días: a los cincuenta y tres años, la intensidad de su vida empieza a pasarle factura. Debo ser honesto: la mitad de las veces tiene un aspecto lamentable, como si la piel del rostro hubiera perdido toda vitalidad y sólo sus ojos lo mantuvieran con vida. Nadie más tiene ojos así. Toda virulencia y toda picardía callejera, todo enojo y toda ironía, todo lo que provoca risa o inspira ternura, todo lo angelical o lo demoníaco que hay en su alma, tarde o temprano, en algún momento del día, se nos revela a través de sus ojos. Como cualquier otro hombre, Cassavetes busca protegerse, pero sus ojos no intervienen en ese proceso. Aunque son sumamente francos, uno siente en esos ojos la presencia de un secreto terrible. Terrible para él, quiero decir. Dudo que alguien más –a excepción, tal vez, de Gena Rowlands– sepa de qué se trata ese secreto. Puede que él tampoco sepa. Pero, sea el que fuere, uno siente que ese enigma lo impulsa y que, a través de sus ojos, ese secreto te observa de frente. A mucha gente le resulta muy difícil hablar con John porque hasta su mirada más amable es tan directa que puede incomodar. Cuando Cassavetes te mira, se fija únicamente en la persona que tiene adelante. No le importa tu puesto, tu sueldo, ni tu contrato, no le presta atención a tu prestigio y mucho menos a tu pose. Mira a la persona. Y siempre está interesado. Hasta en sus días más frenéticos, se hace un rato para charlar dos palabras con cualquiera. Si Cassavetes no demostrara un interés así, genuino, sería muy complejo para un interlocutor cohibido tolerar esos ojos. De hecho, considerando lo volátil que puede ser, si John no respetara profundamente a los seres humanos por su mera condición de seres humanos sería... bueno, alguien difícil de tratar.
Así que hoy llego a las oficinas de preproducción de Love Streams en Cannon, con su atmósfera de bar de barrio, sin saber muy bien qué esperar. Me hacen señas para que entre. Me presentan, rápida y despreocupadamente, al informal equipo de Cassavetes. Mi primera impresión, por ahora algo difusa, es que todos, hombres y mujeres, parecen taxistas neoyorquinos de la vieja guardia. Lo que me hace sentir como en casa, ya que mi padre era taxista en esa ciudad. Cassavetes me ofrece vodka, Coca-Cola y café con la misma bocanada de aire que usa para decir tres o cuatro cosas más. Se los pide a Helen Caldwell, una chica adorable de unos veinticinco años y anteojos enormes. Helen alza una ceja. John alza una ceja más impresionante:
–¿Quién te trajo el café esta mañana? ¿No te lo traje yo?
–Sí, efectivamente. Eso hiciste.
Entonces Caldwell se levanta de su silla y va a buscarme una Coca. (Según el médico, la Coca-Cola no es mucho mejor que el café, así que tampoco debería tomar eso. Pero ya bastante me costó rechazar el vodka. Sobre todo porque John está tomando vodka. Y recién es media tarde.)
Físicamente, John volvió a cambiar. Está más ojeroso, más demacrado, y engordó de una manera rarísima. Cara, brazos, piernas y culo siguen igual de flacos, pero la panza se le infló como un globo. Parece embarazado de tres meses. Un vientre enorme y tenso como el parche de un tambor. Da la impresión de que tuviera la camisa abotonada sobre una pelota de básquet.
Cassavetes es un hombre con un ego inmenso pero con poquísima vanidad. No quiere o no puede bajar la panza, y sin embargo no hace nada para ocultarla (por ejemplo usar camisas más holgadas). Quiere lucirla como parte de la caracterización de su personaje en Love Streams. La panza de Cassavetes va a ser el lastre de Robert Harmon, un símbolo del peso muerto que lo agobia. Cassavetes está a punto de encarnar una descripción cáustica de las flaquezas y las necesidades de los hombres, un retrato de la desesperación y el anhelo, con un final redentor sumamente atípico. Y más allá de teñirse las canas de castaño oscuro, va a utilizar su propio deterioro para personificar la realidad de Robert Harmon.
Nos sentamos con John en su oficina para charlar sobre las posibilidades del libro. Pero Cassavetes casi nunca habla de una sola cosa a la vez, ni siquiera lo hace en un único plano. Lo serio y lo absurdo, lo sagrado y lo profano, lo íntimo y lo impersonal se van entrelazando en el devenir de las frases. Y la amalgama que da cohesión a ese discurso no es un cierto afán narrativo sino la intensidad de su presencia, su estilo.
