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  Caligrafía tonal
Ana Porrúa
380 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2011
ISBN: 978-987-1768-05-9
   
         
                 
                   
 

«Infrecuente, raro: un libro que enseña cómo interrogar, de maneras definidas y agudas, los efectos del poema, las afecciones con que la poesía desplaza las fronteras de nuestra subjetividad. Caligrafía tonal lo logra mediante un ejercicio paciente de lectura que hace trabajar a la vez al oído en las voces, a la mirada en la letra, al tacto en el libro, a la insistencia microscópica de la memoria sobre el territorio singular de cada imagen. En el discurrir de ese pensamiento del poema, con una escritura entre conversada y experta que nunca deja pagando a su lector, Ana Porrúa inventa una teoría de la forma: la materia del poema como un exterior del lenguaje que le sabe el detalle de su revés y la agitación de su historia y se lo lleva puesto. Este es un libro para los tantos lectores que, interpelados por la poesía, quieren darse a la vez un modo intenso de pensarla y de pensarse en ella.»

Miguel Dalmaroni

Contratapa
             
     
             
Fragmento

El río y sus orillas

En “Tomas para un documental”, decía, el paisaje de la ruina lleva las marcas de un pasado perdido, el del mundo del trabajo. El río es parte de este paisaje, oleoso, lleno de basura; es el centro de un territorio que crece de manera ominosa y se testifica con un ojo que registra cada detalle. En este sentido es un paisaje político, es un documento histórico descifrado a partir de sus vestigios materiales (no hay prácticamente sujetos y el poeta se retira de una manera ostensible). Pero años antes, en 1993, otro río será ocupado por la política, aunque de manera absolutamente diferente. La zona en que se desarrolla la historia de 40 watt de Oscar Taborda es “una evocación falsificada del arroyo Ludueña en las proximidades de su desembocadura en el río Paraná, cuando sale de su entubamiento junto a lo que fuera Estexa, una fábrica textil en la zona norte de Rosario, sobre cuya superficie hoy día se levanta un shopping de capitales chilenos”. Estamos, podría decirse, en la zona saeriana y estamos, entonces, cerca de la poesía de Juan L. Ortiz y su litoral entrerriano: la literatura a uno y otro lado del Paraná.

El río es las novelas de Juan José Saer presenta diferentes texturas –su superficie es por lo general lisa– y sobre todo, colores; en El limonero real (1974) es gris, negro, verdoso (“un penacho verdoso y transparente”), “masa amarillenta y traslúcida”, violáceo, plateado (se usa la imagen de un espejo enmarcado entre las dos orillas, se habla de su “argéntea impasibilidad”, un adjetivo común también en la poesía de Ortiz); brillante, sólo por momentos aparece “una turbulencia parda” o se mencionan sus orillas barrosas. El “río liso, dorado o caramelo” de Nadie nada nunca (1980), que reaparece quieto por la variación de la escritura, casi como un estribillo, en medio de la mención de los cadáveres que escande el relato. Hay una resolución plástica del río que tiene que ver con el imperio de la percepción, de los sentidos propio de la narrativa saeriana y su presencia, casi siempre inmóvil, no es un simple escenario para la acción; de hecho, el río encripta cierto misterio, es “el río invisible” y tiene “orillas más secretas” en El limonero real, es lo que se ve, cubriendo todo el marco desde la ventanilla del avión en El río sin orillas (1991) –la confluencia del río Paraná y el Uruguay en el río de La Plata– y permite la recuperación inmediata de lo propio: “(…) más mágico que Babilonia, más hirviente de hechos significativos que Roma o que Atenas, más colorido que Viena o Ámsterdam, más ensangrentado que Tebas o Jericó. Era mi lugar: el él, la muerte y la delicia me eran inevitablemente propias.” (p. 15). Y ese mismo río parece tener una arqueología en El entenado (1983): el río es infinito, “destellante y desierto”, es lo que se contempla extático después del rito antropofágico, o lo que los indios miran inquietos a la espera del inicio periódico del ritual. Algo del río de Juan L. Ortiz está presente en la narrativa de Saer, la percepción del paso del tiempo en su lámina y también, de algún modo, el estado de contemplación al que convoca. Aunque en Ortiz, la naturaleza y entonces el río, evoca “el impulso a la unidad” (p. 23), del que habla Sergio Delgado; el río supone la posibilidad de religación a partir de ese paisaje, la promesa de un “estado de gracia” como dice Daniel García Helder (p. 139). Y, aún cuando recupera la historia, como en El Gualeguay, esta será vista por el río “bajo formas serpenteantes, lanceoladas”, porque lo político, dice Delgado, “forma parte de la personificación del río” (p. 44). La pobreza, presente como realidad y aludida en la poética orticiana muchas veces, no llega al río. María Teresa Gramuglio marca, de hecho, una tensión en la poesía de Ortiz entre “un estado de dicha, un estado como de plenitud, de gracia, y sobre todo de armonía, generalmente ligado a la contemplación de la naturaleza” y su quiebre a partir del “escándalo de la pobreza, la crueldad de la injusticia, el horror de la guerra, el desamparo de las criaturas,(…)” (1996; p. 24). La pobreza está, como dice Martín Prieto, al costado del río, en el rancherío o los niños harapientos de las orillas del Gualeguay (1996; p. 117). Tampoco la pobreza llega al río saeriano; en uno y otro caso, los ranchos, los pobres, los indios en El entenado o esa mujer de rasgos indígenas que va a bañarse al río con su hijo en El río sin orillas,  rodean este paisaje, o irrumpen como sentimiento de injusticia, en la poesía de Ortiz, ante la iluminación del paisaje (así, “los hombres sin techo y sin pan” de “No, no es posible”, poema de El alba sube, 1937; o el “silencio terrible de las almas ignoradas y de los cuerpos sufrientes” en “Jornada”, de La rama hacia el este, 1940).

