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Una mujer abre, como cada mañana, las puertas de su peluquería de barrio. Es un emprendimiento modesto, en una zona ni muy rica ni muy pobre de una ciudad cualquiera de Latinoamérica que antes, tal vez, se llamó Lima, Buenos Aires o Santiago, y que ahora es parte de una distopía inespecífica y global. Pero ese día algo cambia: una aparición, una presencia extemporánea, se le manifiesta en medio del salón. Se trata de un ser bestial, de pezuñas embarradas e indudablemente satánica: un diablo. Enseguida, sin embargo, cuando la mujer lo mira de nuevo, ya no luce como un demonio sino como un hombre abatido, con cierto aire familiar, el cutis macilento y verdoso. ¿Un zombi?, ¿un ladrón?, ¿un mudo? Hasta que por fin cree reconocerlo: ¿se trata de José María Arguedas, el escritor genial, el poeta, el etnólogo?
“¿Puedo quedarme?”, dice el presunto Arguedas. Y la mujer, contra todo sentido común y prudencia, lo alojará en el sótano de su local, que a partir de ese momento será epicentro de una red de intrigas entre peinadoras y coloristas, policías y especuladoras inmobiliarias de baja estofa; escenario de pequeñas estratagemas sobrenaturales, traiciones y ardides.
Construida sobre la delicada filigrana de un estilo sutil, plagada de humor y de horror, esta novela de Betina Keizman sobreviene como una anomalía fascinante, una rareza que nos lleva del asombro a la risa, del desconcierto al deleite, y que nos coloca frente a una pregunta infernal: en este mundo extraño y cada vez más espectral, ¿qué es un escritor sino un fantasma venido a menos, una sombra sospechosa, un buscador de información en tratos espurios con el más allá?
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Apañado en esa fisonomía cambiante, cualquier día se te aparece un diablo en tu propia peluquería, con la mirada perdida y un aire de sujeto mal cosido. Irene espía sus extremidades. Es un diablo, caso seguro. ¿Por dónde entró? Creer o reventar. Las pezuñas del aparecido están encharcadas en un caldo barroso. Paladea su propia saliva, de súbito amarga. No tiene cuernos. ¿Vendrá por su alma? ¿Qué busca el mercachifle? Mejor desconfiar, los trucos del diablo son miles, por ejemplo invocar esos vientos que sacuden el parque. Bailan los algarrobos pomposos, los eucaliptos de cortezas mutiladas, se agita la avenida de ginkgos bilobas que desemboca en la fuente racionalista, frente al paseo de palmeras que los fundadores plantaron hace dos siglos, anticipando la creciente tropicalización. Las hojas se alzan y una nube de tierra y frutos secos ensombrece el aire. Parece el fin del mundo, hasta que esos diez segundos de ventolera desfilan así, como un soplo, y cuando Irene regresa la mirada al sillón, vaya sorpresa, el muy malandra ya deshizo lo diablo. Lo ha suplantado por un estado zombi, de piel amarillenta, humano y exento de atributos animales.
Irene limpia sus anteojos, después se seca la frente. A los pocos segundos el aroma alimonado del miedo se diluye. Es un hombre, al fin y al cabo, la espalda recta en el sillón de corte. Hombre más diablo, entonces. Los dos. O zombi. Los zombis olfatean las palpitaciones de los vivos. Son seres desfallecientes. Las patas del miedo pulsan sus dedos, trac, trac, trac, en la garganta de Irene. ¿Será un robo? ¿Violación? ¿Un ataque? Una punzada más intensa crispa su cintura. ¿Cómo entró? No contesta. Diablo, zombi o mudo, ningún hombre atraviesa muros.