Me habla del libro: “Todo el mundo se refiere a sus experiencias personales y llama a eso verdad”. Después, del personaje que va a interpretar en Love Streams: “Creo que un hombre está hecho de dos cosas: confusión y orgullo”. Después, de la película: “Nos van a dar su atención, con suerte, durante cinco minutos”. Me gustaría detenerlo para desmenuzar juntos esas oraciones.
La primera es una declaración: todo arte, toda visión, es algo relativo. En la segunda, o bien está despojando a los hombres de cualquier posible nobleza, o bien quiere subrayar lo utópico y hermoso que resulta cuando esas criaturas se elevan y alcanzan algo noble. En la tercera, evaluó y desestimó sus oportunidades con el público: esas pocas oportunidades por las que está dispuesto a jugarse todos sus esfuerzos.
Pero quién sabe, nada es seguro, porque de inmediato pasa a explicarme que es urgente convencer a los productores de que esta película necesita un catering de primera línea. Un equipo de filmación es como un ejército: marcha al ritmo de su estómago: “Todas esas cosas que ellos consideran lujos son en realidad las más baratas”, dice, “comparadas con el costo de un día en que todo sale para la mierda porque la gente no siente que está haciendo una película”.
El diseñador de producción, Phedon Papamichael, llega con muestras de tela y flores artificiales. Primo de Cassavetes, nacido y criado en Grecia, Papamichael trabaja con John desde Faces, y también en dirección de arte y diseño de producción para realizadores como Jules Dassin y Michael Cacoyannis. Es unos años mayor que Cassavetes, cuenta aún más anécdotas y fuma tanto como él. (¿Olvidé mencionar que las oficinas de John están siempre cubiertas de humo?
Yo, que por el momento dejé el vicio, soy una rareza en este sitio.) A diferencia de John, Phedon por lo general es muy preciso a la hora de encender sus cigarrillos, como si tratara de demostrar algo, mientras que Cassavetes puede prender un fósforo mientras habla y acordarse recién cuando se quema los dedos. Phedon sabe siempre dónde dejó los cigarrillos y usa encendedores muy sofisticados, mientras que el constante “¿Alguien tiene un cigarrillo?” de John es casi un chiste recurrente en todos sus rodajes, nunca tiene fósforos y es capaz de olvidarse sus incontables paquetes de Marlboro en cualquier parte. (Ya avanzada la filmación de Love Streams, se va a dejar uno sobre el tablero de mi auto, y va a quedar ahí intacto hasta el próximo viaje, como esperándolo.)
Cuando quieren, Papamichael y Cassavetes pueden ser los dos sujetos más obstinados del mundo, lo que tal vez explique por qué se tienen tanta paciencia. No les queda otra. Los retazos de tela y las flores artificiales que trae Phedon disparan una discusión tras la cual mucha gente dejaría de hablarse durante largo tiempo, o acaso para siempre. Bufan, gritan, se insultan. Phedon insiste apasionadamente con esa tela y estas flores, pero John quiere esa otra tela y estas otras flores, o tal vez no, tal vez nada de todo eso sirva. A la mierda con las telas y las flores de plástico. Phedon se va dando un portazo, vuelve hecho una furia, discute un rato más. Hasta que John dice, en voz baja:
–Bueno, puede que tengas razón. –Phedon lo mira fijo, sorprendido. John le ofrece una sonrisa taciturna–: Tantas idioteces que dije y puede que tengas razón...
Y el problema queda zanjado. Por hoy.
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Reseñas
Otra parte
(Federico Romani)
elDiarioAr
(Fabián Casas)
Cenital
(Malena Rey)
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[Otra parte]
"Si me muero, sería una linda última película"
Por Federico Romani
La voz del Cassavetes-director fue encontrando su espacio de a poco, hasta que se lo empezó a explotar al máximo y se lo transformó en objeto de culto. A principios de los años noventa del siglo XX, su legado quedó flotando entre las escuelas de cine, el paraíso sometido de Sundance y un pelotón de amateurs con equipamiento y ganas, a los que se encumbró y olvidó tan rápido que ni siquiera tuvimos tiempo para pensar un poco el horizonte de los beneficios instantáneos y los daños colaterales que habrían de provocar. Era la época en que se llamaba “independientes” a las películas de Miramax y los videoclubes amontonaban con arbitrariedad un puñado de directores excitados por las carencias, un poco aplastados por las circunstancias, que querían entrar a los grandes estudios pateando la puerta de servicio.