El río de 40 watt, en cambio, es parte de la miseria, de la pobreza. El poema tiene un hilo narrativo (saboteado todo el tiempo, legible a partir de fragmentos) que se despliega como resolución de una anécdota, aquella que se cuenta en la contratapa del libro (reescritura de uno de los “cantos” fallidos, dice Taborda): “Durante una cena escolar, una mujer comenta alarmada una noticia del diario: hay, en la desembocadura de un arroyo, unos pobres indios sufriendo `el drama de las inundaciones´ sin ningún tipo de asistencia social. Su alarma no sólo es motivada por la indigencia sino también por la secuela moral que esa calamidad podría generar (…)”. Hacia el arroyo viajarán Cremasco, un profesor de historia, y su acompañante con una finalidad económica: hacer que los indios roben para ellos.

 

 
     

Autora

 

 

 

 

 

 

 

 

   

Ana Porrúa (Comodoro Rivadavia, Chubut, 1962) es docente en la Universidad Nacional de Mar del Plata e investigadora del CONICET. Compiló dos antologías de poesía latinoamericana: Traficando palabras (Libros del Quirquincho, 1989) y, en la misma editorial, Alicia en el país de las pesadillas y otros poemas (1992). Publicó, junto a Fabiola Aldana y Alfonso Mallo el libro Bonus Track. 2 revistas culturales. 1 antología (Melusina, 1999). En el año 2001 apareció su ensayo Variaciones vanguardistas. La poética de Leónidas Lamborghini (Beatriz Viterbo editora). Recopiló y prologó la poesía de Arturo Carrera bajo el título Animaciones suspendidas (Caracas, El otro el mismo, 2006). Escribió tres libros de poemas: con trapos en la boca (Tierra Firme, 1992), hormigas y samuráis (Melusina, 2001) y el chenque (dársena3, 2005).


 
     
           

Reseñas

 

 

 


Radar Libros
(Juan Pablo Bertazza)

Revista Ñ
(Carolina Esses)

La Capital
(Irina Garbatzsky)

Espacio Murena
(Agustina Del Vigo)

 

 

Entrevistas

 

 

 

Telam
(Pablo Chacón)





[Radar Libros]

La letra y la voz

Por Juan Pablo Bertazza

Muchos ensayos y artículos sobre poesía adolecen, aun cuando tratan de disimularlo, de una implícita pero tajante división entre poesía clásica y poesía moderna, o contemporánea. Como en las últimas décadas la poesía argentina ha atravesado diversos cambios y estadían, quienes la incluyen en sus análisis no suelen hacen referencia a la tradición, al origen y, por el contrario, los que dan cuenta de la tradición suelen ignorar la producción actual. Caligrafía tonal. Ensayos sobre poesía de Ana Porrúa –docente en la Universidad Nacional de Mar del Plata e investigadora del Conicet– es un claro ejemplo, al igual que otros casos como Historias de amor y otros ensayos de poesía de Tamara Kamenszain u Orfeo en el quiosco de diarios de Edgardo Dobry, de que la síntesis no sólo es posible sino que, además, puede resultar iluminadora. De hecho, este libro arranca con una relación entre una escena incluida en la novela De sobremesa del poeta colombiano José Asunción Silva, precursor del modernismo, sobre el desorden de la mesa de artista del aristócrata José Fernández (“había sobre tu mesa de trabajo un vaso de antigua mayólica lleno de orquídeas monstruosas, un ejemplar de Tíbulo manoseado por seis generaciones, el último libro de no sé qué poeta inglés, unas muestras de mineral de las minas de Río Moro, tu libro de cheques contra el Banco Angloamericano, un ídolo quichua y una estatueta griega de mármol blanco”) y el prólogo de Rubén Darío a Prosas profanas: “Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas: en Palenke y Utatlán, en el indio legendario y el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es suyo, demócrata Whitman”.

