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  Doscientos canguros
Diego Muzzio
232 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2019
ISBN: 978-987-1768-53-0
 
+ Diego Muzzio en Entropía
     
   
     
 

Este libro de Diego Muzzio está colmado de tramas memorables, de ensamblajes semánticos que revelan una imaginación pródiga, ya sea que relaten la invasión de cientos de conejos a un aeropuerto, la agonía delirante de una vieja actriz porno o la partida de ajedrez entre un adolescente obeso y Bobby Fischer en un bar de la avenida Corrientes. Si sus obras anteriores se asentaban sobre tradiciones y géneros más identificables, Doscientos canguros encuentra al autor de Mockba y Las esferas invisibles lanzado al hallazgo de las grietas que quiebran el fluir cotidiano de forma impredecible y fatal.

No es casual que en cada historia intervenga, algunas veces de manera oblicua y otras de forma directa, la figura real o imaginaria de un animal: ballenas, leones, caballos, tortugas, escorpiones... Y es que cada uno de estos siete cuentos apunta a algo que está más allá del lenguaje, a un núcleo oscuro, a una ansiedad que no puede ser nombrada pero funciona como motor narrativo y vital: la inminencia de la muerte, la ternura, la desesperación, la resistencia.

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(De "Los discípulos de Buda")

I

Ayer, en Islandia, murió Robert James Fischer. Tenía sesenta y cuatro años. El deceso, según informaron los médicos, fue causado por una insuficiencia renal. Padecía también de demencia senil. Imaginé al viejo Bobby tendido en la cama, en una pulcra habitación islandesa, y afuera los techos y campanarios nevados de Reikiavik, y a lo lejos el mar helado y gris. Me pregunté si Víctor estaría enterado. Pensé que tal vez debía llamar a la doctora Zambrano, sólo para asegurarme de que todo iba bien.

Apagué la radio, tomé dos tazas de café y, a pesar de que aún era temprano, agarré el teléfono con la intención de llamar a la clínica; sin embargo, un segundo antes de que pudiera marcar el número, el aparato que sostenía en la mano emitió un agudo chillido, como un pequeño animal desperezándose, un animal en apariencia inofensivo.

–¿Te enteraste de la noticia? –preguntó Víctor, sin saludar.

Asentí. Hubo un momento de silencio. Durante un instante pude ver a mi hermano sentado en el borde de la cama, el tubo del teléfono pegado a la oreja izquierda, el cráneo calvo sembrado de gotas de sudor, su torso desnudo y blanco, los rollos de grasa cayendo sobre sus piernas.

Víctor se rio entre dientes.

–¿Sabés por qué se murió? –inquirió.

–Estaba enfermo...

–Eso es lo que quieren hacerles creer a los imbéciles como vos. ¿Querés saber de verdad por qué murió?

–No, pero me imagino que me lo vas a decir igual –susurré.

–Lo maté yo. Estaba acorralado: en cinco movimientos era jaque mate.

 

Cualquiera que viva o haya vivido en Buenos Aires sabe que enero es un mes maldito, y que lo mejor que puede hacer uno es huir de la ciudad o encerrarse en algún lugar con un aire acondicionado funcionando al máximo y un freezer que fabrique ingentes cantidades de hielo. Mi profesión –soy profesor de Historia, divorciado dos veces, sin hijos– no me permitía ni vacaciones a orillas del mar, ni aire acondicionado: no me quedaba otro remedio que conformarme con los cubitos de hielo y esperar a que el verano de ese año en particular nos diera algunos instantes de respiro.

Cuando salí a la calle, a las diez de la mañana, hacía un calor pegajoso, infame. El día perfecto para manejar setenta kilómetros en un viejo Renault 12 hecho una ruina, pasar la tarde en una clínica para dementes, y volver a la ciudad antes de la caída de la noche, otros setenta kilómetros, porque los faros del coche no funcionaban. El auto estaba estacionado lejos de la sombra que ofrecían los pocos árboles de la cuadra, bajo el rayo del sol, y antes de sentarme al volante y arrancar tuve que abrir puertas y ventanas, y esperar a que saliera el calor acumulado.

Manejé hacia el norte y salí a la Panamericana.

Estaba claro que la muerte de Fischer y la recaída de Víctor no eran una coincidencia. Pero debía haber algo más. De haber estado vivo, no habría dudado un segundo en sospechar de mi padre. De nuestro padre.

Víctor y su vampiro.

Víctor y su verdugo.

Pero mi padre estaba muerto, de manera que aquella reincidencia de Víctor en el ajedrez, acompañada de la crisis, debía responder a otro motivo.

Fragmento
     
   

Autor

 

   
                     

Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969). Ha publicado, entre otros, los siguiente títulos: Mockba (cuentos); Las esferas invisibles (nouvelles); El hueso del ojo, Sheol Sheol, Gabatha, Hieronymus Bosch, Tratado sobre la ejecución de los animales, El sistema defensivo de los muertos (poesía); La asombrosa sombra del pez limón, Un tren hacia Ya casi es Navidad, Galería universal de malhechores, El faro del capitán Blum y La guerra de los chefs (cuentos infantiles)..

   

Reseñas

El diletante
(Tomás Villegas)

Revista Ñ
(Kit Maude)

Revista Invisibles
(Matías Raia)

La Voz del Interior
(Martín Cristal)

Otra parte semanal
(Ariel Pavón)

Bazar americano
(Iván Suasnábar)

Entrevistas

Eterna Cadencia blog
(Luciano Lamberti)

Télam
(Emilia Racciatti)

El País Digital
(Tatiana Raicevic)

 

[El diletante]

El animal diferente

Por Tomás Villegas

Convocados por la cuidada prosa de Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969), una serie de animales hace su aparición extraña, simbólica, en los relatos que conforman Doscientos canguros (Entropía, 2019). Relatos que se interconectan fugazmente, por escenarios o situaciones que pueden bordear el absurdo o el fantástico y que cohesionan un mundo narrativo surcado por el escozor de la existencia; por algunos excesos fatales y dañinos y por traumas pasados que marcan el devenir de los personajes. Se respira un aire fuerte por las alturas de este libro –retomando aquella expresión de Nietzsche–: y es que sus diversos protagonistas deben hacer frente a la experiencia de un límite, ya sea el de su rutina, su identidad, o su existencia.