¿Qué hacer? A esta hora el mundo visible desanda su oscuridad. El paisaje matinal difumina una versión húmeda del exterior, con hojas en forma de lágrima o escamosas, de verdes intransigentes, vibrando el estrépito escalonado de los tachos de basura contra las baldosas. Un retorcijón le anuda el estómago. Más allá, la plaza remueve el despliegue de desórdenes nocturnos. Todo perro sacude sus pulgas. Contempla otra vez al hombre impávido. ¿Se conocen? Irene evalúa con cuidado el tinte aceitunado de sus mejillas. Diablo o no, lo sospecha compatriota, sí, es serrano, serrano hasta el caracú. Le resulta familiar esa melancolía arrugada en la frente, ahondada en los senderos semejantes a canales de siembra que dividen su cabello. Parece corpulento, difícil zanjar si lo es, con ese porte flojo. Habrá entrado mientras ella dormía; insulta otra vez su sueño profundo. Con los párpados cerrados, aviva sin éxito el último recuerdo de la noche anterior, cuando las luces se extinguieran según ordena la restricción energética.
No la ataca; bueno, tampoco es razón: el derecho de propiedad está protegido aquí y en la Cochinchina. Eso lo sabe hasta un diablo. Están en su peluquería. ¿Debiera golpearlo y escapar? Agita la mano ante sus ojos. Setenta kilos calmosos contra sus cincuenta kilos irritables. Para colmo, en el parque es la hora de los corredores aislados, y menos puede contar con los fantoches que patrullan el centro comercial. Esos concentran sus esfuerzos en vigilar pantallas y golpear a los pungas.
A todo esto, el zombi o diablo la ignora sin resonancias agresivas. Respira hondo. Tampoco está indefensa, instrumentos punzantes sobran; dicho y hecho, Irene agarra una tijera de corte. Otra vez olvidó la pistola eléctrica sobre la mesita de luz de su dormitorio. Mujer idiota, la pistola es para tenerla cerca, en especial por la noche, también en las madrugadas. Ahora el hombre emite una señal, algo menos que un pestañeo hacia el que Irene dirige la tijera. Un ataque, sí, mujeres muertas, dueñas de negocios. El gas pimienta también quedó en su habitación.
Los sorprendidos en hogar ajeno comparecen en el juzgado de cercanías. De ahí, derechito a los campos de desintoxicación dispersos al otro lado de la cadena volcánica. El problema es que ese castigo neroniano no disuade a nadie. Los vándalos calculan: tomar lo que se pueda, la condena vendrá más adelante, cuestión de suerte. Irene oprime el mango áspero de la tijera para dominar las oleadas que ascienden en su estómago: una violación, drogones niños escapados de la zona C, el robo por monedas. Cuando el hombre se endereza, nota su corbata ajustada. Medirá apenas un metro sesenta. Él le devuelve una mirada grasosa como de vaca pastando. Le parece escuchar a su madre: Irene, ningún animal es más hueco ni más inofensivo que una vaca. La tijera por fin se inclina; el diablo chiquitín es vacuno, manso. Si parece al borde del llanto.
Entonces sucede algo impensado: el hombre tose, alza los hombros y pregunta si la despertó. Carraspea. Mastica aquel registro nasal que Irene conoció en la infancia. Entonces acertó: es paisano. Enumera los lugares que le ofrecerían mejor refugio que su peluquería: la central de extrarradios, Talca, un cerro, los puebleríos de la zona C, vomitando en el inodoro hediondo de meo de alguna fuente de sodas, de esas que aún languidecen en la zona céntrica. Mala estrella la suya, porque entre esos posibles aconteció lo improbable, su peluquería, el acento serrano: en fin, compatriota, serrano e instalado en su sillón. Excepto por las botamangas coloreadas de tierra rojiza, viste de punta en blanco. Sus pies no se encharcan en ningún líquido marrón, ni siquiera son pezuñas. ¿Puedo quedarme? Arrastra las vocales: ¿puedo quedarme? Carraspea. Aquel cantito trabado la confunde. ¿Será de Puno? Al cuñado de Irene, que creció en Puno, lo ha tragado la tierra desde que quince años atrás con su hermana se mudaran para trabajar en las ensambladoras del Este. Las últimas noticias los ubican de regreso, empleados en una usina de descontaminación. El cuñado tenía ese mismo acento apuradito que suplicaba perdón por la impertinencia. De encontrarlo ahora, perdida la sensibilidad para los tonos de su infancia, Irene apenas lo entendería. El extraño es retacón; su cuñado era alto, heredero de algún mestizaje costeño.
¿Puedo quedarme?, pregunta el zombi. |
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