El libro termina con un capítulo dedicado a las antologías de las últimas décadas, y a la producción poética actual en blogs y páginas como La infancia del procedimiento y Las afinidades electivas.

Más allá de la amplia cronología que maneja, los seis capítulos de este libro exploran y bucean en la forma poética en toda su resonancia, formas que hacen referencia al procesamiento de tradiciones, política e historia, pero también incluye subjetividad y visión del poeta, tonos, elementos sonoros e incluso aquel ingrediente casi secreto de todo poema que mantiene cierta característica inefable: “A mí me interesa leer la forma, el modo en que está escrito un poema, pero no como muestrario de recursos retóricos sino como movimiento del lenguaje y la cultura. Entonces surgió la idea de caligrafía como trazo que se dibuja sobre una superficie, una idea metafórica que me sirvió para pensar la materialidad, el trazo visual y sonoro de un poema. La de la puesta en voz de la poesía sería una caligrafía ausente, que se puede reponer a partir de la escucha”, explica Ana Porrúa desde Mar del Plata.

Entonces: voz y escritura, tradición y actualidad, objetivismo y subjetividad; se podría decir que casi todos los temas fundamentales de la poesía en el último siglo aparecen en este libro, como así también la célebre polémica en torno de la existencia o no del neobarroco o neobarroso (según la fórmula de Perlongher): “Recuerdo la primera vez que leí o escuché (no me acuerdo qué hice primero) ‘Cadáveres’, nunca había escuchado hablar así de los desaparecidos. Había algo distinto en el poema de Perlongher que se separaba de todas las formas del poema político conocidas por mí y a la vez –y tal vez por esa misma razón– instalaba el carácter ominoso de esas muertes, de esos asesinatos”. Hablando de este mismo poema, Ana Porrúa agregará una valiosa lectura que tiene que ver con la repetición de la proposición “en” que se da a lo largo de todo el poema “Bajo las matas / En los pajonales / Sobre los puentes / En los canales / Hay cadáveres”; y que remitiría al trillado: “En el cielo las estrellas / en el campo las espinas / y en el medio de mi pecho / la República Argentina”.

De hecho, Porrúa establece que sobre finales de los ‘80 y principios de los ‘90, lo político y lo histórico dejaron su naturaleza icónica, simbólica, para pasar al plano material, a partir del nombramiento de negocios, calles y lugares, algo que aparece también en las obras de Taborda, Prieto, Casas y Cucurto.

Otro aspecto interesante de este libro tiene que ver con el análisis de la puesta en voz de la poesía, desde la declamación quejumbrosa y anclada en el tiempo de Berta Singerman, hasta el análisis en la voz de William Carlos Williams, Marinetti, Breton, Ezra Pound, Perlongher, Neruda, Nicanor Parra, Pizarnik e incluso algunos cruces más que interesantes como Singerman declamando a Alfonsina Storni, Pizarnik leyendo a Arturo Carrera, o Gelman leyendo a Rubén Darío: “Gelman frasea Rubén Darío de la misma forma que frasea sus poemas, le resta antigüedad, lo hace más amigable, elimina su dureza, lima el artificio, como si todo poema pudiese decirse con la voz del presente. Cuando escucho a Perlongher leer ‘Cadáveres’, escucho a Tita Merello, cierto sonido del chisme barrial, cierto escándalo o escandalete que relaciono, en parte, con su versión personalísima del neobarroco. En definitiva, cuando escuchamos por primera vez un poema, se pone en juego nuestra escucha imaginaria, aquel sonido o aquella voz que imaginamos para ese texto”, se explaya Ana Porrúa, quien además de ser docente e investigadora, escribió tres libros de poemas: Con trapos en la boca (1992), Hormigas y samuráis (2001) y El chenque (2005).

“Hay algo interesante de la crítica de poesía y es que no suele estar recluida en la universidad, la crítica de poesía suele ser innovadora como la poesía misma”.

 

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[Revista Ñ]

¿Cómo leer poesía?