A Felipe, el joven de “El hombre neutral”, cuento que abre el libro, lo atraviesa el miedo de repetir, con el nacimiento inminente de su primer hijo, la historia de su propio progenitor, quien le ha dejado poco más que su apellido. Como empleado del servicio médico del aeropuerto, Felipe rumia su última noche antes del alumbramiento de su mujer ayudando a Oscar, chofer de la ambulancia, en un operativo de emergencia para despejar la pista de aterrizaje de una incomprensible invasión de conejos. Ocultos sus cuerpos por la niebla, las cabezas de los conejos saltan, como resortes. Esta imagen surrealista (a diferencia de la que emerge en el sueño ulterior, que conmina al personaje a actuar) pareciera ocurrir fuera del tiempo, y liberar a Felipe –y al relato– de la presión y las ansiedades que establecen o determinan los puntos temporales. Así, el problema para Felipe, es el pasado: qué hacer o qué no hacer en relación con él, para que no se repita en un futuro.

En el fascinante y cinematográfico “Los discípulos de Buda”, Gustavo Tromber debe lidiar con Víctor, su hermano mayor, genio del ajedrez y “monstruo” al que su padre ha alimentado con la dieta de su propio deseo, convirtiéndolo en una bestia glotona, huraña y violenta. El único fin paternal es, claro, alcanzar fama y dinero a costa de su hijo. El problema, para Gustavo, se resume en su pasado familiar, víctima de las agresiones de Víctor y del ninguneo de su padre. Cómo reconciliarse con su historia familiar, que viene a golpearle la puerta (a interpelarlo por teléfono) cuando una llamada de Víctor desde una institución psiquiátrica lo despierta al presente, para recordarle la anécdota clave en el disfuncional funcionamiento familiar: la partida que Víctor le ha ganado en su adolescencia en un bar de Buenos Aires al maestro del ajedrez Bobby Fischer, que acaba de morir: “–Lo maté yo –Le asegura Víctor–. Estaba acorralado: en cinco movimientos era jaque mate.”

En “Caza Zero” Teiji Onamura necesita de la muerte del progenitor avaro (“arrugado como una tortuga (…) detrás de la caja registradora”) para desprenderse de la rutina alienante a la que lo somete, junto a su dócil hermana, en el negocio paterno: una tintorería del barrio de Flores. Teiji vive tensionado entre el linaje aburguesado y achicharrador del empleo, por un lado, y el pasado bélico y heroico de la rama materna, delineado en la figura de su abuelo Shintaro, piloto de la Segunda Guerra Mundial, combatiente en Pearl Harbor, por otro. Las “ballenas piloto” que se amontonan (¿para morir?) en las costas del mar del pueblito que visita Teiji a la hora de intentar resolver su conflicto interior metaforizan esa problemática existencial. Mientras Teiji se relaja en el mar repitiendo como un mantra las características del “Caza Zero” que volaba su abuelo materno, el narrador advierte: “Se interrumpió cuando cayó en la cuenta de que estaba ahí para pensar en el futuro”. Es decir: el presente de la historia se convoca para dirimir el pasado y pensar un futuro posible.

En “Caballo en llamas” –al igual que en “Los discípulos de Buda” con la última dictadura cívico-militar, aunque sin ínfulas de denuncia– Muzzio enlaza el oscuro pasado nacional (la guerra de Malvinas) con el del protagonista, excombatiente encapsulado en su propia historia de amor con un Kelper. Patricio regresa luego de veinte años a su pueblo para saldar cuentas con los prejuicios y mandatos de su padre y consumarse y consumirse, como el caballo en llamas que atraviesa enloquecido una de las calles del lugar, en un último fuego. Qué hacer con un pasado en litigio, entre el deseo propio y el decretado por el padre. Qué hacer en el presente, pareciera ser el problema de Patricio, esfumadas para siempre las personificaciones de esa tensión.

En “El cielo de las tortugas” un cura y un médico reescriben un relato cristiano para construir un sendero de sentido por el cual encaminar a Ana, una niña agonizante de leucemia, en la acogida de su destino fatídico. Aprender a aceptar el presente –este es el problema de Ana y de su familia– para encarar un futuro incierto (tal vez, la nada). Problema, en verdad, antropológico, sobre todo si, al igual que Muzzio, se considera que parte de la especificad humana –y lo que nos diferenciaría de los animales– reside en la conciencia de nuestra propia mortalidad. “Los animales –dice el autor– no saben que van a morir.” Ese saber, esa conciencia, se desprende en cierto grado de la noción de una temporalidad finita.

Lidiar a tiempo con los traumas pasados y la niebla del futuro, atravesando el malestar existencial del presente, que no deja de recordarnos la transitoriedad de nuestro ser. Una reflexión universal –una consideración intempestiva, en tiempos posmodernos–, que brota como una oración silenciosa de Doscientos canguros, el libro sobre el animal diferente (el animal que cuenta, al decir de Castillo); y que recorre también, como un salmo perentorio, tal vez como una preocupación autoral, los versos finales de “Java”, el poema de Muzzio: “/ y es necesario encontrar una estrategia que te permita / atravesar la longitud del día, segregar un caparazón, / otro cielo bajo el cielo, prevalecer un tiempo / sobre el agua que aguarda / la caída y dispersión de tu precaria arquitectura”.

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[Revista Ñ]

La incapacidad de amar y algunas otras disfunciones

Por Kit Maude

Con la posible excepción de la canción, el cuento corto tendría que ser el género literario más antiguo de la historia. Es fácil imaginar las pinturas de las cuevas de Lascaux o de Perito Moreno acompañadas por relatos gráficos sobre la caza de los animales retratados, probablemente con un marcado énfasis en las bestias más grandes. De allí a introducir la noción de monstruo que seguramente configuró la primera ficción habría un solo paso.

Con el transcurso de los siglos, el cuento fue evolucionando, agregando una multitud de formas: la fábula, la parábola, la alegoría, el cuento de hadas, los anecdotarios callejeros, en un flujo que se bifurca y se reincorpora, abarcando ideas altas y bajas, complejas y sencillas, tradiciones bien enraizados y experimentos estrafalarios. Lo que quiere decir que el escritor que decida arriesgarse por esta corriente tan inmensa va a tener que nadar bastante fuerte para no pasar desapercibido. De hecho, la mayoría de los escritores buscan refugio en las aguas bajas de la contemporaneidad: estilos de moda, temas actuales, etc. Es una gran virtud de estos siete cuentos que figuran en Doscientos canguros que Diego Muzzio busque inscribirse en tradiciones más universales.

Cada uno de estos relatos está estructurado de manera clásica: un comienzo establece los escenarios y personajes principales, un desarrollo presenta los conflictos y los intentos de resolución con sus obligatorios giros de destino, y un final, que puede ser climático o no, pero que sin duda es un final. De un modo análogo, las tramas son clásicas. Figuran algunos temas recurrentes: padres violentos y represivos, obsesiones perjudiciales, la incapacidad de amar (generalmente por razones más que entendibles), las sombras de la Historia... con la aparición de algún que otro detalle o acto insólito o sorprendente.