En todo caso, el legado de Cassavetes como director no es un modo de producción (mucho menos una oda a los recortes de presupuesto), sino una estética refinadísima y completa a la que se juzgó disponible como si se tratara de un manual de procedimientos olvidado en un set de filmación oscurecido por un cortocircuito repentino. Los verdaderos legados artísticos tocan sin dejarse ver, y por eso la influencia de Cassavetes se advierte, aún hoy, como un consuelo de blues en cineastas con los que, en principio, tiene nada o poco que ver (Spielberg y Scorsese, por poner dos ejemplos, más el primero que el segundo), y suena grosera y molesta como una fuga de ruido blanco entre sus imitadores sin talento (los rotosos, que no rotos, hermanos Safdie).
Como final causado de su propia filmografía como director, Love Streams (1984) fue para Cassavetes algo así como un lento rodeo por los temas de los que se mantuvo alejado durante mucho tiempo (habían pasado siete años desde Opening Night), quizás porque tuvo que soltarlos para que Columbia le financiara, en el medio, Gloria (1980). Basada (“inspirada” sería un término muchísimo más justo) en la obra de teatro homónima de Ted Allan, Love Streams, la película (la última de Cassavetes como director) es una especie de alargue hacia atrás en su propia filmografía; la reconstrucción de un vínculo con temas, personajes (en el cine de Cassavetes casi no hay diferencia entre escribir la palabra “personaje” o “actor” o “actriz”) y lugares que abarcan toda una vida y parecieran haber esperado el retorno de su creador para una última función.
“No siento mucho respeto por aquellos que reclaman la libertad sin desearla verdaderamente. Es difícil explicar lo que la independencia significa, pero para quienes la disfrutan, el cine es siempre un misterio, no una escapatoria”. La frase está recopilada en Cassavetes por Cassavetes (Anagrama, 2001), esa especie de autobiografía imaginaria compilada por Ray Carney en la que una vida trata de abrirse sólo para lograr el efecto desconcertante de parecer más hermética que nunca. Michael Ventura, que es crítico de cine pero, fundamentalmente, es un excelente escritor y un observador agudo, va, sin embargo, por un camino distinto al elegido por Carney, que dejaba hablar a Cassavetes como sobrepasado por cierto sentido de la honestidad intelectual condicionada por el honor cinéfilo. Allí donde Carney se corría al lugar de recolector de frases y oyente privilegiado, Ventura se transforma en un traductor que debe lidiar con la más impenetrable y amorfa de las lenguas: la imaginación de Cassavetes.
Entre el jueves 17 de mayo de 1983 y el jueves 11 de agosto de ese mismo año, Ventura llevó un registro minucioso y penetrante de la filmación de Love Streams, cuyo argumento es resumido en algún capítulo del libro (magníficamente traducido y editado por Entropía) como “pura sinceridad puesta en el lugar equivocado”. Cassavetes le había pedido que no escribiera un libro sobre cine sino sobre “la interacción que se produce entre la gente que hace una película”, lo que en la práctica equivalía a reflejar en la página la verosimilitud inestable que es la característica esencial de su cine y —ahora lo sabemos— también de su vida. Sucesivamente, Ventura va a definir la filmografía de Cassavetes, primero, como una estructura cuidadosamente definida, ejecutada con libertad pero sin ningún margen para la improvisación; como un arte de la inquietud que consiste, básicamente, en poner cara a cara a los personajes en habitaciones comunes y corrientes para ver qué ocurre entre ellos, después; y, por último, como el registro llevado por un chico ansioso sobre los intentos de gente que trata de llevar una vida normal y, por supuesto, fracasa.