Por Carolina Esses

¿Y la crítica académica, esa que circula en seminarios, congresos, aulas universitarias? ¿Cómo lee poesía? Caligrafía tonal (Entropía, 2011) de Ana Porrúa –docente en la Universidad Nacional de Mar del Plata, investigadora de CONICET y poeta– es un ejemplo de crítica rigurosa y exhaustiva. A partir de la idea de caligrafía oriental y tomando la idea de “scripción” de Roland Barthes, Porrúa propone “leer caligrafías, leer tonos, leer la forma”. Es decir: leer la modulación de un trazo, la inclinación de una pincelada, el impacto del movimiento en el poema. La imagen es ilustrativa, bella; se detiene en el texto –sus procedimientos–, pero también en la mano que presiona o levanta el lápiz de la hoja, “el neobarroco carga las tintas y superpone trazos”, dirá, “los llamados objetivistas argentinos deslindan los trazos, se oponen a la mezcla, trabajan con trazos limpios”. Porrúa no olvida al sujeto y esto no es menor tratándose de un texto académico. Relee a los formalistas rusos sobre todo al Tinianov de Avanguardia e tradizione y abre la discusión a cuestiones que van más allá de lo textual. No sólo lo histórico cultural sino también, por ejemplo, la puesta en voz de la poesía y su circulación con las nuevas tecnologías. A la hora de elegir lo textos transita el camino más canónico: neobarrocos y objetivistas. Entonces la función de sus ensayos, su impacto dentro del campo poético, no será poner la lupa en poéticas más laterales –como sí será el objetivo del libro de Walter Cassara– sino sistematizar y profundizar en poéticas centrales de los últimos años. La audacia del libro no radica en su elección de los textos sino, por un lado en su elección bibliográfica, en la manera que encuentra para articular teoría y poesía, y por el otro en el gesto de colocar como objeto de análisis académico la materialidad poética. 

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[La Capital]

Las voces y sus trazos

Por Irina Garbatzsky

"Me interesa la idea del trazo de formas para pensar las imágenes porque lo que allí leo o intento leer tiene que ver con cierta plasticidad y con un movimiento de los enunciados que no se agota en la cripta del verso", propone Ana Porrúa en Caligrafía tonal. La autora parte de la forma como disposición de los materiales del poema para alcanzar una noción de trazo —la "caligrafía"—, que le permite preguntar qué se escribe y qué se lee en la poesía. La caligrafía como concepto operativo visibiliza en la forma modernista, la forma vanguardista, la forma barroca, la forma objetivista y las formas de la voz, la crítica que la poesía realiza sobre la historia.

El subtítulo —Ensayos sobre poesía— destaca a su vez la propia forma que la autora asume: el cuidado para hilar los capítulos, la afirmación de una voz que piensa y revisa, en el cuerpo del texto, en las notas al pie y en los inserts (que se continuarán como anexos al final), un corpus de textos conformado por Fabián Casas, Sergio Raimondi, Roberta Iannamico, Osvaldo Aguirre, Néstor Perlongher, Daniel García Helder, Martín Gambarotta, Oscar Taborda, Laura Wittner, Arturo Carrera, entre otros. De este modo, el ensayo logra un entramado singular sobre los últimos treinta años de la poesía argentina y sus relaciones con el modernismo latinoamericano de finales del siglo XIX y comienzos del XX.

El valor doblemente productivo de la caligrafía se asienta tanto en su proposición afirmativa como en su corte y deslinde. Porrúa destina los dos primeros apartados del libro a trabajar el dispositivo del neo-objetivismo como estructurador de la mirada y el paisaje. La mirada como un límite, "cierre y apertura del poema" y "gesto inaugural", formula entonces menos una poética que una máquina de lectura. El dispositivo objetivista planteó no sólo un relato sobre lo evidente sino una pregunta sobre lo que se sustrae en la relación entre ojo y lenguaje; la carga cultural, "e incluso económica" que se deposita sobre la visión. Esto habilita, entre otras formulaciones, una lectura en conjunto de "Cadáveres", de Perlongher y "Tomas para un documental" de García Helder, un tándem que produce la visibilidad del límite de la poesía política (no como final sino como radical modulación), cuyos espacios, sobre finales de los 80 y principios de los 90, "dejaron de ser icónicos o simbólicos". Así como en "Cadáveres" "el poema trabaja en el borramiento de un afuera tradicional", y esto supone la construcción ominosa del espacio, de una presencia que se constela a partir de restos materiales, no metafóricos; en "Tomas para un documental", la insistencia en la evidencia de los restos habla de la clausura del período de industrialización en la Argentina. En el poema de Helder, dice Porrúa, el paisaje en ruinas es el Cadáver extendido indefinidamente.

La caligrafía además supone un trazado entre formas diversas. En "La puesta en voz de la poesía" el material caligráfico consiste en las propias grabaciones y videos de lecturas de poesía en voz alta, desde las declamaciones de Berta Singerman hasta las puestas en voz de la vanguardia, el neobarroco hasta llegar a experiencias de los años 80, como Poesía espectacular (el film de Carlos Essman con las lecturas de Martín Prieto, Taborda y Helder). La singularidad de la lectura de Porrúa no reside solamente en el mero agenciamiento de estos soportes sino en un valor otorgado a la escucha de la voz de los poetas, como espacio en donde se juegan simetrías y asimetrías con la tradición.