El primer cuento, “El Hombre Neutral”, es quizás el menos tradicional en términos narrativos: es efectivamente un escena de gran efecto dramático con una invasión de conejos que evoca más que nada un happening de Marta Minujín. “Los discípulos de Buda” es, como señalan los epígrafes de Zweig y Nabokov, otra entrega en la tradición de relatos que advierten del peligro de tomarse el ajedrez demasiado en serio, ligada con una trama oscura sobre una familia disfuncional y los horrores de la dictadura.

“El caza Zero” se puede leer como otra advertencia, esta vez sobre el peligro de buscar una salida en tus antepasados. “El cielo de las tortugas” es una aproximación atrevida a la religión, la culpa y la mortalidad infantil. “Caballo en llamas” evoca otro episodio oscuro de la historia: la Guerra de las Malvinas y sus estragos duraderos. “Doscientos canguros” se regocija en la crueldad de los niños (y sus traumas subyacentes), y “La estructura de los mamíferos” combina de manera sorpresiva el trabajo de una estrella porno con la de una empleada de un zoológico.

Si hay una sensibilidad cómica es decididamente malévola; lejos de terminar comiendo perdices, nos sentimos aliviados si los personajes llegan al final con sus facultades respiratorias intactas (varios no lo logran). Aunque hay que advertir que la lectura de estos cuentos requiere un estómago fuerte, es casi imposible encontrar un defecto.

Pero quizás allí reside una falla mayor: por ser tan pulidos, tan bien pensados y calculados, es posible que en estos cuentos falte un poco de la sangre viva que bombea en los mejores ejemplos del género. Pero esta sería una crítica digna de uno de los personajes crueles que figuran en estas páginas.

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[Revista Invisibles]

De padres, hijos y tortugas

Por Matías Raia

Doscientos canguros, de Diego Muzzio (Entropía, 2019), presenta una serie de cuentos vinculados por la paternidad. En este sentido, si en Mockba (2007) Muzzio se le había animado a la muerte como tema literario clásico, en este nuevo libro de relatos construye pequeños mundos en los que los roles de padres e hijos se miden, se acercan, se alejan, se confunden, se entienden, se malinterpretan. La segunda página del primer relato, titulado “El Hombre Neutral”, ya instala el tópico: 

Felipe no tenía padre y Oscar no tenía hijos, de manera que, con el paso del tiempo, la amistad entre ambos fue convirtiéndose en otra cosa, como si cada uno buscara reemplazar al padre y al hijo ausentes (p. 10).

En este nuevo libro, Diego Muzzio se reafirma como un gran narrador, así lo había demostrado en Las esferas invisibles (2015), con aquellas nouvelles de un fantástico decimonónico que transcurrían durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871 en Buenos Aires.
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En Doscientos canguros, el formato de relato largo o nouvelle reaparece con pericia, por ejemplo, en “Los discípulos de Buda”. En este texto, el ajedrez y su tablero se vuelven elementos para radiografiar desde el carácter monstruoso en las relaciones familiares y en el vínculo entre un padre y su preferido hasta la tortura psicológica en un campo de detención durante la dictadura militar de 1976. Bobby Fischer, la locura, Buda, los movimientos ajedrecísticos y la picana eléctrica se entremezclan con naturalidad y profundidad. En cada relato del libro de Muzzio, se trata de contar una historia pero también de lidiar —siempre desde un estilo realista con algunos elementos mínimos extraños o absurdos— con los afectos de los protagonistas, con sus rencores y sus amores, con la confusión ante situaciones que la mayoría de las veces los superan. En “El casa Zero”, esto es evidente:

Desde la infancia, Teiji Onamura había sido entrenado por su padre para ser un obrero rápido y eficiente. Ahora era un hombre de treinta y ocho años, sin amigos ni relaciones, que no sabía hacer otra cosa que trabajar lavando y planchando ropa, y sin ninguna perspectiva de futuro, a no ser la de continuar ejerciendo su oficio en aquella tintorería execrable hasta el final de sus días. (p. 100)

Este tipo de fragmentos muestran el trabajo de Muzzio con su prosa. Algún lector podría objetar su escritura sencilla y directa, pero es que justamente el estilo de Doscientos canguros alcanza esa simpleza por el trabajo meticuloso. El autor de Mockba parece volver una y otra vez a los relatos escritos hasta dar con la forma buscada. Relatos como “Doscientos canguros” presentan una estructura casi circular que cobra sentido cuando todas las piezas han sido repuestas por el lector, cuando la promesa de Mercedes a su hermana menor parece a punto de cumplirse. Así, Muzzio apuesta al tiempo y la paciencia, en la escritura y en la narración pero también en la lectura, a diferencia de escritores y escritoras actuales que compiten por sacar un libro cada año.   

Por otra parte, los relatos de Doscientos canguros trazan una red para asediar los vínculos filiales y, en este sentido, su autor acierta en proponer un hilo conductor al libro, como ya lo ha hecho en sus obras anteriores. Una herramienta simbólica son, sin dudas, los animales. Conejos, caballos, leones, tortugas, y otros miembros del reino animal reaparecen en la vida humana como claves, como signos. No por nada el fantasma de Lewis Carroll atraviesa los pasillos de un sanatorio en “El cielo de las tortugas” o algunas imágenes equinas pseudomitológicas se manifiestan en “Caballo en llamas” para dialogar con la experiencia límite de un sobreviviente a la guerra de Malvinas y la paranoia del nacionalismo.  
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Finalmente, la distancia y variedad entre los cuentos de Doscientos canguros se desactiva para volver de distintos modos a las mismas preguntas: ¿qué significa ser padre? ¿Qué significa ser hijo? ¿Qué se hace con los problemas de comunicación entre padre e hijo? ¿Por qué el relato sobre el padre sigue siendo un tópico a revisitar? Por estas preguntas lanzadas como botellas al mar de la literatura, Diego Muzzio es un escritor moderno y apuesta al viejo oficio de narrador, más allá de las voces autobiográficas o de los experimentos literarios que quieren seguir marcando la literatura argentina actual. Doscientos canguroses la obra de un narrador paciente y meticuloso que todavía confía en los artificios de la ficción.

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[La Voz del Interior]

Cuesta hablar de lo que más nos duele

Por Martín Cristal

No sólo hay 200 canguros en el libro homónimo de Diego Muzzio. En sus cuentos también desfilan leones, tortugas, ballenas encalladas. Los animales aportan su presencia concreta, pero también ofrecen un símbolo enigmático, o encarnan una fantasía infantil, o dan pie para el absurdo.