Intercaladas por Ventura entre precisas descripciones del día a día de la filmación, aparecen entonces esas pequeñas cápsulas cargadas de espera que constituyen algunos de los pasajes críticos más lúcidos e inteligentes que se hayan escrito sobre el cine de Cassavetes, como si puesto a descifrar la estructura invisible de sus películas el autor no hubiera tenido otro recurso que actuar como un testigo mudo a la caza de materiales intermedios y fugaces. Si el cine de Cassavetes es un cine de gente “buscando secretos”, presenciar esa búsqueda (y escribirla después) se vuelve una forma evolucionada de lo incógnito, un arte del pasar desapercibido pero sin perder detalle, todo llevado hasta un extraño límite de la discreción. Para acercarse a unos personajes que no saben que han sido elegidos como destinatarios de esa mirada, sólo queda desconfiar de todo lo que se dice en el set y tratar las interrupciones como lo más importante del mundo. Un arte al acecho, una estrategia del aparecer durante la pausa y el intervalo.
Ventura acude al set de Love Streams buscando ese aire de familia ambulante que venía adherido como una estampilla mítica al cine de Cassavetes, y en parte lo encuentra, es claro. Pero al descubrirlo se vuelve imperiosa la descripción de un submundo sentimental en el que la realidad y la ficción se reorientan permanentemente al rozarse, y en el que las violencias y las alegrías personales se verbalizan o se actúan para crear, entre todos los involucrados, un mundo más centrado (y, por lo tanto, azaroso) que aquel del que provienen. Ese anclaje no tiene nada que ver con el hecho de que los muchos niveles de la locura (o de las “emociones cerca de la superficie”, como las define la atormentada Myrtle, el personaje de Gena Rowlands en Opening Night) sean uno de los temas fundamentales de Cassavetes. Se trata, en realidad, de proponer un punto de apoyo en un tiempo y lugar específicos en la vida interior de las personas. Sus películas “evolucionan a partir de las actuaciones”, escribe Ventura, y sólo el trabajo de montaje con el material en bruto las hace parecer algo distinto de lo que realmente son: intuiciones de una verdad que lo manifiesto tapa.
El otro mito cassavetiano, el de la “improvisación” como eje, queda sepultado cuando Ventura accede a la transformación de cuatro mil metros de celuloide en una escena de apenas siete minutos de duración en la que los personajes ni siquiera se hablan entre sí. Los permanentes intentos de Cassavetes por remitir su destreza técnica a cualquier cosa ajena a su talento quedan reducidos a nada cuando Ventura observa la firmeza con que controla todos los flancos del rodaje y la puesta en escena. Si la intuición es la regla, una extraña calidez es el método; un tipo de dirección en el que los actores, muchas veces, terminan haciendo cosas que no quieren hacer, pero sin saber, tampoco, lo que es un condicionamiento por la tiranía a la Stanley Kubrick, guiados como están por una mano a la que sólo le importa lo que sienten. Esa mano puede ser terriblemente firme pero nunca cruel. En una escena clave de Love Streams en la que Cassavetes logra hacer llorar a un niño para lograr de él una actuación convincente, una vez apagadas las cámaras escuchamos (leemos) que le dice: “Te la hice tan difícil porque no sabía bien hasta dónde eras capaz de llegar. Tuve que tomar una decisión. No podía dejar que la tomaras vos. Ahora somos dos actores. Cuando tengas un problema, me podés consultar. Cuando yo tenga un problema, lo puedo charlar con vos”. Una especie de inversión del llamado “método”: la ficción para reemplazar a la vida.
Cassavetes ya estaba muy enfermo cuando comenzó el rodaje de Love Streams, pero Ventura recalca cada vez que puede que, al entrar al set, parecía rejuvenecer y recuperar un estado de salud previo. A pesar de las tensiones y los encontronazos con sus actores y el equipo técnico (que los hay, y muchos), el libro deja siempre en claro que todo lo que Cassavetes tenía de salvaje e indómito obedecía a una regla de potencia poética recolectada a lo largo de una vida vivida a pleno. Incluso cuando bromea (“lo único peor de una fiesta a la que no va nadie es una fiesta a la que van todos”) sus palabras están siempre rematadas por una puntuación oscura. Love Streams, que luce soleada y ligeramente abierta al principio, se va poniendo lúgubre y claustrofílica de a poco, hacia el final, como si el propio Cassavetes ya no pudiera ocultar cierto estado de ánimo del que Ventura —y, por supuesto, su esposa Gena Rowlands— tienen una conciencia apacible e inquieta a la vez.