En "Campos de prueba", Porrúa hace una lectura de varios libros (Telegrafías de Mariana Bustelo y Silvana Franzetti,Mamushkas, de Iannamico y otros) y observa una alta conciencia de su construcción artificial que sortea, sin embargo, la idea de totalidad y originalidad. La propuesta de "Antologías", el capítulo sobre las antologías de la literatura hispanoamericana desde fines del siglo XIX hasta comienzos del XXI, continúa la indagación por las estrategias constructivas. Cómo hacer una antología: el formato del panorama y el del corte definen valores. Porrúa incorpora al análisis el funcionamiento de los blogs Afinidades electivas y La infancia del procedimiento como instancias de la red en donde se observan diversas respuestas y posicionamientos frente a la pregunta de cómo antologar la poesía del presente.

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[Espacio Murena]

Gestación de un receptor crítico

Por Agustina Del Vigo

Resulta difícil hablar de los modos y las formas hoy, cuando se suele reflexionar más sobre qué se dice en lugar de cómo. Allí donde la información abunda, es difícil detenerse en la manera en que se construye, circula y nos llega todo aquello que leemos, vemos y escuchamos. Sin embargo, es justamente una pausa –o su posibilidad– lo que propone Ana Porrúa en Caligrafía tonal. Ensayos sobre poesía. Seis capítulos en los que se introducirá al lector en los pormenores de la producción poética de grandes autores –clásicos y nóveles–, en un período que abarca desde fines del siglo XIX hasta nuestros días. Cada capítulo es un ensayo en el que Porrúa nos ofrecerá no sólo el análisis de un corpus poético determinado, sino también el de sus diferentes manifestaciones: escritas y orales. Pero lo verdaderamente interesente es que esta tarea se llevará a cabo a través de una propuesta metodológica que en su originalidad, pretende hacer foco en aspectos usualmente omitidos por la crítica literaria que aborda el género. Será a su vez partiendo de este enfoque desde donde Porrúa revisará los presupuestos de algunas de las corrientes de crítica literaria más significativas del siglo XX, en especial el Formalismo Ruso y lo que de este pervivió –o no– en el Estructuralismo. Si bien existen muchas otras Porrúa se centrará en aquéllas, ya que ambas privilegian un análisis menos semántico que formal del discurso artístico. Y es precisamente el análisis de las formas que adquiere el lenguaje en la poesía –tanto en su escritura como en su recitado–, de los “materiales” con los que se construye esa textualidad, lo que se nos propone en Caligrafía tonal. A fin de cuentas, se trata de indagar un poco más allá de lo que un poema pueda estar sugiriendo desde lo que se conoce como su “contenido”, que sería sólo un nivel –el semántico–, de la infinita capa de significados inherente a toda obra de arte. Es en la forma, dice Porrúa, donde se leen las tradiciones, los modos de ver, en suma: las reminiscencias de la historia. La cultura y la política se manifiestan, también, a través de estas huellas que perviven en lo formal, e incluso aquello que el discurso no sabe decir y que sólo allí se vuelve inteligible.

Dicen las últimas líneas del primer epígrafe que inaugura el libro: “Cuando se lee sin preguntar, no se lee más, uno, a la inversa, es devorado por el ‘objeto’ de la lectura”. Y es que este no resulta un libro de mera reflexión sobre lo textual sino de puesta en crisis. Y aquí, presa de la dualidad de este último término, que siendo palabra –y por ende lenguaje– no puede más que manifestar su inherente polisemia, me hago eco sólo de su sentido positivo, allí donde crisis también significa “cambio”. Allí donde las preguntas sobre los modos y formas que adquiere el discurso faltan en la vida cotidiana, en este libro sobran. Allí donde la pasividad del público es la norma, aquí se gesta un receptor crítico. Como bien sostiene la autora en el prólogo, Caligrafía tonal se aboca a la respuesta de dos preguntas fundamentales y de variada respuesta: qué se escribe en la poesía, y cómo se lee. La poesía hoy –pero no menos históricamente– ha sido una de las producciones literarias más marginadas en el mercado, pero también en los ámbitos académicos. Es posible que la poesía sea uno de los géneros más difíciles de abordar, bien porque sus textos suelen considerarse de difícil acceso, bien porque despliegan una pluralidad de sentidos sin ofrecer interpretaciones unívocas. Esto, sin embargo, no es más que el testimonio más evidente del poder creador del lenguaje: evidenciar aquello que está dormido, plácidamente oculto en nuestra percepción cotidiana del mundo.