El absurdo, precisamente, prevalece en “El Hombre Neutral”, donde una invasión de conejos inutiliza una pista de aterrizaje; la situación reaparecerá de soslayo en otros cuentos, como un divertido cruce argumental. Cabe advertir que, por su atmósfera enrarecida, quizás este cuento no sea el más representativo del conjunto. Arriesgo que en la decisión de ponerlo primero gravitó la transparencia con que muestra el tema recurrente del libro: las relaciones paterno-filiales.

Ese tema se confirma en “Los discípulos de Buda”; de 60 páginas y corte realista, tal vez el mejor del libro. Una familia se resquebraja por el enloquecedor talento ajedrecístico de uno de los hijos, y por la ambición paterna de aprovecharse de ese talento, y por las arbitrariedades más tenebrosas de la historia argentina. Con cameos de Bobby Fischer y Miguel Najdorf, el cuento sigue dos líneas temporales en una trama casi cinematográfica, que gambetea todo lo previsible. Lo sigue “El caza Zero”, una variación más acotada de “Los discípulos de Buda”. Su encierro inicial lo propician una tintorería esclavizadora y la represión emocional de una familia japonesa.

“El cielo de las tortugas” amplía el juego. Primero, en lo formal: en vez de un narrador único, el cuento alterna monólogos que componen un dilema moral alrededor de la enfermedad terminal de una niña. Y segundo, en lo temático: porque en ese coro aparece una madre que equilibra la preeminencia paterna, marcada en otros cuentos.

Otro cuento memorable, “Caballo en llamas”, articula una historia de amor y la Guerra de Malvinas. Aquí un padre que buscaba perjudicar a su hijo, lo empuja por un camino peligroso, que sin embargo el hijo, con los años, agradece, aunque no sin pagar un alto precio.

El que da su título al libro abre con una cita de Haruki Murakami cuya fuente parafrasea a J. D. Salinger; la lectura del cuento reafirma la sospecha de que Salinger sería su verdadero modelo tutelar. La escena de una madre (en una casa junto a un lago) tratando de averiguar por qué está enfurruñada su hija recuerda aquella otra de “En el bote”, salvo que aquí la ternura materna nunca llega para aliviar el disturbio emocional.

Cierra otro relato coral, “La estructura de los mamíferos”, cuyas primeras diez líneas constituyen uno de los inicios más potentes de la cuentística argentina reciente.

La cohesión temática, la fluidez del estilo, su lenguaje contemporáneo y su paleta de recursos narrativos hacen de Doscientos canguros una experiencia de lectura recomendable.

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[Otra parte semanal]

Lo otro

Por Ariel Pavón

Los siete cuentos de Doscientos canguros forman un conjunto de rara armonía. La factura cuidada, en varios casos exquisita, de cada una de las piezas que componen el libro; una prosa limpia, de impecable consistencia, que nunca resulta transparente ni entorpece con “estilo”; los personajes —hombres y mujeres en una encrucijada existencial nunca resuelta arbitrariamente— y sus necesidades como motivación última del relato, hacen de Doscientos canguros una tersa textualidad que no ahoga la singularidad de cada historia, fundada en su particular relación con lo extraño.

Efectivamente, todos los cuentos abordan, de manera directa o lateral, los avatares de la relación entre padres e hijos, no desde la representación realista sino interrogando su identidad, a la vez inexorable y elástica. Por otra parte, la presencia recurrente de animales refuerza este aspecto enigmático, pues se trata siempre de animales no domesticados, o indomesticables, seres que, a pesar de vivir o circular cerca del hombre, conservan una cuota de “animalidad”, de otredad, que los convierte en catalizadores del interrogante existencial.

En ese tratamiento de “lo otro” reside acaso el secreto de la potencia que despliegan los cuentos de Doscientos canguros, pero también gran parte de su sensibilidad. La fantasía de un frustrado luchador de catch, la destrucción familiar de un megalómano del ajedrez, el secreto de un ex combatiente que regresa después de veinte años son planteos que nunca se agotan en lo anecdótico, sino que despliegan un pequeño universo de conflicto en el que los personajes padecen, se redimen y se aniquilan.

Algunos de los relatos son extensos, verdaderos cuentos que se inscriben en la mejor tradición del relato anglosajón y que permiten, por mérito de esa extensión, crear un mundo propio, desplegar las posibilidades de unos personajes que se vuelven, en pocas páginas, inolvidables.

Hay cierta progresión que va del predominio de la inercia, de la entrega más o menos pasiva a las circunstancias, hacia la posibilidad de la acción, de la determinación de los personajes en los últimos cuentos, de los que “La estructura de los mamíferos” es la culminación: un cuento que dosifica extraordinariamente humor, sordidez, ternura y dramatismo, una odisea urbana protagonizada por una ex actriz porno, su hijo y una empleada del zoológico encargada de alimentar a los leones. En ese cuento, lo ajeno se manifiesta menos como amenaza que como utopía. Allí leemos: “Le pregunto a Lucio si cree en Dios. No, responde, ¿vos? Tampoco, le digo, pero imaginate esto: pensá en toda la gente, que desde hace siglos cree en Dios, cualquier dios; pensá en toda esa gente, en la energía generada por esos millones y millones de personas que creyeron o creen en Dios. Toda esa energía debe ir a alguna parte, ¿no?”. Los cuentos de Doscientos canguros son hermosos intentos de dar con ese lugar.

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[Bazar americano]

Donde viven los monstruos

Por Iván Suasnábar

I. En uno de los tantos relatos maravillosos que integran Just So Stories, Rudyard Kipling narra la historia de cómo un bicho gris, lanudo y de patas cortas, al límite de lo ordinario, se transforma en un ser extraño y fascinante. “Hazme diferente del resto de los animales”, implora en vano el animalito frente a Nga y Nquing, dos deidades bastante malhumoradas que se niegan a cumplir con su pedido. Finalmente, es el gran dios Nqong quién acude en su ayuda y lo transforma en un animal singular, desproporcionado para los cánones habituales. La historia se titula “The Sing-Song of Old Man Cangaroo” y el protagonista es, como podemos imaginar, un canguro. Lo interesante de esta peripecia es que el cumplimento del deseo viene adosado a una cuota no menor de sufrimiento; el canguro no se convierte en canguro gracias a un encantamiento del dios, sino a que este le ordena a un hambriento perro llamado Dingo que lo persiga por toda la estepa australiana. Así, de tanto correr, sus patas se agrandan cada vez más y la forma de su cuerpo cambia por completo, al punto de no reconocerse. En su aparente sencillez, la fábula es perturbadora. Detrás de la claridad de su trama y del tono grácil con que se cuentan los hechos, anida una meditación profunda sobre los efectos imprevistos y radicales de aquello que deseamos. Como si dijésemos: hazme diferente a todos, a riesgo de convertirme en un extraño hasta para mí mismo.