Al volverse, por momentos, retrato de ese matrimonio, el libro de Ventura parece una descripción minuciosa de cómo dos personas pueden llegar a coincidir con un lugar a punto tal de convertirlo en un sitio por encima de las reglas que rigen el resto del universo. Love Streams se filmó en el domicilio de los Cassavetes (allí también se filmaron escenas de Faces, Opening Night y Minnie and Moskowitz, pero Love Streams transcurre casi enteramente en esa locación) y eso contagia a toda la película una atmósfera decididamente alejada de cualquier aire de vulgaridad gris configurada por el diseño de producción. Volver a ver la película conociendo ese detalle despierta una nueva atracción por los secretos ya no de los personajes sino, también, de las cosas que los rodean. En las pausas entre tomas, mientras los técnicos reacomodan las luces o modulan la puesta de cámaras, John Cassavetes y Gena Rowlands le muestran a Michael Ventura una intimidad hecha de música y fotografías personales, de sobrenombres y pequeños entendidos alineados con otro orden de la vida, que les pertenece únicamente a ellos pero que puede, también, verse y sonar tan natural como el de los personajes a los que les están poniendo el cuerpo. Los materiales están tan fatigados como los intérpretes, y eso hace que en Love Streams la velocidad invernal del cine de Cassavetes, donde las cosas ocurren muy lentamente pero con inexorabilidad, se vuelva más autoconsciente que nunca.
“La manera en la que Gena pronuncia la palabra amor me va a hacer recordar que casi todas las películas de John Cassavetes giran en torno a lo mismo: almas que deben, casi bajo amenaza de muerte, descifrar esa palabra desconcertante”, piensa (escribe) Michael Ventura. Poco antes, el mismo Cassavetes le había confesado que era monomaníaco: “lo único que me interesa es el amor y su ausencia, cuando se detiene. El dolor que sobreviene cuando nos quitan cosas que son fundamentales”. El amor es un torrente continuo; no se detiene. Michael Ventura logra atrapar, por un instante fugaz pero para siempre, la esencia de esa afirmación. Puesto en el lugar de improvisado documentalista, una tarde encuentra en la sala de montaje un fragmento perdido de celuloide tomado durante una de las pausas entre escenas de Love Streams. John y Gena sentados en un bar, ella apoyada en el regazo de él. Gena lo escucha, los dos fuman. Ventura nunca pudo encontrar el registro sonoro de esa escena. Queda para nosotros, nos dice, imaginar lo que se estarían diciendo.
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[elDiarioAr]
John Cassavetes dirige
Por Fabián Casas
Los grandes poetas influencian por wifi. En el ya famoso tercer capítulo de la última temporada de Succession hay -además de los personajes que interpretan los actores- un personaje más que es la cámara, que se mueve inquieta, íntima, metiéndose entre medio de los intérpretes. La cámara -en Succession- es un personaje y es un estado de ánimo. Y ese capítulo tres jamás se hubiera hecho de esa manera si no hubiera existido antes el cine de John Cassavetes.
Cassavetes en su momento fue un actor y un director inspirado, pero tardó mucho tiempo en poder imponer su estilo fílmico, su manera de actuar. En ese sentido, sólo los que lo rodeaban -amigos, actores, productores, su familia- sabían que estaban trabajando con un genio. Es necesario siempre que dos o tres personas confíen en tu genio para poder sostenerte y avanzar.
Ver una película de Cassavetes era y es una experiencia extraterrestre. La primera que vi fue Mujer bajo influencia. En el cine. No recuerdo quién me llevó o por qué la fui a ver. Sé que no estaba informado sobre el mito Cassavetes y que de golpe me encontraba con una historia de amor desesperado y una frase que decía Gena Rowlands mientras movía sus brazos con un tic nervioso que era una marca de su personaje: “Creo que estoy casi loca”. Los que alguna vez vivimos en una familia, sabemos que esa frase lo dice todo. ¿Quién no está casi loco? ¿Por qué salimos a trabajar? ¿Elegimos rutinas para los días feriados? ¿Por qué nos juntamos a vivir en una madriguera con un televisor y un refrigerador? ¿Y el sexo? Esos pocos minutos por los que tantos caminan cuesta arriba.