Partiendo de la definición de “caligrafía” como “trazo de una época o modo singular de una escritura” (A. Porrúa, 2011:16), la autora analiza los modos en que la poesía se construye según diferentes corrientes estéticas donde la forma que adopta el lenguaje se impone sobre los modos de lectura. Con la intención de ir creando una “sociología de las formas”, dentro del esteticismo de fines del siglo XIX aborda, entre otros, la producción de José Asunción Silva, Leopoldo Lugones, Rubén Darío y Néstor Perlongher. Las ideas centrales que sustentan la investigación de Porrúa se van delineando a través de los análisis particulares de cada capítulo. Así, del cotejo entre la obra de Darío y Perlongher se deducirá que el tratamiento de los materiales siempre es, en razón de su imposibilitada separación, estético e ideológico (A. Porrúa, 2011:340). De este modo continúa revisando el tratamiento de los materiales para la construcción poética del Surrealismo, el Neobarroco latinoamericano –en la obra de Alejo Carpentier–, el Objetivismo –en la de Daniel García Helder– para pasar en el segundo capítulo al análisis del llamado “Nuevo Objetivismo”, corriente estética surgida en los ‘80 que persiste hasta nuestros días.

En el tercer capitulo, donde el tratamiento poético de los paisajes es el centro, se observa cómo la construcción de los lugares también puede ser política. Se comienza a gestar una nueva forma de denuncia a través del objeto artístico, que se alejaría de aquella más edificante, propia de la producción de las décadas del ‘60 y del ‘70. No sólo es el espacio de la escritura el que se trata de invadir con el análisis de las formas, sino también el de los sonidos. Entendiendo la lectura como un acto de producción –semejante al acto de escritura–, Porrúa ve en el recitado de esos poemas la creación de nuevos significados. A la historicidad que se lee en las formas del discurso se le suma aquella que pervive –como dice Paul Zumthor– en las voces, como murmullos de la propia cultura.

En el capitulo cinco, significativamente titulado “campos de prueba”, se adentra en las producciones poéticas más experimentales, aquellas en las que el trabajo con los materiales y las formas empuja a la literatura a sus limites, lugar de quiebre pero también de liberación. La reflexión sobre las formas y los materiales culminará en la construcción de una verdadera “sociología de la poesía” cuando en el último capítulo Porrúa se centre en el contexto de producción que hace posible el surgimiento de las “Antologías poéticas”, otra de las particulares formas de circulación del género. La autora explora no sólo los criterios de selección que las justifican, sino que ahonda en el proceso de construcción de una nueva sintaxis (una nueva forma que permita la unión de piezas diversas que a priori no fueron pensadas para circular en conjunto).

En Caligrafía tonal, la búsqueda de otros significados que puedan estar actuando detrás de aquello que se lee o se escucha en el momento de la recepción, no es algo que se propone sólo desde el análisis teórico, sino que se hace cuerpo en la estructura misma del libro. A través de pequeñas frases que repentinamente aparecen intercaladas en cada capítulo, se interrumpe la linealidad del desarrollo argumental de los artículos y se habilita una lectura que podría hasta denominarse hipertextual. Estas pequeñas frases que aparecen dentro de corchetes –por ejemplo: [Cisnes y lunas]– son en realidad los títulos de otros ensayos de menor extensión que se recopilan en el “Apéndice final” del libro. Así, el lector que prefiere ahondar sobre cierto ejemplo o cuestión que se viene desarrollando puede tomarse una pausa y redireccionar la lectura. Porrúa parecería instalar estas textualidades –que en definitiva podrían pensarse como prescindibles y accesorias– como una forma de profundizar lo que se viene diciendo, de mostrar qué otros textos pueden estar resonando en aquello que se postula en el desarrollo principal del capítulo. Si pensamos en la utilización del corchete como signo ortográfico, veremos que una de sus principales funciones es intercalar un discurso aclaratorio dentro de otro que ya esta, de por sí, especificando otra cosa –en el caso de su utilización dentro de los paréntesis–; es decir el uso de un corchete puede significar la dilucidación exhaustiva de un contenido. Pero también se puede utilizar para reponer dentro de una cita textual una parte del texto original que resulta imprescindible para comprender aquello que se está diciendo en ese momento. Esto equivaldría a afirmar que los corchetes también se utilizan para traer al momento presente de la recepción, discursos que estarían actuando por detrás de lo que se lee, que “atraviesan” la lectura. En este sentido, a semejanza de las tradiciones –discursivas, históricas, culturales– que estarían resonando en la lectura de una determinada forma poética o en la escucha de una voz, estos textos situados en el “Apéndice” volverían visible aquello que también actúa por detrás o en paralelo en la escritura de cada capítulo, es decir en la propia escritura de la autora.