II. Doscientos canguros comparte el estilo lúdico y reflexivo del relato de Kipling, un escritor con el Muzzio tiene más de un punto en común: ambos han escrito numerosos textos para niños, ambos les otorgan a los animales una presencia decisiva. Como en Mockba (Entropía, 2007), los siete cuentos que componen este libro tienen una estructura que podríamos caracterizar, de modo apresurado, como clásica. “Puedo pasar meses o años corrigiendo un libro”, afirmó recientemente el propio Muzzio, en conversación con Luciano Lamberti. En efecto, el control de la forma es total. Las historias de este libro son ensambles cuidadosamente articulados, en donde cada línea de diálogo, cada vuelco de la trama parece estar pensado hasta en sus más mínimos detalles. Si en Las esferas invisibles (Entropía, 2015), el clasicismo formal era indisociable del imaginario decimonónico en el que transcurría la acción –esa Buenos Aires gótica y fantasmal de 1871, arrasada por la fiebre amarilla– aquí el tiempo de la narración es el presente. Podría pensarse, incluso, que parte de la transparencia del estilo de este libro viene dado por el uso de un lenguaje coloquial, “contemporáneo”, muy alejado del idioma enrarecido y anacrónico de aquellas tres fascinantes nouvelles. En Doscientos canguros, lo extraño queda siempre por fuera del plano de la lengua.

III. Más allá del valor que tengan por separado, los relatos aquí reunidos pueden pensarse como un conjunto articulado en torno a un tema central: la paternidad. Cada uno de ellos es una suerte de exploración por esa zona densa y oscura en donde los vínculos entre padres, madres e hijos se tensan hasta el límite de la incomunicación, el desafecto o el odio. Lo filial como una forma de malentendido. Padres muertos, ausentes, controladores, pero también frágiles, dubitativos e incapaces de establecer vínculos medianamente estables con quienes los rodean. Así, en “El Hombre Neutral”, ese hombre que desaparece sin dejar rastro y del que solo sobrevive una foto como único recuerdo es quien marca la historia de Felipe, un joven trabajador aeroportuario que no sólo tiene que lidiar con los temores que signan su propia e inminente paternidad, sino que debe vérselas también con un hecho inaudito: una invasión de conejos que inunda su lugar de trabajo y abre el cuento hacia el terreno de lo desconocido. En “Los herederos de Buda”, la locura ajedrecística de Víctor Tromer es una fuerza que arremete contra todo lo que está a su alcance, incluido su hermano Gustavo, a quien lo une una larga saga de miserias compartidas. De fondo, constante y opresiva, la sombra terrible de un padre que hará lo imposible para exprimir al máximo la genialidad de su pequeño hijo ajedrecista. Con guiños a Stefan Zweig y Vladimir Nabokov, el relato extrema el verosímil hasta límites insospechados, al punto de imaginar una partida contra el mismísimo Bobby Fischer en un ignoto bar de Avenida Corrientes o introducir el horror de la represión y el terrorismo de Estado mediante una vuelta de tuerca inesperada. En “El caza Zero” hay también un patriarca temible; el dueño anciano de una tintorería en la que también trabajan, a destajo, sus dos hijos: Aiko y Teiji. La muerte del padre y un viaje sorpresivo a la costa atlántica abrirán, para Teiji, la posibilidad de un nuevo comienzo. O quizás no. El alcance de los fantasmas familiares se remonta aquí al mítico ataque a Pearl Harbor, en el que el abuelo del protagonista, Shintaro Onamura, tuvo un destacado rol como piloto de caza, el Zero-sen del título. “El cielo de las tortugas” es un relato tristísimo, narrado a varias voces, que cuenta la historia de Ana, una pequeña y sensible lectora de Lewis Carroll que pasa sus días internada en un servicio infantil de cuidados paliativos, gravemente enferma. Una tortuga llamada Alicia es el eje central sobre el que gira esta historia conmovedora sobre la muerte, la culpa y la posibilidad de redención. “Caballo en llamas”, por su parte, examina los traumas de una experiencia límite: la guerra de Malvinas y la vida de aquellos conscriptos que pelearon en las islas. Luego de un largo destierro, Patricio regresa a su pueblo natal para contarle a sus amigos lo vivido durante el tiempo en que estuvo ausente. En algún momento, la revelación inesperada de una historia de amor parte al cuento en dos y todo lo que sucede de allí en más se ve inundado por el vacío del presente y el dolor de aquello que se perdió definitivamente. El relato que da nombre al libro, “Doscientos canguros”, vuelve sobre el sendero trazado por Kipling para narrar la historia de Mercedes, otra niña amante de los libros, ofendida ante un padre que no está y una madre que entabla una relación con otro hombre. Siempre en compañía de su hermana menor, Mecha asimila como puede lo que ocurre a su alrededor, refugiándose en la lectura y, por qué no, en la invención de historias fantásticas sobre canguros que viven en los árboles. El final del cuento es ejemplar y tiene la inteligencia de resumir, en una escena memorable, esa extraña mezcla de candidez y oscuridad que llamamos infancia. Por último, en “La estructura de los mamíferos”, Muzzio recurre nuevamente al recurso polifónico para narrar la agonía de Brigitte X, una ex actriz de cine porno que, en el delirio de su enfermedad, rememora un pasado lleno de gloria y exotismo. Cuida de ella su hijo Lucio, un joven sumamente introvertido, obsesionado con una trabajadora del Zoo de Buenos Aires, a quien, en secreto, espía todos los días desde la ventana de su habitación.

IV. Como dijimos, el lugar que ocupan los animales en estos relatos es determinante. Si lo extraño es aquello que aparece y desestabiliza por completo el universo de lo conocido, los animales de Muzzio irrumpen allí donde menos se los espera. Invasión de conejos, ballenas estancadas en una ciudad costera, tortugas cruelmente decapitadas, leones que rugen en la noche. Quizás sean estas las escenas más poderosas de Doscientos canguros, aquellos momentos en donde el misterio se presenta en su cualidad más intransferible, resistente a la interpretación. “Hazme diferente al resto de los animales”, imploraba el bicho gris y lanudo de la fábula de Kipling mencionada al comienzo. Algo similar parecen pedir a gritos los personajes de estos cuentos: ser distintos de lo que son, tener la chance de imaginar vidas posibles por fuera de la prisión de lo existente y lo rutinario.