Vi Husbands, otra gran película de Cassavettes, una noche en un microcine que ya no está. Era la historia de la errancia de unos hombres a los que se les había muerto un amigo y una forma particular de practicar el duelo por esa muerte. Una vez llamamos a un amigo de mi padre, Fena, para que le anunciara a mi viejo -que ya tenía 80 años- que su amigo del alma, Milo, al que no veía hace mucho y por el que preguntaba tanto, se había muerto. Fena decidió que se lo dijéramos -que él se lo iba a decir, en el almuerzo- . Así que mientras comíamos Fena, mi padre, yo y mis dos hermanos, esperábamos el momento en que lo dijera. Entonces Fena dijo: “Juan, ¿viste Milo?”. “Si”, dijo mi viejo. “Bueno”, dijo Fena y tardó en terminar la frase, “está en Brasil”. Con mis hermanos nos miramos sorprendidos. “Ah, entonces se va a quedar ahí, ¿no? Siempre le gustó Brasil”, dijo mi viejo. Y todos seguimos comiendo. Cassavetes podría haber filmado esta escena.
El cine de Cassavetes es un lienzo donde los actores y las situaciones que se crean son más importantes que la trama -en eso tiene algo de Chejov- . Uno nunca sabe cuánto puede durar una escena de Cassavetes y aparecen ciertos personajes secundarios que toman la escena y después no vuelven a aparecer nunca más en la película, como suele pasar a veces en la vida real. Los hermanos Cohen -en Fargo- hacen que aparezca un personaje -un japonés que fue al colegio con la mujer policía que interpreta Frances Mc Dormand- y que larga un monólogo increíble y después se borra del film. Eso es Cassavetes.
Cuando era chico, en mi barrio, entre las dos avenidas principales, un tramo que abarcaba cinco cuadras, había cinco cines. Ahora no hay ninguno. El cine es diversión, pero también es metafísica. ¿A dónde se fue toda esa metafísica? ¿En que mutó? ¿Qué dice del tipo de barrio que tenemos cuando ya las personas no salen de su casa y van a ver historias para, a su vez, contarle a los vecinos o amigos que en tal o cual cine, acá nomás, hay una historia increíble? Las personas vuelven calladas de la guerra y del trabajo. No tienen más experiencia ni vida privada. Algo que abundaba en los personajes desesperados de Cassavetes
A comienzos de los ochenta, Cassavetes está por filmar la que será su última película Love Streams. Y le pide a Michael Ventura –un escritor y periodista- que forme parte del rodaje para que dé cuenta de cómo se filma una película inestable. Una película al tuntún total. El libro de Ventura se acaba de publicar en nuestro país por Entropía y se llama Cassavetes dirige (En el rodaje de Love Streams) y es una verdadera joya para comprender la potencia del cine de Cassavetes. Nadie sabe todo lo que puede un cuerpo, decía Spinoza en la ética. Bueno, en el libro de Ventura, un Cassavetes que sabe que está enfermo de cirrosis hepática y que pronto va a morir no para un minuto porque ya no le queda tiempo. ¿De dónde surgen las historias? Cassavetes le dice a Ventura: “Uno siempre, borracho, sobrio o como sea, puede volver al lugar donde vive. Hasta que se desvía. Y es ahí, creo, cuando no encontrás el camino de vuelta a casa, que vale la pena hacer una película. Porque eso sí me resulta interesante”. Los gnósticos pensaban lo mismo.
Todas las película de Casavettes hablan de esa cosita llamada amor -que en definitiva es el misterio-. En la página treinta y uno del libro de Ventura, dice John: “Ese fue el mayor descubrimiento que hice en mi vida: que el amor se detiene. Como un reloj. O como cualquier otra cosa. Hasta que le damos cuerda y empieza de nuevo. Porque si se detiene para siempre estamos muertos”. Y después agrega una frase genial: “El amor es la habilidad de no saber”. Ventura lo glosa y piensa en esa frase que le va a resonar en la cabeza durante mucho tiempo, hasta que llega a una conclusión: “Ahora creo que John quiere decir: a menos que uno asuma que hay aspectos, honduras, tipologías de la persona amada que nunca va a conocer, tocar o siquiera sospechar, a menos que acepte eso no va a amar de verdad, sino apenas completar los espacios en blanco con sus propias preferencias, sus propias suposiciones”.
Con la película Gloria (1980), Cassavetes tuvo un éxito comercial. El perfecto asesino (1994), de Luc Besson, está inspirada en Gloria. En Gloria, es una mujer la que debe defender a un niño de la mafia. Ver las dos películas es una experiencia interesante. Después de ver Gloria necesitamos ir a un psiquiatra, después de ver el El perfecto asesino, podemos ir a cenar.
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