Caligrafía tonal es un libro de propuestas innovadoras, que busca adquirir una comprensión más profunda y acabada de cómo leer poesía. No sólo se insta al lector a leer caligrafías sino que, hiperbolizándose el mismo acto de lectura, se amplía el desafío: también deben leerse los tonos y las formas. Si pensamos que un tono usualmente se escucha y una forma es vista –más que leída– entenderemos que el método de análisis que nos propone Ana Porrúa excede ampliamente la comprensión de un único género literario, pudiendo ser extensible a la recepción de cualquier obra de arte que no necesariamente se construya mediante la escritura. Caligrafía tonal: en ese par de opuestos –casi un oxímoron– que parece alertar al lector ya desde el mismo título, también se remite a la conjunción armoniosa –“tonal”– entre la lengua hablada y la lengua escrita, entre dos formas de expresión que tienen el poder de cambiar radicalmente el sentido de las cosas. Tal vez sea a esa radicalidad y a ese cambio a lo que nos invite Ana Porrúa en tanto receptores críticos de cualquier obra de arte, y de una determinada realidad, que nunca es cualquiera, sino que siempre se trata de la particular de cada lector.

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[Telam]

La escritura como zona de contacto

Por Pablo Chacón

Nacida en Comodoro Rivadavia en 1962, radicada en Mar del Plata, es investigadora del Conicet. Entre sus libros, con trapos en la boca; hormigas y samuráis; el chenque  y Variaciones vanguardistas. La poética de Leónidas Lamborghini.

Esta es la conversación que sostuvo con Télam.

T : ¿Cómo está, a tu juicio, la producción literaria marplatense?

P : Voy a hablar de lo que conozco, la poesía. Hay mucha gente que escribe en Mar del Plata, sin que este amerite hablar de una literatura marplatense. Esto sería lo primero que hay que despejar: no creo en la poesía de un espacio cuando este espacio es sólo un tema que se deshace en íconos supuestamente representativos. Visualizo, entonces, grandes poetas, entre los que podría mencionar a Matías Moscardi, Luciana Caamaño, Gastón Franchini, Jorge Chiesa, Fabián Iriarte. Hay además editoriales, proyectos importantes como “Sacate el saquito”, “Luz mala” (que publica también traducciones muy buenas), ahora también está “Puente aéreo”. Hay un festival importante de poesía, “Poesía de acá”, cuya séptima edición será en unos días. Por otro lado, desde la Facultad de Humanidades, se hace el Descartes, un encuentro mensual, manejado de manera independiente de la institución por algunos estudiantes como José Mayor o Daniel Nimes. Ahí también aparece la literatura.

Esto es un costado de lo que se escribe en la ciudad, y de lo que se arma alrededor de la escritura. Pero sospecho que a la escritura marplatense le falta estallar, consolidar lugares, espacios, conexiones. No creo en la red que contiene todo (esa red no existe en ningún lado), pero sí en una potencia que en este caso no encuentra una red más amplia: talleres de escritura y de lectura, lugares para leer, más editoriales. Si fuese válida la comparación diría que le falta la densidad de la movida de música en la ciudad, que es enorme y que ha crecido muchísimo en la última década.

T : El lugar donde uno vive, ¿condiciona las formas de escritura?

P : No, no creo que el lugar donde uno vive condicione, como decís vos, las formas de escritura. El lugar en el que se da la escritura es esa zona de contactos con otras escrituras y escritores, un campo de afinidades e incluso de oposiciones, de antagonismos. Esa zona no es necesariamente el lugar en el que uno vive. Lo que sí puede propiciar el lugar donde un vive es, en todo caso, un tipo de imaginación que siempre estará tramada por otras “extranjeras”.

T : La idea de "lugar" quizá sea tan improductiva (o productiva) como la de "generación". ¿Qué pensás al respecto?

P : La idea de generación es antigua. La idea de lugar, sin embargo, puede funcionar productivamente. Como en Saer o en Juan L. Ortiz. Ahí hay un ejemplo concreto, el del Paraná, que tiene una presencia fuerte: están Saer y Juanele, pero también Daniel García Helder, Oscar Taborda. Igual no diría que se trata de un lugar y menos aun que ese lugar condiciona. Es un paisaje, son, otra vez, ciertas escrituras, ciertas lecturas o formas del arte. En este sentido sí es productivo el propio paisaje, como para ciertos poetas de Bahía Blanca, Marcelo Díaz, Mario Ortiz, Sergio Raimondi, Lucía Bianco, entre otros. Pero como en el caso del litoral (la zona de Saer), se trata de una experiencia que está puesta allí, no de un decorado.

El lugar, quizás, como lo que modula o escande una experiencia. Siempre pienso cuál sería la manera de que el mar esté en lo que se escribe en esta ciudad, cuál sería la forma de esa presencia, sin que esa presencia sea un cliché. Hay una canción de Salomar que dice “Vine al mar a buscar el agua”. Está fuera de contexto porque es un solo verso, pero cuando la escuché por primera vez me di cuenta de que la imagen no está construida como metáfora abstracta, que la canción hablaba de alguien que se encuentra con el mar como una especie de anfibio que entra y sale de esas aguas.