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[Eterna Cadencia blog]

"Puedo pasar meses o años corrigiendo un libro"

Por Luciano Lamberti

Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) ya había sorprendido gratamente con la publicación de Las esferas invisibles, tres nouvelles góticas ambientadas en la época de la peste en Buenos Aires. Ahora vuelve al ruedo con Doscientos canguros (Entropía), un libro de cuentos muy contemporáneos, cuyas tramas y acontecimientos bordean el absurdo y el fantástico.

Muzzio estudió Letras en la UBA y hace tiempo ya que vive en París. Ha publicado, también, libros de poemas y un buen número de libros infantiles. Hablamos una mañana por Skype de sus comienzos como escritor, del libro que acaba de salir, de la irrupción de los animales en la trama y de la diferencia entre escribir para adultos y para niños.

¿Cómo empezaste a escribir? ¿Venís de una familia lectora?
No, no vengo de una familia lectora. En mi casa no había biblioteca. Algunos diccionarios, una enciclopedia, pero biblioteca no. Igual, desde chico mis viejos me incitaron a leer. Siempre me pareció rara esa especie de obsesión por la lectura, de parte de unos padres que no eran especialmente lectores. Tal vez antes se le daba otro valor a la lectura y a los libros. Mi viejo murió cuando yo tenía diez años. Antes de su muerte yo leía, pero más bien obligado. Después de la muerte de mi viejo empecé a leer por mi cuenta. Leía mucho, muchísimo. Los libros eran mi refugio. Y empecé a escribir también desde muy chico. Me gustaba buscar en mapas y diccionarios los lugares donde se desarrollaría la historia, tomaba notas, hacía un trabajo previo de investigación, y la cosa se quedaba más o menos ahí. Pero era divertida esa búsqueda. Como un juego. Jugaba a ser escritor.

¿Cómo armaste este libro? ¿Cómo escribís, en general? ¿Tenés algún método?
Me gusta tomar un tema en particular y escribir a partir de ese tema. En el caso de Doscientos canguros ese tema dominante es la paternidad. Cuando empecé a escribir el libro acababa de nacer mi hijo. Ahí había un tema a explorar, y los cuentos se fueron sucediendo. Se dio casi naturalmente. Cuando puedo, me gusta escribir por la mañana. Para mí es el mejor momento para escribir, levantarme muy temprano y trabajar hasta el mediodía. Normalmente, trabajo en varios libros al mismo tiempo. Es una de las ventajas de escribir para adultos y también para chicos o adolescentes. Puedo trabajar en algo y, si me quedo empantanado por algún motivo, dejo descansar ese texto y paso a otra cosa.

¿Hay alguna diferencia entre escribir libros infantiles y libros para adultos?
Sí, muchísima diferencia. Cuando escribo para chicos puedo delirar completamente, me divierto mucho. A veces me río a carcajadas mientras estoy escribiendo. Me siento más liviano, más libre, en algún sentido. Pero intento que los adultos también puedan disfrutar de mis libros para chicos, que puedan entrar en el texto, que encuentren algún lugar como lectores. No sé si lo logro, pero trato. Supongo que esto me viene de haber leído muchos libros a mis hijos, libros que a ellos tal vez les gustaban pero que para mí eran soporíferos. Y yo notaba ahí una gran diferencia, digo, entre esos libros escritos exclusivamente para chicos y otros autores, como Roald Dahl, o Rodari, o Lewis Carroll. Creo que un buen libro para chicos está dirigido también a los adultos, puede ser disfrutado tan intensamente tanto por los chicos como por los padres. Cuando escribo exclusivamente para adultos es otra cosa. Un trabajo más denso, en muchos sentidos, que a veces puede ser de una lentitud exasperante. En lo que no noto ningún cambio es a la hora de corregir. La corrección se ha transformado en una actividad casi obsesiva para mí. Puedo pasar meses o años corrigiendo un libro, ya sea para chicos o para adultos.

En Las esferas invisibles usás un lenguaje barroco, quizás propio de la narración histórica, mientras que el de Doscientos canguros es mucho más contemporáneo. ¿Creés que la forma cambia de acuerdo al tema?
Sí, creo que la forma cambia con respecto al tema, a muchos niveles. Un personaje del Buenos Aires de 1870, por ejemplo, no puede hablar como un argentino del año 2019. Es evidente. Tampoco hay que dejarse llevar, creo, por la caricatura, el intentar recrear un lenguaje o una entonación particular, sino dosificar, ensamblar ambas cosas. En alguna crítica a Las esferas invisibles leí, y creo que era una especie de reproche que hacía el crítico, que había usado la palabra “escaparate”. Bueno, yo no sé si en el lenguaje de entonces (los años de la fiebre amarilla) existía la palabra “vidriera”. Este tipo de detalle fue una preocupación constante a lo largo de la escritura del libro. Alguien podría decir, y con razón: “bueno, pero el narrador no tiene por qué adecuarse al lenguaje de la época”. Puede ser. Pero me pareció que, si quería hacer hablar a los personajes con ciertos giros o vocabulario del siglo XIX, después la voz del narrador no podía pasar así, de un salto, a utilizar un vocabulario contemporáneo. Intenté que fuera lo más neutro posible. Esto es tal vez un ejemplo de cómo el tema puede determinar la forma en una narración. En Doscientos Canguros, claro, no hay ese barroquismo en el lenguaje. Aunque también es verdad que intento utilizar un vocabulario bastante neutro a la hora de escribir. Es una cuestión de preferencias, de gustos, digamos…

¿Qué es lo que hace al hombre “diferente al resto de los animales”? ¿Los animales son un elemento perturbador, casi fantástico en el libro?
La consciencia de su propia mortalidad. Los animales no saben que van a morir, no son conscientes de su propia mortalidad. Esa es una de las grandes diferencias. Y sí, podríamos decir que los animales son, como vos decís, un elemento perturbador en el libro. Yo soy bastante fóbico con los animales, con la mayoría de los animales. Las ratas, por ejemplo, me causan pavor. Eso es bastante normal, creo, le pasa a mucha gente: con las ratas, o con insectos, arañas, cucarachas… Pero, a medida que fui creciendo, empecé a sentir desagrado hacia otros bichos, perros, gatos, pájaros… No me gusta tocarlos, ni que me toquen. No es que me provoquen asco, pero me causan una extraña desconfianza, un estado de alerta. No sabría muy bien cómo explicarlo.

En los cuentos abordás momentos críticos de la historia argentina, como la dictadura o la guerra de Malvinas. ¿Cuál es el desafío a la hora de escribir sobre temas tan transitados?
Justamente, el desafío tal vez consista en abordar esos temas desde otro ángulo. El cuento Caballo en llamas, por ejemplo, es una historia de amor disimulada bajo una historia de guerra, y en Los discípulos de Buda el torturador es un fanático del ajedrez. En el momento de escribir ambos cuentos me pareció que podía abordar esos temas porque me desviaba un poco de lo previsto. Además, creo, el componente histórico de los cuentos funciona, en ambos casos, un poco como telón de fondo. La historia va por otro lado.

¿“El cielo de las tortugas” es una suerte de reescritura de “La señorita Cora” de Cortázar? ¿Qué modelos literarios tenías a la hora de escribir estos cuentos?
No, la verdad que no tuve en cuenta el cuento de Cortázar a la hora de escribir El cielo de las tortugas. Leí La señorita Cora hace muchos años, y no había vuelto a leerlo desde entonces. Ese cuento en particular apareció publicado por primera vez en una antología que tenía como tema la eutanasia, fue un encargo, y después me pareció que encajaba bien en el conjunto del libro. En cuanto a los modelos literarios, bueno, no creo que haya tomado conscientemente un modelo en particular para escribir este libro. Creo que uno escribe apoyándose en el bagaje de lecturas que va acumulando a lo largo de los años, y al momento de escribir todo eso está presente, juega un papel importante, ya sea de manera positiva o negativa, a nivel consciente o inconsciente. Si se da a nivel consciente, si uno se da cuenta de que la influencia de determinado autor es muy fuerte en algún texto en particular, la primera reacción es intentar salir de ese lugar. A veces se puede, otras no, y hasta es probable que esa imposibilidad nos obligue a abandonar el texto, o a intentar replantearlo de una perspectiva totalmente distinta. Pero la mayoría de las veces uno no se da cuenta de las influencias que van modelando un cuento, o una novela, si no no sé si nos sentaríamos a escribir.

Muchos cuentos abordan el tema de la paternidad y de la herencia, ¿es algo que te interesa particularmente a la hora de escribir? ¿En “El caza Zero” la herencia del padre del protagonista es un destino del que no puede escapar?
Como te decía, el tema de la paternidad me interesó en ese momento en particular porque yo acababa de ser padre, pero es posible que, de no de haber sido así, lo hubiese abordado de todas maneras en algún momento de mi vida. En El caza Zero, específicamente, pienso que el protagonista, de una manera lateral y monstruosa, sí escapa a la herencia paterna. Se transforma en un monstruo, en alguien peor que su propio padre. Y, aunque al final podamos suponer que regresa a su antigua vida rutinaria, ese acto terrible cambia su vida para siempre. Al menos, eso imagino yo. Creo que muchos de mis cuentos pueden leerse en espejo. Las tramas se invierten. No es algo que haga de manera consciente, y generalmente me doy cuenta de este mecanismo mucho después de escribirlos. Caballo en llamas, por ejemplo, podría leerse como reverso de El caza Zero. O El hombre neutral como una inversión de La estructura de los mamíferos. Esa especie de dualidad tal vez me persigue.

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[Télam]

"Los personajes de este libro intentan escaparse de sus propios padres"

Por Emilia Racciati

El libro "Doscientos canguros" reúne siete cuentos en los que el escritor Diego Muzzio reflexiona sobre los vínculos familiares desde la resistencia y la desesperación de hijos que asisten a la agonía de sus padres, de madres que no logran comunicarse con sus hijas o de hermanos que intentan repensar su presente lejos de los universos tramados por sus padres.

Muzzio (Buenos Aires, 1969) vive actualmente en la ciudad francesa de Le Mans donde da clases de español y durante su viaje a Buenos Aires habló con Télam sobre este libro, editado por Entropía, en el que el peligro se despliega de manera inminente entre las prácticas cotidianas de hijos que se intentan despegar de los mandatos familiares.

El también autor de "Mockba", "Las esferas invisibles" y "La guerra de los chefs" se define como "un lector apasionado de Borges, de Piglia y de Quiroga", confiesa que entre sus primeras lecturas predominó Julio Cortázar y que si bien estuvo leyendo a autores argentinos como Santiago Craig, Samanta Schweblin, Mariana Enríquez y Luciano Lamberti, es de "releer autores del siglo XIX".

-Télam: ¿Qué aportó el vivir en otro país a tu escritura?

-Diego Muzzio: Creo que me volví más regionalista. "Las esferas invisibles" lo escribí todo en Francia. No escribo en francés, siempre sigo escribiendo sobre historias que suceden acá o con la vista puesta en Buenos Aires. Como escribo para chicos y todo lo que escribo se publica acá, sigo en el mismo modo de trabajo.

-T: ¿Cómo comenzó a gestarse este libro?

-D.M.: Empecé a escribir cuando me enteré que iba a ser papá por primera vez. Estaba con toda la fantasía y el temor sobre ese nuevo mundo que uno no sabe hacia dónde va. Es una visión bastante negra de la paternidad. Si hoy tuviese que escribir sobre el tema creo que sería más luminoso. En cualquier relación familiar, si uno escarba un poquito, hay algo escondido. Cualquier familia y cualquier relación padre-hijo tiene sus zonas oscuras.

-T: ¿Qué características considerás que comparten estos personajes?

-D.M.: Están intentando centrarse en la paternidad o escaparse de sus propios padres. El primer cuento, por ejemplo, tiene como eje la problemática acerca de cómo iba a ser yo como padre, cómo iba a actuar ante una circunstancia desconocida ante la ausencia de un padre también, ya que el personaje de Felipe está tan aterrorizado porque tampoco tuvo la figura paterna en la que poder inspirarse. Eso y los que tratan de escapar y no pueden. Uno está esclavizado con su madre moribunda, el ex combatiente de Malvinas vuelve, a pesar de todo, a su pueblo. El protagonista de "El caza Zero" tampoco puede escapar de la tintorería, hace el movimiento de querer escapar y no poder.

-T: El cuento sobre Malvinas revela un perfil absolutamente inesperado del conflicto.

-D.M.: Desde siempre me interesó la historia argentina. En "Las esferas invisibles" me basé en la época de la fiebre amarilla en clave de terror. Ahora estoy volviendo a escribir sobre Malvinas, no sé si es una nouvelle o una novela de terror. Pretendo que lo sea, después veré si me sale. Es difícil escribir terror sin caer en los lugares comunes del género. Siempre me interesó el tema de la guerra en general y como estoy en un lugar privilegiado para investigar sobre la primera y la segunda guerra mundial, cada vez me meto más. Me parece increíble que el ser humano tenga la capacidad de soportar todo lo que implica una guerra. Me pregunto por qué el ser humano acepta entrar en esa historia. Hay algo muy atrayente en la guerra. Hay un autor, Tim O'Brien, que estuvo en Vietnam y tiene un libro que se llama "Las cosas que llevaban los hombres que lucharon" y es uno de los mejores libros de guerra que leí. Detalla todo lo que sintió de una manera muy precisa, dice que implica horror y fascinación.