T : ¿Qué escritores y por qué esos y no otros elegiste para escribir tu último libro de crítica?

P : Elegí distintas temporalidades. Algo de Rubén Darío, porque me interesaba pensar la relación de la escritura con la política en el momento en que la poesía se repliega, se queda sin espacio. Creo que eso está en la poesía de Darío, que el esteticismo es una respuesta política. Además elegí a César Vallejo. Más allá de mis gustos personales hay razones de peso para entender que se trata de dos escrituras ineludibles en América Latina porque llevan el lenguaje hasta un lugar del que no se sabe si se puede volver; hasta un límite del que se vuelve, pero con otra lengua. Darío y Vallejo nos dieron otra lengua.

En Caligrafía tonal ensayé varias lecturas de poetas argentinos de los 90 como Daniel García Helder, Martín Prieto, Mario Ortiz, Marcelo Díaz, Martín Gambarotta, Sergio Raimondi, Roberta Iannamico, Carlos Battilana, José Villa, Juan Desiderio, Mariana Bustelo, Silvana Franzetti entre otros. El libro rastrea una poética que rodea la idea de objetivismo y que con sus diferencias, tiene mucho peso en los 90. Una poesía, como dice García Helder retomando a Pound “sin heroísmos de lenguaje”, una poesía de la mirada. Entonces, allí, en esas escrituras pensé en una caligrafía del objetivismo, algo así como una plástica del lenguaje: modulaciones, materiales, formas de componer lo que se mira y cierta reticencia a la metáfora. Por otra parte trabajé la puesta en voz de la poesía, y en ese sentido “Cadáveres” de Perlongher, para poder pensar qué se escucha en el neobarroco o el neobarroso, porque en esa puesta, por ejemplo, se escuchan tanto Sarduy o Lezama como el chisme barrial.

También escuché a Breton, Apollinaire o Marinetti. Escuché a los poetas recitando o diciendo sus propios textos o versiones de texto de otros a partir de una idea de la escucha como lectura crítica. En este capítulo del libro recuperé textos que había publicado en Punto de vista, un laboratorio de escritura, uno de esos espacios de interlocución y de ensayo de escritura que uno tiene pocas veces en la vida, y que se prolongó hasta hoy en www.bazaramericano.com. Mi participación en ambos, o en revistas como Vox o Diario de Poesía, me permiten pensar en un tipo de escritura crítica que no se agote en la academia. Creo que siempre tiene que existir esta doble inscripción para poder hacer crítica “universitaria”. No siento que puedan separarse y tampoco quiero que se separen.

T : Dedicaste una tesis a las obras de Gelman y Leónidas Lamborghini. ¿Por qué ellos?

P : La idea inicial fue trabajar los 60, la poesía de los 60 que comienza antes de esa década y termina después. Juan Gelman y Leónidas Lamborghini habían escrito con la voz de su época y también habían dado vuelta esa voz. Se habían ido de ahí llevando esa voz hacia otros lugares, impensados. Por esa razón los elegí: para leer una década desde la poesía que entona una época y también la hace desentonar. Tuve que dejar de leer Gelman por un tiempo.

Para explicarlo brevemente: Gelman me empastó el oído. Sin embargo, sigo pensando que algunos de sus libros están entre los mejores de la poesía argentina: Fábulas, Relaciones y Los poemas de Sydney West son mis preferidos. La poesía argentina, en los 80, en vez de procesar a Gelman lo imitó. Gelman es un poeta que se pega, su fraseo, sus diminutivos se pegan. Lamborghini, en cambio, está metido en la poesía de los 90 de una manera distinta. Su poesía activa una escritura desde el lugar de la desconfianza.

Eso es muy bueno. Hay escrituras que tienen un aire lamborghiniano, pero no imitan a Leónidas Lamborghini. Nunca dejé de leer sus textos. Lamborghini es un enorme poeta, siempre desarma lo poético. Porque escribió “contra la lagrimita”. Porque su poesía deglute la literatura universal y mezcla, es bastarda. Lamborghini limpia, permite volver a escribir y nos deja seguir leyendo. La suya es una escritura fuertemente política, una política del lenguaje.

T : Contame de dos o tres poetas que estés trabajando y que consideres insoslayables, incluso para una mirada retroactiva.

P : Mario Ortiz y sus Cuadernos de Lengua y Literatura, Martín Gambarotta. César Vallejo, siempre, como Rubén Darío. Leónidas Lamborghini. José Watanabe, Juana Bignozzi y Mirta Rosenberg son para mi insoslayables, no los únicos, por supuesto.