-T: ¿Qué diferencias encontrás cuando escribís para adultos y para niños?

-D.M.: Lo que escribo para chicos es muy distinto, va mucho más para el lado del delirio, del absurdo. Me cuesta publicar alguno de los libros que tengo escritos para chicos porque son muy delirantes y las editoriales no saben bien dónde ubicarlos. Lo que más me gusta como lector es leer una buena historia bien contada y aceptarlo y decir yo quiero historias bien estructuradas, bien contadas, creíbles. Cuando me di cuenta de eso, dejé de lado todo lo experimental, con lo que nunca logré hacer nada. Empecé escribiendo poesía. Como escribo poesía y escribo narrativa para adultos y libros para chicos, muchas veces tengo varias cosas empezadas y voy saltando de una cosa a la otra cuando me trabo con algo y siempre tengo la posibilidad de seguir con otra cosa y dejar un poco lo que estaba haciendo.

-T: ¿Qué te aportó dar clases de español, a la hora de escribir?

-D.M.: Darme cuenta de que quiero escribir, de que me gustaría vivir de los derechos de autor. Es cada vez más complicado. Es muy difícil interesar a los chicos.

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[El País Digital]

"Los cuentos surgieron de esa angustia ante mi futura paternidad"

Por Tatiana Raicevic

Cada lector tiene sus mañas: hay quien lee siempre el texto completo, lo disfrute o no, quien abandona sin culpa, quien le pone mucha presión al título o hasta a la tapa, quién lee clínicamente, quien saltea párrafos y miles de opciones más.

Podemos hablar horas y horas de crítica literaria, analizar el estilo de un escritor, sus referentes, etcétera, etcétera, pero al final de cuentas cuando un libro nos gusta es por lo que nos hace sentir, el lugar al que nos transporta, si nos linkea a experiencias, a deseos, a miedos.

Mi maña particular es el comienzo. Para mí es fundamental que me atrape la primera hoja. Y Doscientos canguros, una de las últimas novedades de Editorial Entropía lo cumple a rajatabla.

Me lo llevé a un viaje de fin de semana y me descubrí disfrutando mucho de cada uno de los relatos. Lo devoré.

Nunca había leído a Diego Muzzio y no tenía idea con lo que me iba a encontrar (ahora quiero leer todo lo que haya escrito).

Cuando volví, le escribí un mail (vive en París) y armamos una entrevista “epistolar”. Hablamos sobre sus comienzos como escritor, de la diferencia de escribir para adultos y para niños, del proceso de escritura de Doscientos canguros y sus animales extrañados, de sus lecturas, y de cómo ve la situación de la industria editorial argentina.

¿Cuál es tu primer recuerdo con libros? ¿Qué te gustaba leer?

Mi primer recuerdo con libros son los que me leían, cuentos clásicos, que, según me dicen, terminaba aprendiendo de memoria. Más grande, empecé a leer los libros de la colección Robin Hood, los famosos libros de tapas amarilla: Sandokán, El corsario negro, Tom Sawyer, El príncipe valiente.

¿Cómo te convertiste en escritor?

Al principio, fue casi como un juego. Me gustaba tanto leer que me puse a inventar mis propias historias. En realidad, lo que me más me gustaba era la etapa previa, de investigación: recorrer mapas y diccionarios para decidir dónde se desarrollaría mi historia. Me sentaba y tomaba notas. Más tarde, en la adolescencia, fue la lectura de Neruda la que impulsó a escribir mis primeros poemas.

¿Lees mucho? ¿Qué es lo que más te gusta?

Leo mucho, sí, todo lo que puedo. Y releo mucho también. Últimamente estoy leyendo o releyendo literatura de terror, autores clásicos, como Machen, Chambers, Lovecraft, Jackson, Bierce, pero en general leo de todo. Intento mantenerme informado de lo que se va publicando en Argentina, y también leo bastante sobre Historia.

En una entrevista contaste que a la hora de empezar un proyecto nuevo buscás un eje y, en el caso de Doscientos canguros, fue la paternidad: ¿Cómo fue el proceso de escritura?

Sí, los cuentos de Doscientos canguros surgieron de esa angustia ante mi futura paternidad, ese terreno desconocido que en mi caso, además, fue muy solitario, ya que por esa época ya vivía en Francia, lejos de los amigos y la familia. El proceso de escritura de los cuentos fue, según recuerdo, bastante rápido. Pero soy muy obsesivo a la hora de corregir, de manera que pasé muchísimo tiempo corrigiendo.

Escribís poesía, literatura infantil y ficción para adultos, ¿cómo manejás los diferentes registros? ¿Hay preferencias?

Preferencias no hay, sí estados distintos, muy distintos. No es lo mismo ni me siento igual cuando estoy escribiendo un libro para chicos, que cuando escribo poesía o ficción para adultos. La ventaja es que siempre estoy trabajando en algo. Cuando me empantano con lo que estoy escribiendo, cosa que me sucede mucho, puedo pasar a otra cosa y seguir trabajando.

En los cuentos de Doscientos canguros irrumpen animales como una especie de efecto desestabilizador, ahí rozando lo fantástico, complejizando un poco el realismo. En el caso “El cielo de las tortugas”, el animal es un elemento con el que no solo avanza la trama sino que también maneja el “suspenso” en la narración. ¿Por qué los animales? y ¿por qué con esa "función"? ¿hay algo ahí que podría relacionarse con tu escritura de literatura infantil?

No, yo no relacionaría a los animales del libro con la literatura infantil. Creo que en estos cuentos los animales son, como ya he dicho en otra entrevista, un elemento perturbador. Yo no me siento muy cómodo cuando hay animales cerca; no me gustan los animales. Me despiertan cierta desconfianza.

¿Cómo te llevas con las redes sociales? 

Solo estoy en Facebook. No me llevo ni bien, ni mal. Son una fatalidad.

Aunque vivís en el exterior, publicás en Argentina. ¿Cómo ves la situación de la industria editorial?

La situación es muy, muy complicada. Cada vez se venden menos libros, hay editoriales que están despidiendo a mucha gente, se edita poco. Es triste, e irresponsable, que se recorte en cultura, en salud, en investigación, que todo tenga que pasar por la falsa e inexorable lógica del mercado. Un país que decide eliminar de un plumazo su ministerio de cultura, su ministerio de salud, es un país que ya está decidiendo dejar de serlo…

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